Tommy y Tuppence estaban encerrados con el jefe en el despacho privado de este. Su elogio había sido caluroso y sincero.
—Han llevado el caso admirablemente —dijo—. Gracias a ustedes hemos conseguido atrapar a no menos de cinco importantes personajes y obtenido una valiosísima información. Pero debo advertirles que por fuentes fidedignas nos hemos enterado de que en el cuartel general de malhechores en Moscú hay una gran alarma por la falta de noticias de sus agentes. Creo que, a pesar de todas nuestras precauciones, han empezado a sospechar que algo raro ocurre en lo que pudiera llamarse su centro de distribución, las oficinas de mister Theodore Blunt. La oficina internacional de detectives.
—Bien —respondió Tommy—; era de esperar que tarde o temprano acabarían por darse cuenta de ello.
—Así es, era de esperar. Pero estoy un poco inquieto por su esposa, Tommy.
La contestación del matrimonio fue rápida y simultánea.
—Yo me ocuparé de ella —dijo él; y ella—: Soy capaz de cuidarme a mí misma.
—¡Hummm! —gruñó mister Cárter—. El exceso de confianza en sí mismos ha sido siempre la característica de ustedes dos, y si su inmunidad hasta este momento se ha debido a la suerte o a su gran capacidad y tacto, es cosa que aún no me he parado a considerar. No olviden que la fortuna es veleidosa y que… en fin, no insisto más. Del extenso conocimiento que tengo sobre mistress Beresford deduzco que será completamente inútil pedirle que se mantenga al margen de los acontecimientos durante las dos o tres próximas semanas.
El silencio de esta le dio a entender que no se había equivocado en su disposición.
—Entonces, lo único que me resta por hacer es darles cuanta información tengo sobre el particular. Tenemos motivos para creer que un agente especial ha salido de Moscú en dirección a este país. No sabemos ni el nombre bajo el cual viaja, ni cuándo llegará. Lo único que sabemos es que nos dio mucho quehacer durante la guerra y que es un sujeto con el don, al parecer, de la ubicuidad, puesto que siempre aparece donde menos se le espera. Es ruso de nacimiento y un acabado lingüista que le permite adoptar seis nacionalidades distintas, incluyendo la suya. Es también un experto en el arte de la caracterización. Y tiene talento. Fue él quien ideó esa clave con el número dieciséis.
»¿Cuándo aparecerá?, no lo sé, pero no ha de tardar. Lo único cierto es que no conoce personalmente a míster Blunt. Probablemente se presentará en su oficina bajo cualquier pretexto y tratará de identificarle mediante el uso de santos y señas previamente convenidos. El primero de ellos, y como ustedes no ignoran, es la mención del número dieciséis, que debe ser contestada con otra frase en la que asimismo aparezca dicho número. El segundo, del que hace sólo unos días nos hemos enterado, será el de inquirir si han pasado ustedes el Canal. A esto deberá contestar: “Estuve en Berlín el trece del mes pasado”. Y creo que eso es todo. Sugiero que para ganar su confianza, conteste usted lo más correctamente que pueda. Prolongue la farsa cuanto tiempo sea preciso y aunque le vea dudar aparentemente, manténgase en guardia. Nuestro amigo es muy astuto y sabe hacer el doble juego tan bien o mejor que cualquiera de nosotros. De todos modos espero que no ha de tardar en caer en el garlito. Desde hoy he decidido adoptar medidas especiales. Un micrófono fue instalado ayer noche en sus oficinas para que uno de mis hombres pueda oír desde abajo cuanto ocurre en su despacho. De esta forma yo estaré en constante contacto con él y podría acudir en su auxilio a la menor indicación de peligro.
Después de unas cuantas instrucciones adicionales y de una discusión general sobre tácticas, partió la joven pareja y se encaminó rápidamente en dirección a la oficina de los brillantes detectives de Blunt.
—Es tarde —dijo Tommy consultando su reloj—. Las doce. Hemos estado mucho tiempo con el jefe. Bien, creo que no habrá quedado descontento de nuestra actuación.
—En conjunto —respondió Tuppence—, no lo hemos hecho del todo mal. El otro día hice un resumen de todas nuestras actividades. Hemos resuelto cuatro misteriosos casos de asesinato, apresado una banda de falsificadores y otra de contrabandistas.
—En total, dos bandas. Esto de «bandas» suena muy bien. ¿No te parece?
—Un caso de robo de alhajas —prosiguió Tuppence haciendo uso, en el recuento, de sus dedos—, dos casos de muerte violenta, un caso de desaparición de una dama que trataba meramente de reducir sus voluminosas formas, otro de protección de una joven desamparada, una coartada destruida y (¿por qué no reconocerlo?) también un espantoso fracaso. El resultado, como promedio, es altamente satisfactorio. Hay que reconocer, pues, que somos verdaderamente inteligentes.
—Por lo que veo te lo has creído —le dijo Tommy—. Siempre te oigo repetir lo mismo. Sin embargo, yo tengo la convicción de que en una o dos ocasiones ha sido la suerte quien ha representado el papel principal.
—Tonterías —replicó Tuppence señalándose la frente—. Todo se ha debido a esa cantidad de materia gris que tenemos aquí dentro.
—¿Ah, si? ¿Y qué dices de cuando Albert le dio por hacernos aquella exhibición de lazo? ¿Tampoco querrás admitir que fue suerte, y no poca, la que tuve al escapar de un balazo en mitad de la cabeza? Pero oye, Tuppence, parece como si hablases ya de cosas pasadas.
—Y lo son —contestó bajando la voz—. Esta es nuestra última aventura. Cuando hayamos atrapado a ese super espía por las orejas, los dos grandes detectives se dedicarán a la cría de abejas en gran escala o a la siembra de calabacines.
—¿Estás cansada ya de esa vida?
—Si… sí, creo que lo estoy. Además, temo que un día u otro cambie la suerte y…
—Pero ¿no decías hace un momento que la suerte en nada había influido en nuestros éxitos?
En aquel momento entraban por la puerta del edificio en que estaban instaladas las oficinas de la Agencia Internacional de Detectives y Tuppence, con extraordinaria habilidad, eludió la respuesta.
Albert montaba guardia en el saloncito exterior y entretenía su ocio tratando de hacer equilibrios con una regla que se había colocado perpendicularmente encima de su chatita nariz.
Lanzándole una despectiva mirada de reproche, el grave mister Blunt pasó de largo y penetró en su despacho particular. Desprendiéndose del abrigo, abrió el armario sobre cuyos estantes reposaban los tomos de su clásica biblioteca de grandes maestros en la ficción.
—La elección va haciéndose cada vez más difícil —murmuró Tommy—. ¿A quién trataré de personificar hoy?
La voz de Tuppence, y más que la voz su extraña entonación, le hizo volverse súbitamente.
—Tommy —dijo ella—, ¿te acuerdas a qué día del mes estamos hoy?
—Espera… a once… ¿Por qué lo preguntas? —Mira el calendario.
Colgado de la pared había uno de esos calendarios en los que hay que arrancar a diario una de las hojas. La que ahora aparecía señalaba el domingo, día dieciséis.
—¡Qué extraño! ¡Como no sea Albert quien se haya entretenido en hacer esa mamarrachada!
—No creo, pero podemos preguntárselo. Al ser interrogado aquel, quedó tan sorprendido como el matrimonio. Juró que sólo había arrancado una, la del día anterior. Su declaración fue sustanciada por el hecho de que la hoja se encontró hecha un ovillo tras el guardafuegos, mientras las sucesivas yacían limpiamente en el fondo de la papelera.
—¡Vaya! Un criminal, por lo visto, metódico y cuidadoso —comentó Tommy—. ¿Quién ha venido aquí esta mañana? ¿Algún cliente, quizá?
—Sí, una enfermera que parecía sobresaltada y muy ansiosa de verle. Dijo que esperaría hasta que llegase usted y le hice pasar a la sección de «Empleados» para que estuviese allí más caliente.
—¡Claro! ¡Y para que pudiera pasar a mi despacho sin que nadie la viese! ¿Cuánto tiempo hace que se marchó la tal enfermera?
—Una media hora, señor. Dijo que volvería con toda seguridad esta misma tarde. Era una mujer de aspecto verdaderamente maternal.
—Conque maternal, ¿eh? ¡Quítate ahora mismo de mi vista!
Albert se retiró, ofendido.
—¡Qué principio más raro! —comentó Tommy—. Y al parecer sin finalidad alguna. Bien. Estemos en guardia. Supongo que no habrá ninguna bomba escondida en la chimenea o en alguno de esos rincones.
Después de inspeccionar detenidamente toda la habitación, se sentó a la mesa y se dirigió a Tuppence.
—Mon ami —dijo—, hacemos frente a un asunto de suma gravedad. ¿Recuerdas el hombre que aplastamos como una cascara de huevo, con la ayuda de fuertes explosivos, bien entendido, y que decía llamarse el número cuatro? Pues bien, este es nuestro hombre actual, corregido y aumentado. Es el número dieciséis. ¿Avez-vous compris?
—Perfectamente. Estás haciendo en estos momentos el papel de Hércules Poirot.
—Exactamente. Sin bigotes, pero con una cantidad enorme de materia gris.
—Tengo el presentimiento de que esta aventura habrá de llamarse «El triunfo de Hastings».
—Eso si que no. Hay que seguir siempre una pauta en todos estos asuntos. Y a propósito, mon ami, ¿no podrías hacerte la raya en medio en vez de a un lado, como la llevas? El efecto presente es deplorable y carente en absoluto de simetría.
Sonó el zumbador que había en la mesa de Tommy. Al devolver la señal apareció Albert en la puerta con una tarjeta en la mano.
—El príncipe Vladiroffsky —leyó Tommy en voz baja. Después miró a Tuppence y añadió—: ¿Quién será? Hazle pasar, Albert. El hombre que entró era de estatura regular, movimientos elegantes, barba poblada rubia y de unos treinta y cinco años de edad.
—¿Míster Blunt? —preguntó. Su inglés era perfecto—. Me ha sido usted altamente recomendado y quisiera que se encargase de un caso que tengo entre manos.
—Si es usted tan amable de darme los detalles… son necesarios…
—Ciertamente. Se refiere a la hija de un amigo mío que ahora tiene dieciséis años. Quisiéramos, en lo posible, evitar el escándalo, ¿me comprende?
—Caballero —respondió Tommy haciendo una reverencia—, los dieciséis años de éxito ininterrumpido de esta firma se deben precisamente a la estricta atención que siempre hemos dado a este detalle.
Le pareció ver que un ligero destello iluminaba, por una fracción de segundo, las pupilas del visitante.
—Tengo entendido que tienen ustedes sucursales al otro lado del Canal.
—¡Oh, si! A decir verdad —pronunció estas palabras de un modo ponderativo— yo mismo estuve en la agencia de Berlín el trece del mes pasado.
—En ese caso —añadió el recién llegado—, huelga todo rodeo y podemos, por lo tanto, descartar a la hija de mi amigo. Ustedes saben quién soy, o por lo menos veo que han tenido aviso de mi llegada.
Señaló con la cabeza el lugar ocupado por el calendario.
—Así es —contestó Tommy.
—Amigos míos, he venido a hacer una pequeña investigación. ¿Qué es lo que ha estado ocurriendo aquí?
—Alguien nos ha traicionado —exclamó Tuppence, incapaz ya de seguir guardando silencio por más tiempo.
—¡Ajá! —dijo—. ¿Conque una traición? Habrá sido Sergius por supuesto.
—Creo que sí —replicó Tuppence con la mayor desvergüenza.
—No me sorprendería. Pero supongo que sobre ustedes no habrá sospecha alguna, ¿verdad?
—Oh, no. Llevamos una cantidad muy grande de negocios perfectamente en regla. El ruso asintió con un movimiento de cabeza. —Muy buena idea. De todos modos sería conveniente que yo no volviese a aparecer por aquí. Me hospedo temporalmente en el Blitz y allí me llevo ahora a Marise, ¿no es acaso Marise, la señorita?
Tuppence asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Y aquí cómo la llaman?
—Miss Robinson.
—Muy bien, miss Robinson, vendrá usted conmigo y comeremos juntos en el Blitz. Después nos encontraremos todos en nuestro cuartel general a las tres en punto. ¿Entendido? Al decir esto último miró a Tommy.
—Entendido —respondió este interesado por conocer dónde podría estar ese cuartel general.
Pensó que, sin duda, sería el mismo punto que el inspector Cárter tenía tanta ansia por descubrir.
Tuppence se levantó y se puso el largo abrigo negro con cuello de piel de leopardo. Después, gravemente, anunció que estaba preparada para acompañar al príncipe.
Al quedar solo Tommy empezaron a asaltarle los más extraños pensamientos. ¿Y si el dictáfono, por la razón que fuese, no hubiese funcionado? ¿No podía la misteriosa enfermera haber tenido noticia de su instalación y buscado el modo de inutilizarlo?
Cogió el teléfono y marcó un determinado número. Después de unos breves momentos de espera respondió una voz bien conocida:
—Todo va bien. Póngase inmediatamente en camino para el Blitz.
Cinco minutos más tarde Tommy y Cárter se encontraban en el patio de las palmeras del hotel. El jefe trató de animarle diciendo:
—Lo han hecho ustedes maravillosamente. Ahora están en el comedor, pero no se inquiete. Allí están dos de mis hombres actuando de camareros. Sospeche o no, yo me inclino a creer lo segundo, y le tenemos como quien dice en zurrón. Hay dos más arriba con instrucciones de vigilar las habitaciones y otros dos con el de seguirles donde quiera que fuesen. Vuelvo a repetirle que no se preocupe por su esposa. Esta vez he decidido no correr riesgo alguno y he ordenado que no la pierdan de vista.
De vez en cuando un agente del servicio secreto venía a comunicar su informe. La primera vez fue uno de los mismos camareros que había recibido el encargo de servirles unos combinados. La segunda, una joven elegantemente vestida que, al parecer, se paseaba ociosa por las diversas dependencias.
—Van a salir —dijo Cárter—. Ocultémonos tras aquel pilar por si se les ocurre sentarse en alguno de estos sillones. Lo más probable es que se la lleve con él arriba. ¿Lo ve? Tal como yo decía.
Desde su puesto de observación Tommy vio al ruso y a Tuppence cruzar el vestíbulo y entrar en uno de los ascensores.
Pasaron unos cuantos minutos y Tommy empezó a sentirse inquieto.
—¿No cree usted que… Quiero decir… solos en esa habitación…?
—Uno de mis hombres estará dentro, escondido detrás del sofá. Calma muchacho, calma. Un camarero se acercó a míster Cárter.
—Me dieron la señal de que subían, señor, pero todavía no han aparecido. ¿Está todo bien, señor?
—¿Eh? —contestó Cárter, volviéndose súbitamente—. Yo mismo les vi entrar en el ascensor. ¿Y dice usted que…?
El ascensor había vuelto a bajar en aquel preciso instante y Cárter interrogó al botones.
—¿No ha subido usted al segundo piso, hará de esto sólo unos pocos minutos, a un caballero de barba rubia y a una dama?
—No al segundo, señor. El caballero me pidió que les dejara en el tercero.
—¿Qué…?
Cárter se metió dentro, haciendo seña a Tommy de que le siguiera.
—Subamos al tercer piso, por favor —murmuró en voz baja—, pero no pierda los estribos. Tengo todas las salidas del hotel vigiladas y también otro hombre en el tercero, en cada uno de los pisos para ser más exactos. Ya le he dicho que no quiero correr esta vez riesgo alguno.
La puerta del ascensor se abrió al llegar al punto solicitado y los dos hombres se precipitaron corriendo a lo largo del pasillo. A mitad de camino, otro agente disfrazado de camarero les salió al encuentro.
—Todo bien, jefe —explicó—. Están en el número 318.
Cárter lanzó un suspiro de satisfacción.
—¿Tiene esta habitación alguna otra salida?
—Es un departamento. Sólo dos puertas dan a este corredor. Para salir de él tendrían forzosamente que pasar frente a nosotros.
—Está bien. Telefonee a la Dirección y pregunte quién es el ocupante de esas habitaciones.
El camarero regresó después de uno o dos minutos.
—Mistress Cortiandt van Snyder, de Detroit —dijo. Cárter se quedó pensativo.
—¿Será mistress Van Snyder un cómplice o…?
Dejó la frase sin terminar.
—¿No ha oído usted ningún ruido extraño en el interior? —preguntó de pronto.
—Nada. Las puertas son macizas y encajan muy bien —respondió el agente—; por tanto es muy difícil que se pueda oír nada desde fuera.
Míster Cárter pareció tomar una súbita determinación.
—No me gusta nada este asunto —dijo—. Será mejor que entremos. ¿Ha traído consigo la llave maestra?
—Sí.
—Pues llame a Evans y a Clydesiy.
Reforzado por estos dos hombres, avanzó en dirección a la puerta del departamento que se abrió sin ruido al insertar la ganzúa en la cerradura.
Se encontraron con un pequeño vestíbulo a cuya derecha estaba el cuarto de baño y enfrente el recibidor. A la izquierda había una habitación cerrada, de donde partían unos apagados quejidos. Cárter abrió la puerta y entró.
Era un dormitorio con una gran cama matrimonial cubierta por una magnifica colcha rosa y oro. Sobre ella, amarrada de pies y manos, con una fuerte mordaza en la boca y unos ojos que parecían querer saltarse de las órbitas, yacía una mujer de mediana edad y elegantemente ataviada.
A una lacónica orden de míster Cárter los agentes se distribuyeron por los distintos cuartos de que constaba el departamento. Sólo Tommy y su jefe permanecieron en la alcoba. Mientras se dedicaban a la tarea de deshacer los nudos, la mirada de Cárter recorría inquieta todos los rincones de la estancia. Con excepción de una enorme cantidad de artefactos de viaje genuinamente estadounidenses y esparcidos desordenadamente por el suelo, nada había en ella digno de mención. Ni rastro del ruso ni de Tuppence.
Pasado un minuto volvió apresuradamente el camarero a informar que nada se había encontrado en el resto de las habitaciones. Tommy se asomó a la ventana, pero hubo de retirarse de ella con un gesto de desaliento. No había escalerilla de escape.
—¿Está usted seguro de que es aquí donde entraron? —preguntó Cárter perentoriamente.
—Segurísimo —respondió con firmeza el agente—. Fuera de…
Hizo un gesto con la mano, señalando a la mujer que había en la cama.
Con la ayuda de un cortaplumas, Cárter logró seccionar la pañoleta que amenazaba con sofocarla, y una vez libre de sus trabas se vio que los padecimientos no consiguieron privar a mistress Cortiandt van Snyder del uso de la palabra.
Pasados los primeros momentos de excitación, Cárter juzgó prudente intervenir.
—¿Quiere usted decirnos exactamente lo que ha sucedido, señora? Desde el principio, a ser posible.
—Esto ha sido un atropello sin nombre. Un atentado del que haré responsable al hotel. Estaba yo buscando mi botella de Killagrippe, cuando un hombre saltó sobre mí por la espalda, rompió una pequeña ampolla de cristal bajo mis narices y antes de darme siquiera cuenta de lo que ocurría sentí que perdía el conocimiento. Al volver en mí me encontré, como vio, tendida en esa cama. ¡Dios sabe lo que habrán hecho con mis alhajas!
—No se inquiete, señora —dijo Cárter con sequedad—, no eran alhajas lo que buscaba esa gente. Se volvió a recoger algo que brillaba en el suelo.
—¿Era aquí donde estaba usted cuando la atacaron?
—Aproximadamente —respondió mistress Van Snyder. Se trataba de un fragmento de cristal fino que Cárter, después de olfatearlo unos instantes, se lo entregó a Tommy.
—Cloruro de etilo —murmuró—. Anestésico instantáneo, pero cuya acción dura sólo unos cuantos segundos. Seguramente ese hombre estaría todavía en la habitación cuando usted volvió en sí, ¿no es cierto mistress Van Snyder?
—¿No es eso acaso lo que estoy diciendo? Creí volverme loca al verle salir y no poder hacer nada para impedirlo.
—¿Salir? —preguntó Cárter—. ¿Por dónde?
—Por otra puerta —señaló una que había en la pared opuesta—. Iba con una muchacha que se tambaleaba como si también hubiese sido narcotizada. Cárter echó una mirada interrogadora a su subordinado.
—Comunica con el próximo departamento, señor. Pero es doble puerta y se supone que tiene el pestillo echado por ambos lados.
Míster Cárter la examinó. Después se volvió en dirección a la cama.
—Mistress Van Snyder —dijo reposadamente—. ¿Insiste usted en afirmar que el hombre salió por esa puerta?
—Claro que sí. ¿Y por qué no había de salir?
—Porque se da la circunstancia de que tiene el pestillo echado por este lado —dijo Cárter con sequedad.
Para corroborar sus palabras hizo girar repetidas veces el pomo.
Una expresión de asombro se reflejó en la cara de mistress Van Snyder.
—A menos que alguien la cerrara después, es imposible que esa puerta hubiese podido quedar así.
Se volvió a Evans, que en aquel momento acababa de entrar en la habitación.
—¿Está usted seguro de que no hay nadie escondido en el departamento?
—Nadie.
—¿Alguna otra puerta de comunicación?
—Ninguna.
Cárter echó una mirada en todas direcciones. Abrió el armario, miró bajo la cama, en la chimenea y tras todas las cortinas. Finalmente se le ocurrió una súbita idea, y sin hacer caso de los gritos de protesta que profería mistress Van Snyder, abrió el baúl guardarropa e inspeccionó rápidamente lo que había en su interior.
De pronto, Tommy, que había estado examinando la puerta de paso, lanzó una exclamación.
—Venga y mire esto, míster Cárter. Ahora veo que es posible que salieran por aquí.
El pestillo aparecía seccionado por una sierra muy fina, sin duda a la altura del casquillo, dando así la impresión de que estuviese encajado.
Salieron de nuevo al pasillo y con ayuda de la llave maestra penetraron en el departamento contiguo. Estaba desocupado. Al llegar a la puerta de paso vieron que una operación análoga había tenido allí efecto. El pestillo estaba seccionado en la misma forma que el otro y la puerta cerrada con llave, esta retirada para dar mayor viso de realidad a la maquinación. Pero por ningún lado se encontraba rastro de Tuppence o del barbudo ruso que la acompañaba.
—No hay otro acceso al corredor que el de la puerta por donde hemos entrado —dijo el agente disfrazado de camarero— y es totalmente imposible que salieran a través de ella sin que yo les viera.
—¡Entonces habrá que admitir que se han desvanecido como el humo! —exclamó agitado Tommy.
Cárter, sereno, sopesaba en su cerebro todos los pros y los contras de la situación.
—Telefoneen abajo y pregunten quién o quiénes fueron los últimos ocupantes de este departamento y fecha en que lo abandonaron.
Evans, que les había acompañado, dejó a Clydesly de guardia en el otro departamento y se dirigió a cumplimentar la orden. A los pocos momentos dejó el aparato.
—Un jovenzuelo francés, inválido, llamado Paúl de Vareze, acompañado de una enfermera del hospital. Salieron esta misma mañana.
—¿Un… muchacho inválido? —tartamudeó palideciendo—. ¿Una enfermera…? Pues sí… se cruzaron hace unos minutos conmigo en el pasillo. Nunca pude imaginarme que tuvieran nada que ver con este asunto. Les he visto merodear con frecuencia por estos alrededores.
—¿Está usted seguro de que eran los mismos de las veces anteriores? —gritó Cárter—. ¿Seguro? ¿Les miró usted bien?
—Sí he de decir la verdad… no. Toda mi atención estaba concentrada en los otros, en la muchacha y el hombre de la barba rubia.
—Sí, sí, comprendo —replicó Cárter con un gruñido—. Con seguridad contaban ya con ello.
Tommy se inclinó de pronto y de debajo del sofá extrajo un pequeño bulto negro que al ser extendido se vio que consistía en el abrigo largo que Tuppence había usado en dicho día, sus ropas de calle, su sombrero y unas barbas rubias.
—Ahora lo veo claro —dijo con amargura—. ¡Se la han llevado, se han llevado a la pobre Tuppence! Ese demonio ruso nos ha tomado el pelo miserablemente. La enfermera del hospital y el muchacho eran sus cómplices. Se instalaron en el hotel durante un par de días sólo para acostumbrar a la gente a la idea de su presencia. El hombre debió comprender a la hora de la comida que estaba atrapado y no perdió el tiempo en llevar a cabo su plan. Probablemente contaba ya con que estas habitaciones estarían vacías, y aprovechó esa circunstancia para preparar, en la forma que vimos, los pestillos. De todos modos, no sé cómo se las compuso para enmudecer a la ocupante del departamento contiguo y a Tuppence, traer a esta aquí, vestirla con las ropas del inválido, alterar su apariencia personal y salir tranquilamente como si nada hubiese ocurrido. Las ropas estarían ya preparadas de antemano. Pero lo que no puedo comprender es cómo Tuppence se sometió sin lucha a secundarle en esta farsa.
—Yo sí lo comprendo —dijo Cárter, agachándose a recoger un pequeño objeto que brillaba en el suelo y que resultó ser una aguja hipodérmica—, porque fue narcotizada previamente.
—¡Dios mío! —exclamó Tommy—. ¡Y ese hombre habrá podido escapar!
—Eso todavía no lo sabemos —replicó rápidamente Cárter—. Recuerde que todas las salidas del hotel están vigiladas.
—Sí, al acecho de un joven y de una muchacha. No de una enfermera y de un joven inválido. ¿Qué se apuesta a que ya no están en el hotel? La sospecha de Tommy resultó ser cierta. Al indagar, se enteraron de que la enfermera y su paciente habían tomado un taxi hacía sólo unos cinco minutos.
—Escuche, Beresford —dijo Cárter—. Sabe usted bien que removeré cielo y tierra si es preciso para encontrar a su mujer, pero ¡por lo que más quiera!, procure conservar la calma. Ahora me vuelvo a la oficina. Dentro de cinco minutos pondré en función a toda la maquinaria criminalista del departamento, y los encontraremos aunque se escondan en los mismos infiernos.
—¡Mire que ese ruso es muy listo! Basta con ver cómo ha llevado a cabo ese golpe. Sin embargo, confío en usted y… ¡Dios quiera que no lleguemos demasiado tarde!
Salió del Blitz y merodeó algún tiempo como atontado sin saber, en realidad, hacia donde dirigir sus pasos. Se sentía paralizado.
Sin darse cuenta se encontró en Green Park y allí se dejó caer pesadamente sobre uno de los bancos. En su abstracción ni siquiera se dio cuenta de que alguien se había sentado al otro extremo del mismo hasta oír una bien conocida voz que le decía:
—Hola, señor.
—Hola, Albert —contestó tristemente.
—Estoy enterado de todo, señor, pero yo en su lugar no me lo tomaría tan a pecho.
—¿Que no te lo…? ¡Ah, Albert, qué fácil es decir eso!
—Piense, señor, en los brillantes detectives de Blunt, a quienes nadie hasta ahora ha conseguido hacer morder el polvo de la derrota. Y si usted me lo permite le diré que oí lo que discutía esta mañana con la señora acerca de Poirot y de sus células de materia gris. ¿Por qué no hacer uso de ellas ahora y analizar fríamente lo que se podría hacer?
—Es más fácil usar materia gris en la ficción que en la vida real, Albert.
—Bien —insistió el adolescente casi con agresividad—. Pero no creo que haya nadie en el mundo capaz de poner a la señora fuera de combate con la facilidad que usted supone. Ya sabe cómo es; como esos huesos de goma que se compran para que los muerdan los perritos, ¡indestructibles!
—Albert —dijo conmovido—, eres realmente alentador.
—Entonces, ¿qué le parece si usamos un poco nuestras células grises?
—¿Sabes que eres terco, Albert? Bien, procuraré darte gusto. Trataremos, pues, de ordenar los hechos con un poco de serenidad y método. A las dos y diez, exactamente, nuestro sujeto entra en el ascensor. Cinco minutos después hablamos con el ascensorista y al oír lo que dice resolvemos subir al tercer piso. A las dos y… digamos diecinueve minutos entramos en el departamento de mistress Van Snyder. Vamos a ver, ¿hay algo en todo esto que pudiera llamarnos especialmente la atención? Hubo una pausa.
—¿No había por casualidad algún baúl por los alrededores?
—Mon ami —replicó Tommy—. Veo que no comprendes la psicología de una mujer estadounidense que acaba de regresar de París. Había por lo menos dieciocho o veinte baúles en la habitación.
—Lo que yo quise decir es uno con suficiente capacidad para esconder en él el cuerpo de una persona. No vaya a figurarse que me refiero al de la señora, ¿eh?
—Miramos en los dos únicos que realmente podían haber contenido un cuerpo. Bueno, ¿qué hecho significativo le sigue en orden cronológico?
—Ha pasado usted por alto uno, cuando la señora y el ruso disfrazado de enfermera se cruzaron con el camarero en el corredor.
—Sí, un golpe atrevido, por cierto. Podían haberse dado de bruces conmigo en el vestíbulo. Y rápido, porque… Tommy se detuvo de pronto.
—¿Qué le pasa, señor? —preguntó Albert.
—Espera, mon ami, espera. No hables. Acabo de tener una pequeña idea, estupenda, colosal, de esas que tarde o temprano acuden a la mente de Poirot. Pero si es así… si es como me figuro… ¡quiera Dios que no lleguemos demasiado tarde!
Echó a correr seguido de Albert, que, casi sin aliento, no cesaba de preguntarle:
—Pero ¿qué es lo que pasa, señor? No comprendo. —Al llegar de nuevo al Blitz, Tommy buscó ávidamente a Evans, quien, como siempre, montaba su guardia a lo largo del vestíbulo. Hablaron breves instantes y a continuación entraron en el ascensor acompañados de Albert, que por lo visto no quería perder los incidentes del final de tan emocionante drama.
Se detuvieron frente al departamento número 318, cuya puerta volvió a abrir Evans con ayuda de la consabida ganzúa. Sin una sola palabra de aviso penetraron en la alcoba de mistress Van Snyder, que seguía tumbada, si bien envuelta esta vez en un magnífico salto de cama. Quedó sorprendida ante lo inesperado, tanto como silencioso, del asalto.
—Perdone nuestra incorrección, señora —dijo Tommy, imprimiendo un marcado acento irónico a sus palabras—. Vengo en busca de mi esposa. ¿Quiere hacer el favor de bajarse de esa cama?
—¿Se ha vuelto usted loco acaso? —aulló mistress Van Snyder.
Tommy se la quedó mirando con curiosidad, con la cabeza inclinada significativamente hacia un lado.
—Es usted muy lista, señora, pero el juego ya toca a su fin. Antes miramos debajo de la cama, pero no en ella. Recuerdo haber usado de niño ese mismo escondrijo. Y el baúl, como es natural, preparado para recibir en él, y en el momento oportuno, el cuerpo de la víctima. Todo muy bien planeado. Pero esta vez hemos sido nosotros quienes nos movimos con una rapidez que ustedes no esperaban. Sus cómplices de al lado tuvieron la oportunidad de narcotizar a Tuppence y ponerla bajo las almohadas y amordazar y amarrarla a usted, eso si. Pero cuando más tarde me detuve a reflexionar acerca de ello, ya con orden y método, vi que había algo que no concordaba, y eso era el factor tiempo. ¿Cómo es posible, pensé, que se amordace y amarre a una mujer, se narcotice y se ponga ropas de hombre a otra y cambie un tercero su apariencia personal en el breve espacio de unos cinco o seis minutos? Absurdo. Y, sin embargo, había una explicación lógica. El paciente y la enfermera actuaban meramente en calidad de reclamo para que nosotros siguiéramos su pista mientras la pobre mistress Van Snyder quedaba sola y dueña completamente de la situación. Evans, ¿lleva usted preparada su automática? Bien, ayude usted, con un poquito de cuidado, a la señora a bajarse de la cama.
A pesar de las ruidosas protestas de mistress Van Snyder, Evans la obligó a abandonar su lugar de aparente reposo. Tommy retiró rápidamente la colcha y levantó las almohadas.
Allí, tendida horizontalmente a través de la cabecera, estaba Tuppence, con los ojos cerrados y la cara cubierta por mortal palidez. Siguió un momento de dolorosa angustia hasta que Tommy pudo comprobar, por la palpitación y el rítmico ascenso y descenso de la cavidad torácica, que su adorada esposa seguía con vida. Estaba narcotizada, no muerta. Entonces se volvió a Albert y a Evans.
—Y ahora, messieurs —dijo dramáticamente—. ¡El coup final! Con un gesto rápido e inesperado asió a la mistress Van Snyder por su elaborada cabellera y dio un fuerte tirón. Con gran asombro de todos esta se desprendió, y quedó colgada de su mano.
—Como me figuré —exclamó—. Señores, tengo el gusto de presentarles a nuestro escurridizo número dieciséis.
Media hora más tarde Tuppence abrió los ojos y vio inclinadas sobre ella las figuras de Tommy y del doctor.
Sobre la escena que a renglón seguido tuvo lugar hubo precisión de correr un pudoroso velo. Pasado el momento sentimental el doctor se despidió, asegurando que su presencia allí era ya totalmente innecesaria.
—Mon ami, Hastings —dijo amorosamente Tommy—, no sabes lo que me alegro de que hayamos podido llegar a tiempo para salvarte.
—¿Conseguimos atrapar al número dieciséis?
—¿Y lo dudas? Le hemos aplastado como si se tratase de una cáscara de huevo. En otras palabras. Cárter lo tiene ya en su poder. ¡Materia gris que tiene uno! Y a propósito, voy a hacerle un buen regalo a Albert.
—¿Ah, sí? A ver, cuéntame.
Tommy le hizo una breve narración, omitiendo, como es natural, ciertos detalles.
—Debías de estar furioso contra mí, ¿verdad, cariño?
—No. Furioso no. ¿Por qué? Sabes muy bien que los detectives debemos siempre conservar la calma.
—¡Embustero! Si todavía se te conoce en la cara.
—Bueno, atormentarme sí, creo que llegaste a preocuparme. Oye, querida, ¿no te parece que es hora ya de que abandonemos esta arriesgada ocupación?
—Lo que tú quieras, mi vida.
Tommy exhaló un profundo suspiro de satisfacción.
—Estaba segura de que después del golpe que acabas de recibir…
—Eres un hueso de goma, como decía Albert: ¡indestructible!
—Tengo algo mejor en que pensar —continuó diciendo Tuppence—. Algo mucho más interesante y lleno de emoción. Algo…
—Te lo prohíbo. Tuppence.
—No puedes. Se trata de algo sujeto a la ley natural.
—Pero…, ¿de qué estás hablando?
—Te hablo —contestó Tuppence con solemnidad— de nuestro hijo. Las esposas de nuestros días ya no pronuncian este nombre entre suspiros entrecortados. Ahora lo proclamamos con toda la fuerza de nuestros pulmones. ¡NUESTRO HIJO! ¡Oh, Tommy! ¿No es verdad que esto es algo maravilloso que hará cambiar completamente el curso de nuestras vidas?