Randolph Wilmott, el embajador estadounidense —dijo Tommy leyendo la carta que acababa de entregarle su mujer—. ¿Qué querrá?
—No lo sé. Ya nos lo dirá cuando venga mañana a las once. A la hora anunciada, mister Randolph Wilmott, embajador estadounidense en la Corte de Saint James, fue introducido en forma que debía serle habitual y dijo:
—He venido a hablar con usted, mister Blunt. Es decir, supongo que es mister Blunt a quien tengo el honor de dirigirme en estos momentos.
—En efecto —contestó Tommy—. Yo soy mister Blunt. El director de esta empresa.
—Como iba diciendo, mister Blunt, el asunto que aquí me trae me tiene un tanto preocupado. Como creo que se trata de una simple equivocación, no me ha parecido prudente poner el asunto en manos de Scotland Yard. Sin embargo, hay algo en todo ello que me gustaría poner en claro.
Hizo un relato un tanto lento de los hechos y oscurecido por la constante tendencia a la exageración en el más pequeño detalle.
—Vamos a ver —dijo Tommy tratando de hacer un resumen—. Si no he entendido mal, nuestra posición es esta: usted llegó hará aproximadamente una semana en el trasatlántico Nomadic. Por la razón que fuese, y dado el hecho de que su maletín de mano y el de mister Ralph Westerham son idénticos y llevan además las mismas iniciales, hubo una pequeña confusión. Usted se llevó por equivocación el de él, y viceversa, él el de usted. Mister Westerham, tan pronto se dio cuenta del error, se apresuró a hacer todo lo que usted me acaba de decir ¿cierto?
—Exactamente. Yo mismo no me di cuenta de lo ocurrido hasta que me lo advirtió mi criado y mister Westerham, senador y hombre por el que yo siento una verdadera admiración, hizo la correspondiente enmienda a su precipitada maniobra.
—Bien, entonces no veo…
—Ahora lo verá. Eso es sólo el principio de la historia. Ayer, por casualidad, me encontré en la calle al senador Westerham y se me ocurrió mencionarle el incidente. Con gran sorpresa me enteré de que desconocía por completo el hecho. Aún más. Lo consideró completamente irrealizable, puesto que ningún maletín de mano aparecía entre la lista de artículos de su equipaje.
—¡Sí que es raro!
—Lo es. Si alguien hubiese querido robar mi maletín, podía haberlo hecho sin necesidad de recurrir a esa clase de maniobras. Por otra parte, y admitiendo que se tratara de una equivocación, ¿porqué habían usado el nombre del senador Westerham? Supongo que no pasará de ser una tontería, pero tengo curiosidad por llegar al fondo de todo ese asunto. ¿Cree usted que el caso vale la pena de ser investigado?
—Sí, sí, ya lo creo. Es un pequeño problema que, como usted dice, puede tener una inocente solución. Pero… ¡quién sabe! Lo primero que hemos de averiguar es el motivo de esa inexplicable sustitución. ¿Dice usted que no faltaba nada del maletín cuando este fue devuelto?
—Mi criado, que es quien lo sabe, dice que no.
—¿Qué había en él, si es que puede saberse?
—En su mayor parte, botas.
—¿Botas? —contestó desconcertado Tommy.
—Sí, botas. Es extraño, ¿verdad?
—Perdone usted mi pregunta —dijo Tommy—, pero…, ¿no llevaba algún papel secreto en la suela o en el tacón? La pregunta pareció recrear al embajador.
—Creo que el secreto diplomático no ha tenido todavía necesidad de descender a esa clase de procedimientos.
—En ficción, sí —replicó Tommy con sonrisa y gesto de querer enmendar su poco acertada deducción—. Dígame, ¿quién fue a recoger el maletín, el otro, me refiero?
—Supongo que uno de los sirvientes de Westerham. Un hombre corriente, por lo que oí decir al mío.
—¿Sabe usted si lo llegaron a abrir?
—No puedo decírselo. ¿Por qué no se lo pregunta a mi criado? Él podrá darle toda clase de detalles. —Creo que será lo más acertado, mister Wilmott.
El embajador escribió unas cuantas líneas en una de sus tarjetas y se la entregó a Tommy.
—Supongo que preferiría usted ir a la Embajada y hacer allí su interrogatorio, ¿verdad? En caso contrario, enviaré a mi hombre, se llama Richards, al sitio que usted me designe.
—No, gracias, mister Wilmott; es mejor que yo vaya a la Embajada.
El embajador echó una rápida mirada a su reloj.
—¡Demonios! —dijo levantándose—. Voy a llegar tarde a una cita. Adiós, mister Blunt. Quedamos, entonces, en que usted se encargará del asunto.
Después que hubo desaparecido, Tommy miró a Tuppence, que, durante todo aquel tiempo, había permanecido muy seria tomando apuntes en su cuaderno de notas.
—¿Qué opinas? —preguntó.
—Que no tiene ni pies ni cabeza.
—Exacto. Y es de ahí precisamente de donde han de partir nuestras deducciones. O mucho me equivoco, Tuppence, o algo muy profundo se encierra en esa, al parecer, insignificante equivocación.
—¿Tú lo crees así?
—Es una hipótesis muy aceptable por lo general.
—Pero ¿acaso puede sacarse alguna deducción de unas botas?
—¿Y por qué no?
—¡Qué sé yo! ¿Quién puede desear calzarse las botas de otro?
—Podían simplemente haberse equivocado de maletín —sugirió Tommy.
—Sí, cabe en lo posible. Pero si eran papeles lo que ellos buscaban, lo más lógico sería que se hubiesen equivocado de cartera, no de maletín. Insisto en que las botas nada tienen que ver con este asunto.
—Bien —dijo Tommy exhalando un profundo suspiro—. Nuestro primer paso ha de ser el de entrevistarnos con el amigo Richards. Quizás él pueda arrojar un poco de luz en este misterio.
Al presentar la tarjeta de mister Wilmott, Tommy fue admitido en uno de los saloncitos de la Embajada, donde poco después se presentó un joven pálido y de modales respetuosos que, con voz apagada, hizo su presentación y se dispuso a ser sometido a un interrogatorio.
—Yo soy Richards, caballero. El sirviente de mister Wilmott. Me ha dicho mi señor que deseaba usted interrogarme.
—Sí, Richards. Míster Wilmott fue a visitarme esta mañana y me sugirió que le hiciese unas cuantas preguntas acerca de cierto incidente ocurrido con un maletín.
—Sé que mister Wilmott está algo preocupado por el caso, pero no sé por qué. Que yo sepa, nada se ha perdido. Por el hombre que vino a hacer el cambio supe que el suyo pertenecía al senador Westerham.
—¿Cómo era ese hombre?
—De unos cuarenta y cinco o cincuenta años, pelo gris y de aspecto bastante distinguido. Creo que era el ayuda de cámara del senador.
—¿Llegó usted a abrir la maleta?
—¿Cuál, señor?
—Me refería a la que trajo usted del barco, pero no estará de más que también me dé usted algunos detalles acerca de la de mister Wilmott. ¿Cree usted que esta llegó a ser desempaquetada?
—No lo sé. Su aspecto era de que no. Estaba tal cual yo la dejé en el barco. Seguramente el caballero, o quienquiera que fuese, la abrió, y al ver que no era la suya volvió a cerrarla y la trajo sin pérdida de tiempo.
—¿No faltaba nada? ¿Ni el más insignificante artículo?
—No.
—Ahora vamos a la otra. ¿Llegó usted a abrirla?
—A decir verdad estaba a punto de hacerlo cuando se presentó el ayuda de cámara, o lo que sea, del senador Westerham.
—Pero ¿llegó usted a abrirla?
—Lo hicimos entre los dos para convencernos de que esta vez no habría ya equivocación posible. El hombre dijo que estaba bien, volvió a cerrarla y se la llevó.
—¿Qué había dentro? ¿Botas también?
—No, señor. Artículos de tocador en su mayor parte. Entre ellos una gran lata de sales para el baño.
Tommy decidió, de momento, cambiar el tema de la conversación.
—¿Recuerda usted haber visto a alguien curioseando entre los objetos personales de mister Wilmott?
—No, señor.
—¿Algo sospechoso, de acto o de palabra? El hombre pareció titubear.
—Ahora que recuerdo… —comenzó.
—Sí, sí, diga…
—No creo que tuviese que ver nada con lo que hablamos, pero… Ocurrió algo, una vez, con una joven que venía en el mismo barco.
—¿Una joven? A ver, a ver, cuente.
—Una señorita muy simpática. Creo que se llamaba Eileen O’Hara. No muy alta, elegante y de cabellos negros. Su aspecto era más bien el de una extranjera.
—¿Ah, sí? ¡Hombre, esto parece interesante! —dijo Tommy preparándose a escuchar con atención.
—Le dio una especie de desvanecimiento precisamente frente a la puerta del camarote de mister Wilmott. La hice entrar y la dejé recostada en un sofá mientras yo iba apresuradamente en busca del doctor. Tardé algunos minutos en dar con él, y al volver en su compañía encontramos a miss O’Hara ya casi repuesta de su ligera indisposición.
—¡Oh! —dijo Tommy.
—Supongo que no creerá usted que…
—Es muy difícil saber exactamente lo que debe uno creer —respondió Tommy sin dar aparentemente gran importancia a lo que acababa de decir—. ¿Sabe usted si viajaba sola miss O’Hara?
—Creo que sí, señor.
—¿La ha vuelto usted a ver desde que desembarcaron?
—No, señor.
—Bien —dijo Tommy después de quedarse breves momentos entregado a profundas reflexiones—. Creo que esto es todo. Gracias, Richards.
—Gracias a usted, señor.
De vuelta a la oficina, Tommy explicó a Tuppence la conversación sostenida con Richards. Esta escuchó el relato con la mayor atención.
—Bueno, ¿qué te parece? —preguntó al fin.
—Que ese desmayo me huele a algo sospechoso. Tan oportuno como injustificado. Y ese nombre de Eileen O’Hara, ¿no te dice nada? Casi imposible tratándose de una irlandesa.
—Al menos tenemos ya algo en qué fundamentar nuestras pesquisas. ¿Sabes lo que voy a hacer, Tuppence? Poner un anuncio.
—¿Qué?
—Sí, un anuncio solicitando informes sobre el paradero de una tal Eileen O’Hara, pasajera del Nomadic en fecha tal y tal. Si es mujer de ley acudirá en persona, y si no, no faltará quien nos traiga las noticias que necesitamos.
—Pero no olvides que con eso conseguirás también ponerla en guardia.
—Sí, pero ¿qué quieres? Es preciso correr el riesgo.
—Todavía no acabo de comprender la finalidad de todo esto —dijo Tuppence—. Si una cuadrilla de ladrones se apodera de una de las maletas del embajador, la retiene una o dos horas en su poder y después la devuelve, sin haber hecho ningún uso de lo que había dentro, ¿qué han salido ganando con todo ello?
Tommy la miró fijamente unos instantes.
—Tienes razón —dijo al fin—, y aunque no lo creas, acabas de darme una idea.
Pasaron dos días, Tuppence había salido a comer y Tommy, solo en el austero despacho de mister Blunt, trataba de ampliar sus conocimientos leyendo lo más selecto de entre las últimas novelas de misterio.
Se abrió la puerta de la oficina y en ella apareció la conocida figura del joven Albert.
—Miss Cicely March desea verle. Dice que viene en respuesta a su reciente anuncio en los diarios.
—Hazla pasar —gritó Tommy, escondiendo el libro en uno de los cajones.
Un minuto más tarde Albert introducía en el despacho a la recién llegada. Acababa apenas Tommy de apreciar que esta era rubia y extremadamente bonita, cuando ocurrió algo extraordinario.
La misma puerta por la que había entrado Albert se volvió a abrir con violencia y en el umbral apareció la pintoresca figura de un hombre fuerte y moreno, latino al parecer, con una corbata de color rojo fuego lo más escandalosamente llamativa que podía uno imaginarse. Tenía las facciones contraídas por la rabia, y en la mano empuñaba una reluciente pistola.
—¿Conque esta es la oficina de ese metomentodo a quien llaman Blunt? —dijo en perfecto inglés. Su voz era amenazadora y silbante—. ¡Arriba las manos o disparo!
La orden tenía todas las características de ser llevaba a la práctica si no se obedecía; así es que Tommy hubo, muy a disgusto suyo, de extender los brazos en dirección al techo. La joven se acurrucó contra la pared después de lanzar un apagado grito de terror.
—Esta señorita se vendrá conmigo —prosiguió el hombre—. Sí, sí, amiga mía. Usted no me ha visto en su vida, pero eso no hace al caso. No puedo permitir que mis planes corran el peligro de frustrarse por un pequeño detalle así. Además, creo recordar que usted estaba entre los pasajeros del Nomadic. ¿A qué ha venido aquí? A contar, sin duda, algo de lo que viera en el barco, ¿eh? Es usted muy listo, mister Blunt, pero da la circunstancia de que yo también acostumbro a leer la sección de anuncios y me he podido enterar así de este pequeño juego.
—Me interesa sobremanera lo que está usted diciendo, caballero, y le suplico que continúe —dijo Tommy.
—Me gusta su tupé, mister Blunt, pero debo advertirle que no le va a servir de nada. Desde este momento está usted señalado. Renuncie a meterse donde no le llama nadie, y todo irá bien. De lo contrario… Dios tenga piedad de su alma. La muerte no tarda en llegar para aquellos que se empeñan en cruzarse en nuestro camino.
Tommy no contestó. Miraba por encima del hombro del intruso como quien viera un alma en pena, algo irreal.
Y a decir verdad vio algo que le causó más impresión que la que le hubiese producido la presencia de un fantasma. Hasta ahora no se le había ocurrido pensar en Albert como factor decisivo en la solución del conflicto. Le suponía tendido en el suelo, sin sentido, víctima de la asechanza del siniestro visitante.
Sin embargo, y sin saber cómo, Albert había logrado escapar a la atención del intruso. Pero en vez de ir a buscar un policía como en su lugar hubiese hecho cualquier inglés normal, optó por tomar cartas directamente en el asunto. La puerta situada tras el extraño personaje se abrió lentamente y Albert se mantuvo en la abertura con un gran rollo de cuerda colgado del brazo.
Un angustioso grito de protesta iba a salir de los labios de Tommy, pero ya era tarde. Albert, loco de entusiasmo, había lanzado su lazo sobre la cabeza del asaltante y con un violento tirón le hizo perder el equilibrio y caer pesadamente cuan largo era.
Y sucedió lo inevitable. Retumbó la pistola y una bala fue a incrustarse en la pared después de rozar peligrosamente una de las orejas de Tommy.
—¡Lo cacé, señor! —gritó Albert ebrio de entusiasmo—. De algo había de servir un deporte que he venido practicando desde hace tiempo en mis ratos perdidos. ¿Quiere usted ayudarme? Este hombre es en demasía violento y no puedo con él.
Tommy se apresuró a acudir en auxilio de su fiel ayudante, pero resuelto a privarle en lo sucesivo de la mayor cantidad posible de ratos perdidos.
—¡Idiota, más que idiota! —dijo—. ¿Por qué no te fuiste a buscar a un policía? Has estado a punto, con tus impertinencias, de que este hombre me metiera con toda facilidad una bala en mitad de la cabeza.
—Pero no me negará que mi lazada ha sido impecable —continuó el jovenzuelo sin dar su brazo a torcer—. Es admirable lo que esos vaqueros pueden llegar a hacer en las praderas.
—Sí, sí, pero ten en cuenta que no estamos en las praderas, sino en una ciudad civilizada.
—Y ahora, mi querido amigo —añadió, dirigiéndose a la postrada figura—, vamos a ver lo que hacemos con usted.
Un torrente de imprecaciones en lengua extranjera fue su única respuesta.
—No comprendo una palabra de lo que dice —replicó Tommy—, pero me da en la nariz que son palabras indignas de ser pronunciadas en presencia de una dama. Usted me perdonará señorita… ¿cómo ha dicho usted que se llamaba?
—March —contestó la muchacha, que continuaba pegada a la pared, pálida y temblorosa.
Al fin se adelantó, y, poniéndose junto a Tommy, se dedicó a mirar al extraño con recelosa curiosidad.
—¿Qué van ustedes a hacer con él? —preguntó.
—Si quiere usted, ahora es cuando podría ir a buscar a un guardia —dijo Albert, dirigiéndose a su jefe.
Pero Tommy, al levantar la vista, vio el leve movimiento negativo de cabeza que hizo la muchacha y exclamó:
—Vamos a dejarle marchar por esta vez. Pero no sin antes darme el placer de echarle a patadas escaleras abajo, aunque sólo sea para enseñarle el modo cómo debe de comportarse en presencia de una dama.
Le quitó la cuerda que llevaba al cuello y, poniéndole en pie sin grandes miramientos, se lo llevó a empujones hasta la misma puerta exterior de la oficina.
Se oyeron unos gritos agudos seguidos de un batacazo sordo como el que produce un bulto al caer desde cierta altura. Tommy volvió a entrar satisfecho y sonriente.
La muchacha le miraba con ojos desmesuradamente abiertos.
—¿Le… le ha hecho usted daño? —preguntó.
—Creo que sí, pero no estoy muy seguro. Esos rufianes siempre acostumbran a chillar antes de que se les toque. ¿Quiere usted que entremos de nuevo en mi despacho, miss March, y que prosigamos nuestra interrumpida conversación? No creo que nadie venga a estorbarnos de nuevo.
—Y si viene ya sabe que aquí estoy yo con mi lazo —observó Albert.
—Guarda esas cuerdas —le ordenó su jefe con seriedad. Pasaron a la oficina interior, donde Tommy se sentó ante su mesa después que la visitante lo hiciera frente a él.
—Verdaderamente no sé por dónde empezar —dijo la muchacha—. Como acaba de oír a ese hombre, yo era una de las pasajeras del Nomadic. También lo era miss O’Hara, a quien usted hace referencia en su anuncio.
—Eso lo sabemos ya —interrumpió Tommy—, pero sospecho que usted debe conocer algo acerca de los movimientos de miss 0’Hara en el barco, pues de otro modo el caballero que acabo de echar no se habría dado tanta prisa en visitarme.
—Le diré cuanto sé. El embajador estadounidense se encontraba a bordo. Un día, al pasar yo frente a su camarote, vi a una mujer dentro que hacía algo tan extraordinario que me obligó a detenerme y a observar. Tenía una bota de hombre entre las manos…
—¿Una bota? —gritó excitado Tommy—. Perdone, señorita. Prosiga.
—Sí, una bota, en cuyo fondo, y con ayuda de unas tijeras, logró esconder algo que a la distancia a que yo me hallaba era imposible de precisar. En aquel momento el doctor y otro hombre se acercaban a lo largo del corredor y vi cómo ella se desplomaba sobre el sofá, lanzando débiles gemidos. Esperé y por lo que pude oír de la conversación comprendí que el desmayo era fingido y se trataba de una simple comedia. Tommy asintió con un movimiento de cabeza.
—Siga usted —dijo.
—Me da vergüenza explicar lo que a continuación sucedió. Sentí curiosidad. Había estado leyendo algunas de esas novelas que hoy están en boga y me figuré que habría puesto una bomba o alguna aguja envenenada en la bota de mister Wilcott. Comprendo que es absurdo lo que digo, pero fue tal como lo pensé.
De todos modos, al pasar de nuevo frente al camarote, no pude resistir la tentación, penetré en él y me puse a examinar la mencionada bota. De su forro extraje un pedazo de papel cuidadosamente doblado que me llevé apresuradamente para estudiarlo en mi cuarto con mayor detenimiento. Mister Blunt, en él no había escrito sino unos cuantos versículos de la Biblia.
—¿Versículos de la Biblia? —repitió Tommy, extrañado.
—Por lo menos, y aunque no los entendí, es lo que a mí me parecieron. Creyendo que era obra de una maníaca religiosa, no consideré imprescindible su devolución ni volví a acordarme de él hasta ayer, que se me ocurrió convertirlo en un barquito para que jugara un sobrino mío en su bañera. Al humedecerse el papel observé que cambiaba de color y un extraño dibujo aparecía en su superficie. Lo saqué de la bañera, deshice el juguete y volví a alisarlo cuidadosamente. El agua había actuado de revelador y puso a la vista el escondido mensaje. Era algo así como un calco que representaba la boca de una bahía. Tommy se levantó de la silla como movido por un resorte.
—Esto que dice usted es muy interesante. Ahora lo veo claro. Ese calco que usted dice es sin duda el plano de alguna importante defensa costera, robado, sin duda, por esa mujer. Debió temer que alguien siguiera su pista, y no atreviéndose a esconderlo entre sus propias prendas, buscó un sitio que se acomodara más a las circunstancias. Más tarde consiguió apoderarse del maletín, sólo para encontrar que el misterioso papel había desaparecido. ¿Lo trae usted consigo, miss March? La muchacha movió la cabeza negativamente.
—Está en mi establecimiento. No sé si sabrá usted que tengo un instituto de belleza en la calle Bond. En realidad soy agente en exclusiva de los productos Cyclamen, de Nueva York. Esa es la razón de que tuviera que hacer un viaje allí. Creí que el papel era importante y decidí guardarlo en la caja fuerte hasta mi vuelta. ¿No cree usted que deberíamos ponerlo en conocimiento de Scotland Yard?
—Sin duda alguna.
—Entonces lo mejor será que nos vayamos a mi tienda, lo saquemos y lo llevemos inmediatamente a jefatura.
—Tengo mucho trabajo esta tarde —dijo Tommy adoptando la clásica postura y consultando su reloj—. El obispo de Londres me espera para tratar de la desaparición de ciertos ornamentos religiosos de gran valor, no sólo intrínseco, sino extrínseco.
—En ese caso —contestó miss March, levantándose—, iré yo sola.
Tommy levantó una mano en señal de protesta.
—No me ha dejado usted acabar. Iba a decir que el obispo no tendrá más remedio que esperar. Dejaré unas cuantas líneas a Albert. Estoy seguro, miss March, que hasta que el papel no esté a salvo en las oficinas de Scotland Yard, corre usted un gravísimo riesgo.
—¿Cree usted eso? —preguntó la muchacha dudando.
—No es que lo crea, es que estoy seguro. Permítame un instante.
Escribió unas cuantas palabras en el bloque de papel que había frente a él, separó la hoja y se la entregó a Albert dándose aire de gran señor.
—Me llaman para un caso muy urgente —dijo—. Explícaselo así a Su Ilustrísima, si es que se decide a venir. Aquí están mis instrucciones para miss Robinson.
—Muy bien, señor —contestó Albert, siguiendo el Juego—. ¿Y qué hay de las perlas de la duquesa? Tommy agitó airadamente ambas manos.
—Eso también puede esperar —chilló. En la mitad del tramo de la escalera se encontró con Tuppence, a quien dijo con brusquedad y sin detenerse.
—¡Otra vez tarde, miss Robinson! He de salir para un caso urgente.
Tuppence se quedó mirando cómo se alejaban. Después enarcó las cejas y prosiguió su marcha ascendente.
Al llegar la pareja a la calle, un taxista se acercó solícito a ofrecer sus servicios. Tommy, casi a punto de tomarlo, pareció cambiar de opinión.
—¿Le gusta a usted andar, miss March? —preguntó quedándose serio de pronto.
—Sí, pero mejor sería que tomásemos un taxi, ¿no le parece? Llegaríamos más aprisa.
—Es cierto, pero… ¿no se ha fijado usted en el taxista ese? Acaba de rehusar un pasajero poco antes de acercarnos nosotros. Por lo visto nos esperaba. Mucho cuidado, miss March. Sus enemigos vigilan y creo que lo más prudente es que caminemos hasta la calle Bond. No se atreverán a intentar un golpe en un lugar tan concurrido como este.
—Bien —asintió la muchacha.
Como había dicho Tommy, las calles de aquel sector estaban abarrotadas de gente. El avance era lento. De pronto se detuvo, y apartando a un lado a la muchacha, la miró unos instantes compungido.
—Lleva aún impresas en la cara las huellas del susto que acaba de pasar —le dijo—. ¿Qué le parece si entráramos aquí un momento y nos tomásemos una buena taza de café? Y hasta una copita de coñac, ¿eh?
—No, no, coñac no.
—Bien. Entonces café. Yo creo que en este establecimiento no corremos el riesgo de que nos envenenen.
Tomaron lo pedido con toda calma y a continuación reanudaron la marcha, esta vez a paso más rápido que el anterior.
—Estoy absolutamente seguro de que hemos acabado por despistar a nuestros seguidores —comentó Tommy después de haber echado una rápida mirada a su alrededor por encima del hombro.
Cyclamen, Compañía Limitada era un pequeño establecimiento enclavado en la calle Bond, con cortinas de tafetán de un rosa pálido y uno o dos tarros de pasta facial y una pastilla de jabón como adorno para el escaparate.
Allí entró Cicely March seguida de Tommy. El interior era de lo más diminuto que podía darse. A la izquierda había un mostrador con preparados de tocador y tras él una mujer de mediana edad, pelo gris y cutis de adolescente que acogió la entrada de Cicely March con una leve inclinación de cabeza antes de proseguir la conversación con la cliente a quien estaba atendiendo.
La parroquiana era una mujer baja y morena a la que, por su posición de espaldas, no podía vérsele la cara. Hablaba el inglés con gran dificultad. A la derecha había un sofá, dos sillas y una mesa en la que aparecían esparcidas unas cuantas revistas. Las sillas estaban ocupadas por dos hombres, dos aburridos y resignados maridos, sin duda, en espera de sus respectivas esposas.
Cicely March cruzó la diminuta estancia y desapareció por una puerta que había al fondo y que mantuvo entreabierta a fin de que Tommy pudiese seguirla. Al ir a entrar este la parroquiana exclamó: «¡Ah, pero si es un amigo mío!», y corrió tras ellos insertando su pie en la abertura para evitar que la puerta volviese a cerrarse. Al mismo tiempo los dos hombres se pusieron en pie. Uno pasó a la trastienda mientras el otro se dirigía a la empleada y le tapaba la boca con una de sus manos para sofocar un grito de sorpresa y terror que estuvo a punto de brotar de su garganta.
Mientras tanto, en el interior los acontecimientos se sucedieron con sorprendente rapidez. Al pasar Tommy sintió que un trapo empapado en sofocante narcótico era aplicado con fuerza contra su cara obligándole a aspirar su emanación. Un instante después un agudo chillido de la muchacha hizo que el asaltante abandonara precipitadamente su presa.
Tommy tosió repetidas veces mientras trataba de hacerse cargo de la situación. A su derecha estaba el misterioso personaje que poco antes arrojara de la oficina, y a su lado, entregado a la rutinaria tarea de sujetarle unas esposas, uno de los «aburridos maridos» que poco antes viera sentados en la tienda. Frente a él, Cicely March hacía esfuerzos desesperados por librarse de la tenaza que los brazos de la parroquiana habían logrado echar alrededor de su cintura. Al volverse esta y desprenderse el velo que cubría su cara, Tommy reconoció al instante las inconfundibles facciones de su adorado tormento.
—Bien hecho, Tuppence —dijo adelantándose—. Déjame que te ayude. Yo en su lugar abandonaría la lucha, miss 0’Hara, ¿o prefiere usted que siga llamándola miss March?
—Este es el inspector Graves, Tommy —explicó Tuppence—. Tan pronto como leí la nota que dejaste, telefoneé a Scotland Yard, que me envió al inspector Graves y a uno de sus agentes.
—Me alegro de haber podido echar el guante a este caballerete —añadió el inspector—. Hacía tiempo que le andábamos buscando, pero vamos, jamás se nos había ocurrido pensar que tuviese algo que ver con el establecimiento. Creíamos que se trataba de un verdadero instituto de belleza.
—Y ahora se explica —prosiguió Tommy—, el porqué esos señores tuviesen tanta prisa en recuperar el maletín que, durante dos horas, había estado entre los efectos personales del embajador. ¡Claro! Sabían perfectamente que el equipaje de un diplomático no está sujeto, como los otros, al denigrante proceso de una inspección aduanera. ¿Motivo del cambio? Contrabando. Pero ¿contrabando de qué? De algo que no abultase. Y al instante pensé en los estupefacientes. Después, aquella pintoresca comedia que tuvo lugar en mi despacho. Habían leído mi anuncio y pensaron en amedrentarme, o en apelar a procedimientos más drásticos si fracasaban en su intento. Pero dio la circunstancia de que me fijé en el espanto que se reflejó en los hermosos ojos de esa señorita cuando Albert se le ocurrió hacer aquella exhibición de su destreza en e] manejo del lazo. Esto, por lo visto, no había entrado en sus cálculos. El ataque de este pistolero de opereta se hizo con el solo objeto de asegurar mi confianza en ella. Yo desempeñé el papel de crédulo polizonte, hice ver que me tragaba su descabellada historia e hice que me trajera aquí después de haber dejado instrucciones precisas a Tuppence sobre el modo de resolver la situación. Valiéndome de varios pretextos, retrasé mi llegada para darles a todos tiempo sobrado de llegar aquí antes que yo.
Cicely March lo estaba mirando fijamente con expresión de esfinge.
—Está usted loco —dijo—. No sé qué es lo que va a encontrar aquí.
—Recordando que Richards vio una lata con sales para el baño, ¿qué le parece, inspector, si comenzáramos por examinar estas?
—Que no es mala idea —contestó el aludido. Tomó una y vació su contenido sobre la mesa. La muchacha se echó a reír.
—Cristales genuinos, ¿verdad? —dijo Tommy—. Sin embargo, nada tan mortífero como el carbonato de sosa.
—Busquen en la caja fuerte —sugirió Tuppence.
Había una de estas en uno de los rincones con la llave puesta en la cerradura. Al abrirla, Tommy no pudo reprimir un grito de satisfacción. El fondo de la caja se abría a su vez, dando acceso a una cámara excavada en el muro y llena de las mismas elegantes latas de sales que había en el primer compartimiento. Tomó una y levantó la tapa. Bajo una delgada capa de cristales rosa apareció un polvo blanco. El inspector dejó escapar una sonora interjección.
—Creo que hemos encontrado lo que tanto buscábamos —dijo—. Apuesto diez contra uno a que esa lata está llena de cocaína pura. Sabíamos que había alguien que se dedicaba a la distribución de esa droga en el West End, pero jamás pudimos localizarle. Buen golpe el suyo, mister Beresford.
—¡Más bien un buen golpe de los brillantes detectives de Blunt! —susurró Tommy al oído de Tuppence después que hubieron salido a la calle—. Es una gran cosa esto de estar casado. Tus persistentes lecciones me han enseñado al fin a reconocer el peróxido sobre todo cuando este se aplica al cabello de una mujer. Hoy no hay rubia postiza que me la pegue a mí.
Y ahora, vamos a redactar una carta para el embajador diciéndole que su asunto ha quedado resuelto satisfactoriamente. Después… ¿qué te parece, Tuppence, si nos fuéramos a tomar una buena taza de té acompañada de tostadas bien untadas de mantequilla?