Bien —dijo Tommy asomándose a una de las ventanas de la hostería de La Corona y el Ancla—. Ya estamos en las quimbambas, o como quieras llamarle a este dichoso pueblucho.
—¿No te parece que deberíamos hacer un pequeño análisis del caso? —sugirió Tuppence.
—Si, sí, claro —respondió Tommy—. Para empezar y dando, como me corresponde, la opinión preliminar, te diré que sospecho de la madre inválida. —¿Por qué?
—Mi idolatrada esposa, ten en cuenta que todo eso del poltergeist no es más que un infundio que alguien ha hecho correr con objeto de persuadir a la muchacha de que debe vender la casa. Esta dice que todos estaban presentes cuando ocurrieron esas cosas, menos la madre, que, como inválida que es, se quedaría en sus habitaciones.
—Si, pero siendo inválida como acabas de decir, no veo cómo se las compondría para tirar y cambiar de sitio los muebles.
—¿Y si fuera fingido lo de la invalidez?
—¿Con qué objeto?
—¡Ah! A eso ya no puedo contestarte —confesó al fin Tommy—. Me limitaba a seguir el bien conocido principio de sospechar de aquellos en quienes, por lo general, nadie fija su atención.
—Déjate de bromas, Tommy —dijo Tuppence con severidad—. Debe de haber algo que hace que esas personas estén tan ansiosas de poder conseguir la casa, y si a ti no te importa llegar hasta el fondo de este asunto, a mí, si. Me gusta esa muchacha y haré todo lo que esté en mi mano para ayudarla.
—Y yo también —repuso Tommy poniéndose serio de pronto—, pero sabes que me gusta hacerte rabiar de vez en cuando. Si, no cabe duda de que algo raro está ocurriendo en esa casa. Ese afán por comprarla indica que algo oculto y difícil de encontrar hay en ella. Qué es, no lo sé, ¿quién sabe si se trata de alguna mina de carbón en las entrañas del jardín?
—¡Por Dios, Tommy! ¡Una mina de carbón!, ¿no te parece más romántico la idea de un tesoro escondido en algún rincón del jardín?
—¡Quién sabe! En ese caso lo mejor será que me vaya a ver al gerente del banco local, le explique que pienso quedarme aquí hasta las Navidades, que posiblemente me decida a comprar la casa, y le pregunte el modo de hacer una transferencia a su sucursal.
—Pero…
—Tú déjame hacer a mí.
Al cabo de media hora, Tommy estaba de vuelta. Los ojos le brillaban de satisfacción.
—¡Avanzamos, Tuppence, avanzamos! —dijo—. Nuestra entrevista versó sobre los temas que ya te indiqué, y como quien no quiere la cosa, le pregunté si habían recibido muchos pagos en oro de los pequeños agricultores que, como sabes, tienen la inveterada costumbre de esconderlo por todos los rincones. De ahí, pasamos a hablar de las chocheces de ciertas viejas. Tuve que inventar una tía que, al estallar la guerra, se fue con su coche a los almacenes del Ejército y de la Armada y no paró hasta volverse con veinte buenos Jamones de York. Inmediatamente me mencionó él a cierta cliente del banco que había insistido en sacar hasta el último penique de su cuenta corriente, en oro a ser posible, y quiso que se le entregaran todos sus cupones y demás títulos de valor, dando como razón que estarían más seguros bajo su propia custodia. No tardó en confesarme que se trataba precisamente de la antigua propietaria de La Casa Roja. ¿Comprendes, ahora, Tuppence? Sacó su dinero y lo escondió en alguna parte. Recuerda que Deane misma se sorprendió de la insignificante cantidad en metálico que aparecía en el legado. Sí, no cabe duda de que el tesoro está en La Casa Roja y hay alguien, te diré su nombre si me apuras, que está perfectamente enterado del hecho.
—¿Quién?
—La vieja Crockett. ¿No te parece que lo probable es que estuviese al tanto de todas las peculiaridades de su ama?
—¿Quién era, entonces, el doctor O’Neill?
—¿Quién va a ser sino su «distinguido» sobrino? Pero ¿dónde demonios lo habrá escondido? Tú, como mujer, quizá pudieras darme una idea.
—¡Qué sé yo! Como no fuera entre medias o enaguas o debajo de los colchones.
Tommy asintió con un movimiento de cabeza.
—Puede que tengas razón, pero…, ¿no crees que, de haber estado en un sitio así, la Crockett lo habría hallado con facilidad? Sin embargo, tampoco puedo imaginarme a una pobre vieja levantando las tablas de los suelos o cavando fosas en el jardín. De que está en algún rincón de La Casa Roja no hay la menor duda, como tampoco de que la Crockett y su sobrino están enterados y de que, si logran comprar la propiedad, no dejarán piedra sin remover hasta encontrar lo que buscan. Es preciso ganarles el juego por la mano, Tuppence. Vámonos ahora mismo a La Casa Roja.
Mónica Deane salió a recibirles y, para justificar un recorrido de todas las habitaciones, dependencias y jardín, les presentó a su madre y a Crockett, como presuntos aspirantes a la compra de la mansión. Tommy nada dijo a Mónica acerca de las conclusiones a que habían llegado y se limitó a hacer varias preguntas que él consideraba de sumo interés. Se enteró de que algunas de las ropas y objetos personales de la difunta se habían dado a Crockett, y otros fueron repartidos entre familias pobres de la vecindad. El registro en este sentido podía considerarse como completo.
—¿Había algunos papeles?
—La mesa estaba llena de ellos, así como también uno de los cajones de su cómoda, pero nada encontramos que dijese lo más mínimo sobre el particular.
—¿Los tiraron?
—No, mi madre es muy contraria a desprenderse de esas cosas. Había entre ellos antiguas recetas de dulces y licores que, según me dijo, tiene intención de probar.
—Bien —dijo Tommy dando muestras de aprobación. Después, señalando a un viejo que trabajaba en el jardín, preguntó:
—¿Es ese el jardinero que estaba allí en vida de su tía?
—Sí, antes venía tres veces por semana, pero ahora lo hace sólo una vez. Es todo cuanto nos permiten nuestros escasos medios.
Tommy guiñó un ojo a Tuppence como para indicarle que permaneciese al lado de Mónica mientras él se alejaba en dirección a donde trabajaba el jardinero. Después de unas cariñosas frases de encomio a su labor y de inquirir sobre el tiempo que llevaba al servicio de la casa, le preguntó:
—¿No es cierto que por orden de la señora enterró usted hace algún tiempo una caja en este jardín?
—¿Yo? ¿Y Para que había de enterrarla? No, nunca he hecho nada de lo que dice.
Tommy movió la cabeza preocupado y regresó a la casa frunciendo el entrecejo. De no encontrar nada entre los papeles de la anciana, el problema no presentaba grandes garantías de solución. La casa en sí era vieja, pero no tanto como para suponer que existían en ella cuartos o pasadizos secretos.
Antes de partir, Mónica les trajo una gran caja de cartón amarrada con un recio bramante.
—Aquí están todos los papeles que he podido encontrar —dijo—. Si quieren pueden llevárselos a su casa y así los podrán ustedes examinar detenidamente. Sin embargo, creo que perderán el tiempo. No hay entre ellos uno solo que pueda arrojar la más mínima luz en este…
Sus palabras fueron interrumpidas por un gran estrépito que procedía de la habitación situada directamente encima de sus cabezas. Tommy subió sin perder tiempo. Un jarro y una palangana yacían hechos pedazos en el suelo, pero el cuarto estaba desierto.
—Parece que el fantasma ha vuelto a sus antiguos ardides y continúa haciendo de las suyas —murmuró, sonriente.
Regresó pensativo al lugar en que dejara a su esposa y a miss Deane.
—¿Podría interrogar unos instantes —preguntó, dirigiéndose a esta última— a la sirvienta Crockett?
—Claro que sí. Espere un momento que voy a llamarla.
Al volver en compañía de la persona solicitada, dijo Tommy con amabilidad:
—Estamos pensando en comprar la casa y mi esposa desea saber si estaría usted dispuesta a continuar a nuestro servicio —le preguntó.
La cara de Crockett no registró emoción alguna.
—Le agradezco su atención —contestó—, pero quisiera que me diese tiempo para reflexionar. Tommy se volvió a Mónica.
—Me encanta la casa, mis Deane, y estoy dispuesto a pagar cien libras más de lo que, según usted misma ha dicho, ha ofrecido el otro comprador.
Mónica murmuró unas cuantas palabras de las que acostumbraban a decirse en momentos como aquel, y el matrimonio Beresford se despidió.
—Tenía yo razón —exclamó Tommy al tiempo que cruzaban el jardín en dirección a la puerta—. La vieja está en el ajo. ¿Te fijaste que estaba casi sin aliento? Pues eso era de resultas de la carrera que acababa de dar por la escalera de servicio después de romper el jarro y la palangana. Es muy posible también que, secretamente, haya introducido a ratos a su sobrino en la casa y que este se haya encargado de hacer las veces de duende mientras ella permanecía inocentemente al lado de sus amos. Ya verás como 0’Neill enmienda su oferta antes de que finalice el día. Tengo ese presentimiento.
Como confirmación a esta sospecha, recibieron después de comer una nota de Mónica que decía así:
Acabo de recibir noticias del doctor 0’Neill. Dice que eleva su oferta en ciento cincuenta libras.
—¿Lo ves? Este hombre tiene dinero por lo que veo —comentó Tommy. pensativo—. Y añadiré otra cosa, Tuppence. Lo que buscan es algo que, sin duda alguna, vale la pena.
—¡Ay. si pudiéramos encontrarlo!
—Pues manos a la obra.
Examinaron todos los papeles que, sin ningún orden ni concierto, estaban acumulados en la caja que se llevaron consigo, y cada cuatro o cinco minutos se detenían a discutir los hallazgos.
—¿Qué novedades hay, Tuppence?
—Dos viejas cuentas pagadas, tres cartas sin importancia, una receta para conservar las patatas nuevas y otra para hacer pasteles de limón y queso. ¿Y las tuyas?
—Una cuenta, una poesía a la primavera, dos recortes de periódico: «Por qué las mujeres compran perlas. Excelente inversión» y «El hombre de las cuatro mujeres. Historia sensacional», y otra receta además sobre el modo más apropiado de guisar una liebre.
—Esto es desesperante —exclamó Tuppence volviendo de nuevo a la carga.
Al fin quedó vacía la caja y el matrimonio se miró con desconsuelo.
—Pongo esto aparte —dijo Tommy separando una pequeña hoja de papel—, porque es lo único que ha conseguido llamar un poco mi atención. No tengo, sin embargo, esperanzas de que tenga relación alguna con lo que buscamos.
—Veamos. Oh, es una de esas cosas raras que creo le llaman anagramas, charadas o algo por el estilo. Se puso a leerlo en voz alta:
Prima-prima es cual total
La prima-tres no he metido
Lo que dos-una la charada
Prima-dos-tres siempre ha sido
—¡Hum…! —gruñó Tommy, rascándose la cabeza—. Como poesía es bastante mala.
—No veo qué es lo que has podido encontrar de particular en esta paparruchada. Hace cincuenta años, no te digo que no. Entonces acostumbraban a coleccionarlas y eran el gran entretenimiento de invierno cuando la familia se reunía alrededor del hogar.
—Fíjate primero en la nota que hay escrita al pie de la charada. Son esas palabras las que verdaderamente nos han llamado la atención.
—San Lucas. XI, 9 —leyó Tuppence—. Eso hace referencia a un pasaje de la Biblia.
—Precisamente. ¿No te extraña que una mujer tan religiosa como, según parece, era la tía de Mónica se entretuviese, sin ningún motivo, en hacer una anotación de esa índole?
—Sí, es raro —respondió Tuppence, quedándose pensativa.
—Supongo que tú, como buena hija de un clérigo que eres, tendrás alguna Biblia a mano.
—Pues la tengo. No te esperabas esa respuesta, ¿verdad? Un momento.
Se dirigió a una maleta, extrajo de ella un pequeño volumen con cubiertas encarnadas y acto seguido volvió a la mesa. Después de hojearlo unos instantes se detuvo.
—Aquí está —dijo—. San Lucas, capítulo XI, versículo 9. ¡Oh, Tommy, mira!
Tommy se inclinó sobre el libro y miró donde el pequeño dedo de Tuppence acababa de señalar.
—Busca y encontrarás.
—Eso es —aulló Tuppence con alegría—. ¡Por fin lo tenemos! Resuelve el criptograma y el tesoro será nuestro; mejor dicho, de Mónica.
—Bueno, vamos a trabajar en el criptograma, como tú lo calificas. «Prima-prima es cual total». ¿Qué palabras tenemos de dos silabas repetidas que lo expresan todo?
—Hombre, no muchas. Tenemos papá, mamá, bebé…
—Bueno, ya veremos cuál ha de escogerse. Sigamos. «La prima-tres no he metido». ¿Qué querrá decir con eso? «Lo que dos-una la charada, prima-dos-tres siempre ha sido». Pues no caigo.
—Trae acá, hombre. ¡Si es muy fácil…! Tuppence se apoltronó en uno de los sillones y se puso a musitar palabras que, a su parecer, carecían de coherencia.
—No, no, ya veo que es muy fácil —murmuró irónicamente Tommy después que hubieron pasado más de treinta minutos.
—¡No cacarees tanto! Lo que pasa es que no somos de la generación que se dedicaba a esta clase de pasatiempos. ¿Qué te apuestas a que voy a una cualquiera de nuestras momias y nos lo resuelve en menos que canta un gallo?
—Bien, vamos a intentarlo una vez más. Fueron interrumpidos por la aparición de una menuda sirvienta que anunció que la cena estaba servida.
—Miss Rumiey desea saber únicamente —añadió— si quieren ustedes las patatas fritas o simplemente hervidas con su piel. Tiene preparadas de las dos clases.
—Hervidas —replicó rápidamente Tuppence—. Me encantan las patatas…
Se detuvo de pronto con la boca abierta de par en par.
—¿Qué te pasa, Tuppence? —preguntó, asustado, Tommy—. Parece que hayas visto un fantasma.
—Tommy —gritó Tuppence—. ¡Ya lo tengo! La palabra quiere decir ¡Patata! Prima-prima es cual total: papa: papa. Sin acento. La prima-tres no he metido pata. Lo que dos-una la charada: tapa. Prima-dos-tres siempre ha sido: ¡pa-ta-ta!
—Tuppence, eres una lumbrera, de eso no hay duda, pero creo que hemos estado perdiendo lastimosamente el tiempo. «Patata» no parece encajar en nada que se refiera al desaparecido tesoro. Pero… espera, espera. ¿Qué es lo que leíste hace un momento cuando revisábamos los papeles de esa caja? Algo acerca del modo de conservar las patatas nuevas.
—Si, acuérdate. Busquemos esa receta. Quién sabe si en ella encontraremos algo que complete esa idea sin sentido de la patata.
Revolvieron de nuevo los papeles hasta que al fin Tommy encontró lo que deseaba.
—Aquí está —dijo—: «MODO DE CONSERVAR LAS PATATAS NUEVAS. Pónganse las patatas nuevas en latas y entiérrense estas en el jardín. Aun en mitad del invierno sabrán igual que si se hubiesen recientemente extraído».
—¡Ya lo tenemos! —exclamó agitadamente Tuppence—. El tesoro está en el jardín enterrado en una lata.
—Pero el caso es que ya se lo he preguntado al jardinero y este dice que él no ha enterrado nada en el jardín.
—Sí, lo sé; pero es debido a que la gente nunca contesta en realidad a lo que tú preguntas sino a lo que ellos se figuran que has querido decir. Él sabía que no había enterrado nada que saliese de lo corriente. Volveremos a verle mañana y esta vez le preguntaremos directamente dónde ha enterrado las patatas.
El día siguiente era la víspera de Navidad. A fuerza de inquirir consiguieron encontrar la choza en que vivía el viejo jardinero. Tuppence abordó el asunto después de unos minutos de conversación.
—Me gustaría tener unas cuantas patatas nuevas para las Navidades. ¿Verdad que saben bien con el pavo? ¿No acostumbra la gente de por aquí a enterrarlas en latas? Dicen que se conservan muy bien.
—Y que lo diga —respondió el viejo—. La vieja miss Deane acostumbraba a enterrar siempre tres latas en La Casa Roja, pero a veces se olvidaba de volverlas a sacar.
—Supongo que lo haría en el jardín, ¿verdad?
—No, al pie del abeto que hay junto al muro del huerto. Habiendo obtenido la información que deseaban, se despidieron del viejo después de darle cinco chelines como aguinaldo de Pascuas.
—Y ahora vámonos a ver de nuevo a Mónica —ordenó Tommy.
—Tommy, tú no tienes sentido dramático. Déjame este asunto a mí, que tengo ya concebido un gran plan. ¿Crees que podrás componértelas para pedir prestados o robar una pala y un azadón?
Fuese como fuese, lo cierto es que Tommy logró encontrar lo que su esposa pedía, y aquella noche, y a hora ya avanzada, dos figuras se deslizaron furtiva y silenciosamente en el jardín de La Casa Roja. El lugar indicado por el jardinero fue fácil de localizar y en él se puso Tommy a cavar con todas sus fuerzas. No tardó la azada en dar contra un objeto, que emitió un sonido metálico. Siguió con cuidado y a los pocos minutos logró extraer una gran caja de hojalata de las que corrientemente se emplean como envase para la venta de bizcochos y galletas. La tapa estaba sellada con una fuerte banda de esparadrapo que Tuppence se apresuró a abrir valiéndose de un pequeño cortaplumas que llevaba su marido. A continuación lanzó un suspiro de desaliento. La lata apareció llena de patatas. Vació, en previsión, todo su contenido, pero… ¡nada!, ¡patatas… y más patatas!
—Sigue cavando, Tommy.
Pasó algún tiempo antes de que la aparición de una nueva lata premiase otra vez sus esfuerzos.
—¿Bien…? —preguntó con ansia Tommy.
—Nada —respondió Tuppence después de abrirla—. ¡Otra vez patatas!
—¡Maldita sea! —exclamó Tommy, reanudando con furia su labor.
—A la tercera va la vencida —dijo Tuppence tratando de animarle.
—Yo creo que todo esto del tesoro es pura fantasía morisca —replicó Tommy sin cesar de dar golpes de azadón—; pero… Una tercera lata hizo su aparición.
—¡Otra vez pata…! —empezó a decir Tuppence, pero se detuvo de pronto—. ¡Oh, Tommy, al fin lo encontramos! Las patatas ocupan sólo un pequeño espacio en la parte superior. ¡Mira!
De su mano colgaba un bolso de terciopelo encarnado.
—Márchate a casa en seguida —gritó Tommy—, porque aquí hace un frío que pela. Yo me quedaré unos instantes para poner otra vez esta tierra en su lugar. Llévate el bolso, pero no olvides que como se te ocurra abrirlo antes de que yo llegue, ¡te retuerzo el pescuezo!
—No tengas cuidado, te esperaré. Bien, adiós, porque si tardo un minuto más en irme tendrías que llevarme en calidad de sorbete.
Al llegar a la hostería no tuvo que esperar largo tiempo. Tommy iba casi pisándole los talones, y sudando pese a lo poco apacible e intensamente fría que se mostraba en aquellos momentos la temperatura.
—Vaya —dijo Tommy—. No podrán quejarse de los brillantes detectives de Blunt. Ahora, mistress Beresford, puede usted empezar a descubrir el botín.
Dentro del bolso había un paquete forrado en seda engomada y un pesado maletín de piel de ante. Abrieron este primero. Estaba lleno de libras esterlinas. Doscientas en total.
—Seguramente era la asignación máxima en oro que podía hacer el banco. Ahora el paquete.
Este estaba lleno de billetes apilados con sumo cuidado. Tommy y Tuppence se entretuvieron en contarlos. Ascendían exactamente a veinte mil libras.
—¡Fiu…! —silbó Tommy—. ¿No crees que Mónica tiene suerte de que ambos seamos ricos y honrados? ¿Qué es eso que está envuelto en papel de seda?
Tuppence deshizo el pequeño bulto y de él extrajo un magnífico collar de perlas.
—No soy muy entendido en alhajas —dijo Tommy—, pero me figuro que este ha de valer por lo menos otras cinco mil libras. Fíjate en el tamaño y en el oriente de las perlas. Ahora comprendo el porqué de aquel anuncio que hablaba de las perlas como una buena inversión. Debió haber vendido todos sus títulos negociables y los convirtió en joyas y dinero contante y sonante.
—¡Oh, Tommy! ¿No crees que es admirable lo que acabamos de hacer? ¡Pobre Mónica! Ahora podrá casarse con el hombre a quien ama y vivir tan feliz como vivo yo.
—Eso me gusta. Tuppence. ¿Eres feliz conmigo?
—Que conste que se me ha escapado sin querer, ¿en? Pero sí, te lo confieso con toda sinceridad, lo soy.
—Si en realidad me quieres, demuéstramelo contestando a una pregunta que te voy a hacer.
—Hazla, pero sin triquiñuelas.
—¿Cómo supiste que Deane era la hija de un clérigo?
—Oh, muy fácilmente —replicó Tuppence echándose a reír—. Abrí la carta en que solicitaba la entrevista. Leí la firma y recordé que un teniente cura de mi padre se llamaba Deane y que también tenía una hija, unos cinco años más joven que yo, y con el nombre de Mónica.
—¡Tuppence, eres una desvergonzada al pretender engañar de esa manera a un marido tan amable y confiado como yo! ¡Caramba! Están dando las campanadas de las doce. ¡Felicidades, Tuppence!
—¡Felicidades. Tommy! Y también serán unas felices Pascuas para Mónica, ¿no lo crees así? ¿Me creerás, Tommy, si te digo que cuando pienso en ella se me hace un nudo en la garganta?
—¡Querida Tuppence! —dijo Tommy abrazándola con fuerza.
—Oh, Tommy, ¿no crees que nos estamos volviendo un poco sentimentales?
—La Navidad sólo se da una vez al año —respondió sentenciosamente aquel—. Es lo que acostumbraban a decir nuestras abuelas, y creo que había un gran fondo de verdad en esta afirmación.