Capítulo XVII
La muerte al acecho

—¿Qué…? —empezó a decir Tuppence, pero se detuvo de pronto.

Acababa de entrar en el despacho privado del gerente de la oficina de los brillantes detectives de Blunt y quedó sorprendida al ver a su dueño y señor con un ojo pegado a la secreta mirilla desde donde podía verse con claridad cuanto ocurriese en la salita de espera adjunta.

—¡Chist…! —dijo Tommy aplicándose un dedo a los labios y hablando en voz queda—. ¿No has oído el timbre? Es una muchacha, bonita por cierto, o al menos a mí me lo parece. Albert le está contando la consabida historia de mis compromisos con Scotland Yard.

—Déjame echar un vistazo —le pidió Tuppence. Aunque reacio a hacerlo, Tommy hubo de ceder a los deseos de su esposa, quien a su vez se puso a inspeccionar a la recién llegada por el disimulado orificio de observación.

—No está mal —admitió—. Y su vestido es sencillo, pero elegante.

—¿Cómo que no está mal? Está estupenda, querrás decir. Es una de esas mujeres que nos describe Masón en sus obras. Ya sabes a cuáles me refiero. Esas tan simpáticas, y guapas, y de inteligencia nada común, sin llegar a sabihondas. Creo que…, mejor dicho, estoy seguro de que esta mañana tendré que hacer el papel de Hanaud.

—¡Hum…! —gruñó Tuppence—. ¿Sabes lo que estás diciendo? Ese detective es precisamente el reverso de tu medalla. ¿Puedes acaso hacer esos cambios relámpago que él hace? ¿Ser lo comediante que él es?

—Yo sólo sé una cosa —dijo Tommy—. Que soy el capitán de la nave y que, por lo tanto, a ti te toca sólo obedecer. ¿Estamos? Ahora voy a recibir a esa joven.

Oprimió el timbre que había al alcance de su mano y al poco rato entró Albert, precediendo a la cliente.

La muchacha se detuvo indecisa en el umbral. Tommy se adelantó, diciendo:

—Pase usted, mademoiselle, y sírvase tomar asiento. Tuppence emitió un ruido como de haberse atragantado y Tommy se volvió a ella con súbito cambio en sus modales. El tono de su voz era amenazador:

—¿Decía usted algo, miss Robinson? Me figuro que no, ¿verdad?

Tras añadir una furibunda mirada, reanudó su interrumpida entrevista.

—Prescindamos de todo formulismo —dijo—, y hábleme de ello. Después estudiaremos el modo de poderla ayudar.

—Es usted muy amable —contestó—. Perdóneme la pregunta. ¿Es usted extranjero?

Nuevo azoramiento de Tuppence seguido de otra mirada incendiaria de su marido por el rabillo del ojo.

—No, exactamente —dijo con dificultad—; pero he estado algunos años trabajando en Francia. Los métodos que yo sigo son los mismos que emplea la Sureté. La muchacha pareció impresionarse. Era, como Tommy había indicado, encantadora. Joven y esbelta, con un dorado mechón rebelde que aparecía bajo el ala de su pequeño sombrero de fieltro, y un par de hermosos y límpidos ojos azules.

Que estaba nerviosa, saltaba a la vista. Se retorcía los dedos con impaciencia y no cesaba de manipular el cierre de su elegante bolso de laca encarnada.

—Primeramente, mister Blunt, debo decirle que me llamo Lois Hargreaves y que vivo en un vetusto caserón conocido por el nombre de Thurnly Grange y situado en plena campiña. Tenemos la aldea de Thurnly en las cercanías, pero esta es pequeña e insignificante. No obstante, el tenis en verano y las cacerías en invierno hacen que no experimentemos soledad ni tedio alguno en nuestro aislamiento. Hablando sinceramente, he de admitir que prefiero nuestra vida a la de la ciudad.

»Le digo esto para que comprenda que en un lugar tan pequeño y apartado como el nuestro cualquier cosa que ocurra reviste siempre caracteres de sensacional. Hará una semana recibí una cajita de chocolatinas por correo. Nada en ella hacía indicar su procedencia. Como yo no soy nada aficionada a las golosinas pasé la caja a los demás de la casa con el resultado de que cuantos comieron dulces cayeron enfermos, quejándose de fuertes dolores de estómago. Enviamos a buscar al doctor, quien después de hacer varias indagaciones, resolvió llevarse las chocolatinas que quedaban a fin de que fueran sometidas a un análisis. Míster Blunt, ¡aquellas chocolatinas contenían arsénico! No lo suficiente para matar a una persona, pero sí para que esta se sintiera alarmantemente mal.

—¡Extraordinario! —comentó Tommy.

—El doctor Burlón se mostró preocupadísimo. Era la tercera vez que un caso así ocurría en la localidad y siempre en residencias de personas que pudiéramos llamar acomodadas. Parecía como si alguien, de muy bajos instintos, se entretuviese en gastar una absurda broma que nada tenía de humana, por cierto.

—Así es, miss Hargreaves.

—El doctor Burlón lo atribuyó, absurdamente, a mi modo de entender, a algún movimiento de agitación socialista. Pero lo cierto es que hay uno o dos descontentos en la villa y nada tendría tampoco de particular que estos supiesen algo del asunto. El doctor Burlón se empeñó en que pusiera el caso en manos de la policía.

—Una sugerencia muy natural —dijo Tommy—; pero por lo visto usted no lo ha hecho, ¿verdad, miss Hargreaves?

—No —replicó esta—. Odio la publicidad y el escándalo, y además conozco la forma como actúa nuestro inspector de distrito en materia de investigación criminal. He leído a menudo sus anuncios y he tratado de convencer al doctor Burton sobre la conveniencia de contratar los servicios de un detective privado.

—¡Oh!

—He visto también que mencionan, con gran profusión por cierto, la palabra «discreción». ¿He de entender por ello que… que nada se ha de hacer público sin mi consentimiento? Esta vez fue Tuppence quien hizo uso de la palabra.

—Creo —dijo sin mover un solo músculo de la cara— que lo mejor sería que miss Hargreaves contara primero cuanto tenga que decir.

El énfasis que puso en las últimas palabras hizo sonrojar nerviosamente a Lois Hargreaves.

—Sí —asintió Tommy—. Miss Robinson tiene razón. Debe usted decirnos cuanto sepa acerca del particular en la seguridad de que lo consideraremos como declaración estrictamente confidencial.

—Gracias. Le advierto que vine ya decidida a hablar con entera franqueza. Tengo una razón para no haber acudido, como me pidieron, a la policía. Mister Blunt, aquella caja de chocolatinas había sido enviada por alguien que vive en mi propia casa.

—¿Cómo lo sabe usted, mademoiselle? —Muy sencillamente. Tengo el hábito infantil de dibujar tres peces entrelazados en cualquier pedazo de papel que caiga en mis manos. Hará unos días llegó de Londres un paquete que contenía medias de seda. Estábamos desayunando. Acababa de resolver un crucigrama que venía en el periódico de la mañana y, sin darme cuenta, y antes de abrirlo, me puse a dibujar los dichosos pececillos en la etiqueta que venía pegada en la parte superior. No volví a acordarme de la ocurrencia hasta que al fijarme en el papel que envolvía las chocolatinas observé en él la punta de una etiqueta, el resto había sido arrancado, al parecer, y sobre ella, casi entero, mi ridículo dibujo. Tommy acercó su silla.

—Es muy serio lo que acaba de referir —dijo—. Crea, como usted ha dicho bien, una fuerte sospecha de que el remitente de los dulces es alguien que vive sin duda bajo su propio techo. Sin embargo, le ruego me perdone si insisto en decirle que no veo todavía motivo alguno que justifique su decisión de no acudir a la policía.

Lois Hargreaves le miró durante unos instantes serenamente a los ojos.

—Yo se lo diré, mister Blunt. Quizá necesite mantener este asunto en el más absoluto secreto.

—En ese caso —respondió Tommy, volviéndose a alejar—, ya veo que no está dispuesta a hacernos partícipes de sus sospechas.

—No sospecho de nadie en particular —dijo—. Admito sólo que existe la posibilidad.

—Bien. Ahora, ¿quiere usted hacerme el favor de describirme detalladamente a todos cuantos hoy viven en la casa?

—Los sirvientes, con excepción de la doncella, son antiguos criados que han permanecido en la familia un gran número de años. Debo explicarle, mister Blunt, que he crecido junto a mi tía lady Radcliffe, cuyo marido le dejó al morir una inmensa fortuna. Fue él quien compró Thurnly Grange, pero a su muerte, ocurrida dos años después de haberse establecido allí, mi tía envió a buscarme y decidió que me quedase a vivir con ella. Al fin y al cabo, era yo el único pariente que le quedaba con vida. El otro huésped de la casa era Dennis Radcliffe, sobrino de su marido, y a quien siempre he llamado primo, no obstante no ligarme a él lazo alguno de consanguinidad. Tía Lucy tenía el propósito, con excepción de una pequeña suma destinada a atender mis gastos, de dejar todo su dinero a Dennis. Era dinero de los Radcliffe, decía, y a un Radcliffe, por lo tanto, debía ir a parar. Sin embargo, al cumplir Dennis los veintidós años, hubo una violenta disputa entre tía y sobrino, según creo por ciertas deudas que este había contraído, y al morir tía Lucy un año después quedé sorprendida al enterarme de que, contrariamente a lo que en principio decidiera, había testado a mi favor. Fue, lo sé, un gran golpe para Dennis y nadie como yo sintió tanto lo ocurrido. Quise hacer una declaración de renuncia, pero Dennis no la aceptó. No obstante, y cuando llegué a la mayoría de edad, me apresuré a hacer un testamento, poniéndole todo de nuevo a su nombre. Es lo menos que podía hacer por él. Así, si algo me ocurre, volverá Dennis a disfrutar de lo que en justicia le pertenece.

—Y…, ¿cuándo cumplió usted su mayoría de edad, si puede saberse?

—Hace exactamente tres semanas.

—¡Ah! —exclamó Tommy—. ¿Quiere usted darme ahora toda clase de particularidades acerca de los que viven en la casa en estos momentos?

—¿Criados o…?

—De todos.

—Los sirvientes, como he dicho, y con una sola excepción, llevan muchos años en la casa. Está la vieja mistress Holloway, cocinera, y su sobrina Rose como ayudanta. Luego hay dos criados, también de edad, y Hannah, que lo fue de mi tía y que a mí me tiene un gran afecto. La doncella se llama Esther Quant, y parece una buena muchacha. En cuanto a no sirvientes, están miss Logan, que fue compañera de tía Lucy y que prácticamente es la que lleva la casa; Dennis, el capitán Radcliffe, de quien ya le he hablado, y una joven llamada Mary Chilcott, amiga mía del colegio, que ha venido a pasar una temporada con nosotros.

Tommy quedó pensativo unos instantes.

—Bien, todo parece estar claro, miss Hargreaves —dijo después—. Admito que no tenga usted un motivo especial para dudar de alguien en particular, pero…, ¿no es verdad también que existe en usted el temor de que no haya sido precisamente un criado quien haya tenido la mala ocurrencia de enviar esas chocolatinas?

—Eso es cierto, mister Blunt; pero sigo sin tener la menor idea de quién pudo haber sido el que empleó el pedazo de papel al que antes he hecho referencia.

—Entonces sólo queda una cosa por hacer, y es que yo me persone en el lugar del suceso. La muchacha le miró sorprendida.

—Sugiero —prosiguió Tommy después de pensar unos momentos— que prepare usted el camino para la llegada a su casa… digamos de Mr. y Mrs. Van Dusen, amigos suyos de Estados Unidos. ¿Podrá hacer esto sin despertar sospechas?

—¡Claro! ¿Cuándo vendrán ustedes? ¿Mañana… o pasado?

—Mejor mañana. No conviene que perdamos tiempo.

—Entonces, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

La muchacha se levantó y tendió una mano en señal de despedida.

—Una pequeña advertencia, miss Hargreaves. Ni una palabra a nadie, ¿me entiende usted bien?, a nadie, acerca de nuestra verdadera personalidad.

—¿Qué te parece todo esto, Tuppence? —preguntó Tommy después de haber acompañado a la visita hasta la puerta.

—Que no me gusta —respondió decididamente Tuppence—. En especial lo de que las chocolatinas hayan tenido esa cantidad tan pequeña de arsénico.

—¿Qué quieres decir?

—¿Pero no lo ves, acaso? Todas esas chocolatinas las está distribuyendo alguien para dar la sensación de que hay un maníaco en la localidad. Así, cuando la muchacha fuese envenenada, que lo será tarde o temprano, todos creerían que se trataba meramente de la obra de un irresponsable. A no ser por ese pequeño detalle de los peces, ¿quién se habría imaginado que el envío de los dulces se había hecho desde la propia casa?

—Tienes razón. ¿Crees entonces que se trata de un complot contra la muchacha?

—Me temo que sí. Recuerdo haber leído algo acerca del testamento de lady Radcliffe y de la enorme cantidad de dinero que se relacionaba con él. Esa muchacha ha entrado en posesión de una inmensa fortuna.

—Si, y ya la has oído. Hace sólo tres semanas que testó en favor del capitán Radcliffe. ¿No te parece algo sospechoso? Este es el único que sale ganando con su muerte.

Tuppence asintió con un movimiento de cabeza.

—Y lo malo es que, por lo visto, ella lo sabe. Así se comprende que no haya querido poner el asunto en manos de la policía. Debe de estar muy enamorada de él para obrar en la forma que lo ha hecho.

—En ese caso —dijo Tommy, pensativo—, ¿por qué diablos no se casa con ella? La solución sería más sencilla y más segura.

Tuppence le miró fijamente unos segundos.

—Creo que has dicho una gran verdad —observó.

—¡Claro! ¿Por qué apelar al crimen cuando hay un medio legal de conseguir el mismo fin? Tuppence quedó pensativa.

—Ya lo tengo —anunció de pronto—. Con toda seguridad se habría casado con alguna camarera durante su estancia en Oxford. Esto explica asimismo el motivo de la riña con su tía.

—Entonces, ¿por qué no haber enviado también unos cuantos dulces a la camarera? —sugirió Tommy—. Habría sido lo más práctico. Por lo que más quieras, Tuppence, no tengas esa mala costumbre de establecer conclusiones antes de tiempo.

—No son conclusiones —replicó Tuppence con dignidad—. Son deducciones. ¡Cómo se ve que esta es tu primera corrida, queridísimo esposo! Cuando lleves, como yo, algún tiempo en la arena…

Tommy le tiró a la cara el primer almohadón que halló a mano.