—Claro —murmuró Tommy— que me doy perfecta cuenta de cuál es la principal dificultad del caso.
—¿Ah, si? —preguntó ansiosa Tuppence.
—Si. Pero lo que no acabo de encontrar es la solución. ¿Me preguntas que quién mató al capitán? Pues no lo sé.
Sacó del bolsillo nuevos recortes de periódico.
—Aquí tienes los retratos de mistress Sessle, de Hollaby, de su hijo y de Doris Evans.
Tuppence estudió detenidamente el último de los citados.
—No creo que esta mujer haya cometido el asesinato —comentó—. Al menos con un alfiler de sombrero, como dicen.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Ah, un detalle a lo lady Molly. Sencillamente, porque lleva el pelo muy corto. Sólo una mujer, de cada veinte, usa esa clase de alfileres en estos días, lleve o no largo el cabello. Los sombreros hoy se adaptan perfectamente sin necesidad de prendedor alguno.
—Pero ¿quién sabe si ella lo llevaba?
—¡Mi querido Tommy, las mujeres no acostumbramos a llevar esas cosas como si fuesen recuerdos de familia! ¿Qué demonios pensaría hacer ella con esa aguja en Sunningdale?
—Entonces no nos queda otro remedio que achacar el crimen a la del vestido marrón.
—De haber sido esta baja, yo hubiera dicho que se trataba de su mujer. Siempre he sospechado de las esposas que están ausentes cuando algo les ocurre a los maridos. Si ella hubiese encontrado al suyo conversando amigablemente con otra muchacha, es posible que hubiese sido ella la que hubiese echado mano de un arma como la que acabamos de mencionar.
—Por lo que veo tendré que andar con sumo cuidado —observó Tommy.
Pero Tuppence se había metido en profundos pensamientos y no quería que por ningún motivo se la distrajera.
—¿Cómo son los Sessle? —preguntó de pronto—. ¿Qué es lo que la gente dice acerca de ellos?
—Por lo que he podido comprobar, son muy populares. Y por lo visto, un matrimonio perdidamente enamorado el uno del otro. Eso es lo que hace la actuación de esta muchacha un poco sospechosa. Es lo último que hubiera podido esperarse de un hombre como Sessle. Como sabes, era un ex soldado. Recibió al retirarse una buena cantidad de dinero y lo invirtió en el negocio de seguros. ¿No te parece extraño que un hombre así se convierta en un ladrón de la noche a la mañana?
—¿Hay pruebas irrefutables de que sea un ladrón? ¿No podrían haber sido los otros dos los que hicieron la sustracción?
—¿Los Hollaby? Dicen que están arruinados.
—Si, si, eso es lo que ellos dicen. ¿Y quién me asegura que no tienen su dinero en algún banco y bajo nombre supuesto? Sé que es arriesgado esto que acabo de decir, pero… ¿tú me entiendes, verdad? Supongamos que hubiesen estado especulando con el dinero de la Compañía sin saberlo Sessle, como es natural, y que lo hubiesen perdido. ¿No crees que la muerte de Sessle, en el momento en que ocurrió, les habría favorecido grandemente?
Tommy golpeó el retrato de los Hollaby con uno de sus dedos.
—¿Te das cuenta de que estás acusando a este caballero de haber asesinado a su socio y amigo? ¿Te olvidas de que se separó de Sessle a la vista de Barnard y Lecky y de que pasó con ellos la noche en el Hotel Dormy? Además, te olvidas también del pequeño adminículo.
—¿Qué adminículo?
—El alfiler.
—Oh, vete a paseo. ¿Tú crees que ese alfiler delata el hecho de que el crimen fuese cometido por una mujer?
—Naturalmente. ¿Y tú no lo crees?
—¡No! Los hombres son siempre dados a lo arcaico. Tardan años en desprenderse de ideas preconcebidas. Asocian siempre los alfileres de sombrero y los de gancho con el sexo débil y los llaman «armas femeninas». Quizá lo fueran en el pasado, pero están ya en desuso en la actualidad. No recuerdo haber llevado uno de esos alfileres en los últimos cinco años.
—¿Entonces tú crees…?
—Que fue un hombre quien mató a Sessle. El alfiler lo utilizan para hacer recaer las sospechas sobre una mujer.
—Hay algo de cierto en lo que acabas de decir, Tuppence —dijo pausadamente Tommy—. Es extraordinario cómo cambian de aspecto las cosas a medida que van desmenuzándose.
Tuppence asintió con un movimiento de cabeza.
—Todo ha de ser perfectamente lógico si lo miramos desde un punto de vista perfectamente natural. Y recuerda lo que cierta vez dijo Marriot acerca del punto de vista del detective aficionado: que tenía cierta nota de intimidad. Conocemos algo acerca de las personas como el capitán Sessle y su esposa. De lo que son capaces de hacer y de lo que no lo son de ninguna manera. Tommy se echó a reír.
—¿Quieres decir —preguntó— que eres suficiente autoridad para saber lo que una mujer de pelo corto puede llevar consigo y de lo que una esposa es capaz de sentir en un momento determinado? —Algo por el estilo.
—¿Y de mí? ¿Qué es lo que yo puedo saber acerca de los maridos? ¿De que escogen muchachas para sus escarceos y…?
—No —respondió gravemente Tuppence—. Tú conoces bien el terreno en que se cometió el crimen. Has estado en él, no como detective en busca de pruebas, sino como jugador de golf. Conoces bien el juego y sabes, por lo tanto, que algo grave debió ocurrir para que aquel hombre cambiara de pronto su forma de juego y decidiera por fin abandonar el terreno.
—Efectivamente, algo muy grave debió ser. Sessle tiene un handicap de dos agujeros, y desde el séptimo tee dicen que jugó como un principiante.
—¿Quiénes lo dicen?
—Barnard y Lecky. Venían jugando tras él, como recordarás.
—Sí, eso fue después de encontrarse con aquella mujer, la del vestido color marrón. Le vieron también hablar con ella, ¿verdad?
—Sí…, o por lo menos.
Tommy se calló de pronto y se quedó mirando fijamente el pedazo de cuerda que tenía entre las manos.
—Tommy, ¿qué te pasa? —le preguntó sorprendida Tuppence.
—No me interrumpas —dijo aquel—. Estoy jugando el sexto agujero de Sunningdale. Sessle y Hollaby están sin avanzar en la plataforma del sexto agujero que hay frente a mí. Empieza a anochecer, pero distingo claramente la brillante chaqueta azul de Sessle. Y en la vereda que hay a mi izquierda veo acercarse a una mujer. No viene de la derecha. Y cosa rara, ¿cómo apareció de súbito sin que antes la viera, estando en el quinto tee, pongo por caso? Se detuvo unos instantes.
—Acabas de decir que yo conocía el terreno. Pues bien, tras el sexto tee hay una especie de choza o refugio subterráneo en el que cualquiera podría haber esperado hasta el momento que él juzgase oportuno y en el que fácilmente podía uno, caso de creerlo necesario, hacer un cambio radical en su aspecto exterior. Quiero decir…, oye, Tuppence, y ahora es cuando necesitamos de nuevo tus conocimientos especiales sobre ciertas cosas. ¿Sería muy difícil para un hombre el caracterizarse de mujer y luego volver de nuevo a su indumentaria original? ¿Podría, por ejemplo, ponerse unas faldas sobre los pantalones bombachos?
—¡Claro que sí! La mujer parecía un tanto corpulenta, pero nada más. Digamos una falda larga color marrón, un jersey del mismo color y de corte análogo al que usan los hombres, un sombrero de señora, de fieltro, y unos montoncitos de rizos cosidos en este a modo de peluca. Eso sería todo cuanto haría falta; me refiero, como es natural, para producir un relativo efecto a distancia que supongo que es a lo que tú quieres referirte.
—¿Y el tiempo requerido para la transformación?
—De mujer a hombre, un minuto y medio escaso, quizá menos. De hombre a mujer, un poco más. Tendría que arreglarse un poco el sombrero y los rizos, y estirarse la falda, que, como es natural, tendería a pegarse a los pantalones de golf.
—Eso no me preocupa. Lo que me interesa es el tiempo que tardaría para lo primero. Como te decía, estoy jugando en el sexto agujero. La mujer del traje color marrón ha llegado ahora al séptimo tee. Lo cruza y espera. Sessle, con su chaqueta azul, se dirige al sitio en que está ella. Hablan durante un minuto y luego se alejan juntos y desaparecen por el atajo que conduce a la carretera de Windiesham. Hollaby permanece solo en el tee. Pasan dos o tres minutos. Ahora ya estoy en el césped. Regresa el hombre de la chaqueta azul y reanuda su juego, esta vez en forma torpe e inconcebible. La luz se hace cada vez más escasa…, mi compañero y yo proseguimos la partida… y el hombre vuelve a desaparecer, esta vez definitivamente, por el atajo. ¿Qué le ocurrió para que así cambiara su juego y diera la impresión de ser un hombre totalmente diferente?
—Quizá la solución esté en la mujer, o en el hombre, si, como tú supones, era un hombre vestido con un traje de color marrón.
—Exactamente. Recuerda, además, que el sitio por donde se retiraron primero es un lugar oculto a la vista de cualquier curioso, y de que en él hay unas matas de tojo donde fácilmente se puede esconder un cadáver hasta el momento oportuno de poder efectuar su traslado a un lugar conveniente.
—¡Tommy! ¿Crees que fue entonces cuando…? Pero ¿cómo es que nadie oyó…?
—¿Oyó qué? Todos los doctores convienen en que la muerte fue instantánea. He visto morir a muchos así en la guerra. Nunca gritan, por lo general. Sólo oyes un apagado estertor, un gemido, quizá sólo un suspiro, una débil tos. Sessle viene en dirección al séptimo tee y la mujer se adelanta y habla con él. Este la reconoce y se sorprende de ver a un hombre bajo semejante disfraz. Curioso por saber el motivo de aquella mascarada, se deja conducir fuera del alcance de la vista del resto de los jugadores. Un pinchazo en el corazón con la mortífera aguja y Sessle se desploma, muerto. El otro oculta el cuerpo bajo las matas. Se desprende rápidamente de sus atavíos de mujer. Los esconde. Se pone la conocida chaqueta azul y vuelve de nuevo al tee. Le bastaron tres minutos para realizar todo el programa. Los jugadores que vienen detrás no pueden ver bien su cara, pero sí, en cambio, su clásica prenda de vestir. No dudan de que sea Sessle, pero todos convienen en que su forma de jugar es la de un hombre totalmente diferente. Y nada de particular tenía esta apreciación, puesto que en realidad lo era.
—Pero…
—Punto número 2. Su acción de llevar a la muchacha a aquel lugar es también la acción de un hombre diferente. No fue Sessle quien se encontró con Doris en la puerta del cine y quien la indujo a ir a Sunningdale. Era un hombre que decía llamarse así. Recuerda que Doris Evans jamás llegó a ver el cadáver. De haberlo visto habría sorprendido a la policía con la declaración de que aquel hombre no era el mismo que la llevara a las pistas de golf la noche de autos y que en forma tan vehemente le hablara de suicidarse. Se trataba de un plan preconcebido con sumo cuidado. Invitar a la muchacha a casa de Sessle el miércoles (día en que esta estaría vacía), y ejecutar después el crimen con el objeto que haría indudablemente desviar las sospechas en dirección a una mujer. El asesino se encuentra con la muchacha, la lleva a la quinta, le da de cenar y después la saca de paseo hasta llegar a la escena del crimen, donde, mediante una bien ideada pantomima, consigue ponerla en fuga. Una vez ella ha desaparecido, todo cuanto tiene que hacer es sacar el cuerpo de la víctima y dejarlo boca abajo en un sitio en que más tarde fuera encontrado. El revólver lo tira bajo unos arbustos. Después envuelve cuidadosamente falda y sombrero, y ahora he de admitir que lo que sigue es una mera conjetura, se dirige con toda probabilidad a Woking, que está solo a ocho o nueve kilómetros del lugar, y de allí se vuelve de nuevo a la ciudad.
—Un momento —dijo Tuppence—. Hay una cosa que todavía no has explicado. ¿Qué se hizo de Hollaby?
—¿De Hollaby?
—Sí. Admito que los jugadores que venían detrás no pudieron comprobar si se trataba en realidad de Sessle. Pero no me dirás que un hombre que estuvo constantemente a su lado quedara hipnotizado por la chaqueta hasta el extremo de no ver siquiera las facciones de aquel suplantador de Sessle.
—Querida Tuppence —le contestó Tommy con aire triunfal—. Ahí es donde sin duda alguna está la clave del misterio. Hollaby sabía muy bien quién era el impostor. Como ves, estoy adoptando tu teoría, la de que Hollaby y su hijo eran en realidad los desfalcadores. El asesino debía de ser alguien que tenía acceso a la casa y conocía perfectamente sus usos y costumbres. Así se comprende lo de la elección del día y de que, asimismo pudiera obtener con facilidad una copia de la llave de la entrada. Creo que Hollaby hijo responde casi por entero a la descripción. Tiene más o menos la misma edad y estatura que Sessle y ambos llevan la cara totalmente rasurada. Es posible que Doris Evans haya visto alguna de las fotografías del difunto publicadas por los periódicos, pero, como tú misma pudiste observar, lo borroso de la copia hacía poco menos que imposible la identificación. —¿Y no vio nunca a Hollaby en el juzgado?
—El hijo no apareció para nada en el caso. ¿Y para qué, si no tenía declaración alguna que hacer? Fue el viejo Hollaby quien dio la cara durante todo el curso del proceso. Nadie hasta la fecha se ha preocupado en inquirir acerca de los movimientos del hijo en dicha tarde.
—Sí, sí, todo lo que has dicho me parece lógico y natural —admitió Tuppence—. ¿Por qué no vas y se lo cuentas todo a la policía?
—Porque no me escucharían.
—¿Quién ha dicho que no? —preguntó inesperadamente una voz a su espalda.
Al volverse, Tommy se encontró cara a cara con el inspector Marriot, que, en la mesa próxima, hacía los honores a su suculento plato de huevos fritos con jamón.
—Vengo a menudo a comer aquí —explicó Marriot—. Como le decía, tendremos mucho gusto en escucharle. A decir verdad, hace rato que lo estoy haciendo. No me importa decirle que jamás hemos estado conformes con los balances presentados por la Sociedad de Seguros Porcupine. Aunque sin pruebas en que basarnos, teníamos también sospechas de los Hollaby, padre e hijo. Este asesinato vino a enmarcar un tanto nuestras ideas, pero gracias a lo que acabo de oír de ustedes, la posición de todos se ha aclarado considerablemente. Enfrentaremos al joven Hollaby con Doris Evans para ver si esta lo reconoce. Lo más probable es que sea así. Ha sido muy ingeniosa su idea acerca de lo ocurrido con la chaqueta y procuraré que los brillantes detectives de Blunt tengan por ello el honor que se merecen.
—¡Oh, es usted muy amable, inspector! —dijo agradecida Tuppence.
—Se sorprenderían si supieran el alto concepto que tenemos de ustedes dos en el Yard —replicó el impasible agente de la ley—. Y, ahora, una pregunta: ¿podría decirme, mister Beresford, el significado de esa cuerda que tiene usted entre las manos?
—¡Oh, ninguno! —contestó Tommy, metiéndosela apresuradamente en uno de los bolsillos—. Rarezas mías. En cuanto a la tarta de queso y a la leche, es que estoy a dieta. Dispepsia nerviosa. Ya sabe usted que todos los hombres atareados adolecemos de este mal.
—¡Ah, vamos! —replicó el detective—. Yo creí que había usted estado leyendo… En fin, no tiene importancia.
El inspector hizo un malicioso guiño con uno de los ojos y prosiguió con su interrumpido refrigerio.