Trabar conocimiento con los Laidlaw fue lo más sencillo del mundo. Tommy y Tuppence, jóvenes, bien trajeados, ansiosos de vivir y aparentemente con dinero que gastar, pronto se hicieron amigos de todas las camarillas frecuentadas por los Laidlaw.
El comandante Laidlaw era un hombre alto y rubio, de apariencia típicamente inglesa y modales desenvueltos. Sin embargo, la dureza y las líneas que bordeaban sus ojos y una mirada inquieta y aviesa, no acababan de combinar con su supuesta personalidad.
Tenía fama de ser un habilísimo jugador de cartas, y Tommy observó que rara vez, en especial si las apuestas eran elevadas, se levantaba perdiendo de la mesa.
Marguerite Laidlaw era algo totalmente diferente. Una criatura encantadora, grácil como las ninfas de los bosques y una cara digna de un Greuze. Su exquisito chapurreo del inglés añadía un nuevo encanto a los muchos que ya poseía. No era, pues, de extrañar que la mayor parte de sus admiradores se convirtiesen gustosos en sus esclavos. Parecía haber sentido, desde el principio, una viva simpatía por Tommy, quien, fiel a su consigna, no vaciló en adherirse al numeroso grupo de ardientes seguidores.
—Mi querido Tommy —solía decir—. Positivamente no puedo estar sin mi querido Tommy. Su pelo es del color de una puesta de sol, ¿no les parece?
Su padre, en cambio, era una figura que tenía algo de siniestra. Muy correcto, muy estirado, con su barba negra y recortada y ojos cerrados y observadores.
Tuppence fue la primera en registrar una victoria. Se acercó a Tommy con diez billetes de una libra en la mano.
—Échale un vistazo a esto. Son falsos, ¿no es verdad? Después de examinarlos, Tommy confirmó el diagnóstico de Tuppence.
—¿De dónde los has sacado?
—Del joven Jimmy Fauikener. Marguerite Laidlaw se los dio para que apostara por ella en una de las carreras de caballos. Le dije que yo necesitaba billetes pequeños y se los cambié por uno de diez.
—Todos nuevos y crujientes —dijo Tommy pensativamente—. Se ve que no han pasado por muchas manos. Supongo que el joven Fauikener está a salvo de toda sospecha.
—¿Quién, Jimmy? Es un encanto de muchacho y somos ya los más grandes amigos.
—Sí, ya lo he visto —respondió fríamente Tommy—. ¿Crees tú que se necesita tanta aproximación?
—Oh, esto no es oficial, Tommy —replicó alegremente Tuppence—. Esto es mero entretenimiento. Es muy bueno y estoy contentísima de librarle de las garras de esa mujer. No tienes idea del dinero que le está costando.
—Me da la impresión de que se está convirtiendo en un pegote, Tuppence.
—Hay veces que hasta a mí se me ocurre lo mismo, pero ¿qué quieres? Es siempre agradable el saber que una es todavía joven y atractiva, ¿no te parece?
—Tuppence, tu sentido moral es deplorablemente bajo. Miras estas cosas desde un punto de vista equivocado.
—Hace tantos años que no me divierto, Tommy —añadió ella con tono de descaro—; y de todos modos, ¿qué has de decir de ti? Me paso los días enteros viéndote pegado, como lo estás, a las faldas de Marguerite Laidlaw.
—Es mi trabajo —replicó secamente Tommy.
—Pero no me negarás que es atractiva.
—No es mi tipo.
—¡Embustero! —dijo Tuppence riendo—. De todos modos creo que me casaría antes con un embustero que con un loco.
—Supongo —contestó Tommy— que no es imprescindible que un marido haya de ser ninguna de las dos cosas.
Entre el séquito de admiradores de mistress Laidlaw había un sencillo pero opulento caballero. Se llamaba Hank Ryder.
Mister Ryder venía de Alabama, y desde el primer momento se mostró dispuesto a hacer de Tommy su gran amigo y confidente.
—Es una mujer estupenda, caballero —dijo Ryder siguiendo a Marguerite con ojos embelesados—. No se puede con la gaie France. Cuando estoy cerca de ella me parece que el resto del mundo no existe ya para mí.
Al compartir Tommy cortésmente con él sus sentimientos, Ryder se creyó obligado a ampliar su información.
—Es una vergüenza que una criatura así haya de tener inquietudes de carácter monetario.
—¿Acaso cree usted que las tiene?
—¿Que si lo creo? Estoy seguro. Tiene miedo a su marido. Ella misma me lo ha dicho. Ni siquiera se atreve a ponerle al corriente de sus pequeñas cuentas.
—¿Está usted seguro de que son pequeñas?
—¡Cuando yo se lo digo! Después de todo, a una mujer le gusta lucir vestidos, y no es justo que ande por ahí con modelos de la temporada anterior. La suerte tampoco parece acompañarle en el juego. Anoche perdió conmigo cincuenta libras esterlinas.
—Pero había ganado doscientas de Fauikener la noche anterior —añadió Tommy.
—¿Ah, sí? Entonces eso sirve para tranquilizar un tanto mi conciencia. Y a propósito, parece que hay un gran número de billetes falsos circulando por su país en estos momentos. Ingresé un fajo de ellos en el banco esta mañana y el cajero me informó que veinticinco eran falsos.
—Una cantidad bastante elevada, ¿no le parece? ¿Sabe usted si eran nuevos?
—Recién salidos de la imprenta. Y si no me equivoco eran del montón que recibí anoche de mistress Laidlaw. Posiblemente vendrían de alguna de las ventanillas de pago del hipódromo.
—¿Sí? Muy probablemente —contestó Tommy.
—Sepa usted, mister Beresford, que esto es algo completamente nuevo para mí. Puede decirse que hace sólo unos días que conozco a todas estas personas. Vine a Europa con el único objeto de disfrutar de esta clase de vida tan llena de atractivos.
Mientras tanto, y por segunda vez, Tommy tuvo la prueba de que los billetes circulaban en sus propias narices y de que Marguerite Laidlaw era, sin duda, una de las encargadas de su distribución.
La noche siguiente hubo una selecta reunión en el lugar mencionado por Marriot. Aunque el pretexto era el baile, la verdadera atracción la constituían dos grandes salas de juegos veladas al público por regios cortinajes y en las que grandes sumas cambiaban diariamente de manos con prodigiosa celeridad.
Marguerite Laidlaw, levantándose para salir de ellas, pasó a Tommy un montón de billetes de pequeña cuantía.
—Por favor, Tommy —dijo—, tenga la bondad de cambiármelos por uno grande. Fíjese. No caben en mi pequeño bolso.
Tommy le entregó el billete de cien libras que le pedía. Después, en un solitario rincón, examinó detenidamente el lote. Como esperaba, más del veinticinco por ciento eran falsos.
¿De dónde sacaría aquella mujer esta morralla?, se preguntó sin lograr encontrar respuesta satisfactoria. ¿Del comandante Laidlaw? Imposible. Albert vigilaba sus más insignificantes movimientos y nada encontró en él que pudiera dar lugar a tal sospecha.
Tommy pensó a continuación en el melancólico mister Heroulade. Este hacía frecuentes viajes al continente. ¿Qué trabajo le costaría traerse cada vez un buen cargamento de billetes con los baúles y maletas? ¿Cómo? Un discreto doble fondo y…
Salió del club absorto en estos pensamientos, cuando algo inesperado distrajo su atención. En la calle, y en un estado que ciertamente no podía calificarse de sobrio, estaba mister Hank P. Ryder tratando de colgar su sombrero en el radiador de un coche.
—Esta condenada percha, esta condenada percha —decía en tono lastimero—, no es como las que tenemos en los Estados Unidos. Allí puede uno colgar su sombrero todas las noches, sí, señor, todas las noches. ¡Hombre! ¿Por qué lleva usted dos sombreros?
—Seguramente porque tendré también dos cabezas —respondió gravemente Tommy.
—Pues es verdad —replicó Ryder—. Es la primera vez que veo a un hombre con dos cabezas. Bueno, vamos a tomarnos un combinado. Cualquiera. El que más rabia le dé. De coñac, de ginebra, de vermut… Los mezclamos todos en una jarra de cerveza… y ¡adentro! ¿Qué? ¿Cree usted que yo no puedo? Pues le apuesto…
Tommy le interrumpió tratando de calmarle.
—No, no; le creo, pero ¿qué le parece si nos fuéramos a casa?
—Yo no tengo casa —dijo Ryder echándose a llorar.
—Bueno, ¿en qué hotel se hospeda?
—Yo no puedo ir a casa —prosiguió Ryder—. He de ir a la caza del tesoro. Buena ocupación, ¿verdad? Pero no soy yo. Es ella quien la hace. En Whitechapel, ¿sabe usted?
—Bien, bien, dejemos eso —interrumpió nuevamente Tommy—. ¿Dónde quiere usted…?
Ryder pareció resentirse por la poca atención que Tommy prestaba a sus palabras. Se irguió de pronto y con un milagroso y perfecto dominio de sus palabras, añadió:
—Joven, escuche usted lo que le digo. Fue Marguerite quien me llevó. En su coche. A la caza del tesoro. Todos los de la aristocracia inglesa lo hacen. Está bajo unos guijarros. Quinientas libras. ¿Lo oye? Se lo digo porque ha sido bueno para mí y quiero que participe de este gran hallazgo. Nosotros los estadounidenses…
—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó Tommy poco ceremoniosamente—. ¿Que mistress Laidlaw le llevó en su coche?
El estadounidense movió la cabeza afirmativamente, con la solemnidad de un búho.
—¿A Whitechapel? Nuevo movimiento de la cabeza.
—¿Y dice que encontró allí quinientas libras?
—No, yo no —corrigió—. Ella. A mi me dejaron fuera. En la calle. Como siempre.
—¿Sabría volver a ese sitio?
—¡Claro! Hank Ryder nunca olvida su rumbo. Tommy se lo llevó casi a empellones, lo metió en el coche y salió a toda prisa en dirección al Este. El aire fresco de la noche pareció reanimarle. Después de haber permanecido unos instantes recostado sobre el hombro de Tommy se irguió con la cabeza despejada.
—Eh, joven, ¿dónde estamos? —preguntó.
—En Whitechapel. ¿Fue aquí donde usted vino esta noche con mistress Laidlaw?
—Si, sí; el sitio me es familiar —admitió Ryder mirando a su alrededor—. Me parece que torcimos a la izquierda en una de esas calles. Ah, sí, en aquella.
Tommy obedeció mientras Ryder continuaba dando sus instrucciones.
—Sí, esta es. Ahora a la derecha. ¡Uf, qué peste hace aquí! Siga usted y pare en la esquina que hay después de esa taberna. Tommy se apeó y ayudó a Ryder a hacer lo propio. Después avanzaron a lo largo de un oscuro callejón a cuya izquierda daban las traseras de una fila de ruinosas viviendas, la mayor parte de las cuales tenían puertas que comunicaban con el pasadizo. Mister Ryder se detuvo frente a una de ellas.
—Aquí es —declaró sin titubear—. Me acuerdo perfectamente.
—Es extraño, porque todas me parecen iguales —dijo Tommy—, y me trae a la memoria el cuento del soldado y la princesa. ¿Recuerda que tuvieron que marcar con una cruz la puerta para poder reconocerla después? ¿Qué le parece si hiciéramos ahora lo mismo?
Riéndose sacó una tiza del bolsillo e hizo lo que acababa de sugerir. Después se puso a observar una hilera de pequeñas sombras que se paseaban en lo alto de los muros lanzando escalofriantes maullidos.
—Parece que abundan los gatos por esta localidad —comentó.
—Por lo visto —respondió Ryder—. ¿Qué? ¿Entramos?
—Sí, pero adoptemos las debidas precauciones. Miró primero a ambos lados del callejón y se encontraron frente a un oscuro patio que Tommy inspeccionó unos instantes con ayuda de una linterna eléctrica que previsoramente se había echado al bolsillo.
—Parece que oigo pasos en el callejón —dijo Ryder retrocediendo de pronto.
Tommy permaneció inmóvil unos segundos, y al no ver confirmadas las sospechas de Ryder, prosiguió su camino atravesando el patio hasta llegar a otra puerta, esta ya de comunicación con el interior y que, como la primera, nadie, por lo visto, se había tomado la precaución de cerrar con llave.
La abrió suavemente y una vez dentro volvió a detenerse escuchando con atención.
De pronto sintió que unos brazos le envolvían y le arrojaban al suelo con violencia.
Al encenderse un pequeño mechero de gas, Tommy vio cuatro caras patibularias que le miraban amenazadoras.
—Ah, vamos —dijo complacido después de haber echado una rápida ojeada a su alrededor—; por lo visto, me encuentro en el cuartel de los excelentes artistas de la imprenta.
—Cierre el pico —aulló uno de sus feroces aprehensores.
La puerta se abrió tras Tommy y una voz harto conocida dijo:
—Conque por fin le habéis echado el guante, ¿eh? Vaya, vaya. Ahora, señor polizonte, se dará cuenta de la tontería que ha cometido al venir aquí.
—¡Caramba! ¡Si es mi simpático amigo, mister Hank Ryder! ¡Esto sí que es una sorpresa!
—No se esfuerce en convencerme. Le creo. ¡Si supiera lo que me he reído viéndole venir aquí como un cordero! Conque tratando de engañarnos, ¿eh? Yo supe quién era usted desde el primer momento, y, sin embargo, le dejamos incluso alternar con nuestro grupo. Pero cuando se le ocurrió sospechar seriamente de la linda Marguerite, me dije: «Creo que ya es tiempo de darle una pequeña lección». Me temo que esta vez sus amigos tardarán bastante tiempo en tener noticias de usted.
—¿Planean acaso liquidarme?
—No, por Dios. Somos enemigos de procedimientos radicales. Nos limitaremos a retenerlo en nuestro poder el tiempo que creamos conveniente.
—¿Ah, sí? Pues no sabe usted lo que me molesta el que me retengan contra mi voluntad.
Mister Ryder sonrió displicentemente mientras de lo lejos llegaba el melancólico eco de un concierto de voces gatunas.
—¿Está usted especulando sobre el resultado que le ha de dar la cruz que dibujó en la puerta trasera? —le dijo—. No se preocupe. Yo también conozco la historia del soldado y la princesa, y cuando volví al callejón hace un rato, lo hice sólo para representar el papel de un enorme perro con los ojos tan grandes como ruedas de carro. Si pudiese salir un momento vería que todas las puertas están marcadas con una cruz idéntica a la que puso en la nuestra. Tommy dejó caer la cabeza con desaliento.
—Se creyó usted muy listo, ¿no es verdad? —preguntó Ryder.
Acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó fuera una fuerte conmoción, un ruido desacostumbrado.
—¿Qué es eso? —preguntó asustado. Un asalto simultáneo se estaba verificando a ambos lados de la casa. La puerta trasera cedió sin gran esfuerzo y a los pocos instantes la figura del inspector Marriot apareció en el umbral de la habitación ocupada por Ryder y sus secuaces.
—Acertó usted, Marriot —dijo Tommy—. Este es el distrito. Aquí tengo el gusto de presentarle a mister Hank Ryder, que al parecer conoce unas historias muy interesantes para Scotland Yard.
»Como usted ve, mister Ryder —prosiguió—, yo también tenía mis sospechas acerca de usted. Albert, mi mensajero, no sé si le conocerá, tenía órdenes de seguirme en motocicleta si a mí se me ocurría la idea de salir de paseo en su compañía. Y mientras ostentosamente, y para llamar su atención, marcaba con una cruz blanca la puerta del patio, no se dio usted cuenta que derramaba en el suelo el contenido de un frasco que llevaba escondido en la mano. Era esencia de valeriana, que, aunque no huele muy bien, es un manjar para los gatos, e hizo que todos los de la vecindad se congregaran frente a esta casa, dando así su posición exacta para cuando llegara la policía.
Contempló unos instantes al sorprendido mister Ryder y después se puso en pie.
—Prometí, «Crujidor», que caería usted en mis manos —dijo—, y he cumplido mi palabra.
—¿De qué demonios está usted hablando? —preguntó Ryder—. ¿Qué quiere usted decir con Crujidor?
—Lo sabrá cuando salga el próximo diccionario de criminología —contestó Tommy—. Etimología dudosa.
Miró a su alrededor con cara radiante de felicidad y añadió:
—Buenas noches, Marriot. Debo marcharme al dulce hogar, donde generalmente terminan los cuentos. No hay recompensa como el amor de una buena mujer, y esta es la que a mí me espera en casa. Vamos, me lo figuro, porque en estos tiempos modernos no puede uno fiarse de nada ni de nadie. Esta ha sido una misión un poco peligrosa para mí, Marriot. ¿Conoce usted al capitán Jimmy Fauikener? ¡Baila maravillosamente, y en cuanto a su gusto por los combinados…! Le repito, Marriot, ha sido una misión demasiado peligrosa para mí.