Tuppence —dijo Tommy—, tenemos que cambiarnos a una oficina mayor.
—¡Bobadas! —contestó esta—. Se te ha subido el humo a la cabeza y te crees un millonario sólo porque has resuelto un par de casos de pacotilla y con una suerte que verdaderamente no te mereces.
—¿Por qué no le llamas talento en vez de suerte?
—Claro que si te figuras que eres un Sherlock Holmes, un Thorndyke, un McCarty, unos hermanos Okewood, o un compendio de todos a la vez, no tenemos más que hablar. Personalmente te diré que prefiero la suerte a toda la sabiduría del mundo.
—Quizá no hayas dicho ninguna tontería —admitió Tommy—. Necesitamos varios centenares de metros más en estanterías si queremos que Edgar Wallace esté representado como se merece.
—Pero si todavía no hemos tenido ningún caso del corte de Edgar Wallace.
—Ni creo que lleguemos a tenerlo. Si te fijas bien, no da al detective aficionado la más mínima oportunidad. Todos son asuntos para un Scotland Yard. Nada de pacotillas. Albert, el mensajero de la oficina, apareció en la puerta.
—El inspector Marriot desea verle —anunció.
—El hombre misterioso de Scotland Yard —murmuró Tommy.
El inspector avanzó hacia ellos con cara radiante de satisfacción.
—Qué, ¿cómo anda el negocio? —preguntó sonriente.
—No del todo mal —respondió Tuppence.
—Bien, Marriot, ¿qué viento le trae hoy por aquí? —inquirió Tommy—. Supongo que no habrá venido para enterarse sólo del estado de nuestros nervios.
—No —dijo el inspector—. He venido a traer trabajo al brillante mister Blunt.
—¡Ja! —contestó Tommy—. Permítame que responda también con mi brillante monosílabo.
—He venido a hacerle una proposición, mister Beresford. ¿Qué le parece la idea de hacer una redada a una distinguida banda de malhechores?
—¿Banda? Pero ¿es que existen todavía cosas de esas en el mundo?
—¿Cómo que si existen?
—Creí que eso de las bandas era exclusivo de las novelas policíacas, como los ladrones de levita y los super criminales.
—El ladrón de levita no es corriente en estos días —convino el inspector—, pero lo que es bandas de maleantes, las hay a centenares.
—No sé qué papel haré yo en eso de las bandas —comentó Tommy—. El crimen vulgar, el crimen que se desarrolla en el seno de una familia corriente y tranquila, ahí es donde yo me luzco. En dramas de profundo interés doméstico. Esa es mi especialidad, con Tuppence a mi lado para proporcionar esos pequeños detalles femeninos que son tan importantes y tan frecuentemente olvidados por el profundo cerebro del varón.
Su elocuencia fue interrumpida por el impacto de un almohadón que Tuppence lanzó certeramente contra su cabeza.
—Parece que les ha hecho gracia mi oferta —dijo Marriot sonriendo paternalmente—. Y si no lo toman a ofensa les diré que me place ver a dos jóvenes disfrutando de la vida como ustedes lo hacen.
—¿Cree usted que nos divertimos? —replicó Tuppence mirándole sorprendida—. A decir verdad no habíamos pensado en ello. Pero puede que tenga usted razón… quizá nos estamos divirtiendo.
—Bien, volviendo a lo de la banda —dijo Tommy—. A pesar de mis muchas obligaciones con duquesas, millonarios y lo más selecto del gremio de cocineras, quizá me decida a echarle una mano. No me gusta ver a Scotland Yard en apuros. Usted dirá. —Como dije antes, pueden seguir divirtiéndose. El asunto es el siguiente: hay en este momento una cantidad enorme de billetes falsos de la Tesorería en circulación, millares de ellos. Y además verdaderas obras de arte. Aquí tiene usted uno de ellos. Sacó del bolsillo un billete de una libra y se lo entregó a Tommy.
—¿Verdad que parece bueno? Tommy examinó el billete con gran interés.
—Nunca hubiese sospechado que este billete fuera falso —exclamó.
—Y a muchos les ha ocurrido lo mismo. Ahora compárelo usted con este otro, que es genuino. —Parecen idénticos.
—Yo le diré la diferencia que hay entre ambos. Es casi insignificante, pero aprenderán a conocerla sin dificultad. Tome usted esta lente de aumento.
Cinco minutos de adiestramiento bastaron para convertir a Tommy y a Tuppence en dos verdaderos expertos en la materia.
—¿Y qué quiere usted que hagamos, inspector? —preguntó Tuppence—. ¿Esperar a que algunos de esos billetes lleguen a nuestras manos?
—Algo más mistress Beresford. Tengo fe en ustedes y sé que sabrán llegar con éxito al fondo de este escabroso asunto. Hemos descubierto que estos billetes salen a la circulación procedentes del West End. Alguien que por lo visto se mueve en las altas esferas es quien se encarga de su distribución y posiblemente de hacerlos pasar también al otro lado del Canal. Hay una persona que nos interesa muy especialmente. Un tal comandante Laidlaw, quizás hayan oído ya mencionar su nombre.
—Me parece que sí —contestó Tommy—. ¿No es alguien muy relacionado con las carreras de caballos?
—El mismo. Su nombre parece muy familiar en todos los hipódromos. Nada tenemos en realidad contra él, pero existe la impresión general de que se las ha pasado de listo en dos o tres transacciones de carácter un tanto dudoso. Personas que al parecer están al corriente de ellas, sonríen significativamente al oír pronunciar su nombre. Nadie sabe con certeza quién es ni de dónde viene. A su esposa, una linda francesita, se la ve en todas partes acompañada siempre de una cohorte de admiradores. Estos Laidlaw parecen gastar mucho dinero, y Scotland Yard tiene interés por saber de dónde procede.
—Posiblemente de esta cohorte de admiradores que acaba usted de citar —sugirió Tommy.
—Esa es la idea general. Particularmente no estoy muy seguro de ello. Quizá sea una mera coincidencia, pero un buen número de billetes parecen proceder de un elegante club de juego que suele ser muy frecuentado por el matrimonio y su camarilla.
—¿Y que quiere usted que hagamos?
—Lo siguiente. Tengo entendido que son ustedes muy amigos de Mr. y Mrs. Saint Vincent. Estos, a su vez, están en buenas relaciones, o al menos lo estaban no hace mucho, con la pareja Laidlaw. No les será difícil, a través de ellos, entrar en buenas relaciones con ese grupo; en cambio a ninguno de nosotros nos seria posible intentarlo sin despertar las correspondientes sospechas. No creo que con ustedes ocurra lo mismo.
—¿Y qué es exactamente lo que nosotros hemos de averiguar?
—De dónde consiguen ese dinero, si es que en realidad son ellos los que lo hacen circular.
—Entendido —dijo Tommy—. Mister Laidlaw sale con una maleta vacía. Al regresar, esta viene llena hasta los topes de billetes de la Tesorería. ¿Cómo se verifica el milagro? Eso es lo que precisa averiguar. ¿No es así?
—Más o menos. Pero no descuiden a la mujer, ni al padre de esta, mister Heroulade. Recuerden que los billetes circulan a ambos lados del Canal.
—¡Mi querido mister Marriot! —exclamó Tommy en tono de reproche—. Los brillantes detectives de Blum desconocen el significado de la palabra «descuidarse». El inspector se levantó.
—Buena suerte —dijo, y abandonó la estancia.
—¡Oh, Tommy! —aulló, entusiasmada. Tuppence—. ¡Por fin tenemos un caso a lo Edgar Wallace!
—Y que lo digas. Estamos tras las huellas del Crujidor y hemos de dar con él, pese a quien pese.
—¿Crujidor? ¿Qué palabra es esa?
—Una nueva palabra que he inventado yo que describe a la persona que pone en circulación billetes falsos. ¿No cruje el billete cuando se le manosea? Pues eso, el que lo hace crujir, es un crujidor.
—No está mal, pero a mi me hubiera gustado más el de «Buscavidas». Es más gráfico y si quieres hasta mucho más siniestro.
—No —dijo Tommy—. Yo dije primero «El Crujidor» y ese es el que vale.
—Como quieras. ¡Ay, cómo me voy a divertir, Tommy! ¡Figúrate! ¡Clubes nocturnos a montones! ¡Y bebidas! Tendré que comprarme rimel para las pestañas.
—¡Pero si las tienes ya suficientemente negras! —objetó Tommy.
—No importa, así lo estarán más. ¡Ah y una barra de labios color cereza! ¡La clase más brillante, la mejor!
—¡Tuppence! —dijo su marido—. Eres una descocada. Menos mal que has tenido la suerte de casarte con un hombre sobrio y de experiencia como yo.
—Ya veremos lo que te dura la sobriedad cuando hayas estado unas cuantas veces en el Club Python.
Tommy sacó de un aparador botellas, copas y un mezclador de combinados.
—Pues empecemos ahora mismo —dijo—. Vamos tras de ti, Crujidor —añadió—; conque, ¡prepárate!