Capítulo XII
El hombre de la niebla (Continuación)

Tommy y Tuppence se miraron, sorprendidos.

—Algo ha sucedido en esa casa —dijo Tommy— para haberse asustado de ese modo nuestro amigo Reilly.

Tuppence pasó distraídamente un dedo por los barrotes de la verja.

—Ha debido mancharse la mano con pintura encarnada en alguna parte —observó.

—¡Hum! —gruñó Tommy—. Creo que lo mejor será que entremos inmediatamente. No me gusta nada ese asunto.

En la puerta de la casa una sirvienta con blanca cofia permanecía muda de indignación.

—¿Ha visto usted una cosa semejante, padre? —estalló con furia en el momento que Tommy ascendía los escalones—. Ese hombre viene aquí, pregunta por la señorita y, sin esperar a que le dieran permiso, se lanza escaleras arriba. De pronto, oímos un grito, ¿qué otra cosa podía haber hecho la pobre niña al ver a un lunático así?; y vemos que baja de nuevo, esta vez pálido como un difunto. Que Dios me castigue si entiendo lo que significa todo esto.

—Aquí está la señora —anunció inmediatamente Ellen. Se hizo a un lado y Tommy se encontró frente a frente con una mujer de mediana edad, cabellos grises, ojos azules e inexpresivos y cuerpo enjuto vestido de negro, salpicado de abalorios del mismo color.

—Mistress Honeycott —dijo Tommy—, he venido a ver a miss Glen.

Mistress Honeycott miró primero a Tommy y después a Tuppence, a esta con más detenimiento y como tomando buena nota de los detalles de su apariencia personal.

—¿Ah, sí? —respondió—. Entonces tengan la bondad de pasar. Les condujo a lo largo del vestíbulo hasta una habitación situada en la parte posterior de la casa. Daba al jardín y, aunque de tamaño mediano, parecía más pequeña debido al número de mesas y sillas esparcidas en ella. Un gran fuego ardía en la chimenea. El papel que cubría las paredes era de color gris con un festón de rosas que circundaba su parte posterior. Una gran cantidad de grabados y cuadros colgaban de las paredes.

Era una salita imposible de asociar con la lujosa personalidad de miss Gilda Glen.

—Siéntense —indicó mistress Honeycott—. Comenzaré diciendo que no me sorprende la presencia de un sacerdote en mi casa, sobre todo en estos momentos. Gilda, falta quizá de sólidos principios, ha escogido un mal camino. Dios ilumine su cerebro.

—Tengo entendió, mistress Honeycott, que miss Glen está aquí.

—Así es. Tenga presente que yo no apruebo su conducta. Un casamiento es un casamiento y el marido es siempre el marido. Y quien siembra vientos, acabará tarde o temprano por recoger tempestades.

—No comprendo bien lo que me dice —replicó Tommy un tanto confuso.

—Me lo figuro. Por eso les hice pasar a esa habitación. Podrá usted ir a ver a Gilda después de que les haya puesto en antecedentes. Vino a mí, ¡figúrese, después de tantos años!, y me pidió que la ayudara. Quería que yo fuese a ver a ese hombre y le convenciera sobre la necesidad de aceptar un divorcio. Le dije, sin embargo, que nada tenía yo que ver con esa cuestión. El divorcio es un pecado. Sin embargo, era mi hermana y no pude por menos que recibirla en mi casa.

—¿Su hermana? —exclamó Tommy.

—Sí. ¡Gilda es mi hermana! ¿No se lo ha dicho acaso? Tommy se quedó con la boca abierta. La cosa parecía fantásticamente imposible. Después recordó que aquella belleza angélica de Gilda Glen había estado en boga durante un buen número de años. Él mismo había sido llevado a verla cuando aún era un niño. Sí, era posible. Pero ¡qué contraste! ¿De modo que era de esta sencilla, pero respetable, familia de donde Gilda procedía? ¡Qué bien había sabido guardar el secreto!

—Aún no entiendo claramente lo que acaba de decir —dijo Tommy—. ¿Dice usted que su hermana está casada?

—Se escapó para casarse cuando aún no había cumplido los diecisiete —explicó sucintamente mistress Honeycott—. Un muchacho vulgar muy por debajo de su condición. ¡Y teniendo por padre, como tenía, un pastor! ¡Una verdadera desgracia! Después abandonó el domicilio conyugal para dedicarse a las tablas. ¡Una cómica! ¡Qué vergüenza! No recuerdo haber pisado un teatro en mi vida. Y ahora, después de transcurridos tantos años, quiere divorciarse del hombre a quien voluntariamente escogió como compañero para casarse, según dice, con uno de esos vejancones de la nobleza. Pero el marido sigue firme en sus trece. No se aviene a componendas de esa clase y no seré yo quien trate de disuadirle de su determinación. Al contrario; se lo apruebo.

—¿Cómo se llama el marido, señora? —preguntó de pronto Tommy.

—Pues… no me acuerdo. Hace ya cerca de veinte años que no he vuelto a oír su nombre. Mi padre prohibió que fuese pronunciado en esta casa.

—¿No sería, acaso, Reilly?

—Pudiera ser, pero no lo afirmo. Se me ha ido de la memoria.

—Me refiero al hombre que acaba de salir.

—¿Quién? ¿Ese desquiciado? No, por Dios. Yo había estado en la cocina dando órdenes a Ellen. Acababa de entrar en esta habitación cuando se me ocurrió pensar en Gilda. «¿Habrá vuelto ya?», me pregunté. No necesitaba llamar, puesto que llevaba consigo su llave. De pronto, oí sus pasos. Debió detenerse uno o dos minutos en el vestíbulo y después prosiguió escaleras arriba. Unos tres minutos después hubo una especie de conmoción. Alguien aporreaba violentamente la puerta. Salí al vestíbulo a tiempo de ver a un hombre subir apresuradamente las escaleras. Luego sonó un grito y segundos más tarde vi bajar al intruso, pálido como un difunto, y salir disparado como alma que lleva el diablo. Tommy se levantó.

—Mistress Honeycott, creo que debiéramos enterarnos de lo que sucede. ¿Hay algo pintado recientemente de rojo en la casa?

—No, nada.

—Me lo temía… —dijo Tommy con gravedad—. Por favor, no perdamos tiempo y llévenos a las habitaciones de su hermana.

Silenciada momentáneamente, mistress Honeycott hizo lo que le pedían. Subió las escaleras seguida de Tommy y de Tuppence y abrió la primera puerta que daba al rellano. De pronto emitió un agudo chillido y retrocedió, espantada. Una figura inmóvil, vestida de negro, yacía tendida grotescamente en el sofá. Su cara estaba intacta, cerrados los ojos como si durmiese un apacible sueño. La herida, con fractura del cráneo, aparecía a un lado de la cabeza y había sido producida, sin duda, por un objeto liso y romo. Un charco de sangre manchaba el suelo y una parte de la alfombra que había extendida bajo el sofá.

Tommy examinó conmovido la postrada figura.

—Después de todo —murmuró—, no la ha estrangulado como decía.

—¿Qué quiere usted dar a entender? ¿Quién dijo eso? —preguntó extrañada mistress Honeycott—. ¿Está muerta acaso?

—Sí, mistress Honeycott, está muerta. Asesinada. Y la pregunta es: ¿Por quién? No es que existan grandes dudas, pero nunca me figuré que un hombre tan exaltado y vocinglero Fuese capaz de cometer un acto así.

Se detuvo unos instantes. Después se volvió a Tuppence con decisión.

—Vete a buscar a un policía o telefonea al prefecto desde cualquier parte.

Tuppence asintió. Estaba intensamente pálida. Tommy condujo de nuevo a mistress Honeycott al piso inferior.

—No quiero que exista la más mínima equivocación acerca de lo que voy a preguntarle —dijo—. ¿Recuerda usted con exactitud la hora en que vino su hermana?

—Si, la recuerdo perfectamente, porque fue en el momento en que, como todos los días, acostumbro a poner en hora el reloj del comedor. Siempre adelanta unos cinco minutos. El mío, que es un verdadero cronómetro, marcaba las seis y ocho minutos.

Tommy hizo un gesto afirmativo. Concordaba perfectamente con lo dicho por el policía. Este había visto a la mujer de las pieles blancas atravesar la puerta de la verja unos tres minutos antes de que él y su esposa llegasen a su lado. También recordaba haber consultado su propio reloj y haber anotado que pasaba un minuto de la hora de la cita.

Había también la remota posibilidad de que alguien hubiese estado esperando en el cuarto de Gilda. Pero, de ser así, era forzoso que siguiera oculto en algún rincón del mismo. Con excepción de Reilly, no se había visto salir de él a nadie. Volvió a subir las escaleras e hizo un detenido examen de la habitación. No había nadie.

Más tarde comunicó la noticia a Ellen, quien después de hacer infinidad de aspavientos e invocar a todos los santos del calendario, se avino a contestar algunas preguntas.

¿Si aquella tarde había venido alguien preguntando por miss Glen? No, nadie. ¿Si había estado ella en las habitaciones superiores? Como siempre, a descorrer las cortinas. Serían las seis, o minutos después de esta hora. De todos modos, siempre antes de que aquel loco viniese a turbar la paz de la casa con sus aldabonazos. Fue ella quien contestó a la llamada. ¿Qué le parecía el escandaloso visitante? Un asesino de pies a cabeza.

Tommy renunció a seguir el interrogatorio. Sentía una curiosa piedad por Reilly, una repugnancia al admitir su culpabilidad. Sin embargo, nadie sino él podía haber asesinado a Gilda Glen, con excepción, muy improbable por cierto, de Ellen y de mistress Honeycott.

Oyó un rumor de voces en el vestíbulo y, al salir, se encontró con Tuppence acompañada del policía que encontraron rondando por los alrededores. Este sacó su libro de notas y un despuntado lápiz que se llevó a los labios. Subió a la habitación y examinó a la víctima. No hizo más observación que la de no querer tocar el cadáver, por temor, decía, a una seria repulsa de su jefe. Escuchó las confusas e histéricas explicaciones de miss Honeycott, haciendo de vez en cuando una breve anotación.

Tommy logró que saliera al rellano y habló con él unos minutos.

—Escuche —dijo Tommy—; usted ha afirmado que vio a la víctima entrar por la puerta de la verja, ¿no es así?

—Sí.

—¿Está seguro de que iba sola?

—Segurísimo. No había nadie con ella.

—Y en el espacio de tiempo que medió entre ese momento y el de encontrarnos a nosotros, ¿vio usted a alguien salir de la casa?

—A nadie.

—De haber salido, forzosamente tendría usted que haberlo visto, ¿no es así?

—Naturalmente. Sólo vi al loco ese de quien me hablaron ustedes.

La majestad de la ley descendió gravemente las escaleras. Salió y se detuvo breves instantes frente a los blancos barrotes de la puerta del jardín, en los que claramente se veía la impresión sangrienta de una mano.

—No cabe duda que es un novato —dijo compasivamente—. ¡Miren que dejar tras sí una huella como esta…!

A continuación se alejó, dispuesto a comunicar su mensaje a la jefatura.

El día siguiente del crimen, Tommy y Tuppence continuaban en el Gran Hotel, si bien Tommy había juzgado conveniente desprenderse de su disfraz clerical.

James Reilly había sido arrestado y se hallaba bajo la custodia de la policía. Su abogado, mister Marvell, acababa de terminar una larga conversación con Tommy acerca de lo ocurrido.

—Nunca hubiese creído una cosa así de James Reilly —dijo—. Siempre ha sido violento en el modo de hablar, lo admito; pero no un asesino. Tommy asintió.

—Es verdad. Quien se va mucho de la lengua no acostumbra a tener energías para la acción. Lo que sí veo es que me obligará a testificar en su contra. Aquella conversación que tuvo conmigo poco antes de que ocurriera el crimen le perjudica considerablemente. Y a pesar de todo no puedo negar que me es simpático, y que si lográsemos encontrar otro sospechoso, no vacilaría en declararle inocente. ¿Cuál ha sido su versión de los hechos?

—Declara que, al llegar él, la mujer estaba ya muerta. Pero eso es imposible, como es natural. Ha echado mano de la primera mentira que le ha venido a la cabeza. De otro modo, habría que suponer que fue mistress Honeycott la responsable de esa muerte, lo cual me parece fantástico en extremo. No, no cabe duda, él es el culpable. Recuerde, además, que la doncella oyó gritar a miss Glen.

—¿La criada…? ¡Ah, sí!

Tommy quedó silencioso unos instantes. Después dijo, pensativamente:

—¡Qué crédulos somos, en realidad! Aceptamos las pruebas como si estas fueran el evangelio. ¿Y qué son, a fin de cuentas? Sólo una impresión llevada al cerebro a través de los sentidos. ¿Y si esta fuese errónea? El abogado se encogió de hombros.

—Sí, todos sabemos que hay testigos poco dignos de crédito, testigos que van recordando nuevos, detalles a medida que pasa el tiempo y que, sin embargo, no tienen intención alguna de falsear la situación.

—No me refería sólo a esos. Me refería a todos nosotros en general, que decimos cosas que difieren de la realidad sin darnos siquiera cuenta de ello. Por ejemplo, usted y yo, sin duda, habremos oído un doble golpe de aldaba y el crujido que produce un papel al pasar por la abertura del buzón. De diez veces, nueve tendríamos razón: sería el cartero; pero posiblemente la décima sería sólo un golfillo que había querido gastarnos una broma. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Sí, sí —contestó mister Marvell arrastrando las palabras—. Pero ¿adónde quiere usted ir a parar con su razonamiento?

—Creo que ni yo mismo lo sé. No obstante, parece que empiezo a ver las cosas con mayor claridad. Es como lo del bastón, Tuppence. ¿Recuerdas? Un extremo señala en una dirección, el otro en la contraria. Todo consiste en que lo agarres por el lado que más convenga. Las puertas se abren, pero también se cierran. La gente acostumbra a subir las escaleras, pero también suele bajarlas.

—¿Y qué quieres decirme con todo ello? —inquirió Tuppence.

—Es muy fácil —respondió Tommy—; y, sin embargo, hace sólo un instante que se me ha ocurrido. ¿Cómo sabes que una persona ha entrado en tu casa? Porque oyes abrir y cerrar una puerta, y si además la esperas, estarás convencida de que es ella. Pero ¿quiere esto decir que, en realidad, alguien ha entrado? ¿No podía haber sido todo lo contrario? ¿Que alguien hubiese salido? —Pero miss Glen no salió.

—No, ya lo sé. Pero pudo muy bien haberlo hecho el asesino.

—¿Y cuándo entró ella?

—Cuando mistress Honeycott hablaba con Ellen en la cocina. No la oyeron entrar. Mistress Honeycott volvió a la sala y, en el momento en que se disponía a poner en hora el reloj, le pareció oír ruido en la puerta y creyó que era su hermana que acababa de llegar. Y después, así lo creyó también, la oyó subir las escaleras.

—Tú mismo lo acabas de decir. Oyó que alguien subía las escaleras.

—Sí, pero no fue Gilda, sino Ellen, la que subió a correr las cortinas de las otras habitaciones. Recordarás que mistress Honeycott dijo que su hermana se había detenido unos instantes antes de empezar a subir. Esa pausa fue precisamente el tiempo que Ellen necesitó para venir desde la cocina hasta el vestíbulo. De un pelo estuvo que esta no viera salir al asesino.

—Pero, Tommy —exclamó Tuppence—, ¿y el grito que ella dio?

—El grito lo dio James Reilly. ¿No te fijaste en lo chillona que este tiene la voz? En momentos de gran emoción son muchos los hombres que gritan exactamente igual que una mujer.

—Pero ¿y el asesino? Tendríamos que haberlo visto.

—Y le vimos. Y hasta hablamos con él. ¿Recuerdas la forma súbita en que apareció el policía? Eso fue porque acababa de salir de la verja y en el preciso momento en que se hacía un claro en la niebla. Te acordarás de que nos dio el gran susto. Al fin y al cabo, y aunque nunca pensemos en ellos como tales, son hombres como nosotros. Aman y odian como los demás. Se casan y…

»Yo creo que Gilda Glen encontró a su marido en la misma puerta del jardín. Le hizo entrar para resolver de una vez el asunto que entre ambos había pendiente. Debieron reñir. Acuérdate de que no es hombre de palabras violentas como Reilly. Debió ofuscarse. La porra que llevaba en la mano debió entrar en juego y…