Capítulo XI
El hombre de la niebla

Tommy no estaba satisfecho de la vida. Los brillantes detectives de Blunt habían experimentado un revés que les afectó tanto al bolsillo como a su orgullo personal. Llamados profesionalmente a dilucidar el misterio del robo de un collar de perlas en Adlington Hall, Adlington, los brillantes detectives de Blunt fracasaron en la empresa. Mientras Tommy, disfrazado de pastor protestante, seguía la pista de una condesa muy aficionada por cierto a la ruleta y al bacará y Tuppence a un sobrino de la casa, el inspector local, sin grandes esfuerzos, había arrestado a uno de sus lacayos, pájaro bien conocido en jefatura y que al instante admitió su culpabilidad.

Tommy y Tuppence, por lo tanto, hubieron de retirarse mohínos y apenados y se hallaban ahora tomando sendos combinados en el salón de bebidas del Hotel Adlington. Tommy llevaba aún su disfraz de clérigo.

—Veo que esto de representar al padre Brown —dijo este con lúgubre acento— tiene también sus problemas.

—Naturalmente —respondió Tuppence—. Lo que hace falta es saber crearse una atmósfera apropiada desde el principio. Obrar con naturalidad. Los acontecimientos vienen después por sí solos. ¿Comprendes la idea?

—Sí. Bien, creo que es hora ya de que volvamos a la ciudad. ¡Quién sabe si todavía el destino nos deparará alguna sorpresa antes de que lleguemos a la estación!

El contenido del vaso que había acercado a sus labios se derramó súbitamente bajo el impulso de una fuerte palmada que alguien, inopinadamente, le había dado por la espalda, mientras una voz, que hacía perfecto juego con la acción, le saludaba ruidosamente.

—¡Pero si es Tommy! ¡Tuppence! ¿Dónde demonios os metéis que, según mis cálculos, hace varios años que no os veo?

—¡Bulger! —exclamó Tommy con alegría, dejando en la mesa lo que había quedado de su combinado y volviéndose para mirar al intruso, hombre de unos treinta años, corpulento y vestido con ropa de jugar al golf.

—Oye, oye —dijo Bulger (cuyo nombre, diremos de paso, no era Bulger, sino Mervin Estcourt)—; no sabía que te hubieses ordenado. La verdad, me sorprende verte con esa ropa.

Tuppence soltó una carcajada que acabó por desconcertar a Tommy. De pronto, ambos se dieron cuenta de la presencia de una cuarta persona.

Era una joven alta, esbelta, de cabello rubio y ojos grandes y azules, llamativamente hermosa, vestida con elegante contraste de raso negro y pieles de armiño, y largos pendientes cuajados de valiosas perlas. Sonreía con esa complacencia que da la seguridad de ser quizá la mujer más admirada de Inglaterra. Tal vez del mundo entero. Y no es que fuese vana, no. Simplemente, lo sabía. Eso era todo.

Tommy y Tuppence la reconocieron al instante. La habían visto tres veces en El secreto del corazón y otras tantas en su gran éxito Columnas de fuego. No había actriz en Inglaterra que tuviese la habilidad de cautivar al auditorio como Gilda Glen. Estaba considerada como la mujer más hermosa de Inglaterra. También se rumoreaba que su belleza corría parejas con su estupidez.

—Antiguos amigos míos, miss Glen —dijo Estcourt con un matiz de disculpa en su voz por haberse, siquiera por un solo instante, olvidado de tan radiante criatura—; Tommy y mistress Tommy, permítanme que les presente a miss Gilda Glen.

El timbre de orgullo que había en su voz era inconfundible. El mero hecho de ser visto en compañía de la famosa artista debía parecerle un honor, el más grande.

—¿Es usted verdaderamente sacerdote? —preguntó la joven.

—Pocos, en realidad, somos lo que aparentamos ser —contestó Tommy cortésmente—. Mi profesión no difiere grandemente de la sacerdotal. No puedo dar absoluciones, pero sí escuchar una confesión. Yo…

—No le haga caso —interrumpió Estcourt—. Se está burlando de usted.

—No comprendo entonces por qué razón viste de ese modo. A menos que…

—No —se apresuró a declarar Tommy—. No soy ningún fugitivo de la justicia, sino todo lo contrario.

—¡Oh! —exclamó ella frunciendo el ceño y mirándole con ojos de sorpresa.

«No sé si me habrá entendido», se dijo Tommy para sí. Y añadió en voz alta, cambiando de conversación:

—¿Sabes a qué hora pasa el próximo tren para Londres, Bulger? Tenemos que salir sin pérdida de tiempo. ¿Cuánto hay de aquí a la estación?

—Diez minutos a pie. Pero no tengas prisa. Son las seis menos veinte y el próximo no pasará hasta las seis treinta y cinco. Acabamos de perder uno.

—¿Por dónde se va a la estación?

—Primero tomas a la izquierda y después… espera, sí, lo mejor es que vayas por la avenida Morgan…

—¿La avenida Morgan? —interrumpió miss Glen con violencia y mirándole con ojos espantados.

—Ya sé en lo que piensa —dijo Estcourt, riendo—. En el fantasma. La avenida Morgan linda por uno de sus lados con el cementerio y existe la leyenda de que un policía que falleció de muerte violenta sale de su tumba y monta su guardia como de costumbre a lo largo de la avenida Morgan. Será una ridiculez, pero lo cierto es que hay muchas personas que juran haberlo visto.

—¿Un policía? —preguntó miss Glen estremeciéndose—. Pero ¿es que hay todavía quien crea en semejante tontería?

A continuación se levantó y se despidió dando un vago y general adiós.

Durante toda la conversación había hecho caso omiso de Tuppence, y al marcharse ni siquiera se dignó echar una mirada en su dirección.

Al llegar a la puerta se tropezó con un hombre alto, de cabellos grises y cara arrebolada, que lanzó una exclamación de sorpresa al verla. Posó una mano sobre el brazo de la actriz y ambos salieron, charlando animadamente.

—Hermosa criatura, ¿no te parece? —dijo Estcourt—. Pero con menos sesos que un mosquito. Corre la noticia que va a casarse con lord Leconbury. Ese con quien precisamente acaba de encontrarse.

—No es ningún tipo como para enloquecer a nadie —observó Tuppence. Estcourt se encogió de hombros.

—No, pero tiene un título y es rico por añadidura —comentó—. ¿Qué más puede pedir una mujer así? Nadie conoce su pasado ni a qué clase social pertenece. Hay quien supone que viene del arroyo. Su presencia en este lugar es un tanto misteriosa. No se hospeda en el hotel y al preguntarle yo dónde lo hacía, me contestó con modales propios de una verdulera, por lo visto los únicos que ella ha aprendido. ¡Que me maten si la entiendo!

Estcourt se encogió de hombros. Consultó su reloj y lanzó una exclamación.

—Tengo que marcharme. Vaya, me alegro de haberos visto y espero que volvamos a encontrarnos una noche en la ciudad. ¡Hasta pronto!

No hizo más que despedirse, cuando se presentó un botones con una bandeja y un sobre en ella. No llevaba dirección alguna.

—Es para usted, señor —dijo a Tommy—. De parte de miss Gilda Glen. Tommy lo rasgó y leyó con curiosidad su contenido. Decía:

No estoy segura de ello, pero creo que podría ayudarme. Ya que va usted camino de la estación, ¿sería tan amable de pasar por la Casa Blanca de la avenida Margan a las seis y diez? Su afectísima,

GILDA GLEN

Tommy hizo una señal afirmativa al botones, que partió. Después pasó la nota a Tuppence.

—Extraordinario —comentó ella—. Quizá siga creyendo que eres un sacerdote.

—No —dijo Tommy pensativamente—. Yo creo que es precisamente porque ha adivinado que no lo soy. ¡Hombre! ¿Quién es este?

«Este» era un joven de cabellos rojizos, mentón firme y contraído, aspecto belicoso y vestimenta deplorablemente descuidada y sucia. Había entrado en el salón y se paseaba de arriba abajo, murmurando entre dientes palabras ininteligibles.

De pronto se dejó caer sobre una silla que había junto a la joven pareja y la contempló fijamente durante unos instantes.

—¡Al cuerno con todas las mujeres! —exclamó mirando ferozmente a Tuppence—. ¡Sí, señora, lo digo yo! ¿Tiene usted algo que objetar? ¿Por qué no llama a un camarero y dice que, me echen del hotel? No seria la primera vez que lo han hecho. ¿Acaso no ha de poder uno decir nunca lo que piensa? ¿Por qué hemos de ser unos meros autómatas y hablar siempre como hablan los demás? ¿Por qué tratar de parecer cortés y afable cuando mi mayor satisfacción ahora sería la de agarrar a alguien por el cogote y oprimírselo hasta que exhalara su último suspiro? Se detuvo.

—¿Se refiere usted a cualquiera o a alguien en particular? —le preguntó sonriente Tuppence.

—A alguien en particular —respondió el Joven con mirada torva.

—Eso me suena a algo interesante —insistió Tuppence—; ¿por qué no nos dice algo más de lo que pasa?

—Me llamo Reilly —prosiguió el malhumorado muchacho—, James Reilly. Quizás hayan oído ustedes hablar de mí. Escribí un pequeño volumen de poemas pacifistas, no del todo malos, aunque me esté mal el decirlo.

—¿«Poemas pacifistas»? —interrogó Tuppence.

—Sí, ¿por qué no? —interrogó agresivamente mister Reilly.

—¡Oh, no, no, por nada…! —se apresuró a contestar Tuppence.

—He sido siempre partidario de la paz —añadió mister Reilly con fiereza—. ¡Al demonio con todas las guerras! ¡Y con las mujeres también! ¡Mujeres! ¿Vio usted una muchacha que no hace mucho salió por esta puerta? Dice llamarse Gilda Glen. ¡Gilda Glen! ¡No sabe usted cómo he querido a esa mujer! Y ella a mí, se lo aseguro. Si le queda un solo vestigio de corazón, ha de ser mío por fuerza, y como intente vendérselo a ese mamarracho de Leconbury le juro que la mato, como me llamo Reilly.

Al acabar de decir estas palabras volvió a levantarse y abandonó el salón de la misma forma como había entrado. Tommy enarcó las cejas.

—¡Vaya un caballero más excitable! —murmuró—. Bueno, Tuppence, ¿nos vamos?

Al salir del hotel, una densa bruma iba extendiéndose lentamente por todos los alrededores. Siguiendo las instrucciones de Estcourt, se dirigieron a la izquierda, y a los pocos minutos llegaron a un cruce con un poste indicador que decía: «Avenida Morgan». Al lado izquierdo de la avenida se alzaban los altos muros del cementerio. A su derecha, una hilera de pequeñas casas seguidas por un crecido seto que se perdía en la niebla.

—Tommy —dijo Tuppence—, empiezo a estar nerviosa. ¡Esa neblina y este silencio…! Me hace el efecto de que estamos en un desierto.

—No te preocupes —le contestó Tommy—. Es consecuencia de no poder ver con claridad.

Tuppence asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—¿Qué es eso? —preguntó de pronto.

—¿El qué?

—Me pareció oír unos pasos detrás de nosotros.

—Como no contengas esos nervios, no tardarás en ver el alma del policía ese que nos contaba Bulger. Cálmate, mujer. ¿Temes acaso que se presente y te agarre de pronto por la espalda?

Tuppence emitió un agudo chillido.

—¡Por lo que más quieras, Tommy, no vuelvas a mencionar a ese fantasma!

Volvió la cabeza tratando de penetrar el espeso sudario que en blandos jirones parecía amenazar envolverles.

—¡Otra vez los pasos! —susurró como temerosa de oír el sonido de su propia voz—. No, ahora los oigo por delante. ¡Oh, Tommy, no me digas que tú no los oyes!

—Sí, sí que los oigo; pero no delante, sino detrás. Quizás alguien que, como nosotros, vaya camino de la estación. Me gustaría…

Se paró de pronto, escuchando atentamente, mientras Tuppence sofocaba el grito que estuvo a punto de salírsele de la garganta.

La cortina de bruma que había frente a ellos se abrió de pronto como por arte de encantamiento y a seis metros apareció la gigantesca figura de un policía. Después, y a medida que iba acentuándose el desgarro producido en el blanco velo, pudieron ver a la derecha los vagos contornos de una casa pintada de blanco.

—Vamos, Tuppence —dijo Tommy—. Como ves, no hay nada que temer.

Pero al ir a ponerse en movimiento, un nuevo rumor de pasos les obligó a prolongar su quietud unos instantes. Un hombre pasó de largo no lejos del lugar en que ellos se encontraban, abrió la verja de hierro de la casa blanca, subió los pocos escalones que conducían hasta la puerta y la golpeó ruidosamente con la aldaba que colgaba de ella. Le fue permitida la entrada en el momento que el matrimonio llegaba junto al policía que, al parecer, había también observado con curiosidad la escena.

—El caballero, por lo visto, tiene mucha prisa —comentó el agente de la ley.

Hablaba con voz reposada, como si encontrase dificultad en coordinar sus pensamientos.

—Sí, es de esos que parecen llegar siempre tarde a todas partes —observó Tommy.

La mirada del policía, lenta y suspicazmente, fue a posarse en la cara de Tommy.

—¿Amigo suyo, por casualidad? —preguntó con intención.

—No —respondió aquel—. No es amigo mío, pero da la circunstancia de que le conozco. Se llama Reilly.

—¡Ah! —exclamó el policía—. Bien, voy a continuar mi ronda.

—¿Puede usted decirme primero cuál es la Casa Blanca?

—Esa misma —dijo acompañando las palabras con un gesto de la cabeza—. La casa habitada por mistress Honeycott.

Se detuvo y añadió, evidentemente con la idea de dar una valiosísima información:

—Es una neurasténica. Siempre soñando con ladrones y pidiéndome que vigile la casa. Cuando las mujeres llegan a cierta edad se vuelven insoportables.

—¿Dice usted que de cierta edad? ¿Y no sabe usted si hay alguna joven con ella?

—¿Una joven? —contestó el policía, reflexionando unos instantes—. No…, no recuerdo a ninguna en este momento.

—Quizá no vive aquí, Tommy —interpuso Tuppence—. De todos modos, es posible que no haya llegado todavía. Salió del bar casi al mismo tiempo que nosotros.

—¡Ah! —dijo de pronto el policía—. Ahora que me acuerdo… Sí, una joven entró hace poco por esa puerta. La vi en el preciso momento en que tomé esta dirección. Hará de esto unos tres o cuatro minutos.

—¿Recuerda usted si llevaba unas pieles de armiño? —preguntó Tuppence con ansiedad.

—Sí, llevaba algo así como una piel de conejo blanco alrededor del cuello.

Tuppence se echó a reír. El policía se alejó por donde había venido y la pareja se dispuso a franquear la verja de hierro de la Casa Blanca.

De pronto se oyó un apagado grito que partía del interior de la casa y casi inmediatamente después se abrió la puerta y apareció Reilly, que bajó apresuradamente los escalones que daban acceso a la misma. Tema las facciones desencajadas y un extraño fulgor brillaba en sus pupilas.

Pasó tambaleándose junto a Tommy y Tuppence, al parecer sin verles, y mascullando asustado para sí:

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Se apoyó unos instantes en la verja y después, como impulsado por un súbito terror, echó a correr en la dirección que tomara antes el policía.