—Bien —dijo Tommy colgando de nuevo el teléfono. Después se volvió a Tuppence.
—Era el jefe. Me ha comunicado algo de sumo interés para nosotros. Parece ser que los sujetos tras los cuales vamos se han enterado de que no soy, en realidad, el verdadero Theodore Blunt, y es posible que ocurra algo serio de un momento a otro. El jefe te pide, como favor especial, que te vayas a casa y te quedes allí tranquila sin mezclarte más en este asunto. Aparentemente el avispero que hemos puesto en conmoción es más grande de lo que en principio nos imaginamos.
—Dile a tu jefe que no estoy dispuesta a concederle el favor que me pide —contestó Tuppence con decisión—. Conque quedarme en casa, ¿eh? ¿Y quién cuidaría entonces de ti, monada? Además, sabes que soy partidaria de la emoción. El negocio ha estado bastante paralizado durante esta última temporada.
—Supongo que no pretenderás que tengamos asesinatos y robos a diario —replicó Tommy—. Sé razonable y escucha mi plan. Cuando el negocio flojea lo que deberíamos hacer es un poco de ejercicio.
—¿Ah, si? ¿Tumbarnos de espaldas y echar las piernas al aire? ¡Qué bonito!
—No seas tan literal en tu interpretación. Cuando hablo de ejercicios me refiero a los que exige nuestra profesión. Reproducciones de los grandes maestros. Por ejemplo… —Hizo una breve pausa.
Del cajón que había a su lado Tommy extrajo una formidable visera de un color verde oscuro, que se ajustó. Después sacó el reloj que tenía en el bolsillo.
—Rompí el cristal esta mañana —observó—. Eso allanó el camino para que mis sensitivos dedos pudiesen palpar con facilidad su esfera.
—¡Cuidado! —dijo Tuppence—. Has estado a punto de arrancar una de las saetas.
—Dame tu mano —le pidió Tommy, que a continuación hizo ademán de tomarle el pulso. Escuchó con atención.
—¡Ah! —prosiguió—. ¡Prodigios del sexto sentido! ¡Esta mujer no padece del corazón!
—¡Supongo —dijo Tuppence— que estás tratando de imitar a Thorniey Colton!
—Exactamente. El ciego problemático. Y tú eres la recogida, la secretaria de negros cabellos y mejillas color de manzana. Y Albert, Honorarios, alias El Camarón. Apoyado en la pared, junto a la puerta, está el fino y hueco bastón que sujeto entre mis sensitivos dedos, tanto habrá de decirme.
No hizo más que levantarse cuando se dio de bruces contra una silla.
—¡Demonio! —exclamó—. Me había olvidado de que esa silla estaba allí.
—Debe de ser horrible el ser ciego —comentó Tuppence con pena.
—Bastante. Y más lo siento por los pobres que perdieron su vista en la guerra que por otro cualquiera. Pero dicen que viviendo en las tinieblas es cuando se desarrollan los sentidos especiales, que es precisamente lo que yo deseo probar. Sería interesante poder ser de utilidad desde las sombras. Ahora, Tuppence, procura ser un buen Sydney Thames. ¿Cuántos pasos hay desde aquí hasta donde está el bastón?
Tuppence hizo un cálculo precipitado.
—Tres de frente y cinco a la izquierda. Tommy avanzó incierto y Tuppence le hizo detener con un grito. Un paso más y se daría de cara contra la pared.
—Es difícil —explicó Tuppence— calcular exactamente los pasos que deben darse.
—Pero interesante —arguyó Tommy—. Dile a Albert que venga. Voy a tocaros las manos y ver si puedo decir quién es quién.
—Está bien —respondió Tuppence—, pero Albert tendrá que lavárselas primero. Con toda seguridad las llevará pringadas de tanto caramelo como come.
Albert, introducido en el juego, mostró un vivísimo interés. Tommy, después de un leve palpamiento, sonrió complacido.
—El sexto sentido nunca miente —murmuró—. La primera era de Albert, la segunda tuya, Tuppence.
—Conque el sexto sentido no engaña, ¿eh? ¡Estás tú bueno! Te dejaste guiar por mi anillo de boda, pero yo tuve la precaución de colocarlo en el dedo de Albert.
Se llevaron a cabo nuevos experimentos con resultados, en general, poco satisfactorios.
—Todo se andará —declaró Tommy—. No podemos esperar un éxito absoluto en la primera prueba. ¿Sabes lo que te digo? Que es hora de comer. ¿Qué te parece si nos fuéramos al Blitz, Tuppence? El ciego con su lazarillo. Creo que así podemos hacer experimentos bastante más interesantes.
—Por Dios, no te metas en ningún lío, Tommy.
—No tengas cuidado. Me portaré como un buen niño. Pero te aseguro que vas a quedarte asombrada de mis deducciones.
Media hora más tarde el matrimonio se hallaba instalado en un confortable rincón del Salón Dorado del Blitz. Tommy posó ligeramente los dedos sobre la minuta.
—Filetes de lenguado y pollo al horno para mí —murmuró. Tuppence hizo su elección y el camarero se retiró.
—Hasta ahora todo va bien —dijo Tommy—. Probemos ahora algo de mayor envergadura. ¡Qué bonitas piernas tiene esa mujer de la falda corta que acaba de entrar!
—¿Cómo lo has sabido, Tom?
—Las piernas bonitas transmiten una vibración particular al suelo, que es recogido por este bastón hueco que llevo en la mano. O, hablando seriamente, se supone que en cualquier restaurante hay siempre una muchacha de piernas bonitas en la puerta a la espera de unos amigos, y con faldas lo suficientemente cortas para sacarle el mejor provecho posible a su privilegiado don. Empezaron a comer.
—Me figuro que el hombre que está sentado a dos mesas de la nuestra es un rico especulador. Y si me apuras, judío por añadidura.
—No está mal —convino Tuppence—. ¿Cómo lo has sabido?
—No esperarás que cada vez satisfaga tu curiosidad. Me echarías a perder el número. El maítre está sirviendo champaña en una mesa que hay a mi derecha y una mujer gorda, vestida de negro, está a punto de pasar a nuestro lado.
—¡Tommy! Pero ¿cómo es posible que…? —¡Ajá! Ya empiezas a darte cuenta de lo que es capaz de hacer tu marido. Una muchacha preciosa con traje pardo acaba de levantarse de la mesa que está situada detrás de ti.
—¡Pifia! —dijo Tuppence—. Es un joven vestido de gris.
—¡Oh! —exclamó desconcertado momentáneamente Tommy.
En aquel preciso instante dos hombres que se hallaban sentados no lejos del lugar ocupado por el matrimonio y que habían estado observándoles detenidamente se levantaron, cruzaron el comedor y se acercaron a la pareja.
—Perdone —dijo el más viejo de los dos, un hombre alto, elegantemente ataviado, con monóculo y bigotito gris pulcramente recortado, dirigiéndose a Tommy—. Alguien me ha dicho que era usted mister Theodore Blunt, ¿es esto cierto?
Tommy, después de titubear unos momentos, inclinó la cabeza en señal de asentimiento y respondió:
—En efecto. Yo soy mister Blunt.
—Entonces, ¡qué gran suerte la mía! Precisamente pensaba telefonearle en este instante. Estoy en un apuro, en un grave apuro. Pero, dispense, ¿le ha ocurrido a usted algún percance en los ojos?
—Señor mío —contestó melancólicamente—, soy ciego, completamente ciego.
—¿Qué?
—¿Se sorprende usted? Supongo que no ignorará que existen detectives ciegos.
—En ficción, sí; pero no en la vida real. Además, nunca oí que fuese usted ciego.
—Son pocos los que conocen este detalle y hoy he decidido ponerme esta visera para protegerme los ojos contra el brillo de luces. Sin ella, son pocos los que llegan a darse cuenta de mi enfermedad, si así queremos llamarla. Y dejando aparte este tema, ¿quiere usted que vayamos a mi oficina, o prefiere usted darme los detalles de su caso aquí? Creo que esto último sería lo más conveniente para ambos.
Un camarero acercó dos sillas extras y los dos caballeros tomaron asiento. El otro, que hasta ahora no había pronunciado ni una palabra, era más bajo, fornido y muy moreno.
—Es un asunto sumamente delicado —dijo el primero bajando confidencialmente la voz y mirando desconfiadamente en dirección a Tuppence.
—Permítame que primero le presente a mi secretaria confidencial, miss Ganges —se adelantó a responder Tommy como adivinando los temores de aquel—. La recogí siendo aún niña, abandonada en las riberas de un caudaloso río en la India. Es una triste historia. Podría decir que los de miss Ganges son, en realidad, los únicos ojos que yo poseo. Me acompaña siempre dondequiera que yo vaya.
El extraño acogió la presentación con una ligera inclinación de cabeza.
—En ese caso hablaré con entera libertad. Mister Blunt, mi hija, una muchacha de dieciséis años, ha sido raptada en circunstancias un tanto especiales que me impidieron ponerlo en conocimiento de la policía. Lo descubrí hará sólo una media hora y preferí llamarle a usted. Alguien me dijo que había salido a comer y que no volvería hasta las dos y media; así es que decidí venir en compañía de mi amigo el capitán Harker…
El aludido saludó con una violenta contorsión de cabeza y murmuró entre dientes palabras que no llegaron siquiera al oído de ninguno de los presentes.
—He tenido la gran fortuna de que acudieran ustedes al mismo restaurante que yo acostumbro a venir. No perdamos tiempo. Volvamos a mi casa inmediatamente.
Pero Tommy, cautelosamente, trató de demorar la invitación.
—Podré estar con usted dentro de media hora. Debo, primero, volver a la oficina.
El capitán Harker, volviéndose para mirar a Tuppence, debió sorprenderse de ver la media sonrisa que de pronto pareció dibujarse en los labios de la muchacha.
—No, no, de ningún modo. Usted ahora debe venir conmigo. El caballero de pelo gris sacó una tarjeta de su bolsillo y la puso en manos de Tommy, que la palpó unos instantes.
—Mis dedos no están suficientemente sensibilizados para poder leer una cosa así —dijo pasando sonriente la tarjeta a Tuppence.
—El duque de Blairgowrie —leyó esta en voz baja y mirando luego con gran interés al nuevo cliente. El duque de Blairgowrie era conocido como uno de los más altaneros e inaccesibles títulos de la nobleza, que se había casado con la hija de uno de los grandes carniceros de Chicago, mucho más joven que él y dotada de un carácter vivaz y frívolo que nada bueno vaticinaba para la armonía conyugal. Circulaban ya rumores de una posible ruptura.
—Vendrá usted en seguida, ¿no es verdad, mister Blunt? —insistió el duque poniendo un leve tono de acritud en sus palabras.
Tommy hubo de ceder ante lo inevitable.
—Miss Ganges y yo iremos con usted —replicó serenamente—. Espero que perdonará si me detengo el tiempo preciso para tomarme una buena taza de café. Lo traerán inmediatamente. Padezco de fuertes dolores de cabeza, consecuencia, sin duda, de mi mal, y el café consigue aplacar mis nervios.
Llamó a un camarero y dio la orden correspondiente. Después habló, dirigiéndose a Tuppence.
—Miss Ganges, almuerzo aquí mañana con el prefecto de la policía de París. Sírvase tomar nota del menú y déselo al maítre con instrucciones de reservarme mi mesa habitual. Estoy ayudando a mi camarada en una importante investigación. Los honorarios… —hizo una pausa después de recalcar la palabra— son de cuidado.
—Puede usted empezar —dijo Tuppence sacando su estilográfica.
—Empezaremos con una ensalada de camarones —nuevo recalque—, que es un plato especial de la casa. A esto seguirá, eso es, seguirá una tortilla a la Blitz y quizás un par de tournedos á l’étranger. ¡Oh, sí! Soufflé en surprise. Creo que es todo. Es un hombre muy interesado, este prefecto francés. Quizá lo conozca alguno de ustedes. ¿No es así?
Los otros respondieron negativamente mientras Tuppence se levantaba y salía al encuentro del maítre. Volvió al mismo tiempo que llegaba el café.
Tommy paladeó el contenido y se lo bebió a pequeños sorbos. Después se levantó.
—Mi bastón, miss Ganges. Gracias. Instrucciones, por favor. Fue un momento difícil, de angustiosa agonía para Tuppence.
—Uno a la derecha y dieciocho hacia delante. Al quinto paso encontrará un camarero sirviendo una mesa de la izquierda.
Moviendo el bastón con viveza, Tommy se puso en marcha. Tuppence se situó Junto a él con objeto de poderle guiar. Todo fue bien hasta el momento de atravesar la puerta principal de salida. Un hombre entró precipitadamente y antes de que Tuppence pudiese advertir al ciego mister Blunt del peligro que corría, este había chocado ya con violencia contra el recién llegado. Siguieron explicaciones y frases de disculpas. En la puerta del Blitz esperaba un elegante coche berlina. El propio duque ayudó a mister Blunt a penetrar en el lujoso vehículo.
—¿Ha traído usted su automóvil, Harker? —preguntó mirando por encima del hombro.
—Sí; está a la vuelta de la esquina.
—Pues tenga la bondad de llevar en él a miss Ganges. Sin dar tiempo a cruzar palabra adicional alguna, saltó ligero dentro del vehículo y se sentó junto a Tommy. El coche se puso suavemente en movimiento.
—Se trata de un asunto delicadísimo. Pronto podré darle toda clase de detalles. Tommy se llevó una mano a la cabeza.
—Creo ya innecesario el seguir usando esta visera —observó complacido—. Era sólo el resplandor de las luces artificiales lo que me obligaba a su uso.
Pero una mano le obligó a bajar el brazo sin miramiento alguno. Al mismo tiempo sintió que algo duro y redondo se apoyaba con fuerza contra sus costillas.
—No, querido mister Blunt —dijo la voz del duque, voz, sin embargo, completamente diferente a la que antes oyera—. No se quite usted esa visera. Quédese como estaba, sin hacer, a ser posible, el más mínimo movimiento. ¿Entendido? No quisiera tener la necesidad de hacer uso de la pistola que llevo en la mano. Como usted podrá comprender, no soy en realidad el duque de Blairgowrie. Escogí este nombre por considerarlo muy a propósito para la ocasión, sabiendo que no se negaría usted a acompañar a tan distinguido cliente. Yo soy algo más prosaico, un comerciante de jamones que ha perdido a su esposa.
Sintió el ligero estremecimiento que corrió por el cuerpo del otro.
—Parece que esto le dice algo —añadió riendo—. Querido joven, ha cometido usted una gravísima equivocación, y me temo que no podrá en lo sucesivo seguir dedicándose a sus actividades. Poco después el coche aminoró la marcha hasta detenerse.
—Un momento —dijo el falso duque. Retorció un pañuelo y se lo introdujo diestramente en la boca, que cubrió después con otro de seda que llevaba al cuello.
—Es para evitar que cometa usted la torpeza de pedir auxilio —le explicó con suavidad.
La puerta del automóvil se abrió y apareció el chofer en actitud expectante. Entre él y su amo cogieron a Tommy y se lo llevaron casi en volandas por las escaleras de una casa cuya puerta se cerró tras ellos.
Había en el ambiente un rico olor a perfume oriental. En el suelo una mullida alfombra en la que los pies de Tommy se hundieron. Del mismo modo que antes, fue obligado a subir más de prisa un tramo de peldaños y a entrar en un cuarto que, a su juicio, estaba en la parte posterior de la casa. Aquí los dos hombres le amarraron las manos a la espalda. Salió el chofer y el otro le quitó la mordaza.
—Puede usted hablar ya con entera libertad —le anunció complacido—. Supongo, joven, que tendrá muchas cosas que decirme.
—Espero que no me hayan perdido el bastón —dijo Tommy después de aclararse la garganta—. Me costó mucho dinero el conseguir que lo ahuecasen.
—No sé si creer que es usted un pobre loco o un caradura de lo más grande que he visto en mi vida. ¿No comprende que está usted completamente en mi poder? ¿Qué es muy posible que ninguno de sus conocidos vuelva a verle de nuevo… con vida?
—¡Oh, por Dios! Dejemos la parte melodramática. ¿O es que espera que yo exclame: «Villano, te haré apalear por esto»?
—¡Ah! ¿Lo toma usted a broma? ¿Y la muchacha?, ¿no se le ha ocurrido pensar en ella?
—Pensando durante mi forzado silencio —dijo Tommy— llegué a la conclusión de que ese a quien usted llamó Harker es su compinche y que mi infortunada secretaria, por lo tanto, no tardará en incorporarse a esta agradable reunión.
—Su conclusión ha sido acertada en lo que respecta a mister Harker. En cuanto a mistress Beresford, ya ve que estoy bien enterado de su personalidad, no será traída aquí como usted dice. Es una pequeña precaución que juzgué oportuno tomar. Se me ocurrió que quizás alguno de sus amigos de los altos cargos estaría vigilándole y lo he organizado de modo que le sea imposible seguir la pista de ambos a la vez. A usted me lo he reservado para mí; conque ¡ya puede empezar! Se detuvo al abrirse la puerta. Entró el chofer y dijo:
—Nadie nos ha seguido, señor. El campo está libre.
—Bien. Puede marcharse, Gregory. Volvió a cerrarse la puerta.
—Hasta este instante, todo parece salir a pedir de boca —añadió el «duque»—. Y ahora, mi querido míster Beresford Blunt, ¿qué es lo que cree que voy a hacer con usted?
—Lo primero, quitarme esta maldita visera —contestó Tommy.
—Nada de eso. Sin ello podría usted ver tan bien como yo, y eso no conviene para el pequeño plan que tengo preparado. Porque tengo un plan, ¿no lo sabe? Usted es muy amigo de las emociones, míster Blunt, y este juego que usted y su esposa estaban llevando a cabo hoy lo prueba. Pues bien, yo he dispuesto asimismo otro pequeño entretenimiento, algo que, en cuanto se lo explique, verá que no carece de ingenio.
»Sepa usted que el suelo sobre el que se halla en estos momentos es de metal y que desparramados en su superficie existen una serie de contactos. Sólo hay que dar a una palanca, así. Se oyó el inconfundible clic de un conmutador.
—Ya está dada la corriente. Pisar ahora en uno de esos pequeños botoncitos que sobresalen en el suelo significa… ¡el adiós a la vida! ¿Me comprende bien? Si usted pudiese ver… la cosa sería sencilla por demás. Pero así… En fin, ya conoce usted el juego, la gallina ciega… Con la muerte. Si consigue llegar a salvo a la puerta, significa su libertad. Así, pues, en marcha.
Se acercó a Tommy y le desató las manos. Después le entregó el bastón haciéndole una cómica reverencia.
—Veamos si el ciego problemático puede resolver este problema. Yo me quedo aquí con la pistola en la mano. Como levante una mano intentando quitarse la visera, disparo. ¿Está claro?
—Clarísimo —respondió Tommy palideciendo, pero con gesto de determinación—. A propósito, ¿me permite que fume un cigarrillo? El corazón me da unos saltos que parece querer salírseme del pecho.
—Si no es más que eso… —dijo el «duque» encogiéndose de hombros—; pero cuidado con intentar treta alguna. No olvide que tengo el dedo en el gatillo.
Tommy extrajo un cigarrillo de la pitillera. Después se palpó los bolsillos tratando de buscar su caja de fósforos.
—No crea que intento sacar un revólver —dijo—. Sabe bien que no voy armado. De todos modos quiero decirle que ha olvidado usted un punto muy importante.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es, si puede saberse? Tommy sacó un palito de la caja y lo acercó al raspador.
—Yo estoy ciego y en cambio usted ve. Admito que la ventaja está de su parte. Pero ¿qué haría si los dos estuviésemos a oscuras? ¿Cuál sería su ventaja entonces?
Aplicó el fósforo al raspador y lo encendió. El «duque» se echó a reír despectivamente.
—¿Piensa usted acaso disparar contra el interruptor de la luz y dejarnos a oscuras? Pruébelo si quiere.
—No —replicó Tommy—. Ya sé que es imposible. Pero ¿y si diera más luz?
Al decir estas palabras acercó la llama a algo que tenía entre los dedos y que dejó caer rápidamente al suelo. Un brillo cegador iluminó de pronto la habitación. Durante unos segundos, cegado por la intensidad del resplandor, el «duque» cerró los ojos, cubriéndoselos con la mano que empuñaba el arma.
Al volverlos a abrir sintió que algo agudo se clavaba dolorosamente en su pecho.
—Suelte esa pistola —ordenó Tommy—. ¡Pronto! Sabía que un palo hueco no habría de servirme de gran utilidad en un caso como este. Así que decidí cambiarlo por un bastón estoque. ¿Qué le parece la idea? Tan útil, quizá, como lo fue hace un momento un pequeño alambre de magnesio. ¡He dicho que suelte esa pistola!
Obediente ante la amenazadora punta de aquella espada, el falso noble dejó caer el arma que tenía entre sus manos. A continuación dio un salto hacia atrás soltando una triunfante carcajada.
—Aún sigo siendo el más fuerte de los dos —dijo—, porque yo aún veo y en cambio usted no.
—Ese es precisamente el detalle al que antes hice referencia y que por lo visto no entró en sus cálculos, pero que ahora puedo revelárselo sin temor alguno. Veo perfectamente. Esta visera no es opaca como, para fines de mi comedia, pretendía hacer creer a Tuppence. Podría haber llegado fácilmente a la pared sin tropezar con ninguno de esos contactos que tan hábilmente ha diseminado usted por el suelo. Pero no creí nunca en su buena fe y sabía que mi intento hubiera resultado inútil. No habría salido con vida de esta habitación… ¡Cuidado!
Esta exclamación le salió de los labios al ver que el «duque», ciego de furia y sin mirar dónde ponía los pies, se había lanzado imprudentemente en su dirección.
Sonó un chasquido acompañado de una brillante llamarada azul. Se tambaleó unos instantes y al fin dio pesadamente con su cuerpo en tierra. Un fuerte olor a ozono mezclado con otro tenue de carne quemada se esparció por toda la habitación.
Tommy lanzó un agudo silbido y se secó el frío sudor que de pronto había perlado su frente.
Luego se movió cauteloso tomando toda suerte de precauciones, llegó a la pared e hizo girar el interruptor que había visto manipular al «duque».
Después cruzó la habitación, abrió la puerta y miró cautelosamente en todas direcciones. No había nadie. Bajó las escaleras y salió sin perder un solo segundo.
Ya a salvo en la calle, miró a la casa sin poder reprimir un estremecimiento de horror y anotó su número. A continuación se dirigió a la cabina telefónica más próxima.
Hubo un momento de angustiosa espera, pasado el cual respondió la voz que con tanta ansia esperaba escuchar.
—¡Bendito sea Dios, Tuppence! ¿Conque eres tú?
—Sí, hombre, soy yo —contestó la voz—. Entendí lo que me quisiste decir: «Honorarios, Camarón, venga al Blitz y sigo a los dos extraños». Albert llegó a tiempo y al ver que nos separábamos optó por seguirme a mí, vio dónde me conducían y telefoneó inmediatamente a la jefatura.
—No cabe duda que Albert es un buen muchacho —dijo Tommy—; y caballeresco al haberse decidido por ti. Pero estaba preocupado. Voy en seguida, pues tengo muchas cosas que contarte. Y lo primero que haré cuando llegue es extender un bonito cheque para el pobre Saint Dunstan. No sabes, Tuppence, lo horrible que debe ser verse privado de un don tan preciado como es el de la vista.