Capítulo IX
El caso de la mujer desaparecida

El timbre que había sobre la mesa de mister Blunt (Agencia Internacional de Detectives, gerente, Theodore Blunt) dejó oír su sonido que daba la señal de alarma. Al instante, Tuppence y Tommy corrieron a sus respectivos agujeros de observación desde donde podía verse lo que ocurría en la oficina exterior. Albert, fiel a su consigna, se dedicaba a su tarea de entretener a los posibles clientes con artísticas y elaboradas historietas.

—Voy a ver, caballero —decía—; pero me temo que mister Blunt estará muy ocupado en este instante. Tiene una conversación telefónica urgente con Scotland Yard.

—Bien, en ese caso esperaré —contestó el visitante—. No tengo en este momento ninguna tarjeta mía. Dígale usted que me llamo Gabriel Stavansson.

El cliente era un magnífico ejemplar de masculinidad con una altura de poco más de metro ochenta, cara bronceada, en la que se veían claramente las huellas inconfundibles de los elementos, y unos ojos azules que hacían un marcado contraste con el color moreno subido de la piel.

Tommy tomó rápidamente una determinación. Se puso el sombrero, cogió los guantes y abrió la puerta deteniéndose en el umbral.

—Este caballero desea verle, mister Blunt —dijo Albert. Tommy frunció ligeramente las cejas y consultó su reloj de pulsera.

—Debo estar con el duque a las once menos cuarto —replicó.

Después se quedó mirando fijamente al recién llegado.

—Puedo concederle todavía unos minutos. Tenga la bondad de pasar —añadió. El visitante hizo lo que le indicaban y entró en el despacho interior donde Tuppence le esperaba, tiesa como un huso y con un grueso bloque de papel y un lápiz entre las manos.

—Mi secretaria confidencial, miss Robinson —manifestó, haciendo la presentación—. Ahora, caballero, le agradecería me explicara el objeto de su visita. Aparte del hecho de que es urgente, de que ha venido en taxi y de que ha estado usted recientemente en el Ártico, o en el Antártico, no sé nada de usted.

—¡Maravilloso! —contestó, sorprendido, el visitante—. Creí que los detectives sólo hacían estos alardes en los libros. Su mensajero no ha tenido siquiera tiempo de darle mi nombre.

—Eso no tiene importancia. Esas mismas deducciones podía haberlas hecho un niño cualquiera de la escuela. Los rayos del sol de medianoche en el Ártico tienen una acción especial sobre la piel debido a su gran cantidad de rayos aclínicos. No tardaré mucho en publicar una monografía sobre el particular. Pero veo que nos estamos alejando de nuestro punto. ¿Qué es lo que le ha traído hasta aquí en ese estado de depresión en que ahora se encuentra?

—Para empezar, mister Blunt, le diré que me llamo Gabriel Stavansson…

—¡Ah, vamos! ¿El conocido explorador que, según creo, acaba de llegar de una excursión por los helados parajes del Polo Norte?

—Sí; hace tres días que desembarqué en Inglaterra. Un amigo que estaba navegando por los mares del Norte me trajo en su yate. De otro modo habría tardado quince días más en regresar. Ahora debo decirle, mister Blunt, que antes de zarpar para esta última expedición, de esto hace ya dos años, tuve la gran fortuna de entrar en relaciones formales con mistress Maurice Leigh Gordon…

—Mistress Leigh Gordon era antes de su primer matrimonio…

—La honorable Hermione Crane, segunda hija de lord Lancaster —concluyó diciendo Tuppence, como muchacho que recita una lección—, que murió, si no me equivoco, en la última guerra.

Tommy le echó una mirada de complacida sorpresa. Stavansson hizo una señal de asentimiento e inmediatamente prosiguió:

—Exacto. Como decía, Hermione y yo estábamos comprometidos. Yo le ofrecí renunciar a dicha expedición, pero ella, ¡Dios la bendiga!, no quiso aceptar lo que para mí hubiese constituido un verdadero sacrificio. Es, sin duda, la clase de mujer que en realidad corresponde a un explorador. Pues bien, mi primer pensamiento al desembarcar fue el de ver a Hermione. Le envié un telegrama desde Southampton y me vine aquí en el primer tren. Sabía que estaba viviendo en estos momentos con una tía suya, lady Susan Clonray, en la calle Pont, y allí me dirigí. Con gran desencanto supe que Hermy se hallaba de visita en casa de unos amigos de Northumberland, y que no regresaría hasta dentro de unos días. Como ya le dije, mi vuelta no era esperada hasta la quincena siguiente. Al preguntar por la dirección de dichos amigos observé que la vieja tartamudeaba sin acertar a decir exactamente el nombre de la familia con que Hermy se había ido a vivir temporalmente. Debo confesarle, mister Blunt, que lady Susan es una mujer con quien no he llegado nunca a congeniar. Es gorda, cosa que por idiosincrasia me molesta ya sobremanera en cualquier mujer, y tiene una papada absurda que le cuelga casi hasta la mitad del pecho. No lo puedo remediar; detesto la obesidad.

—Y la moda parece estar conforme con sus apreciaciones, mister Stavansson —asintió Tommy—. Todos tenemos nuestra particular aversión. La de lord Roberts dicen que eran los gatos.

—Tenga presente que no he querido decir con ello que lady Susan no sea para los otros una mujer encantadora. Eso, no; pero no lo es para mí. Siempre he tenido la sensación de que desaprobaba nuestras relaciones y de que no perdía ocasión de intrigar en mi contra en el ánimo de Hermy. Esto se lo digo a título de comentario y déle el valor que usted estime justo. Llámele prejuicio, si quiere. Y prosiguiendo con mi historia le diré que soy terco y que no salí de la calle Pont hasta lograr dos o tres direcciones de personas en cuyas casas, y a juicio de lady Susan, podría encontrarse Hermy. A continuación tomé el tren correo del Norte.

—Por lo que veo, es usted un hombre de acción, mister Stavansson —replicó Tommy, sonriente.

—El resultado de mi viaje fue como una bomba para mí. Mister Blunt, ninguna de las personas a quienes visité sabía nada de Hermy. Me volví a Londres a toda prisa y me dirigí de nuevo a casa de lady Susan. En honor a la verdad le diré que esta pareció sobresaltarse. Admitió que no tenía idea de dónde podría estar Hermy en realidad. De todos modos se opuso tenazmente a todo intento de notificarlo a la policía. Adujo como razón que Hermy no era ya una niña, sino una mujer independiente, amiga de hacer su santa voluntad. Estaría, sin duda, llevando a cabo alguno de sus innumerables planes.

»Era perfectamente admisible que Hermy no tuviese que dar cuenta a lady Susan de sus pasos, pero no pude por menos de sentirme preocupado. Tenía ese vago presentimiento que se apodera de nosotros, cuando algo malo ocurre a nuestro alrededor. Me disponía a partir cuando llegó un telegrama dirigido a lady Susan. Después de leerlo con expresión de alivio me lo entregó. Decía así: “He cambiado de planes. Salgo para Montecarlo, donde permaneceré una semana. Hermy”. Tommy tendió una mano.

—¿Tiene usted el telegrama consigo?

—No; pero fue puesto en Maldon, Surrey. Me fijé en este detalle y, la verdad, me chocó. ¿Qué estaría haciendo Hermy en Maldon? Jamás oí hablar de que tuviese amigos en ese rincón.

—¿Y no pensó en ir a Montecarlo?

—Sí, pero desistí de emprender ese viaje. Como usted comprenderá, mister Blunt, yo no estaba tan satisfecho del telegrama como lady Susan parecía estarlo. Me extrañó esa insistencia de Hermy en telegrafiar. Podía haber puesto siquiera un par de líneas de su puño y letra y de ese modo habría yo sabido a qué atenerme. Pero ¿un telegrama…? Un telegrama nada dice, puesto que, al fin y al cabo, puede ser firmado por cualquiera. Al fin decidí marcharme a Maldon. Eso fue ayer noche. Es un pueblo bastante grande, con un buen campo de golf y dos hoteles. Indagué por todas partes, pero nadie supo darme razón de una mujer que respondiese a las señas de Hermy. Volviendo en el tren leí su anuncio y pensé que lo mejor sería encomendar el asunto en sus manos. Si Hermy se ha marchado en realidad a Montecarlo, no quiero poner a la policía sobre su pista y provocar un escándalo. Pero tampoco quiero continuar corriendo como un loco de un lado para otro.

Permaneceré en Londres a la espera de que se produzcan los acontecimientos.

—¿Qué es lo que usted sospecha en realidad?

—No lo sé, pero me temo que algo malo ha debido de ocurrirle.

Con un movimiento rápido Stavansson sacó su cartera y mostró a Tommy una fotografía que guardaba en su interior.

—Esa es Hermione —dijo—. Lo demás corre de su cuenta, mister Blunt.

El retrato representaba a una mujer gruesa pero de cara agraciada, sonrisa franca y mirada atrayente.

—Ahora, mister Stavansson, ¿está usted seguro de no haber omitido nada?

—Seguro.

—¿Ningún detalle, por pequeño e insignificante que pudiera parecerle?

—Creo que no.

Tommy lanzó un profundo suspiro.

—Eso hará el trabajo dificultoso en extremo —añadió—. Habrá usted observado, mister Stavansson, que un pequeño detalle es a menudo la clave para el esclarecimiento de un misterio policíaco. Este caso, desgraciadamente, no presenta ninguna característica de relieve que pudiera servirnos de punto de partida. Creo que, prácticamente, tengo el caso resuelto, pero…, no estará de más el esperar a que el tiempo confirme mis sospechas.

Tomó un violín que había sobre la mesa e hizo correr una o dos veces el arco sobre las cuerdas. Tuppence cerró con fuerza los párpados y aun el propio explorador dio un pequeño respingo. El ejecutante volvió a dejar el instrumento en el sitio que antes ocupaba.

—Son unos acordes Mosgovskensky —murmuró muy serio—. Déjeme su dirección, mister Stavansson, para que pueda comunicarle cualquier progreso que realicemos.

Al abandonar la oficina el visitante, Tuppence cogió el violín y lo encerró bajo llave en uno de los armarios.

—Si quieres hacer el papel de Sherlock Holmes —le dijo—, te traeré una jeringa y una botella en la que ponga «cocaína», pero por lo que más quieras no se te ocurra volver a tocar el violín. Si ese explorador no hubiese sido un infeliz, se habría dado perfecta cuenta de que tú no eras un detective, sino un mentecato. ¿Insistes todavía en seguir haciendo el papel de Sherlock Holmes?

—Creo que hasta la fecha no lo he hecho del todo mal —respondió Tommy con un dejo de complacencia en sus palabras—. No me negarás que las deducciones que hice fueron del todo acertadas. Hube de arriesgarme a mencionar lo del taxi porque después de todo es la forma más natural de locomoción para venir a un lugar tan apartado como este.

—Lo que ha sido una gran suerte es que se me ocurriese leer las notas de sociedad en el Daily Mirror y enterarme de la formalización de sus relaciones con esa señora —observó Tuppence.

—Sí, sí, no te lo niego. Ese fue un golpe teatral para levantar el prestigio de los brillantes detectives de Blunt. Este es decididamente un caso para Sherlock Holmes. No es posible que ni aun tú hayas podido dejar de ver la similitud que existe entre este caso y la desaparición de lady Francés Carfax.

—¿Esperas, acaso, encontrar el cuerpo de mistress Leigh Gordon en algún sarcófago?

—Lógicamente, la historia acostumbra a repetirse. En realidad…, ¿qué es lo que crees tú?

—Pues te diré —respondió Tuppence—. La explicación más plausible parece ser la de que, por la razón que fuere, Hermy, como él la llama, teme encontrarse con su prometido y de que lady Susan, también con sus motivos, es la patrocinadora de ese misterioso juego al escondite.

—Eso mismo se me ha ocurrido a mí —dijo Tommy—, pero creí conveniente hacer ciertas comprobaciones antes de ir a Stavansson con una explicación así. ¿Qué te parece si nos diésemos un salto a Maldon, encanto? Tampoco estaría de más llevarnos unos cuantos palos de golf.

Habiendo aceptado Tuppence, la Agencia Internacional de Detectives quedó bajo el exclusivo cuidado del joven y despejado Albert.

Maldon, si bien considerado como un excelente lugar de residencia, no se distinguía precisamente por su extensión. Tommy y Tuppence, después de hacer cuantas indagaciones su ingenio pudiera sugerirles, se encontraron con que no habían conseguido adelantar un solo paso en su misión. Fue ya al decidirse a volver a Londres cuando a Tuppence se le ocurrió una idea genial.

—Tommy, ¿por qué pusieron Maldon, Surrey, en el telegrama?

—¿Por qué lo habrían de poner, idiota? Porque Maldon está en Surrey.

—Veo que el idiota eres tú; no era eso lo que yo quise decir. Si tú recibes un telegrama de…, digamos Hastings o Torquay, nunca ponen el Condado tras el nombre de la ciudad. Pero, en cambio, cuando es Richmond ponen siempre Richmond, Surrey. ¿Por qué? Porque hay dos Richmond —contestó Tuppence.

Tommy, que es quien iba al volante, aminoró la marcha del coche.

—Tuppence, creo que hay algo de cierto en lo que acabas de decir. Vamos a hacer algunas averiguaciones en la próxima estafeta.

Se detuvieron frente a un pequeño edificio que había en medio de la calle principal de la villa. Pocos minutos fueron suficientes para aclarar el hecho de que en realidad había dos Maldon: Maldon Surrey y Maldon Sussex. Este último, si bien menor que el anterior, provisto de su correspondiente oficina de telégrafos.

—¿Lo ves? —dijo, excitada, Tuppence—. Stavansson sabía que Maldon estaba en Surrey. Así es que apenas si miró la palabra que empezando también en S seguía después de Maldon.

—Mañana —añadió Tommy— iremos a Maldon Sussex. Maldon Sussex era totalmente diferente de su homónimo de Surrey. Estaba a algo más de seis kilómetros de la estación del ferrocarril y tenía dos tabernas, dos pequeñas tiendas, oficina postal y telegráfica combinada con la venta de tarjetas postales y dulces de todas clases, y unas seis o siete no muy espaciosas ni lujosas viviendas. Tuppence se encaminó a las tiendas mientras Tommy lo hacía en dirección al bar El Gallo y el Gorrión. Media hora después volvieron a encontrarse.

—Buena cerveza —contestó Tommy—, pero ninguna información.

—Más vale que pruebes en el otro bar. Yo me vuelvo a la oficina de correos. Hay allí una vieja bastante áspera, pero he oído que la llamaban para comer.

Al llegar allí se puso a curiosear las tarjetas. Una muchacha jovencita, de cara sonrosada, masticando aún, apareció en la puerta que comunicaba con la trastienda.

—De momento quiero estas tres —dijo—. ¿Tienes la bondad de esperar un momento? Quisiera llevarme unas cuantas más. Mientras lo hacía no cesaba de hablar.

—¡Qué pena que no me hayan podido ustedes dar la dirección de mi hermana! —se lamentó—. Sé que vive por estos alrededores, pero he perdido la carta en que estaban sus señas. Su nombre es Leigh Gordon.

La muchacha movió la cabeza en sentido negativo.

—No, no recuerdo ese nombre. Y no será porque aquí recibamos muchas cartas. Aparte de La Granja, no hay casas aquí que estén habitadas por forasteros.

—¿Qué es La Granja? —preguntó Tuppence—. ¿Y a quién pertenece?

—Es una especie de clínica del doctor Horriston. Para casos nerviosos, en su mayoría. Hay señoras que vienen aquí para esas curas que llaman de reposo. Y eso sí que pueden hacerlo porque no hay una villa en todo el Condado tan tranquila como esta.

Tuppence seleccionó al azar unas cuantas postales, pagó y se disponía a marchar cuando oyó decir a la muchacha:

—Ese coche que viene hacia aquí es el del doctor Horriston. Tuppence se acercó presurosa a la puerta en el momento en que pasaba frente a ella un pequeño coupé guiado por un hombre de barba negra bien recortada y una cara de facciones duras y expresión desagradable por demás. El coche se dirigía calle abajo.

En aquel momento Tommy la cruzaba en dirección a Tuppence.

—Tommy —le dijo tan pronto este llegó a su lado—, creo que tengo lo que buscamos. La clínica del doctor Horriston.

—He oído hablar acerca de ella en el bar La Cabeza del Rey, pero si crees que ha tenido un ataque nervioso o algo por el estilo, lo más probable es que su tía o alguna de sus otras amistades estuviesen enteradas de ello.

—Claro, pero no quise decir eso. Tommy, ¿te has fijado en el hombre que iba sentado al volante? —Si, un tío con una cara de bruto que no se podía tener.

—Ese era el doctor Horriston. Tommy lanzó un agudo silbido.

—Pues parece muy atareado. ¿Qué dirías, Tuppence, si nos fuéramos a echarle un vistazo a esa Granja?

Lograron encontrar el sitio, un inmenso caserón rodeado de terreno inculto y una alberca que corría a lo largo de la parte posterior del edificio.

—¡Qué clínica más tétrica! —dijo Tommy—. Me dan escalofríos de verla. No sé por qué, pero tengo la idea de que esto va a resultar un asunto más serio de lo que nos figurábamos.

—Sí, si, creo, como tú, que esa mujer está corriendo un grave peligro en estos momentos.

—Bien, pero trata de sujetar esa imaginación tan fogosa que tienes.

—No lo puedo remediar. Desconfío de ese hombre. ¿Qué hacemos? Creo que no sería mala idea la de que yo fuera sola primero y preguntase por mistress Leigh Gordon. La cosa sería perfectamente natural y así podríamos ver qué respuesta nos dan. Tuppence llevó a cabo su plan. Tocó el timbre. La puerta se abrió casi inmediatamente, apareciendo en ella un criado con cara de pocos amigos.

—Deseo ver a mistress Leigh Gordon, si es que está lo suficientemente bien para recibirme.

Creyó ver un momentáneo destello en los ojos del sirviente, pero no tardó en responder:

—Aquí no hay nadie con ese nombre, señora.

—¡Qué raro! ¿No es esta acaso La Granja, la clínica del doctor Horriston?

—Sí, señora; pero le repito que no tenemos ninguna paciente que se llame Leigh Gordon.

Chasqueada, Tuppence creyó prudente batirse en retirada y celebrar una nueva consulta con su marido, que la esperaba fuera del cerco.

—Quizá dijera la verdad. Al fin y al cabo nada sabemos con certeza.

—Pues yo estoy segura de lo contrario. De que mentía.

—Esperemos hasta que vuelva el doctor —sugirió Tommy—. Después me presentaré yo como un periodista ansioso de discutir su nuevo sistema de cura de reposo. Eso me dará oportunidad de penetrar en el interior y estudiar la topografía del terreno.

El doctor volvió media hora más tarde. Tommy esperó cinco minutos más, al final de los cuales se acercó a su vez a la puerta principal. Como Tuppence, hubo de volver con el rabo entre las piernas.

—Dicen que el doctor está ocupado y que no puede recibir a nadie. Mucho menos a un periodista. Tuppence, creo que tienes razón. Hay algo en este establecimiento que no me acaba de gustar. Está idealmente situado, de eso no hay duda, pero ¡qué sé yo!, me huele a misterio todo lo que en su interior ocurre.

—Vamos —dijo con determinación.

—Voy a saltar por el muro e intentaré acercarme a la casa sin que nadie se entere.

—Está bien. Yo voy contigo.

La alta maleza del jardín les proporcionó abundantes lugares de refugio. Tommy y Tuppence se las compusieron para deslizarse sin ser vistos hasta la parte trasera del edificio.

Aquí había una amplia terraza con grandes cristaleras y una escalinata un tanto derruida ya por la acción del tiempo. No se atrevían a salir al descubierto y las ventanas bajo las cuales se hallaban agazapados eran demasiado altas para poder atisbar, desde donde se encontraban, su interior. Parecía que su atrevida exploración no había de dar resultado alguno. De pronto una mano de Tuppence se crispó sobre el hombro de Tommy.

Alguien hablaba en la habitación situada precisamente encima del lugar que ellos ocupaban. La ventana estaba abierta y a sus oídos llegó claramente el siguiente fragmento de una conversación:

—Entre, entre y cierre la puerta —dijo, irritada, la voz de un hombre—. ¿Dice usted que hace una hora vino una mujer aquí preguntando con cierto interés por mistress Leigh Gordon?

La voz que contestó fue reconocida al instante por Tuppence. Era la del impasible sirviente.

—Sí, señor.

—Respondería usted, como es natural, que no se encontraba aquí.

—Sí, señor.

—¡Y ahora nos viene este periodista! —bufó el otro asomándose un instante a la ventana.

Atisbando por entre las matas, los dos de abajo reconocieron en él al doctor Horriston.

—Es la mujer la que más importa —continuó el doctor—. ¿Qué aspecto tema?

—Joven, bastante agraciada y elegantemente vestida, señor. Tommy dio un pequeño codazo a su mujer.

—Exactamente —replicó el doctor entre dientes—. Como me lo temía. Alguna amiga, sin duda, de mistress Leigh Gordon. El asunto se va haciendo difícil por momentos. Será preciso dar los pasos necesarios…

La frase quedó sin terminar. Tommy y Tuppence oyeron el ruido que produjo una puerta al cerrarse. Después reinó el silencio.

Con gran cautela el matrimonio inició la retirada. Al llegar a un pequeño claro, ya mi tanto lejano del edificio, habló Tommy:

—Tuppence, encanto mío, parece que esto se está poniendo serio. Aquí hay gato encerrado y lo mejor que podríamos hacer es volvernos a la ciudad e ir a ver inmediatamente a mister Stavansson.

Con gran sorpresa de Tommy, Tuppence se limitó a mover negativamente la cabeza.

—No, no. Hemos de quedarnos aquí —añadió—. ¿No le oíste decir «que iba a dar los pasos necesarios»? Quizá quiso decir algo con ello.

—Lo peor de todo es que ni siquiera puede decirse que tenemos un caso para la policía.

—Escucha, Tommy, ¿por qué no telefoneas a Stavansson desde la villa? Yo me quedaré por estos alrededores.

—Posiblemente tengas razón —asintió su marido—; pero oye, Tuppence…

—¿Qué?

—Ten mucho cuidado.

—Claro que lo tendré, tonto. Vamos, lárgate ya. Transcurrieron dos horas antes de que Tommy estuviese de vuelta. Tuppence le esperaba junto a la puerta trasera del jardín.

—No pude comunicarme con Stavansson. Llamé a lady Susan y también estaba fuera. Después se me ocurrió llamar a Brady para pedirle que buscase el nombre del doctor Horriston en esta especie de consultorio médico que ellos tienen.

—¿Y qué dijo Brady?

—Recordó al instante el nombre. Me dijo que hubo un tiempo en que este había sido un doctor de los que pudiéramos llamar «de buena fe», pero que después se descarrió dedicándose a prácticas de carácter dudoso. Según Brady, se ha convertido en un curandero sin escrúpulos y cualquier cosa sería de temer en él. La cuestión ahora está en determinar pronto lo que vamos a hacer.

—Quedarnos aquí —respondió resueltamente Tuppence—. Tengo el presentimiento de que algo va a ocurrir esta noche. A propósito, el jardinero ha estado cortando la hiedra que hay pegada a las paredes de la casa, y he visto dónde ha puesto la escalera.

—Bien, Tuppence —dijo su marido con satisfacción—. Entonces esta noche…

—En cuanto oscurezca…

—Veremos…

—Lo que haya que verse.

Le tocó el turno a Tommy de vigilar mientras Tuppence se dirigía al pueblo a tomar un pequeño refrigerio.

Cuando volvió, prosiguieron juntos la guardia. Al dar las nueve, decidieron que era ya lo suficiente de noche para comenzar las operaciones. Lograron dar una vuelta completa a la casa sin la menor dificultad.

De pronto Tuppence se detuvo, sujetando con fuerza el brazo de su marido.

Volvió a oírse distintamente el ruido que le había producido tal alarma. Era un quejido de mujer. Doloroso. Tuppence señaló en dirección a una ventana que había en el piso superior.

—Vino de esa habitación —murmuró. De nuevo el quejido volvió a romper el silencio de la noche. Los dos escuchas decidieron poner en práctica su plan original. Tuppence guio la marcha hasta el sitio en que estaba la escalera y entre los dos la transportaron al lugar de donde, según su opinión, había partido el lamento. Todas las ventanas del entresuelo se hallaban cerradas, pero no así la del cuarto que precisamente había despertado su interés.

Tommy apoyó la escalera sin hacer ruido sobre el costado de la casa.

—Yo subiré —murmuró Tuppence—. Tú quédate abajo. A mí me es más fácil encaramarme por este artefacto y en cambio a ti te será más fácil que a mí sujetarlo. Además, y en caso de que al doctor se le ocurriese asomar las narices por el jardín, tienes mejores puños que yo para proceder a ajustarle las cuentas.

Tuppence trepó con ligereza los primeros peldaños, luego se detuvo unos instantes, y después prosiguió lentamente la ascensión. Permaneció Junto a la ventana unos cinco minutos y volvió a descender.

—Es ella —dijo casi sin aliento—. Pero ¡oh, Tommy!, es horrible. Está tumbada en la cama quejándose como un niño y volviéndose constantemente de un lado para otro. Al llegar a la ventana vi entrar a una mujer vestida de enfermera que le puso una inyección y volvió a salir sin pronunciar una palabra. ¿Qué hacemos?

—¿Está inconsciente?

—Creo que no. Es decir, estoy casi segura de que no lo está. En lo que no me fijé fue en si estaba amarrada a la cama. Voy a subir otra vez y, como pueda, me meto en la habitación.

—Oye, Tuppence…

—No tengas cuidado, chillaré si ocurre algo. Hasta luego. Y para evitar más consideraciones unió la acción a la palabra. Tommy vio cómo llegaba a la ventana y la levantaba suavemente. Un segundo después había desaparecido a través de ella.

Los minutos que a continuación siguieron fueron de verdadera agonía para Tommy. Al principio nada consiguió oír. «Tuppence y mistress Leigh Gordon deben estar hablando en voz baja», pensó. Poco después llegó a sus oídos un confuso murmullo. Respiró. De pronto todo volvió a quedar en silencio.

—¿Qué estarán haciendo?

De pronto una mano se posó sobre su hombro y de las sombras brotó la voz de Tuppence que decía:

—¡Vámonos!

—¡Tuppence! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—Saliendo por la puerta principal. Vámonos.

—¿Que nos vayamos?

—Eso es lo que he dicho.

—Pero… ¿y mistress Leigh Gordon?

En tono de indescriptible amargura, Tuppence replicó:

—¡Adelgazando!

Tommy la miró, sospechando que una reveladora ironía se encerraba en aquella palabra.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído. Adelgazando, desengrasando, reduciendo. Como lo quieras mejor. ¿No oíste a Stavansson que ha estado ausente? Su Hermy se ha echado encima unos cuantos kilos de más. Sintió pánico al enterarse del súbito regreso de aquel y se apresuró a someterse a un nuevo tratamiento del doctor Horriston. Se trata de no sé qué inyecciones, que él las guarda en el mayor secreto, y por las que carga a sus pacientes unas cantidades fabulosas. Es un charlatán, no hay duda, pero con suerte, puesto que aún hay gente que está convencida de la eficacia de su sistema. Stavansson se presenta en Londres con dos semanas de anticipación, cuando ella hacía sólo unos días que había empezado el tratamiento. Lady Susan, que había jurado guardar el secreto, desempeña a maravilla su papel de confidente y henos aquí a nosotros como dos tontos, haciendo el más espantoso de los ridículos.

Tommy aspiró el aire con fuerza.

—Creo, Watson —dijo con dignidad—, que mañana hay un magnífico concierto en el Queen’s Hall, y que estamos aún a tiempo de conseguir unas buenas localidades. En cuanto a lo ocurrido, te agradeceré borres este caso de nuestros registros. Le falta, ¿cómo te diré yo?, clase, carácter distintivo.