Mejor será que no vayamos todavía —dijo Dymchurch al tiempo de entrar presuroso en la calle Haleham—. ¿Tiene usted la llave consigo?
Tommy asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Qué le parece si fuésemos primero a tomar un bocadillo? Es temprano y conozco un lugar desde donde, al mismo tiempo, podemos vigilar cómodamente la casa. Lo hicieron tal como había sugerido el inspector, quien para Tommy resultó un compañero expansivo y agradable, por demás. La mayor parte de su trabajo oficial parecía haber sido realizada entre espías y contó relatos que dejaron maravillado a su sencillo oyente.
Permanecieron en el restaurante hasta las ocho, hora en que Dymchurch aconsejó ponerse en movimiento y seguir su plan.
—Es ya de noche, y cerrada —explicó—; así que podemos entrar sin que nadie note nuestra presencia.
Atravesaron la calle, echaron una rápida mirada a los alrededores y penetraron resueltamente en el portal. Subieron las escaleras y Tommy sacó la llave y la insertó en la cerradura de la pequeña salita exterior.
Al hacerlo oyó un silbido a su espalda que él creyó procedía de Dymchurch.
—¿Por qué silba? —preguntó con aspereza.
—¿Quién, yo? —contestó el inspector mostrando sorpresa—. Creí que era usted el que había silbado.
—Bueno, pues alguien… —empezó a decir Tommy. No terminó la frase. Unos brazos fornidos le sujetaron por detrás y antes de que pudiera emitir el más ligero grito sintió que una almohadilla empapada de un líquido dulce y sofocante era aplicada fuertemente contra su nariz y boca.
Luchó violentamente, pero fue en vano. El cloroformo empezó a dejar sentir sus efectos. Parecía que todo giraba vertiginosamente a su alrededor y que la tierra le faltaba bajo los pies.
Luego, una ligera sensación de ahogo… Después… la inconsciencia.
Volvió dolorosamente en sí y en plena posesión de todas sus facultades. La dosis de anestésico había sido, por lo visto, insignificante. La precisa para poder ponerle una mordaza y evitar así una posible alarma.
Cuando recuperó el conocimiento se encontró en el suelo, medio recostado contra una de las paredes de su propio despacho. Dos hombres estaban febrilmente ocupados en revolver el contenido de los cajones de la mesa y los estantes de los armarios. Mientras lo hacían no dejaban de lanzar toda suerte de imprecaciones.
—Que me maten si aquí está lo que busca, jefe —dijo el más alto de los dos, con voz aguardentosa.
—Pues ha de estar —respondió el otro volviéndose de pronto—. Encima no la lleva.
La sorpresa de Tommy no tuvo límites al reconocer en el merodeador al propio Dymchurch, quien al ver su estupor se sonrió burlonamente.
—Parece que mi buen amigo ha vuelto a despertarse —dijo—, y por lo visto, bastante estupefacto; sí, sí, he dicho bien, estupefacto. Y sin embargo, la cosa es simple por demás. Sospechamos que algo ocurría en la Agencia Internacional de Detectives. Me presto voluntariamente a investigar. Si mister Blunt, me digo, es, como supongo, un espía, sospechará, y, por lo tanto, no estaría de más el enviar por delante a mi antiguo y querido amigo Cari Bauer. Cari es instruido para comportarse en forma de poder inspirarles confianza contando una historia a todas luces inverosímil. Así lo hace, y entonces aparezco yo en escena haciendo uso del nombre del inspector Marriot para ganar así su confianza. Lo demás no creo que necesite ya de explicación.
Tommy rabiaba por poder decir cuatro cosas, pero la mordaza que llevaba sobre la boca se lo impedía. También rabiaba por hacer otras cuantas más, especialmente con manos y pies, pero ¡oh desdicha!, también ese detalle había sido tenido en cuenta por los salteadores, y una fuerte cuerda hacía imposible el más insignificante intento de hacer uso de sus extremidades.
El hecho que más llamó su atención fue el sorprendente cambio producido en el hombre que ahora se encontraba ante él. Como inspector Dymchurch, cualquiera le hubiera tomado por un sajón de pura cepa. Ahora, a las claras se veía que no era sino un extranjero de esmerada educación que hablaba el inglés correctamente y sin dejo especial alguno.
—Coggins —ordenó el falso detective dirigiéndose a su rufianesco acompañante—. Saque su «salvavidas» y monte guardia al lado del prisionero. Voy a quitarle la mordaza. Comprenderá, mi querido mister Blunt, que sería una criminal locura por su parte exhalar el menor aullido. Es usted bastante inteligente para su edad y espero que no olvidará mi consejo.
Con gran habilidad extrajo el pañuelo que taponaba su boca y dio un paso atrás.
Tommy movió de un lado a otro la mandíbula inferior, recorrió con la lengua la cavidad bucal y tragó saliva dos o tres veces, pero no dijo nada.
—Le felicito por su cordura —se expresó el otro—. Veo que se hace usted perfecto cargo de la situación. Y ahora recuerde bien y piense si tiene algo que decirnos.
—Lo que yo haya de decir me lo reservo. No creo que la espera pueda perjudicarme en lo más mínimo.
—Pero a mí, sí. En resumidas cuentas, mister Blunt, ¿dónde está esa carta?
—Para contestar a esa pregunta sería preciso primero que yo lo supiera. Yo no la tengo, como usted habrá tenido ocasión de comprobar. Siga buscando. Me gusta verle a usted y al amigo Coggins jugando juntos al escondite. La cara del otro se ensombreció.
—Parece, mister Blunt, que encuentra usted un placer en decir impertinencias —replicó el otro—. ¿Ve usted aquella caja cuadrada que hay sobre la mesa? En ella hay una infinidad de objetos muy interesantes para los que, como usted, se resisten a hablar. Vitriolo…, sí, vitriolo…, hierros que pueden ser calentados al fuego y aplicados luego a partes sensibles… Tommy movió tristemente la cabeza.
—Un error en la diagnosis —murmuró—. Tuppence y yo habíamos catalogado mal esta aventura. No es una historia de Patizambo, sino una de Bull Dog Drummond, y usted es el inimitable Cari Peterson.
—¿Qué tonterías está usted diciendo?
—¡Ah! —prosiguió Tommy—. Veo que está usted poco familiarizado con los clásicos. ¡Qué lástima!
—Oiga, imbécil, ¿quiere usted decir de una vez lo que le pido o prefiere que diga a Coggins que saque sus herramientas y le haga una pequeña demostración de sus habilidades?
—No sea tan impaciente —exclamó Tommy—. Claro que haré lo que me pidan, siempre y cuando se dignen decirme primero lo que es. No creerá usted que me complace la idea de verme hecho filetes como un lenguado o asado a la parrilla como un lechón.
Dymchurch le echó una mirada desdeñosa.
—¡Good! ¡Qué cobardes son estos ingleses!
—Cuestión de sentido común, querido amigo. Deje quieto el vitriolo y vamos a lo que importa.
—Quiero esa carta.
—Ya le he dicho que no la tengo.
—Pero sabe, como también lo sabemos nosotros, quién es la única persona que podría tenerla: la secretaria.
—Posiblemente tenga razón —asintió Tommy—. Quizá se la metiera en el bolso cuando su compinche Cari nos asustó con su súbita aparición.
—Menos mal que no lo niega. Entonces me hará el favor de escribir a Tuppence, como usted la llama, diciendo que venga con ella inmediatamente.
—No puedo hacer eso —empezó a decir Tommy.
—¿Ah, no? —interpuso Dymchurch sin dejarle terminar la frase—. Vamos a verlo. ¡Coggins!
—Oiga, no sea impaciente y déjeme terminar. Decía que no puedo hacerlo a menos que me dejen libres los brazos. No soy ningún fenómeno de esos que pueden escribir con la nariz o con los codos.
—¿Entonces está usted dispuesto a escribirle? —¡Claro! Si es lo que vengo diciéndole desde el principio. Mi afán es complacerles en todo cuanto pueda. Espero que tengan con Tuppence toda clase de consideraciones. ¡Es tan buena!
—Nosotros lo único que queremos es la carta —dijo Dymchurch con sonrisa maliciosa.
A una señal suya, Coggins se arrodilló para desatar los ya casi entumecidos brazos de Tommy.
—Estoy ya mejor —dijo alegremente—. ¿Quiere ahora el amable Coggins hacer el favor de alcanzarme mi pluma estilográfica? Creo que está sobre la mesa, junto con otros objetos de mi propiedad.
Con gesto torvo, el rufián trajo lo que Tommy le pedía, añadiendo asimismo un pedazo de papel.
—Mucho cuidado con lo que escribe —advirtió Dymchurch ominosamente—. Eso lo dejamos a su elección, pero no olvide que el fracaso significa muerte, y muerte lenta por añadidura.
—En ese caso —respondió Tommy—, procuraré esmerarme. Reflexionó unos momentos y luego se puso a escribir con asombrosa rapidez.
—¿Qué le parece esto? —preguntó entregando la terminada epístola. Decía así:
Querida Tuppence:
¿Puedes venir en seguida y traer contigo la carta azul?
Queremos descifrarla sin perder un instante. Espera con ansia,
FRANCIS
—¿Francis? —inquirió el fingido inspector enarcando las cejas—. ¿Es así como ella le llama?
—Como usted no estuvo presente en mi bautizo, no sabrá nunca si este es o no mi verdadero nombre. Pero creo que en la pitillera que me sacaron del bolsillo encontrará una prueba convincente de que digo la verdad.
El otro se dirigió a la mesa, tomó la pitillera y leyó la dedicatoria que en ella había grabada. «A Francis, de Tuppence». Sonrió.
—Me alegro de que se haya decidido a obrar cuerdamente —dijo—. Coggins, déle esta nota a Vassiley. Está montando guardia en la puerta. Dígale que la lleve en seguida.
Los veinte minutos siguientes pasaron con lentitud abrumadora. Luego otros que casi podrían calificarse de desesperantes. Dymchurch se paseaba a lo largo de la habitación con una cara que se le iba oscureciendo por momentos.
Una vez se volvió amenazadoramente a Tommy.
—Como nos haya traicionado… —gruñó.
—Si tuviésemos unas cartas —tartajeó Tommy tratando de echarlo a broma—, podríamos echar una partidita de picquet. A las mujeres siempre les gusta hacerse esperar. Le pido que no se muestre severo con Tuppence cuando llegue.
—¡Oh, no! —contestó Dymchurch—. Procuraremos que vayan ustedes al mismo sitio… juntos.
—¿Conque sí, eh, canalla? —murmuró Tommy entre dientes. De pronto se oyó un pequeño ruido en la salita exterior y un hombre a quien Tommy no había visto aún asomó la cabeza y dijo unas cuantas palabras en ruso.
—Bien —respondió Dymchurch—. Dice que ya viene… y sola.
Por un momento la ansiedad hizo latir violentamente el corazón de Tommy.
Un minuto después oyó la voz de Tuppence que saludaba con la mayor naturalidad.
—Hola, inspector Dymchurch. Aquí tengo la carta. ¿Dónde está Francis?
De pronto, Vassiley saltó sobre ella, la sujetó y le tapó la boca con una de sus descomunales manazas. Dymchurch le arrancó con violencia el bolso que llevaba entre las manos y vació nerviosamente todo su contenido sobre la mesa.
De pronto lanzó una exclamación de júbilo y agitó en el aire un sobre azul con un sello de Rusia sobre él. Coggins dejó escapar también una especie de aullido.
Pero en aquel mismo instante de triunfo, la puerta que comunicaba con el despacho de Tuppence se abrió silenciosamente y el inspector Marriot con dos agentes, todos con sus correspondientes pistolas, irrumpieron en la habitación al grito unánime de:
—¡Arriba las manos!
No hubo lucha. El trío fue sorprendido en deplorable desventaja. La automática de Dymchurch reposaba tranquilamente sobre la mesa. Los otros dos no iban armados.
—Una bonita redada —dijo el inspector Marriot acabando de poner el último par de esposas— que espero iré engrosando a medida que pase el tiempo.
—¿Conque ha sido usted, viborilla, la autora de todo esto, eh?
—No tanto, inspector, no tanto. Claro que algo me olí cuando mencionó usted esta tarde el número dieciséis. Pero fue la nota de Tommy la que acabó de abrirme los ojos. Así, pues, decidí telefonear al inspector Marriot, mandé a Albert para que le entregara un duplicado de la llave de mi despacho; y yo me vine aquí trayendo el famoso sobre vacío, como es natural. La carta, siguiendo las instrucciones, había sido remitida a su destino tan pronto como me separé de ustedes esta tarde.
Una sola palabra había llamado la atención del fingido detective.
—¿Tommy? —preguntó.
Este, que acababa de ser desprovisto de sus ligaduras, se acercó al grupo.
—Buen trabajo, hermano Francis —dijo tomando entre las suyas las manos de su esposa. Después se dirigió a Dymchurch—: Ya le dije a usted, querido amigo, que debería leer con más frecuencia a los clásicos.