Capítulo V
La aventura del siniestro desconocido

—¡Qué día más aburrido! —dijo Tommy bostezando desesperadamente.

—Es casi la hora de tomar el té —contestó Tuppence, haciendo lo propio.

La Agencia Internacional de Detectives no daba muestras de una gran actividad. La esperada carta del comerciante ruso de jamones no había llegado aún y los casos dignos de ser tenidos en cuenta brillaban por su ausencia.

Albert, el mensajero de la oficina, entró con un paquete sellado que dejó sobre la mesa.

—El misterio del paquete sellado —dijo Tuppence—. ¿Contendrá acaso las fabulosas perlas de la gran duquesa rusa? ¿O se trata quizá de una máquina infernal encargada de hacer volar a los brillantes agentes de Blunt?

»A decir verdad —aclaró Tuppence poniendo al descubierto el contenido—, se trata de mi regalo de boda a Francis Haviland. ¿Verdad que es bonito?

Tommy cogió la fina pitillera de plata que aquella le alargaba, se fijó en la fina inscripción: «A Francis, de Tuppence», que había en la tapa, la abrió, la cerró e hizo un gesto de aprobación.

—Veo que te gusta tirar el dinero —observó—. La próxima vez que yo cumpla años, que será dentro de un mes, me pienso comprar una pitillera como esta, sólo que de oro. Me extraña que hagas esos despilfarros tratándose de Francis Haviland, que, como sabes, nació, es y morirá burro.

—Olvidas que yo fui su chofer cuando él era general durante la guerra. ¡Ah, qué días aquellos!

—¡Y que lo digas! —asintió Tommy—. Mujeres hermosísimas, venían a estrechar mi mano en el hospital. Pero ¡vaya!, no se me ha ocurrido pensar que por ello me viera obligado a enviarles regalo de boda a todas ellas. No creo que la novia te agradezca mucho el presente, Tuppence.

—No me dirás que no es bonito.

—No, no —dijo Tommy, metiéndoselo tranquilamente en el bolsillo—. ¡Hombre! Aquí viene Albert con el correo de la tarde. Posiblemente la duquesa nos confíe la misión de encontrar a su desaparecido pequinés.

Entre los dos revisaron la correspondencia. De pronto Tommy lanzó un prolongado silbido.

—Una carta azul con un sello de Rusia —exclamó—. ¿Recuerdas lo que el jefe nos dijo? Que estuviésemos siempre a la expectativa, por si llegaba alguna precisamente con estas señas.

—¡Oh, qué emocionante! ¡Por fin ha ocurrido algo! —gritó Tuppence—. Ábrela y mira si el contenido está de conformidad con lo que nos dijeron. Un fabricante de jamones, ¿no era eso? Espera. Necesitaremos un poco de leche para el té. Se olvidaron de dejarla esta mañana. Voy a enviar a Albert a que compre un poco.

Al volver de dar sus órdenes al mensajero, se encontró a Tommy leyendo una hoja de papel, también azul.

—Como nos figurábamos, Tuppence —observó—. Casi palabra por palabra, lo que dijo el jefe.

Estaba redactada en un inglés pulcro y era, al parecer, de un tal Gregor Feodorsky, que estaba ansioso por tener noticias de su esposa. Se urgía a la Agencia Internacional de Detectives a no escatimar gasto alguno en su búsqueda. Le era imposible salir en aquellos momentos de Rusia debido al gran descenso experimentado en el mercado de la carne de cerdo.

—Me gustaría saber lo que todo esto significa —dijo Tuppence dejando la carta sobre la mesa y tratando de alisar sus arrugas con la palma de la mano.

—Supongo que estará escrita en clave —respondió Tommy—. De todos modos, eso ya no es asunto nuestro. Nuestras instrucciones son copiarla y mandar el original inmediatamente a Scotland Yard. Mejor será que comprobemos si debajo del sello aparece, como nos dijeron, el número dieciséis.

—Está bien —contestó Tuppence—, pero creo que… Se detuvo en seco y Tommy, sorprendido por la súbita pausa, levantó la vista y vio la figura de un hombre alto y fornido que bloqueaba completamente la puerta de comunicación con la oficina exterior.

El intruso era un hombre de aspecto dominante, cuadrado, de cabeza redonda y un mentón sólido y agresivo que revelaba una gran fuerza de voluntad. Su edad debería de oscilar entre los cuarenta y cuarenta y cinco años.

—Les ruego me perdonen —dijo el desconocido avanzando hacia el interior de la habitación, sombrero en mano—. Encontré vacía la sala de espera y abierta esta puerta, así que me aventuré a entrar. Supongo que esta es la Agencia Internacional de Detectives, ¿me equivoco?

—No, no se equivoca.

—¿Es usted quizá mister Blunt? ¿Mister Theodore Blunt?

—En efecto, soy mister Blunt. ¿Desea usted consultarme alguna cosa? Permítame que le presente a mi secretaria, miss Robinson.

Tuppence inclinó graciosamente la cabeza, pero continuó observando al recién llegado a través de sus casi entornados párpados. Se preguntaba a sí misma cuánto tiempo podría haber estado aquel hombre esperando en la puerta y cuánto podría, más o menos, haber visto u oído. No se escapó a su perspicacia el hecho de que mientras hablaba con Tommy sus ojos no cesaban de dirigirse al papel azul que su marido tenía en aquel momento entre las manos.

La voz de Tommy, con una nota de advertencia en ella, le hizo recordar las necesidades del momento.

—Miss Robinson, sírvase estar preparada. Y usted, caballero, tenga la bondad de explicarme el motivo de su visita. Tuppence se apresuró a coger su lápiz y libro de notas.

—Me llamo Bower —principió el hombre con voz ronca—. Doctor Charles Bower. Vivo en Hampstead, donde tengo mi consultorio. He venido a verle, mister Blunt, porque desde hace algún tiempo me están ocurriendo cosas extrañas.

—Prosiga.

—Una o dos veces, en el curso de la última semana, me han llamado por teléfono para un caso de urgencia. En ambas ocasiones comprobé que la llamada había sido falsa. La primera vez creí que se trataba simplemente de una broma de dudoso buen gusto, pero al retirarme a la casa la segunda vez, me encontré con que en mi ausencia alguien había andado curioseando entre mis papeles confidenciales. Hice un detenido examen de todos ellos y llegué a la conclusión de que todos mis cajones habían sido abiertos y los documentos devueltos apresuradamente a sus respectivos lugares.

El doctor Bower se detuvo y miró a Tommy.

—¿Qué me dice usted, mister Blunt?

—¿Y usted qué cree, mister Bower? —replicó el joven, dibujando una sonrisa.

—Pues en realidad no lo sé, y espero que usted me lo cuente.

—Veamos primero los hechos. ¿Qué es lo que guarda usted en los cajones?

—Ya se lo he dicho: mis papeles confidenciales.

—Bien, ¿y en qué consistían esas confidencias? ¿Qué valor podrían tener esos papeles para un ladrón vulgar o una persona cualquiera en particular?

—Para un ladrón vulgar creo que ninguno, pero tratándose en ellos de ciertos alcaloides, llamémosles, tenebrosos, podrían tenerlo para cualquiera que poseyera suficiente conocimiento técnico en la materia. Hace años que vengo haciendo estudios sobre ese particular. Estos alcaloides son venenos activísimos y de difícil descubrimiento, pues no dejan rastro alguno de su presencia ni de su acción.

—¿Cree usted entonces que el conocimiento de ese secreto podría reportar algún beneficio material a su poseedor?

—Si es falto de escrúpulos, sí.

—¿Y sospecha usted de alguien? El doctor se encogió de hombros.

—Puertas y ventanas estaban intactas, lo cual me hace suponer que el atentado no procedía del exterior. Sin embargo… Se detuvo de pronto. Después prosiguió:

—Mister Blunt, quiero hablarle con entera franqueza. No me atrevo a encomendar el caso a la policía. De mis tres sirvientes estoy completamente seguro. Todos llevan en mi casa un largo tiempo y me han servido siempre con fidelidad. Comprendo, no obstante, que… En fin, ya me entiende usted. Tengo, además, conmigo a mis dos sobrinos, Bertram y Henry. Henry es un buen muchacho, muy buen muchacho, que jamás me ha proporcionado el más mínimo disgusto. Trabajador y servicial como ninguno. Bertram, siento tener que decirlo, es el reverso de la medalla, ingobernable, extravagante y gandul.

—Comprendo —dijo Tommy pensativamente—. Usted sospecha que su sobrino Bertram tiene algo que ver en todo este asunto y yo pienso precisamente lo contrario. Yo sospecho del bueno de Henry. —¿Por qué?

—Por tradición. Por precedentes.

Tommy agitó una mano con gesto enigmático.

—En mi opinión, los individuos sospechosos son por lo general inocentes y viceversa. Sí, decididamente sospecho de Henry.

—Perdóneme usted, mister Blunt —dijo Tuppence, interrumpiendo respetuosamente—. ¿He de entender que el doctor Bower guarda estas notas sobre esos alcaloides que mencionaba mezcladas con los demás papeles en un cajón de su mesa?

—Las guardo en la misma mesa, mi distinguida señorita, pero en un cajoncito secreto cuya existencia sólo yo conozco y que ha desafiado siempre cualquier intento de registro.

—¿Y qué es exactamente lo que usted quiere que yo haga, doctor Bower? —preguntó Tommy—. ¿Ha querido darme a entender que anticipa la posibilidad de otra nueva visita del misterioso merodeador?

—Así es, mister Blunt. Tengo motivos para temerlo. Esta tarde recibí un telegrama de uno de mis pacientes que envié no hace mucho a Bournemouth. El telegrama decía que mi paciente estaba en estado crítico y me suplicaban acudiera sin perder un instante. Sospechando ya por los acontecimientos que habían precedido, decidí mandar personalmente un telegrama, contestación pagada, a mi paciente en cuestión. Como supuse, me enteré de que estaba en perfecto estado de salud y de que no me había enviado aviso de ninguna clase. Se me ocurrió que, si fingía haber dado crédito al mensaje y haber salido para Bournemouth, tendríamos una gran oportunidad de agarrar a nuestros malandrines con las manos en la masa. Quien sea esperará indudablemente a que se haya retirado la servidumbre para empezar sus operaciones. Sugiero que nos encontremos esta noche, a las once, en los alrededores de mi casa y que investiguemos juntos el asunto con todo cuidado y calma.

Tommy repiqueteó pensativo en la mesa con la contera de un pisapapeles.

—Su plan me parece excelente, doctor Bower —dijo al fin—. Veamos, su dirección es…

—Los Pinos, avenida Hangman, un lugar, por cierto, bastante retirado pero con vistas soberbias.

—Así es, conozco el sitio.

El visitante se puso en pie.

—Entonces le espero esta noche, mister Blunt. Junto a Los Pinos a… ¿digamos a las once menos cinco para estar más seguros?

—Conforme. A las once menos cinco. Adiós, doctor Bower. Tommy se levantó, oprimió un botón que había bajo la mesa y Albert apareció para acompañar hasta la puerta al cliente. El doctor cojeaba visiblemente al caminar, pero su fortaleza era evidente a pesar de este pequeño defecto.

—Un cliente difícil de manejar —se dijo Tommy para sí—. Bien, Tuppence, encanto, ¿qué me dices de todo esto?

—Te contestaré con una sola palabra —respondió su esposa—. «Patizambo».

—¿Qué?

—He dicho patizambo. No en vano me he dedicado al estudio de los clásicos. Tommy, esto me huele a chamusquina. Conque alcaloides tenebrosos, ¿eh? Jamás he oído una paparrucha semejante.

—Tampoco a mí me ha parecido una historia muy convincente —admitió su marido.

—¿Te fijaste cómo miraba la carta? Tommy, ese es uno de la cuadrilla. Le han informado de que tú no eres el verdadero mister Blunt y vienen en busca de nuestras cabezas.

—En ese caso —dijo Tommy abriendo el armario lateral, e inspeccionando las filas de libros almacenados en él— nuestro papel es fácil de colegir. Seremos los hermanos Okewood. Yo seré Desmond —añadió con firmeza. Tuppence se encogió de hombros.

—Está bien. Como quieras. Yo haré de Francis. Recordarás que Francis es el más inteligente de los dos. Desmond acaba siempre por meterse en callejones sin salida y Francis es quien siempre aparece en el momento oportuno para salvar la situación.

—No olvides que yo pienso ser una especie de «super Desmond». En cuanto llegue a Los Pinos…

—Pero ¿es que piensas ir a Hampstead esta noche?

—¿Y por qué no he de ir?

—Pero ¿es que vas a ir a esa trampa que te tienden con los ojos cerrados?

—No, hija mía, no. Iré a esa trampa, eso sí, pero no con los ojos cerrados como tú dices, sino abiertos, muy abiertos. Ya verás la sorpresa que se va a llevar nuestro querido amigo el doctor Bower.

—No me gusta nada todo esto —replicó Tuppence—. Tú sabes lo que ocurre cuando Desmond desobedece las órdenes y actúa por su propia cuenta. Las nuestras fueron clarísimas. Enviar las cartas e informar inmediatamente sobre cualquier incidente que ocurriese.

—No lo has entendido bien. Debemos informar inmediatamente, en el caso de que alguien venga y mencione el número dieciséis. Hasta este momento nadie lo ha hecho.

—Eso es una sutileza tuya —observó Tuppence.

—Pues, aunque tú creas que lo es, pienso llevar este asunto sólito y en la forma que crea más conveniente. No temas nada, querida esposa. Iré armado hasta los dientes.

—Tommy, ese hombre es fuerte como un gorila.

—¿Y qué? ¿Acaso no lo es también mi automática? Se abrió la puerta que comunicaba con el despacho y entró Albert. Después de cerrarla tras de sí, se acercó con un sobre entre sus manos.

—Un caballero desea verle —anunció—. Cuando empecé a contarle mi monserga habitual sobre su conferencia con Scotland Yard, me dijo que no me molestara. Que se sabía de memoria el disco, puesto que era precisamente de donde él venía. Después escribió algo en una tarjeta, la puso dentro de este sobre y me suplicó que se la entregara.

Tommy tomó el sobre y lo abrió. Al leer el contenido una sonrisa se dibujó en su semblante.

—Ese caballero, Albert, se divirtió a tu costa diciendo la verdad. Hazle pasar.

Entregó la tarjeta a Tuppence. Llevaba el nombre del inspector Dymchurch y escritas en lápiz, aparecían las siguientes palabras: «Un amigo de Marriot».

Un minuto después el detective de Scotland Yard penetró en la oficina interior. En apariencia tenía una gran semejanza con el inspector Marriot. Ambos eran bajos, rechonchos y con ojos astutos y observadores.

—Buenas tardes —dijo el detective campechanamente—. Marriot ha salido para el sur de Gales y me ha suplicado que venga a echar un vistazo a todo esto. Oh, no se preocupe —se apresuró a añadir al ver el gesto de sorpresa que se dibujó en la cara de Tommy—, estamos enterados de todo, pero no acostumbramos a inmiscuirnos en nada que no afecte directamente a nuestro Departamento. Alguien, sin embargo, parece haberse dado cuenta de que no todo es lo que parece. No hace mucho que un caballero ha estado aquí a verles, ¿no es así? No sé qué nombre habrá dado, no me importa, puesto que lo desconozco en realidad. No obstante, sé algo acerca de él y me gustaría ampliar, a ser posible, la información. ¿Les ha dado acaso una cita para esta noche?

—Me lo figuré. ¿En el número dieciséis, Westerham Road, parque de Finsbury?

—No —respondió Tommy con una sonrisa—. Se equivoca. En Los Pinos, Hampstead, lo cual es muy distinto.

Dymchurch pareció sorprenderse. No esperaba, por lo visto, esta respuesta.

—No lo comprendo —murmuró—; debe de ser algún nuevo plan. ¿Dice usted que en Los Pinos, Hampstead?

—Sí. Hemos de encontrarnos allí a las once menos cinco.

—Si quiere seguir mi consejo, no vaya.

—¿Lo ves? —interrumpió Tuppence.

Tommy se puso encarnado como una cereza.

—Si usted cree, inspector, que… —empezó a decir acaloradamente.

Pero el inspector hizo un gesto como tratando de calmarle.

—Le daré mi opinión, mister Blunt, si me lo permite —añadió—. El lugar en que debe usted estar a esta hora es precisamente aquí, en esta oficina.

—¿Qué? —exclamó asombrado.

—Lo que oye, aquí en esta oficina. No le importe saber cómo me he enterado, a veces los departamentos se extienden más allá de sus jurisdicciones respectivas, pero sé que una de esas cartas «azules» ha llegado hoy a su poder. Es posible que ese pájaro que acaba de salir ande tras ella. Le atrae a usted con cualquier pretexto a Hampstead, se asegura así de su ausencia en estos alrededores y al llegar la noche viene tranquilamente y se entrega al registro sin que nadie pueda molestarle en lo más mínimo.

—¿Y por qué ha de pensar que guardo la carta aquí? ¿No sería más lógico suponer que la llevo encima o que la he remitido ya a su destino?

—Eso es precisamente lo que él no puede saber. Lo más probable es que se haya enterado de que usted no es el auténtico mister Blunt, sino un hombre que, lleno de buena fe, se ha hecho cargo del negocio. En este caso creerá que la carta no tiene para usted más significación que la estrictamente comercial, y que sería archivada en esta oficina junto con todas las demás.

—Comprendo —dijo Tuppence.

—Es preciso que siga creyéndoselo. Será el modo de que podamos sorprenderle esta misma noche en plena operación.

—Entonces, ¿ese es el plan? —replicó Tuppence.

—Así es. Ahora son las seis. ¿A qué hora acostumbran ustedes a salir de la oficina?

—Más o menos a esta.

—Entonces háganlo como de costumbre y volvamos pasado algún tiempo. No creo que vengan antes de las once, pero tampoco está de más el tomar ciertas precauciones. Ahora voy a echar una mirada por los alrededores para ver si hay moros en la costa.

Tan pronto como salió Dymchurch, Tommy y Tuppence iniciaron una acalorada discusión que duró unos instantes.

Al fin, Tuppence hubo de capitular.

—Está bien —dijo—. No hablemos más. Me iré a casa y allí me sentaré como una buena niña mientras tú te entretienes a jugar a los ladrones. Pero me las pagarás. No te olvides de lo que te digo.

Dymchurch volvió en aquel momento.

—Parece que el campo está libre. Salgamos.

Tommy llamó a Albert y le dio instrucciones para que cerrara.

Después, los cuatro se dirigieron al cercano garaje donde acostumbraban a dejar el coche. Tuppence se sentó al volante con Albert a su lado. Tommy y el detective se acomodaron en el asiento posterior.

Poco después quedaron detenidos por el tráfico. Tuppence miró por encima del hombro haciendo una seña. Tommy y el inspector abrieron una de las portezuelas y saltaron en medio de la calle Oxford. Al cabo de uno o dos minutos, Tuppence y Albert prosiguieron solos su camino.