Capítulo III
El caso de la perla rosa

—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó Tuppence al entrar en el santuario interior de la Agencia Internacional de Detectives, alias Brillantes Detectives de Blunt, y ver a su amo y señor tirado en el suelo y casi cubierto por un montón de libros. Tommy se levantó haciendo un gran esfuerzo.

—Estaba tratando de arreglar esto en el estante superior del armario cuando de pronto la silla cedió y todo se vino abajo.

—¿De qué tratan estos libros, si puede saberse? —preguntó Tuppence tomando uno de los volúmenes—. El perro de los Baskerville. ¡Hombre!, no me disgustaría volverlo a leer otra vez.

—¿Comprendes la idea? —dijo Tommy sacudiéndose cuidadosamente el polvo—. Media hora con los maestros, etcétera, etcétera. Comprenderás, Tuppence, que no puedo por menos de comprender que somos hasta cierto punto un par de aficionados y que necesitamos mejorar nuestra técnica. Estos libros son historias detectivescas escritas por verdaderos maestros de la literatura. Intento emplear diferentes sistemas y comparar después los resultados.

—Hum… —gruñó Tuppence—. Me gustaría saber cómo se habrían comportado todos esos detectives en la vida real —cogió otro volumen y prosiguió—, encontrarás dificultades en pretender convertirte en un Thorndyke. No tienes experiencia médica y menos legal, ni tampoco he oído que la ciencia haya sido nunca tu punto fuerte.

—Quizá no —dijo Tommy—. Pero de todos modos me he comprado una buena cámara fotográfica y me dedicaré a tomar fotografías de toda clase de huellas y hacer después las correspondientes ampliaciones. Ahora, amiga mía, haz uso de la poca materia gris que te debe quedar en el cerebro, ¿qué es lo que esto te trae a la memoria?

Señaló el estante inferior del armario. En él había una bata de diseño un tanto cubista, unas babuchas turcas y un violín.

—Evidente, Watson —contestó Tuppence haciendo un mohín.

—Exactamente —repuso Tommy—. Las características de nuestro inmortal Sherlock Holmes.

Cogió el violín e hizo resbalar perezosamente el arco sobre sus cuerdas con gran consternación de Tuppence.

En aquel momento sonó el zumbador de la mesa, señal que indicaba la llegada de un cliente a la oficina exterior y de que era recibido y atendido por Albert, el cancerbero de la agencia.

Tommy devolvió apresuradamente el violín al lugar que antes ocupaba y empujó con el pie el montón de libros ocultándolos tras la mesa.

—No es que tengamos gran prisa —observó—. Ya Albert se habrá encargado de distraer a quien sea, contándole la consabida historia de mi conferencia telefónica con Scotland Yard. Vete a tu oficina, Tuppence, y empieza a teclear. Ese ruido le da cierta importancia a nuestra oficina. Espera. No. Es preferible que esta vez aparezcas tomando notas taquigráficas. Vamos a echar un vistazo desde nuestro observatorio antes de que Albert se decida a hacer pasar a la víctima.

Se acercaron a la mirilla. El cliente, esta vez, era una muchacha de una edad aproximada a la de Tuppence, alta, morena y con cara más bien macilenta y ojos retadores.

—Vestidos baratos y llamativos —observó Tuppence—. Hazla entrar, Tommy.

Un minuto después la joven estrechaba la mano del supuesto míster Blunt, mientras Tuppence tomaba asiento a su lado, con un cuaderno y un lápiz entre los dedos.

—Mi secretaria confidencial, miss Robinson —manifestó Tommy señalándola con la mano—. Puede usted hablar ante ella con entera libertad.

Después se recostó perezosamente sobre el respaldo de la silla y prosiguió con ojos medio entornados y voz que daba la sensación de un gran cansancio:

—Debe usted encontrar un tanto incómodo el tener que tomar el autobús a esta hora del día.

—He venido en taxi —contestó la muchacha.

—¡Ah! —repuso Tommy un tanto apesadumbrado. Sus ojos se posaron en señal de reproche sobre un billete azul de autobús que asomaba por entre los pliegues de uno de los guantes. La muchacha siguió la mirada y acabó de sacarlo sonriente.

—¿Se refiere usted a esto? Lo recogí en la acera. Un niño de la vecindad hace colección de ellos. Tuppence tosió y Tommy le echó una angustiosa mirada.

—Vayamos a lo que importa —dijo de pronto—. Veo que necesita usted de nuestros servicios, señorita…

—Kingston Bruce —se apresuró a contestar la visitante—. Vivimos en Wimbledon. Ayer noche una dama que se aloja invitada en nuestra casa perdió una valiosa perla rosa. Mister Saint Vincent, que se hallaba también entre los comensales, mencionó encomiásticamente el nombre de su firma durante la cena, y mi madre me envió aquí para preguntarle si querría usted encargarse del asunto. Esa pérdida es un trastorno.

La muchacha hablaba toscamente. Casi con disgusto. Se veía claramente que no había habido un perfecto acuerdo entre la madre y la hija. Venía contra su voluntad.

—¿Han llamado ustedes por casualidad a la policía?

—¡No, por Dios! —replicó miss Kingston Bruce—. Hubiese sido ridículo llamar a la policía y descubrir después que la dichosa perla no hubiese hecho sino rodar debajo de un mueble o algo por el estilo.

—¡Ah, vamos! —dijo Tommy—. Entonces cabe la posibilidad de que la perla se haya extraviado simplemente.

Miss Kingston Bruce se encogió de hombros.

—Hay personas que por lo visto se complacen en armar un caramillo por cualquier cosa —murmuró.

Tommy carraspeó como tratando de aclarar su garganta.

—Así es —replicó sin gran convencimiento en la voz—. En fin, yo estoy extremadamente ocupado en estos momentos…

—Comprendido —comentó la muchacha levantándose. Hubo un súbito destello de satisfacción en sus ojos que no escapó a la penetrante mirada de Tuppence.

—Sin embargo —continuó Tommy—, creo que podré componérmelas para ir a Wimbledon. ¿Quiere usted hacer el favor de darme su dirección?

—The Laurels. Calle Edgeworth.

—Tome nota de ello, miss Robinson.

Miss Kingston Bruce titubeó unos instantes y en forma muy poco ceremoniosa añadió:

—Entonces le esperaremos. Buenos días.

—¡Qué muchacha más rara! —dijo Tommy—. No he tenido tiempo de darme cuenta exacta de su verdadera personalidad.

—No me extrañaría que fuese ella misma quien hubiese robado la perla —observó Tuppence quedándose pensativa unos instantes—. Vamos, Tommy —dijo casi a continuación—, pongamos en orden todos estos libros. Después saca el coche y vamos a Wimbledon sin perder un momento. A propósito, ¿insistes en querer personificar a Sherlock Holmes?

—No. Para eso tendría que hacer un poco más de práctica. Estuve un tanto desafortunado en la cuestión del billete de autobús, ¿no te parece?

—Si —contestó Tuppence—. Yo en tu lugar no intentaría nada con esa muchacha. Es más lista que el hambre, y desdichada por añadidura. ¡Pobrecilla!

—No querrás decirme que con sólo haberle visto la forma de la nariz —dijo Tommy con sarcasmo—, ya conoces su carácter y hasta su vida y milagros.

—Te diré mi idea de lo que vamos a encontrar en The Laurels —prosiguió ella inconmovible—. Una familia de esas del «quiero y no puedo», pero ansiosas siempre de moverse entre lo más selecto de la sociedad. El padre, si es que lo hay, con seguridad ostenta algún grado militar. La muchacha se aviene a esta clase de vida por no contradecir a sus padres, aunque ello no signifique tener que despreciarse por su debilidad.

Tommy echó una última mirada a los libros, cuidadosamente ordenados ya en el estante.

—Me parece que habré de decidirme por hacer hoy el papel de Thorndyke —dijo después de haberse quedado pensativo unos segundos.

—No creía que hubiese nada médico legal en el asunto —observó Tuppence.

—Quizá no, pero tengo unas ganas locas de probar mi nueva cámara. Me han dicho que tiene el objetivo más fantástico del mundo.

—Sí, conozco esa clase de objetivos. Para cuando hayas conseguido ajustar el obturador y calculado el tiempo de exposición, te habrán saltado los sesos y estarás pidiendo, a voz en cuello, que te vuelvan a dar una de nuestras sencillas Brownies.

—Sólo un alma desprovista de ambición es capaz de contentarse con una de esas sencillas Brownies que mencionas.

—Te garantizo que yo obtendré mejor resultado con ellas que tú con las tuyas.

Tommy hizo caso omiso del reto.

—Debería de comprar una botella de Compañero del Fumador —dijo pesarosamente—. Me gustaría saber dónde las venden.

—Al menos tenemos el sacacorchos patentado que la tía Araminta nos regaló por las Navidades pasadas —concluyó Tuppence tratando de secundar la emoción de su marido.

—Es verdad —contestó Tommy—. Un cachivache que yo tomé al principio por una máquina infernal, y que resultaba humorístico por proceder de una tía que jamás supo qué gusto tenía una copa de licor.

—Yo seré Polton —propuso Tuppence. Tommy la miró con desdén.

—Conque Polton, ¿en? No tienes siquiera idea de lo que dices.

Recogieron el sacacorchos y se dirigieron al garaje. Sacaron el coche y se pusieron en marcha en dirección a Wimbledon.

The Laurels era un caserón de aspecto medieval. Tenía el aire de haber sido pintado recientemente y estaba rodeado de pulcros jardines llenos de geranios escarlata.

Un hombre alto, de bigote blanco y recortado y un exagerado porte marcial abrió la puerta antes de que Tommy hubiera podido tocar el timbre.

—Hace rato que le estoy esperando —dijo ruidosamente—. Supongo que es a mister Blunt a quien tengo el gusto de dirigir la palabra. Yo soy el coronel Kingston Bruce. ¿Quiere usted venir a mi despacho?

Le condujo a una pequeña habitación situada en la parte posterior de la casa.

—El joven Saint Vincent me ha contado cosas admirables acerca de su agencia. He visto también el anuncio que han puesto en los periódicos. Ese servicio de veinticuatro horas que ustedes mencionan debe de ser algo maravilloso. Es precisamente lo que nosotros necesitamos.

Anatematizando en su interior a Tuppence por su irresponsabilidad al inventar este brillante detalle, Tommy replicó:

—Está bien, coronel.

—Todo el caso es en sí desagradable, caballero, verdaderamente desagradable…

—¿Sería usted tan amable de hacerme una relación de los hechos? —interrumpió Tommy con un dejo de impaciencia en la voz.

—Claro que lo haré, ahora mismo. Tenemos en este momento residiendo con nosotros a una antigua y buena amiga nuestra, a lady Laura Barton, hija del difunto conde de Carrownay. El conde actual, su hermano, pronunció un brillante discurso en la Cámara de los Lores el otro día. Como digo, lady Laura es una antigua y buena amiga nuestra. Unos cuantos estadounidenses amigos míos que acababan de llegar, los Hamilton Betts, tenían muchas ganas de conocerla. «Nada más fácil —les dije—. Se hospeda en mi casa en estos momentos. Vengan a pasar el fin de semana conmigo». Usted sabe la debilidad que los estadounidenses sienten por los títulos nobiliarios.

—No sólo ellos, coronel Kingston Bruce.

—¡Verdad, caballero, verdad! No hay nada que yo deteste más que el esnobismo. Pues como decía, los Betts vinieron a pasar el fin de semana. Ayer noche estábamos jugando al bridge, cuando se rompió el cierre de uno de los pendientes que llevaba mistress Betts. Se lo quitó y lo dejó sobre una mesa que había a su lado, con el propósito de recogerlo de nuevo antes de retirarse a sus habitaciones. Por lo visto se olvidó de hacerlo. Debo explicarle, mister Blunt, que el pendiente consistía en dos pequeños diamantes laterales de los que colgaba una perla rosa. El pendiente fue encontrado esta mañana en el mismo sitio en que mistress Betts lo dejara, pero la perla, una perla por lo visto de un gran valor, había sido arrancada de él.

—¿Quién encontró el pendiente?

—La doncella, Gladys Hill.

—¿Hay algún motivo para sospechar de ella?

—Lleva con nosotros unos cuarenta años y hasta la fecha no hemos tenido queja alguna. Sin embargo, eso no quiere decir nada.

—Exactamente. ¿Quiere usted describirme la dependencia y decirme quiénes estaban presentes en la cena de ayer?

—Tenemos una cocinera que lleva sólo dos meses en la casa, pero no creo que haya podido tener oportunidad de acercarse a la sala, y lo mismo podríamos decir de su ayudanta. Además, tenemos una criada, Alice Cummings. También ha estado con nosotros algunos años. Y la doncella de lady Laura, como es natural. Es francesa.

El coronel Kingston Bruce dijo esto último con cierta solemnidad. Tommy, indiferente por la revelación de la nacionalidad de la doncella, dijo:

—Bien. ¿Y los comensales?

—Mister y mistress Betts, nosotros, mi esposa, mi hija y yo, lady Laura y el joven Saint Vincent. Mister Rennie estuvo un rato en la casa después de la cena.

—¿Quién es mister Rennie?

—El hombre más pestilente que pueda usted imaginarse. Socialista rabioso. Buena figura, eso sí, y con fuerza persuasiva en la argumentación. Pero un hombre, no me importa decírselo a usted, a quien no confiaría ni siquiera la cabeza de un alfiler. Un hombre peligroso, en suma.

—¿Es entonces de ese mister Rennie de quien usted sospecha? —preguntó Tommy con sequedad.

—Sí, señor, ¿a qué negarlo? Estoy seguro, por los puntos que calza, de que es un hombre sin escrúpulos. ¿Qué le hubiese costado, en el momento en que todos estábamos absortos en el juego, arrancar la perla y guardársela en el bolsillo?

—Todo cabe en lo posible —admitió Tommy—. Y dígame una cosa, ¿cuál fue la actitud de mistress Betts durante todo ese quid pro quol?

—Quería que yo llamase a la policía —contestó el general un tanto reacio a abordar el tema—. Quiero decir, después de que nos hubiésemos convencido de que la perla no había rodado por debajo de alguno de los muebles.

—¿Fue usted quien la disuadió de su idea?

—Yo era contrario a esta clase de publicidad, así como también mi esposa y mi hija. Después mi esposa recordó que el joven Saint Vincent había mencionado en el curso de la velada su agencia y su servicio especial de veinticuatro horas. A Tommy le dio un vuelco el corazón.

—Como usted ve —prosiguió el coronel—, no ha habido ningún mal en hacer lo que hemos hecho. Si mañana llamamos a la policía, puede suponerse que nuestro retraso en hacerlo se debió a la duda de que la perla pudiera meramente haberse extraviado. A propósito, esta mañana no se le ha permitido a nadie salir de la casa.

—Con excepción de su hija, como es natural —dijo Tuppence, abriendo la boca por primera vez.

—Es verdad, excepto mi hija —asintió el coronel—, que se ofreció voluntariamente a someter el caso a su consideración. Tommy se levantó.

—Haremos cuanto humanamente nos sea posible para satisfacer sus deseos —dijo—. Ahora quisiera ver la sala y la mesa en que se depositó el pendiente. También desearía hacer unas cuantas preguntas a mistress Betts. Después de eso, mi ayudante, miss Robinson, se encargará de interrogar a la servidumbre.

El coronel Kingston Bruce les condujo a lo largo del vestíbulo. Mientras caminaban, llegó claramente a sus oídos una observación hecha por una persona que estaba en la habitación a la cual se acercaban. La voz era la misma que la de la joven que había ido a verles aquella mañana a la agencia.

—Tú sabes muy bien, mamá, que trajo a casa una cucharita escondida en el manguito.

Un instante después fueron presentados a mistress Kingston Bruce, una mujer patética, de modales lánguidos, que les recibió con una ligera inclinación de cabeza. Su cara en estos momentos era más hosca que nunca. Mistress Kingston Bruce era voluble.

—… Pero sé, o al menos me figuro, quién debió cogerla —terminó diciendo—; ¿quién va a ser sino ese condenado socialista? Está enamorado de los rusos y de los alemanes y detesta a los ingleses. ¿Qué otra cosa puedes esperar de un hombre así?

—¡Eso no es cierto! —replicó la joven con firmeza—. Le estuve observando toda la noche y no es posible que se me pasara un detalle como ese. Miró retadora a todos los presentes.

Tommy cortó la tensión reinante solicitando venia para ver a mistress Betts. Cuando hubo salido mistress Kingston Bruce acompañada de su esposo e hija en busca de mistress Betts, Tommy lanzó un apagado silbido.

—Me gustaría saber —dijo con intención— quién es esa que trajo una cucharita escondida en el manguito.

—En eso mismo estaba yo pensando —replicó Tuppence.

Mistress Betts, seguida de su marido, irrumpió en la habitación. Era gruesa y de aspecto decidido y resuelto. Su marido era el reverso de la medalla. Seco y pusilánime.

—Tengo entendido, mister Blunt, que es usted un investigador privado y por lo visto poco amigo de andarse por las ramas.

—Así es, mistress Betts. Y ahora que sabe quién soy, ¿me permite que le haga unas cuantas preguntas?

Las cosas se sucedieron rápidamente. Tommy vio el pendiente, la mesa en que fue dejado, y mister Betts salió de su taciturnidad para hacer mención del valor, en dólares, de la desaparecida perla.

A pesar de todo, Tommy tenía la irritante certeza de no haber logrado hacer todavía el menor progreso en ningún aspecto.

—Creo que esto es todo —dijo al fin—. Miss Robinson, ¿quiere usted tener la bondad de traer la máquina especial que dejé en el vestíbulo? Tuppence hizo lo que le pedían.

—Es un pequeño invento mío —explicó Tommy—. En apariencia, como ustedes ven, es como otra cámara cualquiera.

Experimentó una ligera satisfacción al ver el efecto que sus palabras habían producido en los Betts.

Retrató el pendiente y la mesa, y tomó varias vistas generales de la habitación. Después «miss Robinson» fue delegada para interrogar a las criadas, y en vista de la expectación reflejada en los semblantes del coronel Kingston Bruce y de mistress Betts, Tommy se creyó obligado a emitir su autorizada opinión sobre el particular.

—La posición, como ustedes ven —dijo—, es la siguiente: o bien la perla está todavía en la casa o no lo está.

—Es cierto —afirmó el coronel con más respeto quizá que el que merecía una perogrullada semejante.

—Si no está en la casa, puede estar en cualquier parte; pero si lo está, ha de estar forzosamente oculta en alguna parte…

—Y se impone un registro —intervino exaltadamente el coronel—. Sí, sí, le doy carta blanca, mister Blunt. Revuelva la casa, desde el desván hasta el sótano.

—¡Oh, Charles! —murmuró llorosa mistress Kingston Bruce—. ¿Crees que es prudente llevar a cabo lo que dices? Los criados pueden tomarlo a mal y abandonar el servicio.

—Sus habitaciones serán registradas las últimas —añadió Tommy, tratando de complacerla—. Es seguro que el ladrón habrá escondido la alhaja donde uno menos hubiera podido imaginarse.

—Creo que yo he leído algo acerca de esto último que acaba usted de decir —asintió el coronel.

—Es posible. ¿Recuerda usted el caso de Rex contra Bailey, que fue el que creó ese precedente?

—¿El caso de…? Sí, sí… creo recordar…

—Y el lugar, a mi juicio, en que a nadie se le ocurriría mirar es en las habitaciones de la propia mistress Betts.

—¡Sería realmente ingenioso! —exclamó admirada la aludida. Y sin añadir comentario adicional alguno, condujo a Tommy a sus habitaciones, donde este hizo uso una vez más de su aparato especial para tomar fotografías.

Poco después se le incorporó Tuppence.

—Espero que no pondrá objeción mistress Betts, a que mi ayudante eche una mirada a sus armarios. —¡Claro que no! ¿Me necesita usted para algo más? Tommy le aseguró que no había ya motivo alguno para su retención. Así es que mistress Betts se marchó, dejando el campo enteramente a disposición de los investigadores.

—No tenemos más remedio que proseguir con la farsa —dijo Tommy—, pero maldita la confianza que pueda yo tener en encontrar lo que buscamos. Y de esto nadie tiene la culpa sino tú y tu dichoso servicio de veinticuatro horas.

—Escucha, Tommy. No creo que sean las criadas las que hayan cometido el robo, pero me las he compuesto para tirarle un poco de la lengua a la camarera francesa. Según esta, lady Laura pasó aquí también unos días el año pasado y al volver de tomar té en casa de unos amigos del coronel Kingston Bruce, parece ser que se le cayó, en presencia de todos, una cucharita de plata que llevaba escondida dentro del manguito. Todos creyeron al principio que se trataba meramente de uno de tantos accidentes fortuitos. Pero hablando de robos similares he conseguido ampliar mi información. Lady Laura no tiene ni un céntimo y le gusta siempre pasar confortables temporadas con gentes para quienes un título tiene todavía una gran significación. Quizá sea una coincidencia, o quizá no lo sea, pero lo cierto es que cinco robos han tenido lugar en cinco sitios diferentes, en que ella se ha hospedado, unos de objetos insignificantes, y otros de joyas de gran valor.

Tommy dejó escapar de sus labios un prolongado y agudo silbido.

—¿Dónde está el cuarto de esa pájara? —preguntó.

—Frente por frente de este en que estamos.

—Entonces creo que lo mejor será que echemos un vistazo a esas habitaciones.

Por la puerta entornada se podía ver un espacioso departamento con muebles esmaltados y cortinas de un raso brillante. Una puerta interior comunicaba con el cuarto de baño y frente a esta se hallaba una muchacha morena y delgada, vestida con gran pulcritud.

Tuppence vio la expresión de estupor que su súbita entrada hizo aparecer en las facciones de la sirvienta.

—Soy Elise, mister Blunt —dijo tratando de dibujar una de sus más encantadoras sonrisas—. La doncella de lady Laura.

Tommy cruzó el umbral de la puerta que separaba la alcoba del cuarto de baño y quedó sorprendido del lujo y modernismo que reinaba en su interior. Se puso a curiosear las diferentes instalaciones con objeto de disipar la mirada de sorpresa que había aparecido en el rostro de la sirvienta.

—Parece que está usted muy entretenida con sus quehaceres, ¿verdad, mademoiselle Elise?

—Sí, monsieur, estaba limpiando el baño de milady.

—¿Podría usted ayudarme unos instantes a tomar unas cuantas fotografías? Tengo aquí una cámara especial y deseo retratar con ella los interiores de todas las habitaciones de la casa.

Fue interrumpido por el estrépito que produjo la puerta al cerrarse de pronto. Elise dio un respingo.

—¿Qué ha sido eso?

—Debe haber sido el viento —contestó Tuppence.

—Volvamos a la alcoba.

Elise se adelantó para abrirla, pero por más esfuerzos que hizo sólo consiguió arrancar del pomo unos débiles chirridos.

—¿Qué pasa? —preguntó Tommy.

—Ah, monsieur, alguien debe haber cerrado desde fuera —contestó Elise. Tomó un trapo y lo volvió a intentar. Esta vez el pomo giró con facilidad y consiguió abrir—. Voilá ce qui est curieux. Debió de haberse atascado. No había nadie en el dormitorio.

Tommy recogió su aparato y se puso a manipularlo ayudado por Tuppence y por la doncella. De vez en cuando no podía por menos de dirigir una furtiva mirada a la misteriosa puerta.

—Tengo curiosidad por saber —se dijo entre dientes— qué demonios le ha pasado a esa puerta.

La examinó detenidamente, abriéndola y cerrándola repetidas veces. La manecilla funcionaba rápidamente y a la perfección.

—Bueno, una fotografía más —exclamó acompañando la petición con un suspiro—. ¿Quiere usted hacer el favor de descorrer un poco esa cortina, mademoiselle Elise? Gracias. Manténgala así unos segundos.

Sonó el clic familiar. Tommy entregó la placa a Elise, y a Tuppence el trípode, mientras él reajustaba y cerraba cuidadosamente la cámara. Se valió de un fútil pretexto para alejar a Elise, y cuando esta hubo partido, cogió de un brazo a Tuppence y le habló rápidamente:

—Escucha, Tuppence, tengo una idea. ¿Puedes permanecer aquí unas cuantas horas más? Registra los cuartos uno por uno, esto te dará tiempo. Trata de tener una entrevista con esa pájara, ya sabes a quién me refiero, a lady Laura, pero ¡por Dios!, no la alarmes innecesariamente. Dile que sospechamos de la camarera. Y hagas lo que hagas, no permitas de ningún modo que abandone la casa. Yo me voy con el coche y trataré de estar ausente el menor tiempo posible.

—Está bien —dijo Tuppence—, pero no des por tan seguras tus conclusiones. Te has olvidado de una cosa.

—¿De qué?

—De miss Kingston Bruce. Hay algo en ella que no acabo de comprender. Escucha. Me he enterado de la hora en que salió de aquí esta mañana. Tardó dos horas en llegar a nuestra oficina. ¿No te parece una exageración? ¿Dónde estuvo durante todo ese tiempo?

—Si, parece que hay algo de sentido en lo que dices —admitió su marido—. Bien, tú sigue la pista que quieras, pero vuelvo a repetirte que bajo ningún concepto permitas que lady Laura salga de la casa. ¿Qué es eso?

Su fino oído había captado un leve crujido que venía del descansillo. Salió al corredor, pero no vio a nadie.

—Bueno, hasta la vista —dijo despidiéndose—. No tardaré.