Míster y mistress Beresford tomaron posesión de las oficinas de la Agencia Internacional de Detectives unos días después. Estaban emplazadas en el segundo piso de un edificio bastante ruinoso, por cierto, de Bloomsbury. En la diminuta dependencia exterior, Albert abandonó su papel de mayordomo de Long Island para convertirse en un mensajero de la oficina, cargo que, al parecer, sabía desempeñar a la perfección. Una bolsita de papel llena de caramelos, manos manchadas de tinta y una cabeza desgreñada era el concepto que él tenía del personaje.
Dos puertas comunicaban esta especie de salita de espera con las oficinas interiores. En una de ellas se leía «Empleados». En la otra «Privado». Tras esta última había una pequeña, pero confortable habitación amueblada con una enorme mesa de despacho, unos archivadores artísticamente rotulados, vacíos todos, y unos cuantos sillones de piel. Tras la mesa se sentaba el supuesto míster Blunt tratando de dar la impresión de no haber hecho otra cosa en su vida que dirigir agencias de investigación. Como es natural, había un teléfono al alcance de la mano. Tuppence había ensayado varios efectos telefónicos y Albert tenía también sus correspondientes instrucciones.
En la habitación adjunta estaba Tuppence con una máquina de escribir, un montón de mesas y sillas de clase inferior a las que había en el despacho del gran jefe, y una cocinilla de gas para hacer el té.
Nada faltaba en realidad, excepto los clientes. Tuppence, en el primer éxtasis de su iniciación, abrigaba lisonjeras esperanzas.
—Será maravilloso —declaró—. Atraparemos a los asesinos, descubriremos los lugares en que se esconden joyas familiares desaparecidas misteriosamente, encontraremos personas secuestradas y desenmascararemos a los impostores.
Al llegar a este punto de sus divagaciones, Tommy se creyó en el deber de intervenir.
—Cálmate, Tuppence —dijo—, y procura olvidar esas novelas folletinescas a las que eres tan aficionada. Nuestra clientela, si llegamos a tenerla, constará exclusivamente de maridos que querrán que vigilemos a sus esposas y de esposas que querrán que vigilemos a sus maridos. Obtención de pruebas para un divorcio será casi la única misión de nuestra agencia.
—Pues yo —contestó Tuppence arrugando la nariz en una mueca de fastidio—, no aceptaría ningún caso de divorcio. Hemos de elevar el valor material y moral de nuestra profesión.
—¿Ah, sí? —respondió Tommy con aire de duda. Una semana después de instalarse volvieron apenadamente a hacer un resumen de sus más que pobres y ridículos progresos.
—Total, tres neuróticas cuyos maridos acostumbran a pasar el fin de semana fuera de sus respectivas casas —suspiró Tommy—. ¿Ha venido alguien mientras yo estaba fuera comiendo?
—Sí, un viejo con una mujer poco enamorada, por lo visto, de las delicias del hogar —respondió Tuppence con desaliento—. Hace años que he venido leyendo en la prensa el alarmante incremento de los casos de divorcio, pero hasta esta última semana no me había dado cuenta de la gravedad del asunto. Estoy ya harta de estar diciendo a cada momento: «No, señor, no admitimos casos de divorcio».
—Lo hemos hecho constar así en nuestros anuncios —le recordó su esposo— y espero que no vuelvan a molestarnos en lo sucesivo.
—¡Quién sabe! —respondió Tuppence con un tono de melancolía en su voz—. De todos modos estoy decidida a no dejarme vencer. Seré yo quien cometa el crimen, si es preciso, y así podrás tú hacerte cargo de su investigación.
—¿Y qué saldríamos ganando con ello? Pienso en su desesperación cuando tuviera que darte mi beso de despedida en la puerta de la cárcel.
—Tú estás pensando en nuestros días de noviazgo —replicó ella con ironía—. De todos modos —prosiguió—, es preciso que hagamos algo. Aquí estamos tú y yo cargados de talento y de grandes ideas y sin la menor oportunidad de ejercitar el uno y de llevar a la práctica las otras.
—Me admira tu optimismo, Tuppence. ¿De modo que estás segura de tu capacidad mental?
—¡Claro que lo estoy! —estalló Tuppence abriendo unos ojos como platos.
—Y, sin embargo, no tienes la más mínima experiencia en esta clase de asuntos.
—He leído todas las novelas policíacas que se han publicado en los últimos diez años.
—También yo —dijo Tommy—, y no sé por qué, pero tengo la idea de que de muy poco nos va a servir el haberlo hecho.
—Siempre has sido un pesimista, Tommy. Fe en sí mismo, esa es la base del triunfo.
—Y tú, por lo visto, la tienes.
—¡Naturalmente! Claro que en las novelas detectivescas la solución es fácil, puesto que el autor basa sus deducciones en el proceso inverso que ha seguido para llegar a ellas. Quiero decir que si uno conoce la solución de antemano es fácil establecer después las pistas que le han de conducir a ella. Y ahora que pienso…
Se detuvo frunciendo pensativamente el entrecejo.
—Di…
—Se me ha ocurrido de pronto algo que… —prosiguió Tuppence—. Todavía no consigo darle forma, pero… Se levantó resueltamente.
—Creo que debo ir a comprar aquel sombrero del que te hablé el otro día.
—¡Otro sombrero! —exclamó Tommy con desesperación.
—Si, una verdadera obra de arte —respondió ella con dignidad.
Y a continuación abandonó la estancia con un gesto de determinación retratado en su semblante.
Al día siguiente Tommy trató de inquirir acerca de la misteriosa idea de su esposa, pero en vano. Esta se limitó a mover la cabeza pensativamente y a pedirle que le concediera tiempo para madurar debidamente su plan.
Al fin, y en una gloriosa mañana, llegó el tan ansiado primer cliente. Todo lo demás fue echado en el olvido.
Hubo una llamada en la puerta exterior de la oficina y Albert, que acababa de colocarse un caramelo de limón entre los labios, gruñó un displicente «adelante». El deleite y la sorpresa que le produjo lo que vio a continuación le dejó de momento sin habla.
Un joven alto, exquisitamente ataviado, se detuvo indeciso en el umbral.
«Un petimetre», se dijo Albert para sí. Su juicio en esta materia no carecía de exactitud. El joven en cuestión debería tener unos veinticuatro años de edad, pelo meticulosamente planchado y echado hacia atrás, tendencia a la coloración rosácea del círculo que rodeaba sus ojos y prácticamente ausencia absoluta de mentón.
En un éxtasis, Albert oprimió el botón que había bajo su mesa y casi a continuación se dejó oír un furioso tableteo que procedía de la habitación de «Empleados». Se veía que Tuppence había acudido presurosa a su puesto frente a la máquina de escribir. El efecto que en el joven causó esta sensación de actividad fue sorprendente.
—¿Es esta —prosiguió cohibido— la Agencia Internacional de Detectives?
—¿Desea usted hablar con míster Blunt en persona? —preguntó Albert con aire de duda en cuanto a la consecución del propósito.
—Pues… sí, jovenzuelo. Esa es mi idea… si es posible.
—Por lo que veo, no tiene usted visita concertada.
—A decir verdad, no.
—Pues siempre es aconsejable tenerla. Míster Blunt es un hombre terriblemente ocupado. En este momento está conversando por teléfono con Scotland Yard. Una consulta urgente. El joven quedó profundamente impresionado. Albert bajó el tono de voz y, en forma amistosa, se avino a hacer partícipe al visitante de una pequeña información.
—Un importante robo de documentos en una de las oficinas gubernamentales. Desean que míster Blunt se encargue del caso.
—¿Qué me dice?
—Como lo oye.
El joven se sentó en una de las sillas, ignorante del hecho que dos pares de ojos le observaban atentos desde agujeros astutamente disimulados entre los objetos que adornaban las paredes, los de Tuppence, en intervalos de descanso de su frenético teclear, y los ojos de Tommy, en espera del momento oportuno de la admisión del anhelado cliente.
Poco después, un timbre sonó ruidosamente en la mesa de Albert.
—El jefe está libre. Voy a ver si puede recibirle —dijo Albert encaminándose en dirección a la puerta señalada con el nombre de «Privado». Reapareció casi inmediatamente.
—¿Quiere usted pasar, caballero?
El visitante fue introducido en el despacho del gerente y un joven de rostro placentero, pelo rojo y aire de suficiencia se adelantó a recibirle.
—Siéntese, por favor. ¿Desea usted consultarme alguna cosa? Soy mister Blunt.
—¿Ah, si? Perdone mi sorpresa, pero le creía más viejo.
—Los días de los hombres de edad se han terminado —dijo Tommy, agitando una de sus manos—. ¿Quiénes fueron los causantes de la guerra? Los viejos. ¿Quiénes los responsables del presente desempleo? Los viejos. ¿Y de todo lo malo que siempre ocurre? Los viejos, y sólo los viejos.
—Creo que tiene usted razón —contestó el cliente—. Conozco a un muchacho que es poeta, al menos así lo dice él, que afirma exactamente lo mismo que acaba usted de decir tan convencido.
—Permítame que le diga que ni uno de los miembros que componen mi eficiente plantel de agentes pasa un solo día de los veinticinco años. Esta es la verdad.
Ya que el eficiente plantel quedaba reducido a las personas de Albert y Tuppence, la declaración no carecía de veracidad.
—Y ahora los hechos —dijo mister Blunt.
—Quiero que encuentre usted a alguien que acaba de desaparecer —articuló bruscamente el joven.
—Bien. ¿Quiere hacer el favor de contarme los detalles?
—Eso ya es un poco difícil. Quiero decir que se trata de un asunto delicadísimo y que si la interesada llega a enterarse de este paso que doy… En fin, no sé cómo explicárselo.
Miró desesperadamente a Tommy, que empezó a dar muestras de impaciencia. Había estado a punto de salir a comer y preveía que la operación de extraer los datos que necesitaba iba a tomar más tiempo que el que su vacío estómago estaba dispuesto a concederle.
—¿Desapareció por su propia voluntad o sospecha usted de un rapto? —preguntó con hosquedad.
—No lo sé —contestó el joven—. No puedo decírselo.
Tommy cogió un bloque de papel y lápiz.
—Primero de todo, ¿quiere tener la bondad de decirme su nombre? El muchacho que recibe a las visitas tiene instrucciones de no preguntar el nombre a nadie. De ese modo las consultas se hacen en forma muy confidencial.
—Excelente idea —dijo el joven—. Me llamo… me llamo Smith.
—No, no —exclamó Tommy—. El nombre verdadero, por favor.
Su visitante le miró desconcertado.
—Saint Vincent —dijo, después de titubear unos instantes—. Lawrence Saint Vincent.
—Es curioso el hecho —aclaró Tommy— de que son muy pocas las personas que realmente se llaman Smith. Personalmente le diré que no conozco a nadie con ese nombre. Sin embargo, nueve personas de cada diez acostumbran a dar el de Smith. Estoy escribiendo una monografía sobre el particular.
En aquel momento, un zumbador que había sobre su mesa dejó oír su amortiguado tintineo. Eso quería decir que Tuppence solicitaba permiso para tomar cartas en el asunto. Tommy, cuyo estómago daba ya señales de inquietud y sentía una profunda antipatía contra el joven Saint Vincent, acogió gustoso la transferencia de poderes.
—Perdóneme —dijo cogiendo el auricular del teléfono. Su cara reveló rápidos y consecutivos cambios: sorpresa, consternación, júbilo contenido.
—No me diga —dijo fingiendo una gran sorpresa—. ¿El primer ministro en persona? No, no, en ese caso iré inmediatamente.
Volvió a colgar el auricular y se volvió a su cliente.
—Caballero, quisiera rogarle que me perdone. Se trata de una llamada urgente. Si quiere tener la bondad de dar los detalles a mi secretaria confidencial, ella le atenderá cumplidamente.
Se levantó y abrió la puerta que comunicaba con la habitación contigua.
—Miss Robinson.
Tuppence, grave y pulcra, con pelo negro liso, y cuello y puños de inmaculada blancura, entró con paso rítmico y solemne. Tommy hizo las presentaciones de rigor y partió apresuradamente.
—Tengo entendido que una dama, por la que al parecer usted se interesa, acaba de desaparecer, ¿es eso, mister Saint Vincent? —dijo Tuppence con voz aterciopelada mientras recogía el bloque y el lápiz de su jefe y se sentaba frente al visitante—. ¿Era joven?
—Bastante —contestó mister Saint Vincent—. No sólo joven sino bonita y con todo cuanto pudiera pedirse de una mujer.
—¡Dios mío! —murmuró ella—. Espero que…
—¿Cree usted que haya podido pasarle algo? —preguntó Saint Vincent presa de verdadero sobresalto.
—Supongo que no —contestó Tuppence con una forzada sonrisa que acabó por deprimir aún más al asustadizo indagador.
—Escuche usted, miss Robinson. Haga cuanto esté en su mano para encontrarla. No vacile en incurrir en cuantos gastos crea usted necesarios. Daría mi vida para que nada le hubiese sucedido. Parece usted comprensiva y no vacilo en confiarle que besaría con gusto la tierra que ella pisase. Es única en el mundo, miss Robinson, única.
—Tenga la bondad de decirme su nombre y cuanto sepa acerca de ella.
—Se llama Janet, no conozco su apellido. Trabaja en una tienda de sombreros, en casa de madame Violette, en la calle Brook; pero le garantizo que es una mujer tan seria y decente como pueda serlo la primera. Como de costumbre, fui ayer a esperarla, pero no la vi salir. Después me enteré de que no había acudido al trabajo ni había enviado mensaje alguno. Madame estaba furiosa. Conseguí que me diera la dirección de la casa en que se hospeda y allí acudí. Tampoco sabían nada de ella. No se había retirado la noche anterior. Creí volverme loco. Mi primera idea fue acudir a la policía, pero temí que Janet se enfadara si como espero, nada le ha ocurrido, y su ausencia se debe sólo a motivos que más tarde podrán ser explicados con la mayor naturalidad. Después recordé que ella misma me había enseñado uno de los anuncios publicados por esta oficina, y añadió que, según una de sus parroquianas, se había hecho lenguas de la discreción y la habilidad con que llevan ustedes a cabo sus investigaciones. Así, pues, decidí consultarles, y aquí estoy.
—Bien —contestó Tuppence—, ¿cuál es la dirección de que usted me ha hablado? El joven se la dio.
—Creo que esto es todo —dijo Tuppence después de pensar unos instantes—; es decir, ¿debo presuponer que está usted prometido a esa joven dama? Saint Vincent se quedó rojo como una amapola. —Pues, en realidad, no, no es eso precisamente. Hasta hoy nada le he dicho, pero le juro que en cuanto vuelva a verla, y Dios quiera que así sea, lo primero que haré será pedirle que me conceda su mano.
Tuppence volvió a dejar el bloque de papel que tenía entre las manos.
—¿Quiere usted nuestro servicio especial de veinticuatro horas? —preguntó en tono comercial.
—¿Y qué es eso?
—Los honorarios son dobles, pero dedicaremos al caso cuantos agentes tengamos disponibles. Míster Saint Vincent, si esa mujer está viva, mañana a estas horas podremos darle noticias definitivas del lugar en que se encuentra en la actualidad.
—¿Qué? ¡Eso es admirable!
—Sólo empleamos a gente experta, y garantizamos resultados positivos. Y a propósito, todavía no me ha dado usted las señas de esa señorita.
—Tiene el cabello más maravilloso que pueda usted concebir, un rojo oscuro y radiante como la puesta de sol, eso es, del color de una puesta de sol. Es raro, pero hasta hace poco nunca se me había ocurrido fijarme en una puesta de sol.
—Pelo rojo —dijo Tuppence sin inmutarse y haciendo la correspondiente anotación—. ¿Qué altura diremos que tiene la señorita?
—No lo sé exactamente, pero es más bien alta que baja, y ojos rasgados, creo que de un azul oscuro. Ah… y un andar resuelto y airoso capaz de quitarle el resuello al más pintado.
Tuppence escribió unas cuantas palabras más, cerró su libro de notas y se puso en pie.
—Si viene usted mañana a las dos, creo que podré darle ya algunas noticias sobre el particular. Buenos días, mister Saint Vincent.
Cuando volvió Tommy encontró a Tuppence consultando unas páginas del Dehrell.
—Tengo todos los detalles —dijo sucintamente—. Lawrence Saint Vincent es el sobrino y heredero del conde de Cheriton. Si logramos resolver satisfactoriamente este caso lograremos una grande y muy provechosa publicidad en las altas esferas. Tommy leyó detenidamente las notas escritas en su bloque.
—¿Qué es lo que crees que en realidad le ha pasado a esa muchacha? —preguntó a continuación.
—Creo —contestó Tuppence— que ha huido siguiendo los dictados de su corazón. Quería a este joven demasiado bien y necesitaba un poco de paz para su acongojado espíritu.
Tommy la miró dubitativo.
—Sabía que eso se hacía en las novelas —dijo—, pero no en la vida real.
—¿Ah, no? —replicó Tuppence—. Bien, quizá tengas razón. Pero casi me atrevo a afirmar que Lawrence Saint Vincent se tragará con facilidad esa píldora. Está en este momento lleno de románticos anhelos y, a propósito, he garantizado resultados positivos en el plazo de veinticuatro horas, servicio especial.
—¡Tuppence! ¡Idiota de nacimiento! ¿Qué ventolera te ha dado para hacer una promesa así?
—Fue una idea que me vino de pronto a la cabeza. Creía, al menos, que sonaba bien. No te preocupes. Deja el asunto en manos de Mamá. Mamá sabe muy bien lo que tiene que hacer. Salió dejando a Tommy desorientado. Al poco tiempo se levantó, lanzó un profundo suspiro y salió decidido a hacer algo que enmendara en parte los graves errores cometidos por su esposa.
Cuando a las cuatro y media volvió a presentarse mustio y apenado, encontró a Tuppence extrayendo una bolsa de galletas de su escondrijo en uno de los archivadores.
—Pareces un alma en pena —observó—, ¿qué has estado haciendo?
Tommy dejó escapar un sordo gemido.
—Haciendo un recorrido por todos los hospitales con la descripción que me has dado de esa muchacha.
—¿No te dije acaso que dejaras ese asunto en mis manos? —preguntó Tuppence.
—¿Cómo vas a poder encontrar a esa muchacha, sola y antes de las dos de la tarde?
—No sólo puedo encontrarla, sino que te digo que la he encontrado ya.
—¿Qué dices?
—Muy sencillo, Watson, muy sencillo.
—¿Y dónde está?
Tuppence señaló con el pulgar en dirección a su espalda.
—En mi oficina.
—¿Qué hace allí? Tuppence se echó a reír.
—Con una marmita, un hornillo de gas y media libra de té —explicó Tuppence mirándole provocativamente a la cara—; la conclusión es sumamente fácil de predecir.
»Los almacenes de madame Violette —prosiguió Tuppence con dulzura— era de donde yo me proveía de sombreros, y el otro día, entre las empleadas, me encontré con una antigua amiga y compañera de fatigas del hospital. Había abandonado la profesión de enfermera y empezó por cuenta propia un negocio también de sombreros. Fracasó y tuvo que aceptar un puesto en la casa de madame Violette. Entre las dos convinimos en llevar a cabo este plan que estoy desarrollando. Ella se encargaría de refregar nuestro anuncio por las narices de Saint Vincent antes de desaparecer. Eficiencia admirable de los brillantes detectives de la Agencia Blunt, publicidad para nosotros y un papirotazo que haga que el Joven Saint Vincent se decida de una vez a plantear su proposición matrimonial. Janet estaba ya cansada de esperar.
—¡Tuppence! —estalló Tommy cuando aquella hubo terminado—. Esto es lo más inmoral que he oído en toda mi vida. No sólo ayudas, sino que patrocinas los amores de un Joven con una muchacha que no es ciertamente de su clase.
—Tonterías. Janet es una muchacha como pocas, y lo curioso del caso es que está que echa las muelas por ese majadero con pantalones que vino a vernos esta mañana. Ahora verás lo que verdaderamente necesitan algunas de esas empingorotadas familias que tanto se jactan de su exclusivismo y de su distinción. Una buena inyección de sangre roja y reconfortante. Janet será para ese bobo una especie de ángel tutelar. Cuidará de él, pondrá coto al abuso de «combinados» y de visiteos nocturnos a los clubes y cabarés y hará de él un hombre equilibrado y fuerte que es, hoy por hoy, lo que más falta le hace a nuestro país. Ven conmigo y te la presentaré.
Tuppence abrió la puerta que comunicaba con la habitación contigua y entró en ella seguida de Tommy.
Una muchacha alta, de cara atrayente y una magnífica cabellera de un color pardo rojizo, dejó la tetera que tenía entre las manos y se volvió con una sonrisa que ponía al descubierto dos blancas hileras de dientes.
—Espero que me perdonarás, enfermera Cowley, quiero decir, mistress Beresford. Supuse que, como yo, estarías ansiosa por tomar una taza de té y… Fueron muchas las veces que hiciste lo propio por mí en el hospital y a horas intempestivas de la madrugada.
—Tommy —dijo Tuppence—, permíteme que te presente a mi buena y antigua amiga, la enfermera Smith.
—¿Has dicho Smith? ¡Es curioso! —respondió Tommy estrechando la mano que aquella le tendía—. ¿Eh? No, nada, una monografía que estoy a punto de escribir.
—No te pongas nervioso, Tommy —suspiró Tuppence en su oído, al tiempo que le servia una taza de té—. Ahora bebamos juntos —terminó—, y brindemos por la prosperidad de la Agencia Internacional de Detectives y porque nunca llegue a conocer los sinsabores del fracaso.