Sé que este libro no deja indiferente al lector. Así me lo han hecho saber muchos de los que han tenido la ocasión y la deferencia de leer el manuscrito original. Son ellos los que me han sugerido que escriba esta reflexión; especialmente, los que terminaron estas hojas bajo una desesperanza y un abatimiento totales, sintiendo que estaban abandonados a las fuerzas del sistema que nos gobierna.
No se desanimen. Esta historia no dice que el cambio no sea posible, sino todo lo contrario. De otro modo, ¿por qué escribirla? ¿No es la toma de conciencia el primer y obligado paso para el cambio? ¿Acaso un esclavo no observa a su amo para rebelarse contra él o mejorar sus actuales condiciones? El Vendedor de Tiempo pretende despertar a todos aquellos que seguimos una rutina que se ha convertido en cómplice de nuestra alienación.
Debemos tomar conciencia de que el sistema económico en el que vivimos se sustenta no solamente en el dinero, sino también en un sutil empleo de la variable «tiempo». Y debemos comprender también que el empleo de esta variable debe hacerse de forma cuidadosa. El ánimo de lucro es el motor que lleva a los individuos de una sociedad libre a desarrollar iniciativas que ponen en marcha las economías, generan crecimiento y proporcionan prosperidad. Por otro lado, la avidez desmesurada que pasa por encima de las cuestiones más esenciales, de los derechos más básicos de las personas, que no respeta, en definitiva, las bases del propio sistema de economía libre es la causante de casi todas las crisis económicas sucedidas en la historia, desde el crack de 1929, hasta la de Japón en la década de 1990. Y, si no lo evitamos, acabará sucediendo lo mismo en el siglo XXI. Las reservas de tiempo, desde un punto de vista económico, se están acabando.
En este inicio de siglo, el sistema capitalista se ha revelado como el más eficiente desde un punto de vista económico. Los regímenes comunistas han caído, uno tras otro, como un castillo de naipes. Se ha demostrado que desarrollo y crecimiento son más eficientes bajo un sistema de libre mercado. Eso ya lo observó Adam Smith a finales del siglo XVIII y lo expuso en su teoría de la mano invisible que conduce a la sociedad a un bien diferente a medida que cada individuo procura su propio beneficio. Sin embargo, han sido necesarios casi doscientos años para comprobar empíricamente la superioridad de esta tesis respecto a otras vías y propuestas alternativas. John Stuart Mill, otro economista clásico de la escuela del utilitarismo, postuló que el objetivo de la economía era maximizar la felicidad total de una sociedad. Los utilitaristas sostenían que cualquier movimiento que la economía siguiese debía hacerlo en el sentido de maximizar la utilidad de la sociedad en su conjunto. Esto está muy bien, pero de inmediato nos conduce a otra cuestión de difícil respuesta: ¿cómo podemos medir la utilidad o, más difícil aún, la felicidad?
Se hace preciso, pues, un nuevo marco de referencia. El alejamiento de la espiritualidad en el mundo occidental y la pérdida de valores conducen necesariamente a dejar de encontrar sentido a todo lo que hacemos. Por eso, entre otros motivos, el sistema se ha adueñado de nuestro tiempo.
La economía debe integrar aspectos que vayan más allá de lo convencional. Erich Fromm lo planteó en su momento: «¿Por qué hemos de tener individuos enfermos para conseguir una economía sana?». La economía aguanta (de momento), pero muchos individuos, no. Y no olvidemos que la economía la sustentan, sobre todo, los individuos. ¿Qué está pasando? Se precisa, urgentemente, una utopía para reemplazar a las que se perdieron. Hay crisis de utopías, de eso estoy seguro.
Mi buen amigo Mario Alonso Puig, a quien debo este párrafo, explica a menudo un cuento en el que el Miedo es el único que consiguió llevar el cadáver del Amor hasta el Señor de las Tinieblas. Pero es solamente un relato, igual que lo es El Vendedor de Tiempo. La realidad es que el amor siempre vencerá al miedo, pues la supervivencia de la humanidad se debe al amor, por mucho dolor y odio que hayamos sido capaces de crear. No será diferente con el sistema actual que nos gobierna. Tiene muchos aspectos positivos, pero a menudo nos esclaviza en demasía y provoca dolor al individuo que se esmera en sostenerlo. El ranking de países por índice de riqueza ordenado de mayor a menor es casi clavado al de índice de depresiones en el mismo orden. Los ciudadanos de este mundo sentimos la imperiosa necesidad de liberarnos de los yugos que nos imponemos a nosotros mismos para aligerar la carga que nos impide contribuir a un mundo mejor.
Otra vez Erich Fromm, en su libro El miedo a la libertad, describe cómo el proceso de «individuación» de la persona conlleva un sentimiento de soledad del que solamente es posible superar mediante el amor a los demás o la actividad creadora. En caso contrario, el hombre se abandonará a las manos de sistemas totalitaristas, llámense consumo desenfrenado, estado, iglesia o fascismos.
Hoy día no estamos bajo estos totalitarismos, sino bajo otro más intangible. El sistema que nos esclaviza es muy, muy sutil: somos esclavos de nuestra libertad, de nuestro sistema libre. Nos hace infelices, pero lo aceptamos porque lo contrario es la no libertad. Rebelarnos contra la democracia y el libre mercado es rebelarse contra nuestra propia libertad. Parecemos encerrados en un laberinto sin salida.
¿Cuál es, pues, la solución? Ejerzamos la libertad, pero démosle un sentido. Busquemos nuestro propio beneficio, sin olvidar que existen fórmulas para hallarlo a la vez que tenemos en cuenta las necesidades de los demás. El sistema no debe tomar del individuo más tiempo que el justo y, a su vez, debe proporcionarle vías a la expresión del amor, del humanismo, de la espiritualidad, de la cooperación, de la solidaridad y la ayuda a los demás. El tiempo es un factor esencial de nuestra vida y un sistema que lo olvide está condenado al fracaso.
El gran economista Xavier Sala i Martín, en múltiples artículos y libros, ha descrito la capacidad del liberalismo como sistema productor de bienestar y riqueza. Pero no se queda ahí. También especifica cuál es el papel del Estado en una sociedad libre y constantemente propone soluciones creativas que, a la par que conservan las bondades del liberalismo, permiten la cooperación para paliar las desigualdades en el mundo y los abusos que se producen cuando la libertad genera, de forma inevitable, externalidades. Y para eso hay que tener el coraje de ir contra corriente y desafiar las creencias y actos de la gran masa.
La fiebre del oro no ha desaparecido aún: el crack del 29, las crisis financieras del sudeste asiático, Latinoamérica, la debacle de las punto.com y, ahora, el tiempo. Pero el mundo está lleno de personas con la capacidad de no sumarse a la locura y el frenesí. Este libro no es más que una invitación a pensar y actuar de forma diferente.
Por eso soy optimista. Porque el hombre está destinado a sobrevivirse a sí mismo y buscará siempre soluciones a los males que él mismo provoca, a veces conscientemente; otras, sin darse cuenta.
Me remito a las palabras que dedico a mi hijo Alejo al inicio de este libro: «… por si no soy capaz de transmitirle que su tiempo es sólo suyo». Querido lector, como le dice Gandalf a Frodo en El Señor de los Anillos: «Solamente a ti corresponde decidir qué hacer con el tiempo que se te ha dado». El cambio empieza por uno mismo. Tu tiempo es también tuyo y de nadie más: vive conforme a ello y la mano invisible nos llevará, una vez más, al bien de la sociedad en su conjunto.