C10

El A y el P del Gbrno

Una semana después

—La avería ha dañado seriamente a buena parte de las instalaciones y el apagón puede aún durar un buen rato. Lo sentimos, pero hasta que no regrese la luz no podremos ejecutarle. Se necesita potencia suficiente para provocarle un paro cardíaco y el sistema eléctrico de emergencia podría quedarse corto.

La explicación del funcionario de prisiones fue suficientemente elocuente para descartar del todo que aquella avería tuviera relación alguna con un posible indulto para TC. Ya se lo imaginaba. Si no le daba una solución al Presidente de la Nación, no obtendría la conmutación de la pena capital. Pero… ¿qué posibilidad existía cuando ya no quedaba T? No. Por más vueltas que le diera al asunto, no se le ocurría nada. El juicio fue fulminante, pues se optó por un proceso militar, no civil, debido al estado de emergencia en que se hallaba Un Sitio Aleatorio. Se consideró a TC un traidor del país, que seguía en la más absoluta quiebra. Se le condenó a muerte y se ordenó su ejecución inmediata.

La luz que el sistema de emergencia proporcionaba era tenue, pero suficiente. Eso indicaba que había algo de electricidad, así que TC, totalmente abandonado a su destino y con ganas de terminar con aquello sugirió:

—¿Y por qué no me siento en la silla y prueban una descarga? No perdemos nada.

—No, no —explicó entonces el sacerdote que había enviado el sistema penitenciario para acompañarle en sus últimas oraciones—. Si le aplicamos una descarga insuficiente podría quedar usted afectado de una terrible parálisis que le provocaría una muerte progresiva que se prolongaría unos diez años, en el mejor de los casos.

—Bueno —insistió—, pues aunque quede paralizado insistan una y otra vez con más descargas. No entiendo mucho de esto, pero me imagino que al final moriría, ¿no es así?

—No, no, que si se queda usted paralizado no podríamos electrocutarle. En este país está terminantemente vetado ejecutar a reos paralíticos. ¿Se imagina usted? ¡Vaya atrocidad! —replicó el sacerdote con desdén.

—Claro, claro… no sé cómo he sugerido tal idea, discúlpenme ustedes, no sé lo que van a pensar de mí…

TC decidió por su cuenta sentarse en la silla eléctrica porque se le dormían los pies. Unas correas de sujeción colgaban a ambos lados de la silla y la oscura capucha con la que le cubrirían la cabeza pendía de una percha, junto a una chaqueta negra que pertenecía al cura. El funcionario, por su parte, no hacía más que mirar el reloj.

—Al final me perderé el partido. ¿Quién cree que ganará? Nos jugamos el título, ¿eh? —comentó el funcionario a TC.

—Creía que también se habían suspendido las competiciones deportivas… —respondió él con desinterés.

—Sí, la mayoría, es que con la que ha armado usted… Pero el partido de hoy sí se juega.

El carcelero se levantó de un taburete metálico y miró su reloj una vez más, a pesar de que solamente habían pasado un par de minutos desde la última vez que lo consultó. Comenzaba a inquietarse. Todos lamentaban la espera, pero una vez dentro de la fatídica sala, las disposiciones reglamentarias establecían que debía esperarse un mínimo de cuatro horas antes de convenir otro día y hora para la ejecución. Solamente el Presidente de la Nación podía salvar a TC, pero era obvio que no iba a hacerlo. El funcionario se dirigió a TC de nuevo:

—¿Quiere un libro?

—Bueno, pero que sea corto, de lo contrario, no tendré T de terminarlo y me iré de este mundo sin saber el final.

—¿El Principito? —sugirió el carcelero.

—Pues no lo he leído y siempre deseé hacerlo. ¿Me da T?

—Yo creo que sí… —dijo el funcionario, consultando al sacerdote con la mirada.

—Sí, ese le da T —respondió el religioso un tanto contrariado.

TC no supo si le había molestado su elección o el hecho de que no entregara sus últimas horas de vida a la oración. La verdad era que TC no tenía nada de qué arrepentirse y sus cuentas con Dios estaban resueltas desde hacía mucho T.

El funcionario se fue a buscar el libro. El sacerdote y TC se quedaron a solas. Entonces, le preguntó:

—¿Por qué? ¿Por qué lo hizo?

Mientras levantaba la mirada para encontrar la del sacerdote, TC pudo comprobar que del bolsillo izquierdo de su sotana sobresalía un bulto de algo parecido a un cilindro. Enseguida adivinó lo que era: un frasco de cinco minutos. TC leyó su pensamiento y el sacerdote apartó la mirada, no sin un manifiesto rubor.

En ese momento sonó un teléfono que colgaba de la pared que quedaba a su derecha. Ni el clérigo ni TC sabían qué hacer, pues el funcionario no había regresado aún. Pasaron unos quince interminables segundos. El aparato seguía sonando. TC sospechó que podía ser la comunicación de su indulto, así que se levantó de la silla eléctrica, se acercó al teléfono y lo descolgó.

—¿Diga?

—¿Es la sala de ejecución número dos? Le paso con el Presidente de la Nación —dijo una voz al otro lado del hilo—. Quiere hablar personalmente con el reo. Quiere llegar a un acuerdo.

El sacerdote le miraba con ojos interrogantes e hizo ademán de tomar el auricular, pero TC le indicó con un gesto que la llamada era para él. El clérigo volvió a su asiento y disimuló el frasco de plástico que había en su bolsillo. TC oyó un chasquido que indicaba que ya se había establecido la conexión con la llamada.

En aquel preciso instante entró el funcionario de prisiones con El Principito en la mano.

—¿El indulto? —preguntó.

—No lo sé —respondió el cura.

TC volvió a concentrarse en el auricular.

—¿TC?

—Yo mismo —el corazón le latía muy deprisa.

—Soy el Presidente de la Nación.

Los dos quedaron en silencio. Sabían que aquella comunicación tenía que ver con la conmutación de la pena. Esos segundos se hicieron eternos. Pero TC debía esperar a que el Presidente tomara la iniciativa.

—Tengo algo que decirle. Escuche atentamente.

TC aguzó el oído y el Presidente recitó:

—Bala, Bugs, Largo, Genio, Astrolabio, Haley, Totó, Trueno, Tesoro y Nervio.

Después se quedó callado. ¿Qué estaba intentando decir el Presidente? ¿Qué significaba toda aquella retahíla de palabras sin sentido alguno? Tal vez fuera un mensaje en clave, una misiva encriptada que sólo TC podía descifrar. Pero no parecía que ninguna de esas palabras tuviera sentido y no atinaba a desvelar el contenido real de esos términos. El Presidente repitió:

—Bala, Bugs, Largo, Genio, Astrolabio, Haley, Totó, Trueno, Tesoro y Nervio.

Pasaron unos pocos segundos más y TC contestó:

—No entiendo…

Fue negarlo y caer de pronto en la cuenta de a qué se refería el Presidente: caballos. Esa era la combinación ganadora de la carrera de la semana anterior. Rápidamente, hilvanó una secuencia de silogismos que le condujeron hasta un boleto que, como todas las semanas, jamás entregó a los corredores de apuestas. Y esa era la combinación exacta de los caballos por los que el suegro de TC le pidió que apostara. ¿Cómo podía saberlo el Presidente? ¿Qué tenía que ver con su inminente ejecución?

TC dijo:

—Son los ganadores de las diez carreras de esta semana, ¿no?

—Efectivamente —respondió el Presidente.

—¿Y cuántos acertantes hubo?

—Ese es el problema —indicó—: ninguno. La semana pasada se publicó que el premio quedó desierto, no hubo ningún apostante que atinara con los diez caballos vencedores… Hay un premio de un millón de $ que ha quedado desierto.

Estaba claro qué pretendía el Presidente. Su suegro debió reclamar el premio y, con toda probabilidad, le dirían que su apuesta no constaba en los registros de los corredores de apuestas. Este explicaría su parentesco con TC suponiendo que el premio estaría retenido por hallarse su yerno en la cárcel. Las autoridades habrían comprobado que el boleto no existía y que, obviamente, TC no efectuaba las apuestas semanales que su suegro le confiaba. En otras palabras, el Presidente tenía la valiosa información de que TC llevaba diez años engañando a su suegro y quedándose el $ de sus apuestas. TC estuvo tentado de explicarle el motivo por el que lo hacía, pero era absurdo. El Presidente prosiguió:

—Todavía no lo hemos desvelado a su familia. Su esposa no sabe nada. Desde el Patronato del Juego se han dado largas a sus parientes aduciendo que se precisa más T para comprobar de nuevo todas las apuestas. Es decisión suya pasar al otro mundo como un mentiroso y un traidor del padre de su querida esposa. Supongo que no querrá que ella viva el resto de sus días pensando que su marido, al que tanto amaba, al que ejecutaron en la silla eléctrica, robaba a su propio padre.

En otras palabras, era un chantaje en toda regla, porque TC no podría hablar nunca más con MTC para explicarle que se quedaba el $ de los caballos para compensar la comisión que bajo mano se llevaba su suegro con cada cuota mensual de la hipoteca que a ellos les tocaba abonar. Su esposa siempre le recordaría como un mentiroso, decidiría olvidarle, se casaría con otro hombre y hablaría pestes de él a TC-1 y TC-2.

No. No podía soportar eso. No le importaba morir injustamente por algo de lo que no se sentía culpable, pero no soportaba la idea de que su propia familia y aun su cuñado le recordaran como un hombre ruin. El Presidente, a sabiendas de que TC ya había digerido su abominable chantaje, prosiguió:

—Quiero una solución. Quiero saber cómo arreglar la situación del país. De lo contrario, difundiremos la N. Imagínese los titulares de los diarios: «TC, ejecutado ayer, se quedaba las apuestas del padre de su pobre esposa». Sabe que la capacidad de difundir una N por parte del Gbrno es casi ilimitada. Empañaremos su nombre para siempre. Pasará a la historia como un ser mezquino, mentiroso, ladrón y despiadado. Sus hijos deberán cambiar de apellido, de barrio, probablemente de país.

—¡Basta! ¡Basta! —Aquello era demasiado. Mucho más de lo que TC podía soportar. Pero no sabía qué solución podía aportar a lo que estaba sucediendo. Estaba acorralado. Le quedaban solamente los minutos que tardara en regresar la luz.

—Piénselo usted —le dijo el Presidente. Y añadió—: Cuando llegue el momento, su último momento, tendrá que hacer balance de su vida. Le acabo de dar un elemento más para incorporar al mismo. Ser recordado como un vulgar ladrón. Si no me da una solución, el balance de su vida arrojará, en el momento final, un saldo negativo. Esperaré su llamada. Estoy dispuesto a concederle el indulto.

Y cortó la comunicación.

TC puso lentamente el auricular sobre el aparato. Apesadumbrado, arrastrando los pies y con los brazos caídos, volvió hasta la silla eléctrica. Se sentó, apoyándose sobre los brazos de la misma. Sacerdote y funcionario lo miraban con lástima. TC puso sus ojos en el libro que el funcionario de prisiones sostenía en sus manos y le hizo un gesto para que se lo hiciese llegar. TC abrió el librito y lo hojeó por sus últimas páginas. Se sentía hundido, abatido. No era la proximidad de la muerte, sino el recuerdo que dejaría en este mundo. Unas ilustraciones en las que el sol cegaba al Principito en un desierto le condujeron lejos de ahí, a otro lugar. Entonces leyó las últimas líneas del libro:

Es un gran misterio. Para vosotros, que también amáis al principito, como para mí, nada en el universo sigue siendo igual si en alguna parte, no se sabe dónde, un cordero que no conocemos ha comido, sí o no, una rosa…

Mirad al cielo. Preguntad: ¿el cordero, sí o no, se ha comido la flor? Y veréis cómo todo cambia…

¡Y ninguna persona grande comprenderá jamás que tenga tanta importancia!

FIN.

En aquel preciso instante, volvió la luz.

TC se abrochó él mismo el cinturón que le ataba a la silla. No quiso que le tapasen la cara, pues deseaba mirar de frente a la muerte. Le ataron el resto de las correas. El sacerdote hizo el signo de la cruz. El verdugo se acercó a la palanca definitiva. TC empezó a hacer balance de su vida y, en aquel momento, recordó el balance que había hecho en su casa tanto T atrás y que le había conducido hasta aquella situación. El funcionario se disponía ya a accionar la palanca y, un segundo antes, TC exclamó:

—¡Lo tengo! ¡Lo tengo!

El funcionario y el sacerdote detuvieron la ejecución.

—¿Qué sucede?

TC explicó con un nerviosismo sin igual:

—Al hacer el balance de mi vida he encontrado la solución a la situación del país. ¡Telefoneen al Presidente!

En menos de una hora y media se encontraba ya en el lugar en el que se había reunido el Gabinete de Crisis. TC fue conducido y puesto en presencia del Presidente de Un Sitio Aleatorio, el hombre más poderoso del mundo, bueno, al menos, hasta hacía dos semanas…

Se sentaron frente a frente. El equipo de colaboradores del Presidente estaba junto a él. Todos miraban a TC, quien permanecía callado y con el semblante serio. Antes de saber lo que iba a proponer, el Presidente le quiso preguntar:

—¿Por qué nos ha metido en un lío como este? ¿Por qué lo ha hecho?

TC se tomó algo de T para responder:

—No me dejaron otra opción. Si ustedes no hubieran publicado la ley de caducidad de T, yo hubiera seguido vendiendo mis cubos de una semana durante dos años más, tranquilamente. Después, me hubiera retirado y hubiera construido Hormigolandia, a cuya inauguración hubiera asistido usted, con toda probabilidad. Pero claro, el sistema no puede perder. Yo tenía millones de minutos almacenados que, por culpa de su maldita ley, iban a caducar al cabo de unos pocos días. ¿Qué hubiera hecho usted en mi lugar, señor Presidente?

Silencio.

TC prosiguió:

—Además, si me lo permite, me gustaría decirle algo importante. Yo no he sido el culpable de todo esto. La culpa la tiene la forma en que el sistema esclaviza a sus propios ciudadanos. Nada de esto hubiera sucedido si no se pidiera a las personas que se ataran treinta y cinco años a una nómina para poder pagar cien, perdón, sesenta metros cuadrados de vivienda. ¡Pero si no pude tener un tercer hijo por no tener trastero! ¿No se da cuenta de que se pide demasiado T y esfuerzo a cambio de vivir? Yo no he sido el que ha prendido la pólvora, yo no la fabriqué. Los ciudadanos del país han quebrado el sistema, no yo. Lo único que yo hice fue proporcionarles los mecanismos para hacerlo.

Los miembros del Gbrno permanecían en silencio. Lo último que podían imaginar era que iban a escuchar aquel discurso. Pero TC siguió hablando:

—Señor Presidente, hace un año y medio, cuando yo estaba amargado, machacado a diario por esconder facturas todo el día, esclavo de una hipoteca que nunca iba a poder pagar del todo, dediqué unos minutos a hacer el balance de mi vida; mi Activo y mi Pasivo. Mi A y mi P. Mire.

TC extrajo un papelito en el que había reproducido el balance de su vida que había hecho en el C1. Sin embargo, los balances tenían sus títulos tachados.

—Fíjese, los balances se han invertido. Ahora que han intervenido Libertad, S. L., y esta pertenece al Estado, el Gbrno es el propietario de todos los inmuebles y el $ de la gente. El sistema lo posee todo. Pero también tiene una deuda de treinta y cinco años con todos y cada uno de los ciudadanos del país. Estos, por su parte, tienen en su activo todo el T que han comprado y no le deben nada a nadie. Mire:

BALANCE DE TC del sistema

A

(Tiene…)

P

(Debe…)

Todos los Inmuebles

Todos los Coches

Todos los Muebles

Todo el $ de los Bcos

Todo el $ bajo los colchones

Todas las plazas de aparcamiento

35 años
BALANCE DEL SISTEMA de todos los tipos corrientes de Un Sitio Aleatorio

A

(Tienen…)

P

(Deben…)

Su T Nada

El Presidente, el Secretario de Economía y el resto de miembros del Gbrno se dieron cuenta de que propiedades y deudas se habían invertido entre ciudadanos y sociedad. Los balances estaban justo al revés. Lo que antes poseía el sistema, ahora lo poseía la gente: el T. Y lo que antes debían los ciudadanos, treinta y cinco años de su T, era lo que debía esperar el sistema económico para volver a contar con ellos.

TC le dijo al Presidente:

—Ahora que el sistema se encuentra con el balance que teníamos las personas, respóndame con sinceridad: es duro, ¿verdad? ¿No le resulta paradójico que el sistema no haya sido capaz de aguantar ni una sola semana el balance que la población llevaba años soportando y estaba obligada a aguantar muchos años más?

El Presidente se mantuvo en silencio unos segundos. Después le dijo:

—Yo lo único que quiero saber es cómo restablecer el orden. Quiero que la gente vuelva a sus empleos, que las empresas vuelvan a funcionar, que los Bcos recuperen su $. Si los ciudadanos no me obedecen sacaré al ejército a la calle. Me da lo mismo tener que emplear la violencia.

Pero TC le interrumpió:

—¿Quedan suficientes soldados? Pensaba que ellos también habían comprado sus contenedores de treinta y cinco años… —dijo TC.

El Presidente le contestó agriamente:

—Quedan pocos, pero suficientes para sacar los tanques. Usted nos metió en todo esto y a usted le pedí que nos ayudase a superarlo. Le prometo que le daré el indulto si me da la solución para que la gente vuelva pacíficamente a sus empleos. Por teléfono me aseguró que así era. No esperemos más. ¿De qué se trata?

—¿Me promete también que darán el premio a mi suegro? Mi mujer no me perdonaría jamás no haber realizado las apuestas de su padre todos estos años…

—Si la solución es adecuada y nos saca del pozo en el que se halla el país, le daré el premio aquí mismo.

Pues bien, querido lector, antes de escuchar a TC me permito avanzarme en su respuesta, pues lo único que podía restablecer el orden y la paz en Un Sitio Aleatorio era, precisamente, el refrán del prólogo de este libro:

«El T es $»

que, como usted ya sabe, significa: «El Tiempo es Dinero». No había más que analizar las nuevas circunstancias de los ciudadanos: los balances se habían invertido, de modo que invirtamos también el refrán, es decir, «El $ es T».

Las economías precisan monedas para funcionar y en el A de las personas solamente había T; en consecuencia, lo único que se podía hacer era darles $ a cambio de T. En otras palabras, se trataba de cambiar T real por T económico. Y esto es lo que TC contestó al Presidente:

—Debe acuñar una nueva moneda. Una nueva moneda como esta —y dibujó en un papel:

billetes de un minuto

—Son billetes y monedas de minutos que el Gbrno debe poner en circulación. Con ellas, deben comprar a los ciudadanos el T que les pertenece. Pague a cada persona el T que posee. Den a todo el mundo treinta y cinco años de monedas a cambio de que devuelvan su T. Cuando los ciudadanos dispongan de monedas de minutos, volverán a la vida normal. Será la nueva moneda de Un Sitio Aleatorio, monedas de T. Acto seguido, dejen que compren sus casas de nuevo con estos billetes. Una cosa le recomiendo: no venda las viviendas a precios de treinta y cinco años, porque dejará a todos los ciudadanos sin monedas otra vez. De hecho, si las pone tan caras, nadie las querrá comprar. Solamente podrá inyectar liquidez en el sistema si las cosas tienen unos precios más razonables, en relación al T que las personas deben dedicar a obtenerlas.

—¿Y los Bcos? —preguntó el Presidente.

—Bueno, los Bcos prestaron $ a cambio de T. Si la nueva moneda es de minutos, no habrán perdido $, habrán perdido T. Pero a fin de cuentas ese T no había transcurrido todavía…

Todo el gabinete de crisis, los ministros y el propio Presidente, aplaudieron y saltaron dando gritos de júbilo. ¡TC era prodigioso! Había dado con una simplísima solución que evitaría sacar al ejército a la calle para restablecer el orden. El Gbrno no tenía más que acuñar monedas de minutos y ponerlas gratuitamente a disposición de los ciudadanos, quienes intercambiarían el T comprado por T en monedas. De esta forma, la economía volvería a funcionar.

El Presidente dio las gracias a TC y, delante de él, firmó el indulto que le daba la libertad. Antes le dijo:

—Por cierto, jugué un farol. La combinación ganadora era la de su suegro, pero el premio no era de un millón de $. Era solamente de 5 $, porque hubo miles de acertantes. Tome el premio.

»Como ahora los $ son minutos, esto es lo que le corresponde…

Y extrajo, algo avergonzado, un frasco de cinco minutos que había adquirido para sí y guardaba en su propia chaqueta. Se lo entregó. Y añadió:

—¿En paces?

—En paces —replicó TC con una sonrisa.

Y se fundieron en un afectuoso abrazo.