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El consumo de T

—Un paquete de tabaco, una caja de cerillas y un frasco de cinco minutos, por favor —pedía una mujer en un quiosco.

(…)

—¡Vaya, he salido de casa sin mis frascos de cinco minutos! ¿Puedes prestarme uno? Te prometo que te lo devuelvo mañana… —le solicitaba un amigo a otro en el metro.

—¡Siempre me estás gorreando T! —le contestaba este último.

(…)

—¿Sabes que Paula no ha probado aún los frascos de cinco minutos? —cuchicheaba una amiga a otra junto a la máquina del café, en la cantina de la empresa.

—Bueno, ya sabes que es un poco rara —le respondía esta última.

(…)

—Víctor, ¿te apetecen cinco minutos de T a las doce del mediodía? —le sugería un colega a otro en la oficina.

—¡De acuerdo! Quedamos en el bar de abajo.

(…)

Cada ciudadano era libre de utilizar sus frascos en la forma que le placiera. Los frascos de cinco minutos de libertad eran el producto perfecto. Porque la gente tenía necesidad de T para sí mismos. Y esa era, precisamente, la necesidad que satisfacía el producto que TC había ideado.

Más y más botes se vendían en todos y cada uno de los rincones del país. Millones de personas compraban y consumían los frascos de cinco minutos. Era el producto de moda. ¿Quién no había probado los frascos de cinco minutos de libertad?

No cesaban de llegar cartas de los lectores a los principales diarios donde todo tipo de gente daba las gracias y alababa la idea de TC. Los frascos de T cambiaron la vida de enfermeras, barrenderos, peluqueros, transportistas, pilotos, oficinistas, secretarias, profesores, funcionarios… La sensación de dependencia del sistema se había reducido drásticamente. La gente era más feliz. Como era de prever, buena parte del consumo de T se realizaba durante las horas de trabajo. Todos los habitantes de Un Sitio Aleatorio experimentaban la felicidad que suponía saberse dueños de su propio T y, en cualquier momento, ya fuera en la oficina, en el taller o en la fábrica, dejar de hacer lo que estuvieran haciendo y consumir cinco minutos.

Unos utilizaban su frasco para echar una cabezada en su mesa de trabajo; otros, para resolver el solitario del ordenador olvidándose de si eran sorprendidos por su J. Las personas que trabajaban cerca de su pareja sincronizaban sus relojes por la mañana y consumían sus frascos a la misma hora; se encontraban en plena calle, donde, tras abrir sus frascos a la vez, se besaban durante cinco minutos, cosa que, anteriormente, ninguna pareja tenía T de hacer, al menos entre semana.

La reacción en las empresas fue de desconcierto. Si uno adquiría y consumía T, ese T era suyo, claro, pero también estaba claro que ese individuo había comprometido ese T con la organización en la que trabajaba. ¿Quién tenía prioridad? Como era algo que alguien adquiría, se le debía reconocer el derecho a su propiedad, que en ningún caso podía negarse.

En cierto modo, podía incluso argumentarse que el T comprado no era el comprometido con la sociedad, pues era T diferente. La coincidencia del T envasado y el momento de consumo era una casualidad, una sincronía, y no tenían nada que ver el uno con el otro. A pesar de aceptar esta tesis, las empresas adujeron que no podían abonar los minutos no trabajados y procedieron a deducir la parte proporcional de T no trabajado. Eso supuso a los habitantes de Un Sitio Aleatorio aceptar que comprar T supondría ganar algo menos de $. Pero como la gente consumía solamente uno o dos envases diarios, la cantidad que veían rebajada en sus nóminas a final de mes era casi imperceptible. Ningún comprador de T había notado una disminución de su capacidad de gasto.

Las empresas, contrariamente a lo que cabría suponer, no plantearon más problemas, sino todo lo contrario; poco a poco descubrieron las bondades de la compra de T por parte de sus trabajadores. Si bien era cierto que las intermitentes ausencias de sus empleados en momentos no previstos ni planificados causaban pequeñas alteraciones, estas se veían compensadas por un desorbitado aumento de la motivación del personal y por la mejora del clima laboral. Los índices de absentismo y las bajas por gripes o resfriados se habían reducido a más de la mitad. La gente ya no necesitaba fingir que estaba enferma para descansar o romper con su rutina de trabajo habitual, pues bastaba con abrir un par de frascos a cualquier hora del día.

Tanto es así que, un buen día, en Libertad, S. L., se recibió una llamada de una fábrica.

—Nos gustaría realizar un pedido de envases de T para nuestro personal.

—¿Cómo dice? —exclamó la suegra de TC—. Pero… ¿no les molesta que sus empleados consuman T en sus horas de trabajo?

—Verá usted, consumir T es un derecho del que no se puede privar a un trabajador. ¿Por qué alguien, por el mero hecho de haber olvidado sus envases en casa, tiene que verse privado del disfrute de un poco de T? Sería muy contraproducente para nuestro negocio que, en un momento dado, un trabajador se hallase imposibilitado de consumir un frasco de T. Eso incrementaría su estrés. No se puede usted imaginar cuánto ha mejorado el clima laboral en nuestra fábrica. El número de huelgas y protestas se ha reducido drásticamente desde que los trabajadores pueden consumir T.

Y esa fue sólo la primera, pues tras ella multitud de empresas pusieron también a la venta frascos de T en sus cantinas y comedores, o en las máquinas expendedoras donde antes se dispensaban refrescos o cafés.

También se comercializaban frascos de T en todo tipo de comercios. Los bares que meses antes los habían descartado, los grandes almacenes que los despreciaron, las máquinas expendedoras del metro y cualquier tienda que quisiera asegurar su clientela, todos, tuvieron que poner a la venta envases de T.

Por su parte, las Autoridades Gubernamentales no prestaron demasiada atención a las ventas de T. Únicamente se cercioraron de que la patente estuviera depositada y de que TC tuviese al día todos los permisos correspondientes. Al comprobar que todo estaba en regla no hicieron nada más al respecto, excepto enviar a un Inspector de Hacienda.

La sagacidad de TC no había disminuido con el éxito: obsequió al Inspector con tal cantidad de frascos que se quedó sin T para inspeccionar a Libertad, S. L., y nunca más volvió por ahí, ni por la Agencia Tributaria, organismo que optó por no enviar a nadie más, no fuera que se acabaran quedando sin inspectores.

¿Y los políticos? Pues estos se volcaron a favor de la venta de T. Tal fue el entusiasmo de la población por los frascos de cinco minutos que intentaron (¡cómo no!) atribuirse el mérito. Eran constantes las declaraciones, tanto de los que estaban en el poder como en la oposición, a favor de otorgar mayores facilidades a Libertad, S. L., para aumentar su tirada y facilitar el acceso del T envasado a todos los rincones del país. Hubo incluso parlamentarios que afirmaron que los frascos de T eran patrimonio de interés general, que había que proteger.

Pasaron unos meses. Cada vez salían más y más frascos del garaje de TC en todas direcciones del país. Para aumentar la producción, TC fue añadiendo despertadores y más despertadores al aparcamiento, pero hubo un momento en que ya no había espacio para seguir creciendo. Los relojes se amontonaban y las hileras de botes que se llenaban de minutos estaban prácticamente pegadas las unas a las otras. Un día, MTC le dijo a su marido:

—Cariño, creo que ha llegado el momento de trasladarse.

—Tienes razón, aquí ya no cabemos. Hay demasiadas personas, demasiados relojes y demasiados frascos por el suelo…

—No es por eso, lo digo porque no he dado con ningún electricista que consiga desprogramar el temporizador de la luz del garaje y llevo ya varios meses junto a la columna de la puerta accionando el interruptor durante más de doce horas al día.

Ante las rogativas de su mujer, TC se dedicó a buscar algún lugar al que trasladarse. Precisaba de una gran superficie, con espacio suficiente para las oficinas y para las líneas de envasado de T, que iban a aumentar de forma significativa; quería también construir almacenes para depositar los millones de frascos que estaba planeando producir en los siguientes años. Necesitaba también espacio suficiente para estacionar las camionetas de reparto, pues se había hecho imprescindible disponer de una flota propia de vehículos para efectuar las entregas de envases de T.

TC buscó y buscó, hasta que dio con el lugar ideal a las afueras de la ciudad, en un sitio donde podía crecer sin límite, pues estaba rodeado de kilómetros de desierto listos para ser ocupados, si lo necesitaba.

Una vez los terrenos fueron de su propiedad y con la licencia de edificación en la mano, TC se puso en contacto con los cinco ingenieros de Frascos & Frascos y les encargó:

—Quiero una fábrica ejemplar.

Los ingenieros se unieron a Libertad, S. L. Diseñaron y construyeron unas plantas de envasado mecanizadas que funcionaban «como un reloj». ¡Nunca mejor dicho! Pues consistían en quince naves de unos doscientos metros de longitud, en los que miles y miles de despertadores hacían «tic, tac» a un ritmo acompasado. Cada cinco minutos, todos los despertadores sonaban exactamente a la vez, momento en que un brazo mecánico, instalado detrás de ellos, colocaba la tapa al frasco de orina que se encontraba delante y la giraba convenientemente hasta cerrarlo, asegurando de esta forma el correcto envasado de cinco minutos de T.

A continuación, una cinta transportadora sobre la que se asentaban los botes se activaba de manera automática y los transportaba en fila india hasta la planta de etiquetado, en la que otra máquina adhería las etiquetas con el logotipo e instrucciones para el usuario. Los frascos eran conducidos por otra cinta al almacén y, acto seguido, entraban otra serie de envases vacíos. Y se activaba de nuevo el proceso. Todo estaba automatizado. Era un espectáculo comprobar cómo se acoplaban todas y cada una de las cintas transportadoras. El aspecto era impresionante: la fábrica de Libertad era un modelo industrial, un referente en todo el mundo. Bautizaron a la fábrica con el nombre de «Tiempos Modernos». Y colgaron un póster con el lema que tenían en Frascos & Frascos: «Ni un mililitro más, ni un mililitro menos». Pero lo adaptaron a Libertad, S. L., sustituyendo mililitro por minuto: «Ni un minuto más, ni un minuto menos».

Y era un buen lema, porque envasar más T de la cuenta era una pérdida de rentabilidad, y envasar menos del debido podía minar el prestigio de la empresa, que se jactaba de no haber tenido hasta entonces ni una sola queja por faltar minutos en un frasco.

La nueva fábrica permitió pasar de treinta a doscientas líneas de envasado de T; se adquirió una flota de 2000 vehículos. Libertad, S. L., siguió contratando más y más gente hasta completar una plantilla de dos mil trabajadores.

Casi todos los componentes de Libertad, S. L., eran del vecindario de TC. El índice de paro de su distrito pasó al cero por ciento. Curiosamente, aquel barrio de desempleados producía ahora la totalidad de T que el resto de la población consumía. El personal de la fábrica no sentía la misma dependencia del sistema que el resto de la población, pues el producto que envasaban, el T, era gratuito para ellos. En otras palabras, podían hacer uso de tantos envases de T como quisieran. El mero hecho de saber que podían disponer de ellos ya les ahorraba las ganas de consumir T. Por eso, Libertad, S. L., era la única empresa del país en la que, curiosamente, su personal apenas adquiría envases de T. Se habían hastiado de ellos, del mismo modo que los que fabrican refrescos de cola acaban también por aborrecerla.

A pesar de lo aclimatados que estaban sus trabajadores, TC era consciente de que la política de personal debía ponerse en manos de un profesional. Contrató a DP, quien enseguida se avino a trabajar para él. A TC le gustaba tenerlo cerca, porque en la cantina de la empresa, por las mañanas, conversaban un rato sobre escarabajos, Hrmgas, y otros insectos.

Libertad, S. L., se había convertido ya en una gran industria, en un brutal productor de T. Pero eso no era suficiente para TC. Tal era el volumen de ventas que se proponía alcanzar que decidió lanzar una campaña publicitaria por televisión: un anuncio. Cuando se enteró del coste de veinte segundos en televisión y lo comparó con lo que ganaba por cada frasco vendido, constató que veinte segundos en antena equivalían a sus ingresos por unos veinticinco mil minutos. Era una proporción desorbitada, así que TC ideó un anuncio para que las cadenas de televisión lo emitieran gratuitamente.

—Eso es imposible —le dijo todo el mundo.

Pero no había nada imposible para él. Estuvo pensando durante una semana, hasta que dio con la solución.

El spot era bien simple: consistía en un señor vestido de negro, en un fondo blanco, que aparecía en pantalla con un envase de cinco minutos bien lleno y con una apariencia de lo más apetecible. Entonces decía:

—Voy a consumir este frasco de cinco minutos de T. Ahora vuelvo… —y en el mismo momento en que destapaba el frasco, entraba el siguiente anuncio. Y, efectivamente, a los cinco minutos de anuncios de otros productos, aparecía de nuevo el señor de negro que mostraba su frasco ya vacío y decía:

—¡Qué maravilla consumir T! Compre frascos de Libertad.

Total, pases de cinco segundos, cuando lo normal era emitir anuncios de veinte o de treinta segundos. En otras palabras: ¡publicidad muchísimo más barata!

Pero lo más sorprendente era que los televidentes se quedaban mirando cinco minutos de aburridos anuncios, para comprobar si, efectivamente, aparecía de nuevo el individuo del frasco, que había prometido volver. Nadie, absolutamente nadie cambiaba de canal, pues había apuestas por adivinar si el tipo en cuestión aparecería otra vez o no. Por ello, la campaña de TC logró terminar para siempre con el zapping.

Las cadenas de televisión estaban interesadísimas en que se emitiera el anuncio, ya que ubicarlo al principio de una interrupción publicitaria garantizaba que la audiencia se mantuviera fiel durante la emisión de publicidad, cosa que desde hacía mucho T no se producía. El interés de todos los canales por el anuncio de Libertad, S. L., fue tan elevado que, tal y como TC predijo, al cabo de poco ya le ofrecieron emitirlo gratuitamente.

TC implantó también un departamento comercial, pues su suegra aún tomaba los pedidos en su propio apartamento. A la suegra de TC le encantaba hablar por teléfono, pero después de estar varios meses durante doce horas diarias al auricular, decidió abandonarlo para siempre y dar de baja su propia línea de teléfono. El suegro de TC se quedó también sin línea y tuvo que comprarse un móvil, algo que nunca imaginó que haría.

A partir de entonces, los pedidos los tomó el departamento comercial, situado debajo del despacho de TC. Además del teléfono, se establecieron sistemas de comunicación alternativos para recibir pedidos de T: fax, correo electrónico… TC nombró director comercial a su amigo DVD, pues como primer vendedor de T de la historia, se había demostrado que era el más capacitado para tal función. DVD creó un equipo de cuatrocientos vendedores que tomaban pedidos en todas las tiendas y comercios del país.

Su suegra fue ya innecesaria y quedó jubilada anticipadamente. Le regalaron un despertador de oro en una emocionada cena de despedida que todos sus compañeros le ofrecieron.

Pero lo más inaudito de ese año sucedió el último día del mismo. El Presidente de Un Sitio Aleatorio hizo mención de los envases de T en su discurso de final de año.

—¡TC, pon las N! —le dijo emocionada su mujer ese 31 de diciembre—. ¡Parece ser que el Presidente te va a mencionar!

TC conectó el televisor de su despacho. El Presidente, como todos los años, hacía un repaso de las cuestiones más importantes que habían acontecido en el país. Hacia el final de su discurso dijo:

(…) El hecho de que un país haya dado libertad a sus ciudadanos para consumir su propio tiempo no es más que un síntoma de la madurez de una sociedad (…)

TC respiró hondo y se conmovió. Desde su gran despacho de sesenta metros cuadrados, que también eran cien para los amigos, contempló con orgullo los treinta mil metros cuadrados de plantas de envasado que funcionaban a un ritmo endiablado.

Se reclinó en un sofá de piel que tenía frente al televisor y se dijo:

«Lo he conseguido.»