En las N
TC se levantó muy cansado, pero no había T para descansar. Tomó su maletín con un catálogo de precios que consistía en una sola hoja, en la que había escrito:
Libertad, Sociedad Limitada Ref. 000000000000000000000000000000000000001 |
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5 minutos de libertad: | 1,49 $ |
Margen del distribuidor: | 0,50 $ |
Precio de venta al público: | 1,99 $ |
TC cargó los mil quinientos frascos en el maletero de su coche, y lo hizo con sumo cuidado, para que no explotaran. Saber de las supuestas propiedades explosivas de sus frascos, según las teorías de los ingenieros de Frascos & Frascos, lo obligó a tomar ciertas precauciones. Después, se dirigió al centro de la ciudad. La primera visita la realizó a una cafetería.
TC se sentía seguro de sí mismo, no hacía más que imaginarse el desorbitado pedido que le iban a hacer cuando presentara lo que él llamaba la «invención del siglo». Después de un cuarto de hora de espera, consiguió que el dueño le atendiera. Tomó aire, puso todo el encanto comercial que un contable era capaz de poner y dijo:
—Está usted de suerte. Vengo a ofrecerle una primicia. Va a ser el primer establecimiento en vender esta increíble novedad. —TC le mostró orgulloso un frasco lleno de cinco minutos lleno hasta rebosar mientras esbozaba una amplia sonrisa, de oreja a oreja. El encargado de la cafetería se lo quedó mirando unos instantes. Después le dijo con desdén:
—Lo siento. Aquí no vendemos orina.
TC se quedó patidifuso. Reaccionó nerviosamente:
—No, no. Yo no quiero su pis. Quiero decir, el de sus clientes. Este frasco es de una farmacia, pero lo importante no es para lo que ha sido diseñado, sino lo que contiene: ¡Aquí dentro hay cinco minutos de T! —dijo, retomando el ánimo inicial y sobreponiéndose al impacto de la primera negativa.
—¿Cómo dice usted? —preguntó incrédulo el dueño de la cafetería.
—Sí, sí. Como lo oye. Tengo el producto patentado y una autorización de la Oficina de Comercio para vender frascos de cinco minutos. ¡La persona que lo compre dispone de cinco minutos de T para sí! Usted los pone a la venta a 1,99 $ y yo se los vendo a 1,49$. Por cada cinco minutos que venda, se sacará 0,50$. ¿No esta mal, eh?
El dueño de la cafetería se quedó pensativo. Al cabo de unos segundos, le aclaró:
—Verá usted, lo que a nosotros nos interesa es que las personas se sienten a una mesa, pidan un café o cualquier consumición y se marchen lo antes posible para dejar su sitio libre a un nuevo cliente. Si pusiera a la venta botes de cinco minutos en mi cafetería, mis clientes regresarían más tarde a sus empleos y se quedarían más T en sus mesas. Eso supondría menor número de cafés y una consiguiente pérdida de negocio. Reconozco que el producto es muy novedoso, pero para una cafetería, un bar o un restaurante vender T representaría un problema, pues serviríamos menos cafés, menús o consumiciones. Y eso es de lo que vivimos. Lo siento mucho.
TC salió de la cafetería verdaderamente descolocado. Él esperaba una reacción más entusiasta y se había encontrado con que le ignoraban. Pero se sobrepuso. Quizá se tratara tan sólo de descartar a todo el sector de la hostelería de su lista de potenciales clientes. Lo mejor era olvidarse de las cafeterías e ir directamente a unos grandes almacenes: un comercio que vendía de todo no podría decir que no.
Le atendió un tipo con pinta de duro. Después de ver el producto y comprobar el precio, le pidió que abriera el envase. A TC no le hizo gracia tener que malgastar un bote, aunque era consciente de que tendría que regalar algunas muestras a sus clientes potenciales si quería conseguir algún pedido. El comprador abrió el frasco y comprobó el interior.
—El envasado es extraordinario, y no veo defectos de fabricación en su producto.
TC sonrió satisfecho.
—Sin embargo —prosiguió—, debe usted saber el lema de nuestros almacenes: «Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero». Eso significa que aceptamos cualquier devolución. Nuestra enseña solamente nos autoriza a comercializar productos que los clientes puedan devolver y, así, reembolsarles su $. El producto que usted me trae no tiene esta cualidad. Si vendemos envases de cinco minutos y aparecen clientes insatisfechos por la calidad y el contenido de sus cinco minutos de T, ¿cómo vamos a solucionarlo? No podemos recuperar ese T perdido. Entiendo que puede usted traerme más frascos, pero no serán esos mismos cinco minutos. El T consumido es irrecuperable, y nosotros no podemos aceptar un producto no retornable. Va contra la política y los valores de esta compañía. Lo siento.
TC salió a la calle algo más preocupado. Era el segundo lugar en el que no manifestaban interés alguno hacia los botes de cinco minutos. ¿Cómo podía ser? ¿No se daban cuenta de lo que tenían entre manos? TC tachó a los Grandes Almacenes de su lista de posibles clientes. Había dedicado toda una mañana a dos visitas y no había conseguido nada. Se sentía frustrado y desanimado. El círculo de su clientela empezaba a estrecharse y se le agotaba el T para ingresar $.
No comió nada, no tenía apetito. Estaba nervioso y la imagen de las Hrmgas de Cbza Rja empezaba a desdibujarse de su mente. A primera hora de la tarde se dirigió a un establecimiento donde vendían comidas preparadas. Le ofreció al dueño sus frascos de cinco minutos. Pero el propietario le contestó:
—Mire, no va a conseguir vender este producto en establecimientos en los que venden comidas preparadas. Se piden comidas listas para tomar porque la gente no dispone de T para cocinar. Sería un verdadero desastre si la gente dispusiera de T para preparar su propia comida. ¿Se lo imagina usted? ¡Qué atrocidad! ¡Sería el fin! En menos de un mes, las ventas se irían al garete. Lo siento mucho. Vender T va contra nuestros intereses.
A TC ya no le sorprendió esa tercera negativa. Eliminó de su lista a los distribuidores y envasadores de comidas preparadas. ¿Qué más podía hacer? Se dio cuenta entonces de que el problema quizá residía en que pretendía contar con los minoristas. A lo mejor se trataba de vender directamente al público, huyendo de los intereses de los comerciantes. Había que vender en la calle, en lugares concurridos, donde el público pudiera conocer de primera mano sus envases de T. Hizo varias llamadas a la Corporación Metropolitana de la ciudad, hasta dar con el responsable de máquinas expendedoras de los Transportes Públicos. Consiguió que le recibiera esa misma tarde. Sin embargo, su potencial comprador le dijo con toda naturalidad:
—Mire usted, el motivo de que la gente tome el metro es que es rápido. Las personas no tienen T para desplazarse. Si vendemos envases de cinco minutos, lo más probable es que las personas dispongan de T para pasear y, entonces, prescindirían del metro. No puedo vender T en mis estaciones, el metro perdería viajeros. Supongo que lo entiende…
Lo que TC entendió es que la venta de T suponía un riesgo para el sistema, una amenaza para cualquier producto, un problema potencial para cualquier negocio. La falta de T constituía la base de las infinitas y estresantes necesidades de las personas. Vender T era una amenaza para la sociedad de consumo.
Apesadumbrado, ocupó el resto de la tarde en visitar diversos tipos de establecimientos que, uno tras otro, fueron rechazando sus frascos de cinco minutos.
No se le ocurría qué más podía hacer. Eran las seis de la tarde del penúltimo día de plazo que le había dado MTC y no había ingresado nada. Se sintió triste y desesperado. Se daba cuenta de que su esfuerzo había sido en vano. Buscaría empleo de nuevo. Encontraría otro IBN y volvería a su «no vida» anterior.
Regresó hasta su automóvil. Solamente le quedaba una opción: DVD, su amigo del alma. Por supuesto que no podía obligarle a comprar frascos de T, pero le pediría que los expusiera en su tienda. Condujo hasta el comercio de su mejor amigo. DVD se alegró de verle, porque hacía días que no tenía noticias suyas. TC le explicó todo lo acontecido los últimos días y le mostró sus envases de cinco minutos. DVD exclamó con ilusión:
—¡Es una idea brillante! Mis clientes no hacen más que quejarse de que nunca tienen T. Dame todos tus botes, los pondré aquí y colgaremos tu lona bajo la marquesina. ¡No desesperes! Verás cómo vendemos alguno.
Pero TC ya no tenía ninguna fe en su producto. De todas formas, descargó sus mil quinientos botes de cinco minutos y los amontonó en forma de pirámide en la tienda de comestibles de DVD, junto a la entrada. Colgaron entre los dos la lona, con el eslogan que había ideado su mujer: «Date prisa, el tiempo se acaba». TC leyó una vez más su frase publicitaria y tomó conciencia de que, verdaderamente, su T ya se había acabado. ¡Qué paradoja! Sintió ganas de llorar, pero se contuvo porque no llevaba pañuelo. Volvió a su domicilio. Prefería no hablar con MTC, porque temía el sermón que se le vendría encima. Sabía que al día siguiente tendría que empezar a buscar trabajo, así que se metió en la cama a las ocho de la tarde, incluso antes que su suegra trajera a los niños a casa. Se durmió pensando, no sin nostalgia, en las Hrmgas de Cbza Rja a las que nunca dedicaría su vida.
Cuando MTC llegó y comprobó que su marido dormía se dio cuenta de que las cosas habían ido tal y como era de esperar. ¿A quién podía ocurrírsele vender T si no al idiota de su esposo? A pesar de lo idiota que lo consideraba, no le despertó porque le amaba. Era obvio que estaba agotado. Dormía profundamente. Sintió lástima. Le dio un beso en la mejilla. Acostó a los niños y cenó sola mientras leía anuncios de ofertas de empleo para TC. No encendió el televisor para no hacer ruido. Quizá por ese motivo esa noche no vio las noticias. Abreviemos: las N. El locutor estaba a punto de despedir la emisión del noticiero de la noche:
«Y después de la información meteorológica y los deportes, nuestra curiosidad del día… Paso la conexión a nuestro compañero, que se halla en el centro de la ciudad.»
Un animoso periodista sostenía un micro junto a una pirámide de botes de plástico vacíos, apilados junto a una pared:
«Un comerciante ha puesto a la venta un producto bastante curioso —decía, al T que mostraba un frasco de orina en sus manos, que la cámara enfocó de cerca—. Se trata de cinco minutos de T convenientemente envasados, que cualquier ciudadano puede adquirir al precio de 1,99 $. La compra de este envase da derecho a disponer de cinco minutos para uno mismo. Sí, sí, como lo oyen. Aquí, en esta tienda, venden T. Si compra un bote puede usted dejar su puesto de trabajo e irse a hacer ese recado para el que nunca tiene T, puede irse a fumar un cigarrillo al bar de abajo, a pasear un rato, a visitar aquella amante que tenía olvidada… puede hacer lo que usted quiera. Porque este producto consiste en: cinco minutos envasados… ¡en un frasco! Junto a mí se encuentra el dueño de este establecimiento, que es el único en el que, de momento, se pueden adquirir estos frascos.»
El zoom de la cámara retrocedió y apareció DVD en pantalla, gordito, con su delantal, y sonriendo. El reportero le preguntó:
—¿Puede explicarnos cómo funciona este producto?
DVD no pudo hacerlo mejor.
—Se lo explicaré: usted compra un bote en mi tienda. Lo abre y adquiere cinco minutos de T para sí. Naturalmente, puede consumir sus cinco minutos en el momento en que quiera. Es importante tener presente que esos cinco minutos son suyos y de nadie más. Es T que no le pertenecía, por eso, si los compra, esos minutos volverán a ser para usted, sin importar para nada dónde esté, ni lo que esté haciendo. Cómprenlo, es una verdadera delicia. Por cierto, ¿puedo saludar?
El entrevistador, contrariado, dijo sin tapar el micrófono:
—Es usted un caradura. Ya le advertí que no me preguntase eso en directo, porque es una horterada.
DVD le arrancó el micro de las manos. La cámara le enfocó de cerca.
—TC, espero que me estés viendo. Supuse que esto podía ayudarte. Tú estudiaste mucho marketing, pero te olvidaste de lo más importante: la publicidad en televisión. Como mi tienda está junto a los estudios de TeleLocal, avisé al presentador de los noticieros de la noche, ese que nos acaba de pasar la conexión desde los estudios centrales. Lo conozco porque desde hace siete años me compra comida para gatos que él mismo se come, pues no sabe por qué, pero le alivia el estreñimiento. Total, que les ha encantado y me han enviado a este tipo a entrevistarme…
Fue ahora el entrevistador quien arrancó de las manos el micrófono a DVD. La cámara le enfocó de nuevo y entonces sucedió algo inesperado: la mejor publicidad posible, la prueba de la verdad.
El reportero, que estaba hasta la coronilla de sus horarios, dijo:
—Este producto está registrado y validado por la Oficina de Comercio e intenta proteger un derecho del que no se puede privar a ningún habitante de una ciudad libre. Por tanto, el cámara, el técnico y yo mismo acabamos de comprar cada uno un frasco de cinco minutos del que vamos a hacer uso ahora mismo.
Aparecieron en pantalla dos hombres más: el cámara, que dejó su herramienta de trabajo sobre el trípode para que siguiera transmitiendo, y el técnico encargado de devolver la conexión al plató. Los tres sostenían un frasco en sus manos. Al unísono lo destaparon. El periodista añadió:
—Lamento no poder devolver la conexión hasta dentro de cinco minutos. Vamos a consumir cinco minutos de libertad. Las N durarán hoy cinco minutos más de lo previsto. Les dejo con esta toma de la tienda. Ahora volvemos.
Efectivamente, la cámara se quedó con una toma fija en la que se veía el montón de botes de orina, con la lona y el eslogan: «Date prisa, el tiempo se acaba». Dicha toma no duró ni más ni menos que cinco minutos. Más que una toma, parecía una carta de ajuste. Buena parte de los televidentes que estaban viendo las N golpearon sus televisores, para asegurarse de que no se hubiera congelado la imagen por una avería en sus aparatos.
Al cabo de cinco minutos exactos, apareció de nuevo el locutor. Se había ido a comer un pastel de chocolate. Millones de televidentes tuvieron que esperar cinco minutos a que el locutor se tomara su postre y siguiera con la programación. Nadie podía creerlo. Era la prueba de que el producto era real y que utilizarlo estaba permitido. El periodista tomó el micrófono y añadió:
—Esta es nuestra N curiosa de hoy. Ahora sí, devuelvo la conexión.
El presentador de las N, en los estudios centrales, estaba apabullado. Ahora toda la audiencia sabía que padecía estreñimiento y que, en realidad, no tenía gato. Su carrera periodística había quedado arruinada.