TC registra el T
Eran las seis de la mañana y TC ya estaba en pie. Cinco días laborables y muchas cosas que hacer. Bajó a su despacho, es decir, a su plaza de aparcamiento. Trabajar en el aparcamiento tenía un inconveniente. Se trataba de la luz. En el aparcamiento no había enchufes y la lámpara del recibidor no servía más que para decorar. Debía trabajar con la iluminación que proporcionaba la luz general del garaje. Pero esta se apagaba automáticamente, como hacen la mayoría de las luces de los garajes. Eso era un verdadero inconveniente, pues cada poco se quedaba a oscuras y tenía que ir hasta la salida a accionar el interruptor. Es curioso cómo uno no descubre la etimología verdadera de las palabras hasta que no le afectan personalmente. TC supo que tal mecanismo se denominaba «interruptor automático» porque le interrumpía constantemente.
Dedicó toda la mañana a confeccionar una lista de los pasos que debía seguir en los cinco días de que disponía. Al acabar, subió a su apartamento. Sonó el teléfono. ¡Era DP! Cuando TC le explicó que dejaba la empresa por razón de las Hrmgas de Cbza Rja, le confesó:
—Es curioso. No sabía que tuviéramos tantas cosas en común. Comprendo perfectamente su decisión. Es más. Le admiro profundamente. Yo llevo años esperando mi jubilación para dedicarme a observar a los escarabajos peloteros. Me fascina la técnica con la que elaboran sus pelotas y la habilidad con que las hacen rodar. ¡No, no! No pretendo insinuar que las Hrmgas de Cbza Rja sean menos interesantes que los escarabajos, pero es que los peloteros…
Pasaron un rato estupendo compartiendo sus hallazgos con los insectos y, al final, DP le dijo:
—Espero que algún día los dos hagamos realidad nuestros sueños.
Tras colgar el aparato, TC se dirigió a la estación, rumbo a la ciudad. Pasó todo el trayecto en tren pegado a la puerta y contemplando su frasco lleno de cinco minutos. Lo ponía al contraluz, en alto, como una piedra preciosa, como un diamante en bruto. Las personas que iban a su lado no pudieron contener su repugnancia. TC era el único que veía T dentro. Los demás solo veían un frasco para orina y, a pesar de estar vacío, resultaba imposible no imaginarse el amarillo líquido en su interior.
Llegó a la ciudad. Se dirigió a la Oficina Central de Patentes y Marcas. En la hilera de patentes había pocas personas, pues la mayoría de la gente piensa que todo está inventado. Tras unos minutos, le llegó el turno.
—Bueno, ¿y qué es lo que desea patentar usted? —le preguntó el funcionario.
TC le mostró su frasco lleno de T.
—Esto.
El funcionario le arrancó de las manos el frasco de orina y lo miró. Después se lo devolvió y le espetó:
—Eso no puede patentarlo. Los botes para análisis de orina están registrados desde hace mucho T. Su solicitud queda denegada… ¡que pase el siguiente!
—¡Espere, espere usted! No es lo que piensa. El frasco es lo de menos. Lo importante es lo que hay en su interior.
Le hizo una señal con la mano para que se acercase y le susurró en voz baja:
—Hay cinco minutos dentro de este bote. Mire, mire… ¿No los ve?
Pero el funcionario reaccionó igual que MTC el día anterior.
—¡¿Me está usted diciendo que quiere patentar cinco minutos de T?! —le espetó a todo pulmón…
—¡Ssshhhhh! No grite tanto, por el amor de Dios, que esto es confidencial. No, no. Yo no pretendo patentar cinco minutos de T. Mi patente consiste en envasarlos. Lea usted mi solicitud —le alargó el impreso—, indica claramente: minutos dentro de un envase.
El registrador suspiró. Tecleó el ordenador, consultó el reglamento y después le dijo:
—Mire, le explicaré cómo va esto de las patentes. Uno puede patentar lo que quiera mientras no haya sido registrado antes. Lo he consultado en el archivo y, realmente, nadie ha registrado semejante estupid… semejante idea. Yo sello su solicitud, la envío al registro y punto. Pero otra cosa muy diferente es que pueda usted comercializarlo. Esto es como si patenta usted un submarino que vuela. Si quiere, se lo patento, pero si no vuela, le aseguro que no sirve de nada. ¿Me comprende?
—Perfectamente. —TC estaba que no cabía de contento.
—Bien, pues con este impreso diríjase a la Oficina de Comercio y solicite el Permiso de Venta. Pero no se lo darán, se lo digo yo. Porque esto es lo más raro que he visto en muchos años y le aseguro que he visto cosas muy, pero que muy extrañas.
TC le dio las gracias. La patente para comercializar T le pertenecía enteramente. Se dirigió a la otra punta de la ciudad, en la que se hallaba la Oficina de Comercio. Se coló justo en el momento en que se disponían a cerrar.
Se puso a la cola con su bote de orina en las manos. Por fin, le llegó el turno.
—Vengo a solicitar un permiso de comercialización para este producto —y mostró su bote. El funcionario le echó un vistazo y, para su sorpresa, le contestó:
—No hay problema. Lo puede comercializar.
TC no podía creerlo: era la primera vez que alguien le comprendía.
—¿De veras? —preguntó.
—¡Claro! —exclamó el funcionario—. Es un bote de orina. Los frascos para análisis de orina están autorizados en este país. Puede vender frascos de orina, pero le advierto que hay una competencia feroz, ¿eh?
—¡No, no! —corrigió TC—. Mire usted bien, se trata de un bote de cinco minutos. Lo indica esta etiqueta. ¿Ve usted?: cin-co-mi-nu-tos.
El funcionario se lo quedó mirando con estupor.
—¿Me dice usted que quiere poner botes de cinco minutos a la venta?
TC asintió:
—Efectivamente. ¿Qué problema hay?
Pero el funcionario no supo qué responderle.
—Mire usted, nunca antes me habían planteado algo similar. Mi trabajo consiste en comprobar si el producto a comercializar es seguro, si perjudica al medio ambiente, si reúne las condiciones adecuadas de calidad, si el contenido está conforme a las especificaciones del Departamento de Sanidad… pero ¿cinco minutos? Esto no lo había visto nunca. Lo siento, pero debo llamar a mi supervisor.
El tal supervisor, un hombre con cara de perro, salió de un despacho contiguo y escuchó atentamente las explicaciones del funcionario, tras lo cual, no le tomó más que un segundo responder:
—No. No puede vender eso. El T no se puede vender. Su solicitud queda denegada.
TC no daba crédito a lo que acababa de oír. Tenía la patente del descubrimiento del siglo y un energúmeno le impedía ponerlo a la venta. Por un momento, visualizó a su cuñado riendo a carcajadas, mientras MTC, con niños y maletas, se trasladaba a casa de su suegra. Eso le permitió hacer acopio de toda su energía y gritar:
—¡Escúcheme bien! Se venden píldoras para no tener niños, saltos en paracaídas, despedidas de soltero… —ahora estaba verdaderamente histérico—. ¡¿No se da cuenta de que está usted atentando contra la libre sociedad de consumo?! Si una persona desea comprar T está en su libre derecho de hacerlo. ¡Es su $! Lo paga, lo consume y tira el envase. ¡Exactamente igual que con una lata de berberechos! Si no me da la licencia para vender T, les denunciaré por obstaculizar al sistema, a la libre sociedad que hemos creado, que está basada en el intercambio. ¡Está usted atentando contra la economía de mercado!
TC estaba fuera de sí. Esta última frase la había lanzado a voz en grito. El supervisor se asustó. Se llevó aparte al funcionario y le dijo:
—Mira, nuestro superior, el Director de la Oficina de Comercio, planea presentarse a las próximas elecciones de la alcaldía de la ciudad, como último de la lista. Me expresó con claridad que no quería problemas en las próximas semanas, pues está en plena campaña electoral. Si este estúpido nos denuncia y el caso se publica en los periódicos, su carrera política se vería seriamente amenazada. Y ello equivale a decir que también nosotros tendremos problemas. Este tío está como un cencerro, no hay más que verle. Fírmale la autorización. Después de todo, no va a vender una sola unidad. Además, hoy hay partido de fútbol y como no cerremos ya, nos lo vamos a perder. De todas formas, invéntate algo para fastidiarle. Ponle alguna pega, no sé, cualquier cosa que le suponga un engorro. Es un cretino.
El supervisor dio media vuelta y regresó a su despacho. Por su parte, el funcionario se dirigió de nuevo al mostrador y le dijo a TC:
—De acuerdo. Le concederemos la autorización para comercializar sus frasquitos. Pero… mmmmm, sí, eso, debe usted asegurar al consumidor que en cada bote hay cinco minutos de T. De lo contrario, sería un fraude. Estaría usted vendiendo aire. Por lo tanto, no puede usted poner ningún frasco a la venta que no haya estado abierto durante cinco minutos, ante un reloj. Solamente en ese caso consideraremos que el frasco contiene T y que reúne las condiciones de calidad para ser comercializado. ¿Queda claro?
—Por supuesto —le replicó TC—. ¿Qué pensaba usted, que iba a vender los frascos vacíos o qué?
El supervisor estampó el sello en el impreso de petición oficial. TC estaba ya autorizado a vender T a los habitantes de Un Sitio Aleatorio.
Pasó el día siguiente dentro del aparcamiento, ultimando todos los detalles que hicieran posible la venta de T en frascos. Lo cierto es que el envase de orina resultaba un tanto equívoco. Eso estaba más que demostrado. A la luz de lo sucedido con los funcionarios el día anterior, ¿qué no pasaría con los ciudadanos cuando encontraran en las estanterías de los supermercados los frascos de orina? Nadie comprendería que contenían T y eso obstaculizaría su venta. Incluso en el hipotético caso de que se supiera que los frascos contenían T, el público podía interpretar que los cinco minutos adquiridos eran, exclusivamente, para ir a orinar. Y no. Los cinco minutos eran para lo que uno quisiera. Era preciso aclarar el contenido del bote.
Por lo general, a los productos se los dota de una marca y de un fabricante que actúe como garante. Por ejemplo, «501» de «Levi’s Strauss», o «Acqua di Giò» de «Giorgio Armani». En su caso, estaba claro. El producto eran cinco minutos y su empresa se llamaba Libertad, S. L. Así pues, la denominación que escogió para su producto fue: «Cinco Minutos» de «Libertad».
Ahora que tenía la marca, precisaba un logotipo. Se vio tentado de diseñarlo él mismo; sin embargo, recordó que en la colección de fascículos se recomendaba delegar las tareas de diseño a terceros. Así que resolvió subir a su casa y pedirle a TC-1 que dibujara un logotipo. Nadie pudo hacerlo mejor:
Volvió al aparcamiento. Había también una importante decisión a la que TC tenía que enfrentarse: ¿cuánto cobrar por cinco minutos de T?
Era más que una pregunta de tipo comercial. Era una cuestión casi filosófica y, por ende, irresoluble. ¿Cuánto valían cinco minutos de una persona? Intentó visualizar lo que sucedería. Un tipo cualquiera, en un supermercado, vería un frasco de cinco minutos a la venta. Lo adquiriría. Ese mismo día, en su oficina, consumiría sus cinco minutos, dejando sus quehaceres a medias. Su superior se pondría como una furia, pero no tendría más remedio que aceptarlo, dado que el consumo de T estaba autorizado por el Estado, mediante las autorizaciones que había conseguido el día anterior. Era cierto que desde un punto de vista legal, el consumo de T entraba en conflicto con cualquier tipo de compromisos adquirido, como por ejemplo una jornada laboral o la prestación de un servicio determinado. Sin embargo, este tipo de contradicciones no era algo nuevo en la sociedad de Un Sitio Aleatorio: también se fabricaban automóviles que podían alcanzar los doscientos kilómetros por hora, cuando el límite máximo era de ciento veinte, o se permitían actividades industriales con niveles contaminantes por encima de lo que se acordaba en foros internacionales de medio ambiente, o se permitía la venta de tabaco, aun a sabiendas de que provocaba enfermedades mortales. Estaba claro que de lo que se trataba era de vender a toda costa, sin importar demasiado las consecuencias. La venta de T entraría en conflicto con ciertas actividades, eso estaba claro; pero mientras se tratara de crear consumo, pasaría por encima de cualquiera de ellas, ya que el consumo era la actividad económica de superior rango en el país, pues generaba crecimiento.
De nuevo volvió a pensar en el precio de los cinco minutos. Lo ideal era que cada persona pagase lo mismo que cobraba en cinco minutos de trabajo. ¿Por qué? Bueno, de alguna manera ese era su coste de oportunidad. Problema: cada persona tiene un sueldo diferente. Un barrendero gana menos que un administrativo, que gana menos que un director financiero, que gana menos que un médico, que gana menos que un instalador, que gana menos que un constructor, que es el que gana más de todos. Pero no podía ser que cada frasco tuviera un precio distinto según el comprador. Eso era una aberración porque cinco minutos de un individuo son cinco minutos de una vida, y las vidas de las personas valen lo mismo, sea cual sea su sexo, raza, religión, o clase social.
¿Qué hacer? Estaba claro. Debía correr un riesgo. Si tenía éxito, ciudadanos con todo tipo de sueldos adquirirían frascos de T. Desde los que ganan más, hasta los que ganan menos. Pero, como todo en la vida, al final confluiría en una media: la media de sueldos del país.
Por tanto, lo oportuno era calcular cuánto se pagaba en Un Sitio Aleatorio por cinco minutos de un ciudadano, en promedio. Eso era fácil, pues solamente tenía que calcular lo que le pagaban a él por cinco minutos de jornada laboral. ¿Por qué? Porque TC era un ciudadano medio de sueldo medio. DP siempre le había dicho que no tenía derecho a aumento de sueldo cuando iba a reclamarlo:
—No insista. La profesión de contable está en la media de sueldos profesionales. Nuestro sector de actividad está en la media de sueldos por sectores industriales. Y nuestra empresa es una entidad que paga justo como la media de nuestro sector. Es usted la media de la media de la media. TC, no quiera usted ser más que la media, que eso no está bien visto.
Así pues, calculó sus ingresos por cinco minutos de trabajo en IBN. Se quedó petrificado cuando obtuvo el resultado porque, de haberse dado cuenta antes, no hubiera esperado tanto a abandonar su empleo. Cinco minutos de su T estaban valorados por la sociedad en 17 centavos.
A tal cantidad le añadió el IVA y el margen comercial y obtuvo la redonda cifra de 40 centavos. Reflexionó detenidamente sobre tal importe y determinó que si por un paquete de cinco unidades de goma de mascar se cobraban ochenta centavos, por un frasco de cinco minutos habría que pagar mucho más. Subió el precio desde 40 centavos hasta 1,99 $. Contempló el precio, repasó el proceso que había seguido y, de pronto, se sintió defraudado, por lo poco profesional que resultaba su método de fijación de precios. TC no sabía que había calculado el precio exactamente de la misma manera que la mayoría de las empresas.
TC se notó fatigado, así que optó por salir un rato afuera a fumar un cigarrillo, a pesar de que no fumaba, ni llevaba tabaco encima. Pero como cuando los que fuman dicen que salen afuera a respirar, encienden un pitillo…
En el exterior, cayó en la cuenta de lo que le había dicho el maldito funcionario de la Oficina Comercial. Estaba obligado a situar un reloj al lado de cada bote durante cinco minutos, para constatar que los contuviera. TC solamente disponía de un despertador. Con un solo reloj apenas sí podría llenar unos doscientos frascos en un solo día y con eso nunca se haría millonario. Solamente quedaba la opción de envasar frascos simultáneamente con varios despertadores.
De vuelta a su madriguera, anotó en su lista de tareas para el día siguiente la compra de varias decenas de despertadores, aparte de los frascos.
Era tarde. Subió a cenar. Cuando se disponía a bajar de nuevo, MTC le obligó a que se pusiera el pijama porque, al regresar tan tarde del despacho, la despertaba. Era vergonzoso, porque no hubo noche, esa y las siguientes, en las que alguno de sus vecinos que llegaban del cine o de salir por ahí le viera trabajar en pijama en su cubículo. «¿Qué, haciendo horas extras, eh?», le decían casi siempre.
En bata, pasó el resto de la madrugada haciendo interminables cálculos de cuántos despertadores y frascos precisaría. Después, dedicó unas horas a pensar en un eslogan publicitario. Confeccionó una lista con varios, que fue descartando uno por uno, porque no le convencían:
«Este T es fabuloso.»
«T de buena calidad.»
«No hay T que perder.»
«T libre barato.»
«El T que nos ha tocado vivir.»
«T muerto.»
«Oferta: cinco minutos a 1.99 $.»
Se sentía agotado. Tenía agujetas. Se había levantado ya unas doscientas veces a accionar el interruptor del garaje. Lo dejó estar, pues eran ya las cinco menos cuarto de la madrugada. Pensaría más el día siguiente. Debía levantarse a las siete para adquirir todo el material que había anotado. No apagó la luz del aparcamiento porque esta se apagaba sola y tomó el ascensor hasta su piso. Entró sigilosamente y se dirigió hacia su dormitorio. No se acordaba de que ya iba en pijama, así que se lo quitó sin darse cuenta y, renegando, se lo puso de nuevo. Cuando se acostó, MTC se revolvió y, somnolienta, masculló:
—¿Has logrado ya alguna venta?
—No, todavía no.
—Pues date prisa, porque el T se acaba.
TC dio un respingo, saltó de la cama y lanzó un grito que despertó a su mujer del todo:
—¡Eureka! Has hallado un eslogan excepcional: «Date prisa, el T se acaba».
TC se durmió. En cambio, MTC se desveló para el resto de la madrugada. Era obvio que su marido estaba cada vez peor.