C2

TC se prepara

Lo que nunca adivinó el Dr. Che fue que TC pudiera completar la colección de fascículos. Debido a que los tabiques de la salita de espera eran muy delgados, TC había oído las explicaciones que le había dado a su mujer, así que sabía que no debía hablar más de las Hrmgas de Cbza Rja. Guardaría silencio hasta que MTC se convenciera de que la terapia del psicólogo había surtido efecto. De lo contrario, estaría excesivamente alerta cuando llegara el momento de iniciar su propio negocio y relacionaría ambas cuestiones. Debía simular ser un individuo normal, adaptado, integrado al sistema y dispuesto a vender su propio T. Nadie debía sospechar que se preparaba concienzudamente para dar un irreversible salto adelante.

Así pues, delante de MTC, calló Hrmgas y leyó fascículos. Estudió en casa hasta la décima entrega. Y después, como quien no quiere la cosa, fue espaciando la presencia de los números que venían a continuación. Dos semanas sin estudiar marketing. Un número suelto, abandonado de forma deliberada en el sofá y aparentemente olvidado. Otro más, al cabo de tres semanas. Y después, ningún otro fascículo por casa.

Jamás cayó en la tentación de estudiar en el tren, pues se arriesgaba a ser visto por algún vecino, quien, a su vez, podía explicárselo a su mujer de manera casual. Eso limitó tremendamente su capacidad de actuación, pues dejaba a TC escaso T diario de formación. Sin embargo, nuestro protagonista actuó sagazmente de nuevo.

El váter es un lugar de verdadera inspiración. Los genios no se atreverán a aceptarlo, pero muchas de las grandes ideas de la humanidad, muchos de los descubrimientos de ilustres científicos que han transformado el mundo o salvado millones de vidas, las más bellas composiciones musicales que, al oírlas, nos transportan al cielo, han sido concebidas con su creador sentado en el inodoro.

Así fue. Para no ser descubierto, TC abordó el resto de sus estudios en el váter de su planta en el edificio IBN. Allí sentado, con los pantalones a la altura de los tobillos, en una posición nada digna, aprendió todo lo que un emprendedor precisaba saber de marketing. Su padre hubiera estado orgulloso de verlo estudiar así. No me refiero a la posición, me refiero a la intensidad.

Pero todo eso que había llevado con tanta cautela estaba a punto de terminar porque, tras meses y meses de estudio, solamente le quedaba un fascículo para terminar la colección. Fue entonces cuando decidió dedicar su hora diaria en el váter a generar ideas, pues debía dar con algún producto original que le hiciera millonario. El curso hablaba de una técnica denominada brainstorming o «tormenta de ideas». Se trataba de acumular el máximo número de post-it y anotar en ellos todas las ideas que a un grupo de personas les venía a la Cbza. Acto seguido, los papelitos se enganchaban a la pared. Tomó a hurtadillas alrededor de cuarenta paquetes de post-it y se encerró en el váter de su planta. Se puso unos auriculares con una ópera de Wagner para inspirarse, tomó un bolígrafo y comenzó a idear:

«Vamos allá, ¿qué es lo que precisa la gente? Claramente, la gente quiere $. Bien, podría vender $. No, descartado. No tiene sentido vender $. Aunque si lograra cobrar por él más de lo que vale, sería un gran negocio… Bueno, pero eso ya lo hacen los Bcos. Debo idear algo nuevo y diferente. Si no, no me haré millonario.»

De todas formas, enganchó un post-it en la pared en el que ponía «$». Prosiguió:

«La gente necesita cariño. Todos estamos faltos de caricias. No. No puedo vender amor, pues eso ya lo hacen en los clubes nocturnos.»

Anotó en otro papelito «amor» y lo enganchó junto al anterior. Lo cierto es que lo estaba pasando en grande y producir ideas le sentaba muy bien.

«Paciencia. La gente precisa ser más paciente. No. Descartado. Si me pongo a impartir cursos de paciencia la gente se pondría nerviosa. Además, en la Administración Pública los funcionarios ya enseñan paciencia a los ciudadanos.»

Aun así, anotó «paciencia» en un nuevo papel que situó en la pared.

«La gente necesita reír. No. Descartado. Los contables no sabemos hacer reír. Sería un desastre. Además, eso ya lo hacen los políticos…»

Pero anotó «reír» en otro papel que situó junto al resto.

Lo cierto es que le pasó el T volando y no se percató de que llevaba más de tres horas y media enganchando papelitos amarillos en las paredes del habitáculo del váter. Por un momento, le pareció oír unos murmullos en el exterior. No le dio tiempo a reaccionar. Con los últimos compases del Tannhäuser la puerta se le vino encima y, tras caer a un lado con estruendo, aparecieron detrás el guardia de seguridad de IBN, el director de personal, todos sus compañeros y su propia secretaria.

En el interior del váter, sosteniendo un bolígrafo y rodeado por más de doscientos post-it con palabras como «amor», «reír», «$», o «paciencia», TC no fue capaz de articular una explicación convincente que justificara aquella escena.

—¿Pero qué diablos hace usted? —le preguntó el director de personal, al que llamaremos DP, para abreviar.

—Llevamos horas gritando su nombre por todas partes. Es la hora de cerrar. ¿No nos ha oído usted? —añadió indignada la secretaria de su departamento.

Una vez en la calle, y con su estado de ánimo por los suelos, resolvió acudir a su mejor amigo, a la única persona a la que confiaría un secreto y la única que lo guardaría para sí: David, que abreviaremos como DVD, un gordito comerciante de unos cincuenta años de edad, cuyo establecimiento estaba a unos pocos minutos de IBN.

—¿Qué te trae por aquí? —saludó DVD al verlo llegar a su pequeña tienda. TC caminaba cabizbajo y ni siquiera levantó su mirada.

—Mejor no preguntes… —suspiró TC.

—¿Un mal día?

—Patético, DVD, ha sido patético. No te lo creerías… Prefiero cambiar de tema… Dime solamente una cosa. ¿Resulta complicado ser tu propio J?

DVD se apoyó en el palo de su escoba y escrutó con su mirada a TC. Después le dijo:

—Mira, a tu edad no te metas en líos. Las cosas están muy difíciles y tú no estás para grandes riesgos. Si te despides y no sales adelante te resultará muy complicado colocarte de nuevo. ¿Cuánta gente hay sin empleo en tu barrio?

—El distrito dice que alrededor de un setenta por ciento.

—Siete de cada diez. Tú mismo.

No era eso lo que TC quería oír. Él esperaba que le dijera que adelante, que él lo iba a conseguir o frases por el estilo. Ese tipo de promesas que no conducen a ninguna parte, pero que todos los que piensan iniciar un negocio necesitan escuchar para superar el vértigo de la inminente apuesta empresarial. La respuesta de DVD era poco gratificante, pero sincera. Sin embargo, añadió con una sonrisa…

—… Ahora bien, TC, si finalmente te decides, cuenta conmigo para lo que quieras. Sabes que eres mi mejor amigo.

TC le devolvió la sonrisa. De hecho, era lo único que necesitaba, una sonrisa.

Emprendió el camino de regreso a casa. ¿Qué debía hacer ahora? Tras lo sucedido esa tarde, le resultaría muy difícil mantener su dignidad en IBN. La voz correría por todas partes. ¿Con qué desapercibimiento podía ir al lavabo a partir de entonces? No. Estaba claro que había llegado el momento de abandonar su empleo. Decidió hablar con MTC esa misma noche. ¿Cómo se lo tomaría?

Los niños estaban más cansados que de costumbre y, tras cenar una albóndiga, quince galletas de chocolate, acostarlos, pedir agua nueve veces e ir al lavabo otras seis, quedaron dormidos.

Entonces, TC le espetó a su mujer:

—Quiero emprender un negocio.

Increíble. Ella no se inmutó lo más mínimo. ¿Cómo no relacionó aquello con lo del Dr. Che? ¿No recordaba nada? Eso demostraba que TC había ejecutado su estrategia de forma magistral. Lo único que MTC le preguntó, antes de apagar la luz, fue:

—¿Necesitarás mucho $?

—No. De momento, nada.

—Pues entonces, haz lo que quieras —le respondió con naturalidad, como quien no entiende cuál es el inconveniente.

Se acostaron. TC se dio cuenta entonces de que había olvidado decirle que iba a dejar su empleo en IBN. Fue un pequeño detalle que omitió sin darse cuenta. Bueno, ahora ya estaba hecho y TC sabía que era mejor no agitar las aguas cuando una pareja ya se había puesto de acuerdo.

TC concilió el sueño con total dicha, pues iba a acometer su propio proyecto empresarial. MTC también se durmió feliz, pues creía que su marido estaba curado. El Dr. Che también durmió contento, pues la vecina del cuarto se había ido a vivir con él definitivamente.

Al día siguiente TC salió de casa bastante más tarde de lo habitual, pues iba a despedirse. Subió al tren. En los últimos diez años no había logrado sentarse ni una sola vez, pues el tren iba a rebosar de gente, apiñadas las personas unas contra otras. Sin embargo, a esa hora el vagón iba casi vacío. TC se preguntó por qué no enganchaban todos esos vagones vacíos detrás de los trenes de las horas punta, pero no acertó a dar con una respuesta convincente. Se sentó. No sabía cómo colocarse en su asiento por falta de costumbre. Se sentía como pez fuera del agua. Cruzó las piernas, se reclinó, se puso tieso, se echó hacia atrás, incluso se acurrucó en posición fetal, pero no daba con ninguna posición en la que se sintiese confortable. La experiencia de sentarse en un tren era aún demasiado nueva. Al cabo de un rato decidió ponerse en pie, pues no se veía capaz de controlar la ansiedad si permanecía sentado un minuto más. Se asió a una de las barras y apretujó la cara contra el cristal de la puerta, ante la estupefacción de dos señoras que iban en el mismo vagón.

Pasó todo el trayecto literalmente pegado a la puerta, ensayando las palabras que iba a decir a sus superiores.

«Me voy.»

No, eso era demasiado escueto.

«No puedo más.»

No, eso denotaba debilidad.

«Me despido.»

No, eso sonaba a despido improcedente.

«No sigo.»

No. Porque iba a seguir, pero en otra cosa.

Lo mejor era improvisar. Por fin llegó a su destino, salió de la estación, cruzó la calle y entró en IBN. Al llegar a su departamento, todos sus compañeros le miraron con inquietud. ¿Cómo se arriesgaba a llegar tan tarde a esconder facturas? Pero nadie osó reprocharle nada, pues TC caminaba cual pistolero del oeste, presto a desenfundar su Colt de la cartuchera. Con un andar lento y seguro, pasó de largo su mesa y fue directamente hasta el despacho del J. Por primera vez en su vida no llamó a la puerta. Directamente, sin más, la empujó de un puñetazo y espetó con tono de perdonavidas:

—He decidido abandonar esta empresa.

Pero no obtuvo respuesta alguna. El despacho estaba vacío. Detrás de él, la secretaria del J le dijo, sin siquiera mirarle, con el tono burocrático del que contesta el teléfono:

—No volverá hasta la semana que viene. Si quiere, ya le daré yo el recado.

TC optó por no contestar. Se fue directamente a la séptima planta, al despacho del DP. Tampoco había nadie, ni sabían dónde estaba. Decidió ir hasta la planta superior a ver al director general. Su secretaria le explicó que estaría ausente durante un par de semanas, por lo menos. TC preguntó entonces por el presidente, pero nunca se sabía cuándo acudía por la empresa. ¡Era inaudito! No tenía a quién decirle que se despedía. Finalmente, optó por entregar su carta de renuncia a la mujer de la limpieza, quien prometió hacerla llegar a alguno de sus J.

Antes de abandonar para siempre la mesa que tanta infelicidad le había causado, indicó a sus compañeros dónde estaban escondidas todas las facturas que debían buscar en los próximos meses, no fuera que quedara algún asunto sin resolver. TC no quería perjudicar a nadie con su marcha.

Bajó a la planta baja y salió al exterior. Sintió entonces una liberación extraordinaria. Le dio por ponerse a correr a toda velocidad. No sabía hacia dónde se dirigía. Sólo anhelaba correr y correr. De vez en cuando, daba un salto, a la vez que levantaba los brazos, como si fuera a salir volando cual bailarina con tutú. Se sentía liviano, dichoso, libre. Era tal su alegría, que se puso a dar volteretas en un paso de cebra. Un policía lo detuvo. Le pidió la documentación, pero cuando le aclaró que acababa de dejar su empleo para montar su propio negocio, el agente le pidió un autógrafo.

Tras dos horas de brincar por las calles se fue hasta el quiosco donde compraba regularmente sus fascículos. El último número había llegado. Se despidió de su quiosquero con un efusivo abrazo. Él no acertaba a comprender tan calurosa despedida, pero TC siempre había visto en aquel personaje al bedel de su universidad a distancia. Y de todos los bedeles se despide uno con un abrazo.

Entró en un bar y se sentó a una mesita. Se puso a leer a toda velocidad. Devoró el último número porque sabía que, cuando lo terminara, estaría ya preparado para ser un emprendedor.

Era cierto lo que dijo el Dr. Che: nadie acaba una colección de fascículos en su totalidad. ¡Excepto TC! Y por eso él fue la única persona de Un Sitio Aleatorio que leyó la última frase del último número. Y, por eso mismo, el único que se iba a meter en el lío que estaba a punto de organizar.

La última frase decía:

«En resumen, el marketing consiste en desarrollar

productos o servicios que satisfagan las necesidades

de los consumidores.»

TC quedó estupefacto. Podía haberse ahorrado las doscientas setenta y seis entregas anteriores, pues esa frase, esa sencilla frase, bastaba para saber en qué consistía el marketing. Todas las lecturas previas se habían revelado inútiles porque tal síntesis hacía totalmente obvio cuál era el producto que le haría la persona más rica del planeta. ¡Estaba ahí delante! ¡Satisfacer necesidades! ¡Así que era eso! ¡Ahora ya lo tenía!

Dejó su taza de café a medias. La pagó y, apresuradamente, tomó un taxi hasta el despacho de Aarón. Aarón era el abogado que le ayudó en los trámites de su hipoteca diez años atrás. Llegó hasta su bufete.

—Aarón, voy a iniciar una empresa. Preciso que esté operativa a la mayor celeridad posible. Empecemos ahora mismo.

Aarón tomó un papel y un bolígrafo y comenzó a solicitar toda la información que se precisaba:

—¿Nombre de la empresa?

TC no lo dudó un solo instante.

—Libertad, Sociedad Limitada.

—¿Objeto social?

—Satisfacer las necesidades de los hombres.

—La prostitución no está legalizada.

—¡No, no! —le aclaró—. Hay otra forma más ética de satisfacer necesidades.

Aarón accedió a anotarlo y preguntó:

—¿Razón social?

TC le proporcionó la de su propio apartamento, pues no disponía de $ para alquilar ni para adquirir un despacho. Tras cumplimentar algunos impresos, el abogado le solicitó una provisión de fondos y aseguró que le haría llegar toda la documentación necesaria a la mayor brevedad.

Al salir del bufete, TC se percató de que tenía un problema. La colección de fascículos especificaba que, para triunfar en los negocios, había que instalarse en un garaje, como los fundadores de Hewlett-Packard y tantos otros emprendedores de éxito. Y TC no tenía ningún garaje, solamente una plaza de aparcamiento. Lo resolvería. Llamó a una empresa de mobiliario de oficina e hizo colocar unas divisiones de cristal, de esas con persianitas, en la línea de cada una de las separaciones que limitaban su plaza de aparcamiento con la de sus vecinos. Por la parte que entraba el auto hizo instalar una pequeña puerta. Le costó casi todo lo que tenía ahorrado, pero quedó formidable. Libertad, S. L., estaba constituida y, como rezaban los cánones, se había iniciado en un garaje.

De nuevo en su domicilio, ese mismo día, tomó la mesa del comedor, la lámpara del recibidor, una silla de la cocina, el ordenador de sus hijos y lo bajó todo a su plaza de aparcamiento. Bueno, a su nueva sede central. Lo cierto es que el ordenador de sus hijos solamente servía para videojuegos, pero todas las oficinas tienen una pantalla sobre la mesa y la suya no podía ser una excepción.

Estaba agotado, pero feliz.

De pronto, oyó un coche detrás de sí. Era MTC, que llegaba de recoger a los niños del colegio. Se puso a gritar como una loca:

—¿¡Qué ha pasado!? ¡Han tapiado nuestra plaza de aparcamiento! ¡El Bco! ¡Habrá sido el Bco! ¡Seguro que TC no ha pagado las últimas cuotas!

Su marido asomó la cabeza por la puerta de su despacho-aparcamiento y le sugirió:

—Aparca en la plaza de la vecina del cuarto segunda. Se ha ido a vivir con el Dr. Che. Su aparcamiento está vacío.

Y es que TC lo tenía todo pensado. Cuando MTC se enteró de que su plaza de aparcamiento era el nuevo despacho de su marido, casi le da un desmayo. Pero cuando se desmayó de veras fue cuando TC le dijo que se había despedido de IBN.

—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué? —preguntó desencajada.

TC le dijo:

—Es por las Hrmgas, mi amor. Lo siento.

Se puso a llorar. Los niños también. Al igual que su suegra, cuando se lo explicó por teléfono. Asimismo se lo comunicó a su cuñada, quien también gimoteó. TC, que escuchaba todo aquello por el auricular supletorio, oyó a su cuñado reír, de fondo.

Después, MTC telefoneó al Dr. Che.

—Su plan de choque ha sido un verdadero fracaso. No solamente TC ha completado la colección de fascículos que le recetó, sino que sigue además emperrado en las dichosas Hrmgas.

El Dr. Che quedó en silencio. Después, añadió:

—Mire, hablemos sobre esto en mi despacho. Es conveniente que interpretemos los dibujos de sus niños. Tráigame mañana dos dibujos libres de cada uno de ellos. Verá como llegamos a puntos interesantes…

MTC se encendió:

—¡Mire, ya sé por dónde va usted! Pude notar cómo me miraba con ojos libidinosos en su consulta. Le voy a decir algo: una cosa es curar a mi marido, pero otra muy diferente engañar a mi vecina.

Eso devolvió la tranquilidad a TC. Acostaron a los niños. MTC seguía sin dirigir la palabra a su marido. Estaba furiosa. Los dos se pusieron el pijama y se acostaron en silencio. Fue entonces cuando TC supo que había llegado el momento de compartir su descubrimiento, el secreto encerrado en la última frase de la colección de marketing para emprendedores.

Encendió la luz de la mesita de noche.

—¿Qué pasa? —preguntó su esposa girándose hacia él.

TC puso la misma enigmática expresión que cuando le regaló la alianza de compromiso a su mujer. A continuación, metió la mano en el bolsillo de su pijama y extrajo algo bien diferente: un pequeño frasco de plástico. MTC lo reconoció enseguida, pues eran los mismos que ella utilizaba cuando tenía que hacerse un análisis de orina.

—¿Qué es esto?

—Es la oportunidad de nuestra vida. Es el producto que va a hacernos millonarios. Algo en lo que nadie ha pensado porque no tuvo la perseverancia que yo demostré al llegar hasta el fascículo número doscientos setenta y ocho.

—¿Orina?

—No, escúchame bien: es T. He introducido cinco minutos dentro de este frasco. El marketing dice que cualquier producto que satisfaga una necesidad tiene visos de ser un éxito. Yo he hallado la piedra filosofal del marketing. Cuando leí esa frase, cuando supe que el marketing consistía en satisfacer necesidades lo vi clarísimo. No tuve más que pensar en mí mismo. He vendido cuarenta años de mi propio T. Lo que me condujo a los fascículos fue una necesidad de T, nadie dispone de él. Y a pesar de que todo el mundo lo desea no se puede adquirir. En esta sociedad, todos hemos vendido nuestro T al sistema, todos somos vendedores de T y no tenemos control sobre nuestras vidas. Mi invención permitirá a la gente adquirirlo de nuevo. Frascos de cinco minutos… ¿no te das cuenta? ¡Somos prácticamente millonarios! ¿No crees que es fantástico?

MTC tomó el bote y lo abrió. Estaba vacío. No entendía nada. Estaba al borde del colapso nervioso, pero se contuvo lo suficiente para decir:

—TC, explícame ahora mismo en qué consiste esta estúpida ocurrencia de meter cinco minutos en un frasco para orina. No me digas que has dejado tu empleo por esta idea, que es lo más absurdo que me he encontrado en la vida.

—¡Escucha, escucha! Este no es más que un producto de consumo como los que venden en los supermercados. Quien quiera, compra este bote, lo abre, dispone de cinco minutos de T para sí, los consume, y después tira el bote a la basura. ¿No coincides conmigo en que es el invento más grande de este siglo?

MTC seguía sin comprender nada. Estaba desanimada.

—¿No eres consciente de que no tenemos ahorros? Con mi sueldo solamente subsistiremos unos dos meses, aproximadamente. Nos arruinaremos en menos que canta un gallo. ¿Qué será de nuestros hijos? Tendremos que pedirle más $ a tu cuñado y aún le debemos los visillos.

Al pensar en las cortinas, MTC no pudo contener sus lágrimas de nuevo. Estaba abatida. TC la consoló:

—Cariño, es la oportunidad de nuestra vida. Confía en mí. Este producto va a hacernos ricos. Tú no sabes cómo me he formado. He rellenado más de cuatrocientos post-it para llegar hasta aquí. He leído casi trescientos fascículos de marketing. Estoy más preparado de lo que piensas.

MTC lamentaba la situación que estaba viviendo porque sabía que su esposo hacía todo eso por sobrevivirse a sí mismo. No era un acto de egoísmo, sino de supervivencia, pero ella estaba obligada a hacerle ver que sus decisiones eran un suicidio, desde el punto de vista de la economía familiar. Tal empatía le hizo claudicar. Se repuso, le miró, y le dijo:

—Una semana. Te doy una semana. Si no sales adelante, me vuelvo con mis padres. Tú mismo.

Se dio media vuelta y apagó la luz. Eso le bastó a TC. Contaba con la aquiescencia de MTC y con una semana por delante para sacar adelante un negocio. Era difícil, pero no imposible. Y algo le decía que él, a pesar de ser un TC, lo podía conseguir.