XXIX

Empecé a notar como reducíamos la velocidad. Abrí los ojos y suavemente coloqué la cabeza de Emma en el asiento.

—¿Hemos llegado?

—Estamos cerca pero se ha levantado viento y la arena nos impide ver bien.

—¿Una tormenta de arena?

—Algo por el estilo. No es tan fuerte pero es igual de molesta y me temo que nos retrasará un poco.

La oscuridad de la noche, el mal estado de la carretera y ahora esto. Menos mal que nuestro conductor no parecía estar tan cansado como nosotros, sin mencionar el hecho de que conocía bien el lugar. Nuestras voces despertaron a Emma que empezó a estirar los brazos. Miré a Eduardo y a David y por sus ojos rojizos supuse que no habían pegado ojo.

La arena golpeaba con fuerza el parabrisas mientras una extraña canción sonaba en la radio. Tierra antigua de civilizaciones que en otros tiempos iluminaron el resto del mundo con su sabiduría pero su llama ya se había extinguido. Sólo quedaban las sombras de aquellas personas que caminaron por los desérticos valles e influyeron en el rumbo de la historia. Ahora la lucha diaria se había convertido en un modo de vida tan arduo y desesperante, que no existía una clara visión de futuro. En muchos lugares parecidos a éste, la gente vive una realidad muy distinta a la que nosotros conocemos y es normal que poco a poco, nuestra indiferencia hacia su desgracia, conduzca a los hombres a realizar actos desesperados.

Recordé a Alejandro Magno caminando por las áridas tierras, unificando culturas y luchando por un futuro mejor en una época donde sólo se vivía el día a día. Quizás los actos de nuestros antepasados influyen más en nosotros de lo que nos imaginamos y el resultado, tanto de sus éxitos como de sus fracasos, guían nuestras vidas hacia caminos ya predeterminados. Se trataba del destino.

—Aparcaré cerca de la gran columnata y esperaremos en el coche a que amanezca aunque hasta que no pare el viento, no podremos seguir adelante.

Escuché lo que nos dijo David y me desanimé. Presentía que pronto conseguiría las respuestas que tanto anhelaba aunque no entendía por qué. La noche y la arena lo ocultaban todo mientras mi corazón palpitaba con ansiedad deseando liberarse del gran peso que soportaba.

—No tardará en amanecer. Esperemos que el tiempo no nos fastidie.

Lo único que podíamos hacer era esperar. Nadie hablaba, la impaciencia resultaba visible en todos nosotros. Sólo la extraña música de la radio rompía la monotonía del momento.

*

La luz del día ya aparecía en el horizonte mientras la arena seguía golpeando el coche con toda su furia. Apenas se podían distinguir las ruinas de la legendaria ciudad de Palmira.

—¡Fijaos en eso!

—¿En qué Vicente?

—¡Ahí! Bajo ese arco que apenas se distingue…

—…

—Fíjate Eduardo. Alguien se acerca.

—Yo no veo nada.

Bajé del coche pero la arena se me metía en los ojos y no conseguía ver nada. Los rayos de sol que atravesaban la densa cortina del desierto, revelaban a dos malformadas sombras que se acercaban a nosotros. Me agaché, utilicé las palmas de mis manos como viseras y me limpié la cara. Los ojos me escocían y la saliva se espesaba en mi boca mientras mis temblorosas piernas se apoyaban con dificultad sobre el movedizo suelo. De repente, el viento empezó a aflojar y la arena del desierto caía lentamente dejándonos ver con más claridad. Todos salieron del coche preocupados por mí pero también intrigados por lo que estaban viendo. Las dos sombras se convirtieron en un hombre y cogido a él, iba un niño.

—¿Esto es lo que buscabas Vicente?

—No lo sé Emma.

Se pararon a unos metros frente a nosotros y permanecieron quietos para observarnos con más detenimiento. Los dos iban con una vestimenta larga y con un turbante en la cabeza. Sus rostros, cubiertos para protegerse de la arena, revelaban una mirada alegre y a la vez misteriosa. Tras unos minutos mirándonos, el niño se soltó de la mano y se acercó a nosotros.

—Seáis bienvenidos. Os estábamos esperando. Por favor, seguidnos.

Regresó corriendo con su acompañante y nosotros les seguimos unos metros por detrás. Todos estábamos sorprendidos y queríamos respuestas pero debíamos ser cautos. Pasamos bajo un enorme arco que parecía ser la antigua entrada a la ciudad. Frente a nosotros, se encontraba una larga avenida, rodeada por una interminable columnata de piedra color rojizo. No dejaba de mirar a mí alrededor maravillado por la belleza de este lugar tan misterioso. Los demás, inquietos y a la vez fascinados, no paraban de mirar hacia todas partes. Según ellos nos encontrábamos en territorio enemigo y toda precaución era poca.

Nuestros dos acompañantes, marchaban a paso lento pero firme y antes de lo que esperaba, empezamos a dejar atrás las ruinas principales. En muchas ocasiones había leído sobre este lugar pero no me parecía un buen momento para hacer turismo. De lejos divisé el templo de Bel, dios de dioses y me quedé con las ganas de visitar el anfiteatro de la ciudad que era uno de los más importantes del mundo. El sol desvelaba lentamente la majestuosidad del lugar y el color rojizo de las piedras se transformaba en un amarillo brillante. Incapaz de resistirme, me acerqué a una de las columnas de casi diez metros de altura y posé mi mano sobre ella.

—¡Venid por favor!

El hombre estaba apoyado en una roca grande que nacía del desierto el niño a su lado nos indicaba que les siguiéramos. Dimos un rodeo y nos encontramos frente a la entrada de lo que aparentaba ser una antigua tumba. Unas escaleras de piedra conducían a un lugar atormentado por el paso del tiempo, lleno de historia pero también de misterio. Mis compañeros se pararon y empezaron a examinar los alrededores mientras yo, sin pensarlo, me dispuse a bajar las escaleras.

—Espera Vicente. Quiero que cojas esto.

Eduardo me dio la pistola que habían dejado para mí en la frontera Suiza.

—¿Crees que es necesario?

—Nunca se sabe. Más vale ir preparado y recuerda que sólo tienes que quitar el seguro, apuntar y apretar el gatillo. Así de fácil.

El niño que ya había entrado en la tumba, volvió a salir.

—No tengáis miedo. Por favor seguidme.

Nos miramos, asentimos con la cabeza y empezamos a bajar las escaleras lentamente. La poca luz que había poco a poco se difuminaba hasta que llegamos a un punto que estábamos completamente a oscuras. De repente, una antorcha se encendió e iluminó el resto del camino. El niño nos guiaba con confianza hacia las entrañas del lugar que pensábamos que era la guarida de «Zeus».

—No os paréis. Ya casi hemos llegado.

Cuando acabaron las escaleras entramos en una habitación donde el hombre, que intentaba recuperarse de la caminata, se apoyaba en la pared bajo el chisporroteo de una antorcha. El niño, encendió unas cuantas más que pronto iluminaron por completo el lugar. Sin duda debía tratarse de una sala de rituales. En el centro, una mesa redonda de piedra con siete sillas también de piedra, acaparaban nuestra atención. Perecían estar esculpidas en el mismo suelo lo que significaba que se trataba de un lugar muy importante y con un gran simbolismo.

—¡No puedo creer lo que ven mis ojos!

La mesa estaba dividida en dos partes y un hermoso bajorrelieve la decoraba. En una parte, los doce dioses del Olimpo, omnipresentes y todopoderosos, observaban la creación mientras en la otra, reconocí la imagen de la cruz de Cristo erguida en el Gólgota. Me resultaba imposible disimular mi asombro por el singular hallazgo. Jamás pensé que vería algo parecido. Me giré hacia el hombre que nos observaba desde las sombras y que aún no se había quitado el turbante mientras Eduardo, con un tono de voz amenazante, se dirigió hacia él.

—¡Es el momento que nos explique lo que está ocurriendo!

El niño corrió hacia él y se colocó delante como si quisiera protegerle.

—Tened respeto por el maestro. Habladme a mí. Él no entiende vuestras palabras.

El hombre empezó a quitarse el turbante con cuidado y mientras se apoyaba en el hombro del niño, se acercó a la mesa.

—¡Dios mío!

Emma se agarró a mí cintura cuando el aspecto de nuestro misterioso anfitrión fue revelado. Ante nosotros se encontraba un anciano con el pelo blanco y de una largura que superaba la altura de sus hombros. El desierto y el tiempo le habían quemado la ya arrugada piel y su grisácea barba se enredaba en el manto que llevaba de vestimenta. Lo que más nos llamó la atención, eran sus ojos. Blancos como la nieve y profundos como el mar. Por fin entendimos la necesidad de aquel hombre de sujetare por las paredes. El anciano estaba ciego.

Se sentó en una de las sillas y el niño se quedó de pie a su lado. Con lentitud, buscó con la mano cabeza de su aprendiz y empezó a susurrándole al oído.

—El maestro os agradece haber venido desde tan lejos. Hace mucho que esperábamos su llegada. Yo seré su voz y sus oídos así que por favor tengan paciencia.

Eduardo se acercó.

—¿Vosotros pertenecéis a «Zeus»?

El anciano movió la mano con enfado y volvió a acercarse al niño.

—¿Quién es vuestro enviado de Dios?

Emma posó su mano en mi hombro y me empujó lentamente hacia delante.

—¡Soy yo!

Con un amable gesto de manos me indicó que me sentara en la mesa frente a él. Una vez más se acerco al niño y empezó a susurrarle al oído.

—Zeus es el dios de todos los dioses y referirse a él de esa manera resulta insultante. Nuestro vínculo con él es de amor y respeto igual que el que une a toda la humanidad. Muchos piensan que fue destituido por el cristianismo, pero nosotros sabemos que todos adoramos el mismo dios.

—¿Cómo?

—Fíjate en lo que se revela ante tus ojos. Nuestro señor advirtió la necesidad de los hombres de sentirse más cerca de él y envió a su hijo para amarlos y morir por ellos.

—¿Y el resto de los dioses?

El anciano empezó a acariciar la ruda superficie de la mesa con mucho cuidado. Sus dedos se deslizaban por las caras de los dioses y por sus ancestrales rituales. Sus incomprensibles susurros se transformaban en palabras interpretadas por su joven aprendiz.

—¡Aquí está! Míralo tú mismo.

—¡No puede ser cierto! Es… es… imposible…

Creía que mis propios ojos me engañaban. En la mesa de piedra aparecía representada la transición del politeísmo al cristianismo y con bastantes detalles. La primera escena era una reunión de los doce dioses en el monte Olimpo junto con muchos semidioses. Zeus posaba orgulloso ante todos y en sus brazos dormía despreocupadamente su hijo. En otra parte del bajorrelieve, el niño es llevado por Hera a los hombres dentro de su vientre mientras la acompañan casi todos los dioses y semidioses. Atrás sólo quedan Ares, Hermes, Apolo y Hades que enseguida se transforman en ángeles.

—¿Los primeros ángeles? Eso significa que son los arcángeles.

—Los brazos y los ojos de Dios.

Sentí un escalofrío; estaba viendo la representación del nacimiento del arcángel Miguel, general del ejército de Dios, el arcángel Gabriel, mensajero celestial, el arcángel Rafael, protector de la salud y finalmente, el arcángel de las tinieblas. ¡Satanás! El sequito de Hera que representaba la Virgen María, se transforma en humanos que más tarde se convertirían en profetas y santos. Luego aparece el camino que recorre el hijo de Zeus hasta el momento de la crucifixión.

—¿Cuántos años tiene la mesa?

—Fue tallada por nuestros antepasados poco después de que los romanos arrebatasen estas tierras a los griegos que a su vez se la arrebataron a los habitantes del antiguo imperio persa.

—¿¡Quieres decir que se creó antes del nacimiento de Cristo!?

—¡Sí!

—¡Es imposible!

—Nosotros somos los Aristofilos. En la antigua ciudad de Atenas, los aristócratas ocupaban los más altos cargos políticos de entre todos los ciudadanos. La palabra está compuesta por «aristos» que significa «el mejor» y «crati» que significa «sujeta». Los aristócratas no era gente designada a dedo que exprimía a los ciudadanos corrientes para su propio beneficio sino los mejores entre el pueblo que dedicaban su vida al servició de su ciudad y de sus conciudadanos, ofreciendo mejoras y comida pagadas de su propio bolsillo.

—Y vosotros os hacéis llamar Aristofilos, es decir, los amigos de los mejores.

—Veo que tu griego es excelente.

—Si sois seguidores de lo «mejor», no entiendo porque estáis matando a gente inocente.

El anciano gruño enfadado y bajó la cabeza mostrándose avergonzado.

—Soy el último del antiguo consejo. Antes me sentaba en el lugar que tú estás ocupando ahora pero con el tiempo me obligaron a abandonar la mesa y sólo puedo asistir a las reuniones como un mero espectador. La última vez que nos reunimos todos aquí, se me partió el corazón.

—¿Qué ocurrió exactamente?

—Os lo diré pero yo no traiciono a mi gente, fueron ellos quienes traicionaron a nuestras creencias.

—Debes hacer lo correcto.

—Vosotros matasteis a mi hijo. Sé muy bien que la culpa no es vuestra.

—¿Su hijo?

—El joven que murió en Ginebra. Sé que no obró correctamente pero aún así, era mi hijo.

Miré con curiosidad a mis compañeros. La arrugada piedra de las paredes y la polvorienta superficie del suelo que pisábamos me hicieron extrañarme a mí mismo. Bajo la penumbra de todo lo sucedido por fin disponía de una buena noticia que dar.

—Tu hijo no está muerto. Le retienen en unas instalaciones secretas de la inteligencia francesa para interrogarlo.

—¿Es eso cierto?

—No tengo porqué mentir.

—Entonces os contaré todo lo que sé a cambio de su liberación.

Volví a mirar a mis compañeros. Sus inclinadas cabezas me daban a entender lo difícil que era complacer al anciano.

—No podemos liberarle pero es nuestro deber evitar que se derrame más sangre inocente.

—Si ya han anunciado su fallecimiento seguramente no tardarán en matarlo.

—Es posible pero resulta imposible saberlo.

—De todas formas os contaré todo lo que sé. No quiero más muertes sobre mi conciencia.

David se colocó a mi lado y se apoyó sobre la mesa.

—Su muestra de buena fe le honra y a cambio considero que se merece una recompensa. No puedo prometerle que conseguiré liberar a su hijo pero si puedo asegurarle que haré todo lo que esté en mis manos.

—El tono de su voz me tranquiliza y me reconforta poder confiar en su palabra. Gracias.

El anciano se sobrepuso y continuó susurrando al oído del niño.

—Los nuevos consejeros se cansaron de la avaricia de occidente. Viendo como nuestra gente sufría dificultades mientras ellos vivían en la abundancia, se decidió practicar el ritual de la votación del pecado. Me apartaron y me permitieron asistir como un simple espectador mientras las piedras eran repartidas. Negra para «NO» y blanca para «SÍ». Primero fue castigada la lujuria. La muchacha pagó por su pecado porque se votó que no cometeríamos nosotros ese pecado. Después fue castigada la envidia. El comerciante miraba con deseo todo lo que había a su alrededor aunque fuera capaz de conseguirlo por sus propios medios. Se voto en negro y nosotros no pecaríamos de envidiosos. En tercer lugar, la avaricia fue castigada. Un hombre que lo tenía todo, trabajo, familia, salud y felicidad, sucumbió ante el deseo del dinero. Nosotros ofrecimos ese dinero y no cometeríamos el mismo pecado.

Me fijé en Emma que intentaba ocultar sus humedecidos párpados mientras Eduardo le cogía la mano.

—La gula fue la cuarta. Tanto dinero y aún así desear comer lo que sustentaba a los demás, era un pecado que nosotros no queríamos cometer, por tanto se voto en negro y le dimos la espalda a la gula. La soberbia fue el quinto pecado que se votó en negro. La sexta, la pereza. Como una mujer puede tener tanto conocimiento y aún así acomodarse con un sólo cliente a sabiendas de que obraba de mala fe. También fue rechazada por nosotros.

—Entonces sólo queda la ira.

—Ahí acabó la piedra blanca. Ese fue el pecado elegido que nos conducirá al infierno.

—Pero… si matar a toda esa gente no fue un acto de ira entonces ¿Qué lo es?

—Todas las pistas fueron creadas para distraeros y alejaros del verdadero objetivo. Al igual que los alemanes invadieron Europa cruzando los países bajos mientras les esperaban por la frontera con Francia, nosotros mantuvimos los ojos de las agencias europeas en la purificación de los pecados mientras nuestro pecado capital se introducía por las fronteras del norte.

—¿Cómo se manifestará la ira?

—Los hijos de los destructores de Hiroshima y Nagasaki serán colocados en Berlín para vengar las muertes que causaron.

—¡Dios mío!

Eduardo se lanzó sobre la mesa.

—¡Hay que impedirlo! ¿Dónde están las bombas exactamente?

—…

El niño esperaba que el maestro le susurrara la respuesta.

—¡Por favor! ¿Dónde?

—No lo sé con exactitud…

—¡Dinos lo que sepas!

—Cerca del Tiergarden. Bajo la cúpula de cristal.

—¿No hay nada más?

—Es lo único que me permitieron oír. Cuando me opuse a ellos me prohibieron asistir a las demás reuniones. Por favor, no permitáis que se condenen nuestras almas.

—Gracias por la ayuda.

El anciano se puso de rodillas con la ayuda del niño y empezó a rezar. Atravesamos corriendo la escalera sin que los desgastados mosaicos de sus paredes nos distrajeran. Al salir, un sol abrasador nos cegó durante un instante y su calor enseguida enrojeció nuestra piel. Seguimos corriendo hacia el coche y mientras tanto, Samuel cogió su teléfono móvil e intentó llamar a sus contactos.

—¡Maldita sea! No tengo cobertura.

David se acercó.

—No dejes de intentarlo. Recuerda que tras lo ocurrido en Viena, todos deben actuar con cautela y discreción. Si se enteran que hemos averiguado cuales son sus planes, estamos perdidos.

Entramos apresuradamente en el coche y nos dirigimos de vuelta al aeropuerto. La antigua ciudad de Palmira se convertía en una imagen borrosa que se desvanecía en el horizonte con mucha rapidez. Samuel no dejaba de intentar encontrar cobertura para avisar a sus superiores sobre nuestro descubrimiento. En mi mente sólo residía un escalofrío que casi paralizaba mi corazón. La visión de los niños que deambulaban descalzos por las calles con miradas perdidas, podría llegar a hacerse realidad.

El lugar donde eligieron colocar las dos bombas nucleares resultaba tanto simbólico, como mortal. El Tiergarden era un parque muy conocido, situado en el centro de Berlín rodeado por varios monumentos muy importantes y entre ellos, el Reichstag. Durante la segunda guerra mundial el Parlamento alemán había perdido todos sus poderes legislativos y sólo ejerció como un cuerpo de aclamación y propaganda para el partido Nazi. Resultó muy dañado por los bombardeos de los aliados, soportó un fuerte asedio del ejercito ruso y no fue restaurado hasta hace unos pocos años. A pesar de las adversidades y de la inclemencia del tiempo aún permanecía en pie. En el centro del edificio, se había construido una gran cúpula de vidrio combinando el aspecto original con uno más esperanzador y moderno. Encajaba perfectamente en la descripción del anciano. No dejaba de pensar que era el objetivo perfecto.