XXVII

Llegamos al aeropuerto de Viena y entramos en el aparcamiento público. David dejó el coche e hizo otra llamada que apenas duró unos segundos.

—¿Vamos?

—No seas impaciente Vicente. Confía en mí. Por ahí viene nuestro transporte.

Una limusina negra se paró delante de nosotros. Rápidamente recogimos nuestras cosas, nos lanzamos unas miradas de complicidad y nos subimos.

—No vamos a pasar por ningún control. Entraremos directamente en el hangar y viajaremos a Damasco. En cuanto paremos, coged vuestras cosas y no habléis con nadie.

Salimos del aparcamiento y nos alejamos de los terminales de pasajeros. Nos acercamos a una entrada situada en el lado norte del aeropuerto donde nos paramos y el conductor se bajó para hablar con el guardia. Inmediatamente pasamos por las pistas de aterrizaje hasta que llegamos a un hangar donde el avión que David había conseguido nos estaba esperando. Bajamos apresuradamente de la limusina y sin decir ni una palabra, cogimos nuestras cosas y entramos en el avión. La mirada de los tripulantes, fría y distante, se dirigía fijamente hacia nosotros. Sin duda les disgustaba la idea de involucrarse en lo que podría considerarse como delirios de un desconocido.

—Sentaos aquí atrás. Nadie os molestará.

—Gracias David.

—No te preocupes Vicente. Sólo espero que tengas razón.

David me dio un par de palmaditas en el hombro y se dirigió hacia la cabina del piloto. El silbido de las turbinas nos avisó del comienzo de nuestro viaje y enseguida notamos como el avión empezaba a moverse.

—Ghmm…

—¿A qué viene esa tos Eduardo?

—¿Estás loco? De dónde sacaste lo de Palmira… ¿Una corazonada? Dime que no se trata sólo de una simple corazonada.

—El prisionero también lo mencionó.

—Ese hombre estaba drogado y ni yo estoy seguro de que haya dicho eso.

—Yo sí lo estoy.

—Sé que hemos estado arriesgando nuestras vidas y nuestras carreras persiguiendo a «Zeus» pero se nos está yendo de las manos. ¡Por el amor de Dios, estamos a bordo de un avión de la C.I.A.!

—No me preocupa en absoluto. Hay muchas vidas en juego. Más de las que pensamos.

—Está claro que los integrantes de «Zeus» no tienen escrúpulos y la bomba de antes nos lo demuestra.

—El avión no ha despegado todavía. Aún te puedes bajar.

—¡Sabes que no es mi intención! No hace falta que te pongas así. Sólo digo que… ¡aghhh!, olvídalo.

—¡No! Di lo que piensas. No hace falta que te reprimas.

—Digo que si tienes razón sobre Palmira ¿qué vamos a hacer? ¿Visitar a una organización terrorista para decirles que se detengan? ¡Nos matarán sin dudarlo!

—Es probable.

—¿Y si no nos matan? ¿Qué ocurrirá?

—No lo sé Eduardo.

—Claro que no lo sabes. ¿Acaso no te has dado cuenta de que siempre llegamos tarde?

—Esta vez el asesino se ha adelantado un día.

—¡Sí! Pero también ha tenido tiempo para avisar a sus compañeros. Es lo que pretendían desde el principio pero ahora saben que estamos demasiado cerca.

—¿Cómo han podido avisarles?

—Por los periódicos, las noticias, por todas partes. Una explosión en pleno cetro de Viena ¿te parece poco?

—No había pensado en ello.

—Claro que no. ¿Y Emma?

—¿Qué pasa con Emma?

—¿Has pensado en ella?

Se levantó del sillón y se acercó indignada.

—¡Basta Eduardo! Basta… No tengo miedo y permaneceré a vuestro lado hasta el final. Si Vicente dice que debemos ir a Palmira y enfrentarnos a unos terroristas aún a riesgo de que perdamos la vida, adelante.

—Ya tienes tu respuesta Eduardo.

—…

—Ahora debemos concentrarnos en recordar todo lo que hemos hecho hasta ahora e intentar adelantarnos al siguiente movimiento de «Zeus». Siete pecados, seis víctimas. Lo que significa que sólo queda una.

—Tienes razón. ¿Por dónde empezamos?

David acababa de regresar.

—Tardaremos alrededor de tres horas en llegar a Damasco. Cuando aterricemos, un miembro de la embajada Americana nos conducirá a Palmira como invitados especiales haciendo turismo.

—Gracias por todo David. He de admitir que mi actuación de antes no…

—Guárdate eso Vicente. Sólo espero que nuestros esfuerzos sirvan para algo más que un paseo en avión. Mientras tanto, por favor no habléis con nadie. Ni siquiera si vienen a preguntaros.

Desde la ventanilla del avión podía ver como el aeródromo se hacía cada vez más pequeño hasta que desapareció de mi vista. El dolor de cabeza me impedía relajarme y por mi mente rondaban pensamientos sobre Daniel. Los últimos dos días apenas había dormido y mis ojos empezaban a cerrarse lentamente. Recliné mi cabeza sobre el asiento del avión y mi última mirada la dirigí hacia el dulce rostro de Emma que también me estaba mirando.