XXII

Nos encontrábamos a las afueras de Venecia con dirección a ninguna parte y sin ser capaces de pensar con claridad. Mis dos compañeros, cansados y malhumorados, no paraban de hacer gestos nerviosos con las manos y aún así no me atosigaban con preguntas. Seguramente, ellos ya habían pasado por situaciones parecidas y sabían muy bien lo que se siente. En un área de servicio, Emma paró el coche y se sentó atrás conmigo mientras Eduardo se montaba en el asiento del conductor y emprendía la marcha una vez más.

—Debes superar lo que ha pasado ahí atrás y centrarte en las pistas. Debemos seguir, debemos esforzarnos por todos los que perdieron su vida y para salvar al resto.

Me quedé mirando a la hermosa Emma durante varios segundos sin pestañear. Ella, me acarició la cara con su mano y seguidamente colocó su cabeza sobre mi hombro. Un suspiro de alivio se escapó de mis adentros y sentía como mi corazón volvía a latir.

—Siento interrumpir pero no sé a dónde tenemos que ir.

Cogí el sobre que me había dado Pierre y lo abrí. Dentro había un DVD y una carta. Por la caligrafía deduje que la habían escrito apresuradamente.

«Si estáis leyendo esta carta es porque estoy herido y no puedo seguir con la misión o lo que es peor, estoy muerto. En el DVD que os he dejado encontrareis las respuestas que sin duda os servirán de ayuda. Creo que las pistas os llevarán a Austria pero no sabemos a dónde exactamente. Debéis pasar por la ciudad de Maribor en Eslovenia y llamar al número 865248523 desde la cabina telefónica que está en frente de la estación de autobuses y sólo desde esa cabina. Preguntad por David Andrews que es un buen amigo mío estadounidense. Le he puesto al corriente de lo que está sucediendo y os ayudará en todo lo que pueda. Todo lo que hice ha sido para salvar vidas. Que Dios me perdone y buena suerte».

Un sentimiento de culpa recorrió todo mí cuerpo y a juzgar por la cara de mis compañeros, ellos también se avergonzaron por haber pensado mal de Pierre. Al menos teníamos un punto de partida y deseábamos poder seguir con su trabajo.

—Ya sabemos hacia dónde vamos.

Eduardo cogió un mapa de la guantera y nos lo acercó.

—Veamos dónde estamos y hacia donde tenemos que ir. Creo que no estamos muy lejos de la autopista.

No tardamos en ver un cartel y orientarnos hacia la autopista. La ruta más corta era la de dirigirnos hacia Gorizia y tras entrar en Eslovenia debíamos subir hacia Maribor. Como había menos de cuatrocientos kilómetros calculamos que íbamos a tardar unas tres o cuatro horas. La noche se acercaba y era muy probable que, una vez en la ciudad, tuviéramos que dormir en el coche. Después del alboroto que se formó en Venecia, era muy importante no llamar la atención.

—¿Quieres que me siente delante contigo Eduardo?

—No te preocupes Emma. Esta vez conduzco yo. Además, el baño que me di hace poco me mantiene bastante despejado y tras el súbito cambio de ropa en el hotel me siento como recién levantado.

—¿Estás seguro?

—Sí. Vosotros quedaos atrás y descansad.

Emma apoyó su cabeza sobre mi hombro y abrazó mi brazo con los suyos. Lentamente cerró los ojos y en un instante su cara me transmitió una paz celestial que me tranquilizó. Ya no me sentía incomodo al estar cerca ella. La incertidumbre que moraba en mi interior, lentamente se disipaba. Sentía como mi corazón latía aliviado, como si todos los problemas desaparecieran con cada suspiro que ella exhalaba.

*

—Vamos chicos despertad. Casi hemos llegado.

El manto de la noche arropaba la extensa arbolada que rodaba la ciudad y las luces de los edificios aparecieron a lo lejos de la misma manera que las luciérnagas brillan en la oscuridad. Eran casi las dos de la madrugada y el sonido de una melancólica mandolina mecía nuestros parpados.

—Cambia de emisora que nos volveremos a dormir.

—Tienes razón Vicente… mejor quito la radio.

Al parecer tardamos más de lo previsto en llegar y el cansancio acumulado durante los últimos días empezaba a notarse.

—Ya casi hemos llegado. Busquemos la estación de autobuses. —Contestó Eduardo.

Se trataba de una ciudad pintoresca que parecía haberse anclado en el tiempo. Tejados de pico para impedir que la nieve se acumule durante el invierno y fachadas de colores claros para mantener las casas frescas durante el verano. Cerca de nosotros sonaba un río que a su vez refrescaba las cálidas noches de Septiembre. La ciudad desprendía un aroma muy especial; una mezcla de primavera e invierno, una sensación que rara vez había destacado en mis viajes.

—¿Cómo encontraremos la estación?

—A ver si conseguimos ver una señal que nos indiqué hacia dónde ir.

Emma bajó la ventanilla y asomó la cabeza.

—Mirad. Allí hay un hombre. Para y preguntamos.

Se bajó apresuradamente mientras la esperábamos en la orilla de la carretera. El ronroneo del motor difuminaba el ruido de los tacones de Emma que corría por la acera.

—Por lo que se ve es muy fácil llegar. Debemos seguir por esta carretera dirección norte. A unos tres kilómetros encontraremos un edificio alargado a nuestra derecha. Ésa es la estación central de autobuses.

—Vamos allá.

Se volvió a sentar delante y saludó al amable hombre que nos ayudó. No tardamos mucho en llegar a la estación y aparcamos justo en frente.

—¿Qué hacemos ahora? Llamamos o esperamos a que amanezca.

—No lo sé Vicente. Creo que no debemos quedar con los brazos cruzados.

—Muy bien pues adelante.

—¡Un momento!

—¿Qué ocurre?

—Aún no nos has dicho qué es lo que ponía la inscripción. A parte del número de teléfono que encontraste en el sobre ¿qué más sabemos?

Eduardo se giró para mirarme.

—¡Es verdad! ¿Qué ponía la inscripción?

—«Dionisos verá con Hermes la última sinfonía».

—¿Y qué significa?

—No soy capaz de ubicar a estos dos dioses en una ciudad de Austria. Hermes es el mensajero de los dioses y «Zeus» ya lo mencionó antes en la inscripción de Francia. Dionisos es el Dios del vino, la agricultura y el teatro, más conocido en occidente como Baco. No conozco ningún mito importante donde ambos dioses sean protagonistas, simplemente en algunas ocasiones Hermes ha entregado mensajes a Dionisos por orden de Zeus.

—¿Entonces no se te ocurre nada?

—De momento no pero es posible que algún detalle se me esté escapando.

Emma se giró hacia adelante y tras unos segundos volvió a mirarnos.

—¿No encontraste una partitura en la boca de la víctima?

—¡Claro! ¿Cómo se me ha podido olvidar?, espera que la saque.

Con cada minuto que pasaba empezaba a recordar detalles de lo que había ocurrido en Venecia.

—¿Os habéis dado cuenta de que no encontramos la piedra negra?

—Vicente tiene razón… aunque tampoco tuvimos tiempo suficiente para efectuar un registro a fondo. Puede que aún esté en el cuerpo o que se haya caído en la lancha.

—También puede que a «Zeus» se le olvidara.

Emma no despegaba sus ojos de la partitura y no paraba de tararear notas una y otra vez.

—¿Has sacado algo en claro?

—Sssss… No me distraigáis…

Saqué del sobre la nota junto con el DVD y se lo di a Eduardo intentando no interrumpir el tarareo de Emma.

—¿Tienes monedas?

—Creo que aquí tengo unas cuantas.

Emma sacó varias monedas de su bolso y nos las dio señalando la cabina que se encontraba en la acera de enfrente. Salimos del coche e intentamos no golpear las puertas con fuerza para no distraer a nuestra compañera. Cruzamos la carretera que nos separaba de la estación y nos fuimos acercando a la cabina que Pierre nos había indicado.

—¿Crees que alguien contestará el teléfono a estas horas de la noche?

—Si el amigo Americano de Pierre trabaja para quien yo creo que trabaja… ¡Sí! Seguro que alguien contesta.

—¿Y para quién trabaja?

—Para la CIA, la NSA u otra agencia similar.

Intentaba asimilar las palabras de Eduardo y mientras echaba las monedas al teléfono, le cogí la mano deteniéndole.

—¿Crees que es una buena idea?

—¿Acaso tenemos alternativas? Te recuerdo que antes teníamos ayuda y ahora también la necesitamos.

Empezó de nuevo a echar las monedas en el teléfono y volví a detenerle.

—¿Cómo nos entenderemos con ellos? Emma es quién habla muchos idiomas. ¿Y si forzamos la situación? ¿Y si se ofenden por un malentendido?

—¡Seguro que disponen de personal que habla español!

Me quitó la mano, marcó el número que había en la nota y esperó unos segundos.

—No da señal. Directamente se corta.

—Vuelve a marcar. A lo mejor te has equivocado.

Puso la nota delante de él y lentamente volvió a marcar.

—¡Nada! Otra vez se corta.

—No es posible…

—La verdad es que no se parece mucho a un número de teléfono. Jamás había visto algo parecido.

—Déjame probar a mí.

Empecé a marcar pero esta vez sin echar las monedas.

—No has…

—Lo sé.

—«The code please».

Una mujer había contestado y me pedía un código en inglés. Me puse nervioso y me quedé mirando a Eduardo.

—«I need your identification code please».

Eduardo me hizo gestos con la mano.

—¡Habla!

—Es en inglés…

—¿No hablabas un poco? Adelante…

Reuní fuerzas y empecé a tartamudear.

—No inglés… Español. Hablar con David Andrews.

—«…».

—Eso no es ingles.

La voz del otro lado no contestó y me puse aún más nervioso.

—I speak with mister David Andrews. In Spanish.

—«One moment please»

—Me han puesto en espera.

—Eso es bueno.

—¿Cómo de bueno?

—Significa que no nos hemos equivocado y que esa persona existe.

—Yo no valgo para esto.

—No es momento de dudar. ¿Qué ocurre ahora?

—Nada. Todavía me tienen en espera.

—¡Maldita sea!

—Espera ya está…

—«Call back within exactly one hour. Thank you».

Me quedé mirando el auricular sin entender mucho lo que había ocurrido.

—¿Y bien?

—Me ha dicho que volvamos a llamar exactamente dentro de una hora.

—¿Sólo eso?

—Si no entendí mal. ¡Sí!

—Entonces a esperar.

—¿Y ya está?

—¿Acaso tienes una idea mejor?

Regresamos al coche pero no entramos. Emma aún no había despegado la vista de la partitura y se podía percibir por el movimiento de sus labios que no dejaba de tararear.

—¿Qué se hace en estas situaciones Eduardo?

—Tener mucha paciencia. A veces, una hora se transforma en pocos minutos y otras, en varias horas. Sólo puedo recomendarte tres cosas.

—¿Qué cosas?

—Paciencia, paciencia y paciencia.

Levanté los hombros con indiferencia y empecé a caminar de un lado a otro sin sentido. Eduardo se apoyó en una farola y simplemente se quedó mirando a la gente que transitaba a estas horas de la noche. Durante un minuto me paré frente al coche y me quedé observando a Emma. Se le veía tan concentrada que parecía estar rezando. Lo había decidido; no volvería a ponerme la sotana. En mi mente todo resultaba muy confuso excepto mis sentimientos hacia ella.

—¿Qué ciudad piensas que será la siguiente?

—¿Cómo dices Eduardo? Perdona… estaba distraído…

—Y tanto. Está muy claro.

—¿Qué?

—No te hagas el tonto que no va contigo.

—… Ya. ¿Tanto se nota?

—Tanto a ti como a ella.

—¿Tú crees?

—Lo sé. Creo que cuando acabe todo estaréis muy bien juntos.

—Eso me gustaría.

—¿Puedo hacerte una pregunta muy personal?

—Claro que sí Eduardo.

—¿Has perdido la fe por completo?

Agaché la cabeza y caminé unos pasos hacia atrás. Al volver a levantarla mi mirada se detuvo una vez más en ella y me dirigí a Eduardo.

—Simplemente empiezo a pensar de que no soy la persona idónea para llevar a cabo la tarea del Señor. Demasiada responsabilidad para mí y llevo mucho tiempo dudando de quién soy en realidad. Además, creo que mi corazón le pertenece a ella.

—¿Entonces sigues creyendo en Dios?

—Él y yo dejamos de hablarnos desde hace tiempo.

—Entiendo. Ten claro que no la puedes compartir con él ni puedes dividirte en dos.

—Existe demasiado mal en el mundo para que Dios se fije en mí. Si algún día nuestros caminos se cruzaron, él ni siquiera se dio cuenta de que caminaba a su lado.

—Lamento que la situación te haya cambiado.

—No Eduardo. Me siento así desde hace tiempo pero sólo ahora he hallado el valor de enfrentarme a mí mismo y expresar lo que siento.

—Yo sólo…

—Cuando mí vocación me fue revelada, creía que las escrituras, el dogma y la ética se asemejaban con Dios y nosotros.

—No tienes porqué contarme nada y lo sabes.

—Por favor. Necesito desahogarme.

—De acuerdo.

—En el pueblo vivía un niño que siempre venía a la iglesia a verme. Tenía once años y a pesar de su edad le caracterizaba un gran sentido de la honestidad. Siempre pensaba en hacer el bien y yo lo quería como al hijo que nunca tuve… pero mis ideas lo alejaron de mí.

Cada vez me costaba más hablar y Eduardo me cogió con fuerza del hombro.

—¡Te escucho!

—Un día me confesó que su padre le había tocado de manera indecente y que no había sido la primera vez.

—¿Indecente?

—Muy indecente… ya sabes a qué me refiero.

—Entiendo. ¡Qué desgracia!

—Lo peor de todo es que en vez de abrazarlo y protegerlo, le hable del mal, de las formas en que se manifiesta entre nosotros y de lo repugnante que era su padre. No recuerdo las palabras exactas pero tampoco recuerdo haberle ayudado.

—No todos obramos siempre de forma correcta.

—Cierto.

—No te castigues así. Tú no tuviste la culpa.

—¿Eso es lo que crees? Al día siguiente, Daniel se subió al tejado del edificio donde vivía y se lanzó al vacío. Los médicos dijeron que murió al instante.

—¡Dios santo!

—Le hice sentirse abandonado y sucio. No le ayude. Le destruí.

—Tú no sabes todo lo que ocurrió aquel día. Puede que…

—No tiene importancia lo que hubiera ocurrido. Él me pidió ayuda y yo le di la espalda. Él necesitaba mi apoyo y yo sólo le ofrecí sermones y charlatanería.

—No sé qué decir.

—Las ideas también matan Eduardo; fíjate en «Zeus». No quiero continuar soportando el dolor de los demás, no quiero que recaiga esa responsabilidad sobre mí. Quiero empezar a pensar en mi vida y en como disfrutarla.

Eduardo parecía entender a lo que me refería. Es mucho más fácil recibir que dar y el también había sacrificado mucho de su vida personal a lo largo de los años. Se le notaba incomodo, molesto, como si no quisiera escuchar ni una palabra más. Se frotó la nariz, pasó su mano por el cuello y sacó su móvil para mirar la hora.

—Aún faltan poco más de treinta minutos. Voy al aseo de la estación.

—Yo me quedaré por aquí paseando.

Emma no había dejado de tararear. ¿A dónde nos conducirá la partitura?

*

—Vamos Vicente. Ya es la hora.

—De acuerdo pero ahora habla tú.

—No tenemos tiempo para discusiones. Tú hablaste con ellos antes y tú hablarás ahora. ¿No querrás hacerles dudar?

—¡No! Claro que no.

Una vez más marqué el número que nos había dejado Pierre.

—«The code please».

—Soy yo. I wait one hour…

—«…»

—Una hora… David Andrews…

—«Yes… one moment please».

—Vale, vale. Thank you.

—«…»

Eduardo estaba cerca del auricular pero no escuchaba muy bien.

—¿Qué ocurre ahora?

—Me han puesto en espera.

Justo en ese momento, un hombre se puso al teléfono. Hablaba español y a pesar del acento inglés se le entendía muy bien.

—Soy David Andrews. ¡Identifíquese!

—Me llamo Vicente Gómez Arnaldos. Un amigo suyo me ha dado este número y me dijo…

Aún no había acabado la frase y el hombre suspiró profundamente. Su tono de voz cambió y me resultó fácil distinguir la preocupación y la frustración en él.

—Pierre ha muerto. ¿Verdad?

—Me temo que sí.

—«…»

—¡Oiga!

—Entonces tú debes de ser el Padre Gómez.

—¡En efecto!

—Pierre me habló de ustedes. Al parecer sois el plan «B». Muy bien… que así sea. Estaré allí en quince minutos.

—¿Plan «B»?

El contacto de Pierre ya había colgado.

—¿Qué dice Vicente? ¿Viene hacia aquí?

—Sí. Por lo visto somos el plan «B». ¿Qué te parece?

—Que suena mejor que «Última opción».

—Lo cierto es que dicho así… no suena tan mal.

Nos dirigimos al coche para avisar a Emma sobre la llegada de nuestro inesperado invitado. Cuando estuvimos a punto de abrir la puerta, ella se nos adelanto y salió del vehículo dando un salto. Se notaba que estaba muy contenta.

—¡Es Mozart!

Sólo tardé unos segundos en encajar esta pieza del rompecabezas. La verdad es que no me sorprendí.

—¿Estás segura?

—Llevo más de una hora dándole vueltas Vicente. ¡Estoy completamente segura!

Eduardo cogió la partitura y la miró por las dos caras.

—¿También sabes de música?

—Sólo es una afición.

—A mí me vale ¿y a ti Vicente?

—A mí también. Ya sabemos a dónde hay que ir… a Viena.

En ese momento, una extraña voz sonó detrás de nosotros.

—Sin duda resulta asombroso.

Nos quedamos mirando al extraño con cierto recelo. Se trataba de un hombre alto de aproximadamente uno noventa de estatura y de complexión fuerte. A pesar de la poca luz que había en el lugar sus ojos, azules como el cielo, destacaban bajo sus pobladas cejas que le atribuían un aire de seriedad. Su pelo blanquecino y su arrugado cuello le hacía parecer más viejo de lo que era mientras sus robustas manos te obligaban a considerar la opción de luchar contra él. Llevaba puesto un traje de color blanco que no le favorecía nada. Seguramente era una de esas personas que al implicarse tanto en su trabajo, acaban de olvidarse de sí mismos.

—¿El señor David Andrews? —Preguntó Eduardo.

—Sólo David y por favor tutearme. No hay tiempo para formalidades.

—Por cierto.

—Dime.

—¿Qué es lo asombroso?

—El ingenio humano y lo lejos que nos puede conducir.

—¿Se refiere a nosotros?

—¿Tiene importancia?

—Lo cierto es que no.

—Pues en marcha. Dadme las llaves del coche.

Emma nos miró con incertidumbre y Eduardo asintió con la cabeza. Seguidamente nos metimos todos en el coche sin saber a dónde nos llevaba el inesperado desconocido.