XVI

Nos encontrábamos cerca del hotel que nos habían indicado. Me pereció muy curioso el hecho de que el desconocido había reservado una habitación para cada uno pero quería que sólo yo acudiera al encuentro. ¿Por qué molestarse? Podría haber reservado sólo una habitación para mí y los demás que se la arreglasen como pudieran. Sería lo más lógico.

—No sé vosotros chicos, pero yo estoy muerta de hambre. Dejaré mi equipaje en la habitación y voy a buscar un sitio para comer. ¿Me acompañáis?

—Claro que sí. Yo también tengo mucha hambre.

—A decir verdad, esta mañana ni desayuné. Me parece una idea estupenda.

—Pues conforme. Démonos prisa y vayamos a comer.

La sensación de hambre dejó la intriga a un lado. No tardamos mucho en prepararnos y reunirnos en el vestíbulo. Enseguida se notaba que el hotel estaba enfocado para reuniones de negocios y simposios. Las anaranjadas paredes iluminadas por unos modernos apliques, otorgaban una falsa sensación de intimidad. Lo que más me llamó la atención, era el piano situado en el fondo de la recepción tras unos sofás de piel marrones. Sobre su tapa, un jarrón de cristal transparente contenía unas rosas blancas que por desgracia se estaban marchitando. Enseguida me di cuenta que echaba de menos disfrutar de una buena pieza de música sin ser atormentado por mis pensamientos.

Nos dirigimos hacia la estación central de Milano buscando una pizzería. Nos parecía lo más lógico puesto que era una especialidad italiana y porque también nos apetecía. De paso, podíamos averiguar dónde se encontraba exactamente la boca del metro más cercana y conseguir un mapa.

—¡Ahí está la estación central de Milano!

—¿Cómo lo sabes Eduardo?

—Porque tiene pinta de estación central de trenes. Fíjate en la cantidad de gente que entra y sale. No puede ser otra cosa.

La ubicación de hotel no se había escogido al azar ya que enseguida encontramos una… la principal. La fachada, similar a la de un templo romano y en sus esquinas superiores, dos estatuas vigilaban a los viajeros. El interior se podía comparar con el de un museo e incluso con el de un palacio. Techos altos y numerosos bajorrelieves, sutiles pero hermosos.

Cogimos un mapa, lo ojeamos durante unos minutos y averiguamos que sólo debía coger la línea amarilla y bajarme cuatro estaciones más abajo. Así de fácil sería mi llegada al lugar donde esperaba obtener respuestas.

—Sigo sin entender porqué pensaste que se trataba la estación central. Podría ser un centro comercial o un museo.

—¡Porque sería una verdadera lástima!

—Daría más lástima si fuese un edificio abandonado.

—¿Y por qué deberían desaprovecharlo?

No entendía como eran capaces de picarse así por cosas que no tenían ninguna importancia. Afortunadamente localicé un sitio para comer y pude interrumpirles.

—Dejad de discutir y vayamos a la pizzería de ahí enfrente; tiene buena pinta. Ahora sólo falta saber si tienen alguna mesa libre.

En Italia se suele comer de doce a dos y ya casi eran las cuatro aunque estando cerca de la estación, seguro que habría gente comiendo. Un extrovertido camarero nos asaltó al entrar y acaparó toda nuestra atención. No dejaba de hablar pero como lo hacía tan deprisa, no entendía nada de lo que decía. Tras una pantomímica comunicación, entendimos que tuvimos suerte y hasta había dos mesas donde elegir.

—¿Por qué no intentamos averiguar a donde se dirige «Zeus»?

—No es mala idea Emma, pero necesito internet para poder averiguar más detalles sobre las pistas.

—De momento intentémoslo sin internet. ¿O prefieres hablar de otros temas?

—A ver ¿Has traído las fotos?

—Sí, las tengo en mi bolsillo.

El camarero se acercó de nuevo mientras Emma sacaba las fotos. El italiano es muy parecido al español así que por esta vez, podíamos arreglárnoslas sin ella y sin la necesidad de gesticular con las manos. Pedimos cinco pizzas; no sólo porque teníamos mucha hambre sino porque también nos apetecía probar varias, al fin y al cabo, estábamos comiendo en el país de la pizza. Para beber, cerveza. ¿Por qué no? Hoy podíamos permitirnos bajar la guardia por unas horas y quizás también resultase inspiradora.

—¡Vicente!

—Dime Emma.

—¿Me puedes explicar, el asesino escribió la nota en una servilleta roja y luego envolvió en ella un león de juguete?

—A lo mejor era lo que más tuvo a mano y sobre el león; no tengo ni idea… pero… seguro que esconde un significado.

Eduardo barajaba las fotografías con mucha paciencia. Las ojeaba lentamente buscando cualquier indicio que pudiéramos considerar fuera de lo común.

—El color de la servilleta debe de albergar un significado oculto. Echad un vistazo en esta foto. ¿Veis la mesa del comedor? Las servilletas que están sobre la mesa son azules y no rojas.

—¿Lo que significa?

—Significa que de la misma manera que ha preparado el león de juguete, ha escogido la servilleta en la que ha escrito el mensaje. No fue una actuación fortuita.

Nos quedamos sin palabras. Como podía haberse fijado en un detalle tan pequeño y sin importancia. A veces se me olvida que nos acompañaba un inspector de policía y seguramente de los mejores.

—Entonces tenemos el mensaje, un león de juguete y una servilleta roja.

—Lo veis chicos; sabía que sacaríamos provecho de un ambiente más relajado.

Las pizzas ya habían llegado y seguimos haciendo conjeturas sobre la servilleta, el mar, Neptuno y Marte junto con los demás detalles mientras comíamos. Los manteles con estampas de fruta, la cubertería con mango de madera y las paredes decoradas con botellas vacías de vino, acompañaban el increíble sabor de las pizzas. Cada vez que nuestros vasos se vaciaban de cerveza, el extrovertido camarero los sustituía por otros llenos y una dulce melodía de mandolino, sosegaba el tono de voz de nuestra conversación.

*

Nos habíamos recreado bastante bebiendo, comiendo y charlando. Eran casi las siete de la tarde cuando llegamos al hotel y sin duda el alcohol nos había animado con su engañosa y manipuladora dulzura. El extrovertido camarero, no debió darnos de probar el limonchelo que no sólo era un licor típico italiano excelente, sino que también era muy digestivo, por lo que nos bebimos una botella entera. Eduardo había bebido más que ninguno aunque sorprendentemente conseguía disimular muy bien su estado.

—Me voy a mi habitación a dormir. Mañana nos espera un día muy largo.

—De acuerdo Eduardo… ahora te sigo.

Me disponía a subir a mi habitación cuando Emma se me acerco y se agarró a mí brazo.

—Acompáñame. ¿Por qué no nos tomamos una última copa?

Ya había llegado a mi límite de beber pero de ninguna manera rechazaría su invitación. El bar del hotel estaba muy cerca de la recepción y Emma no me soltaba del brazo. No quería culpar el alcohol pero no conseguía ocultar los sentimientos que empezaba a sentir hacia ella; era muy guapa, inteligente, decidida y a la vez sensible. Su rizado pelo acariciaba sus hombros con cada contoneo de su cadera, sus pechos, firmes y voluptuosos, cegaban la poca razón que me quedaba y sus labios, carnosos y húmedos, erizaban mi piel con cada palabra que pronunciaban. Sin duda la embriaguez había despertado en mi, sensaciones que jamás había experimentado y debía reprimirme para no estropear la amistad que surgía entre nosotros.

—Menos mal que estas aquí Vicente.

—¿De veras? Yo sólo intento ayudar.

—Es muy extraño que un cura arriesgue su carrera y su vida para ayudar de forma activa. Siempre «ayudáis» rezando…

Emma terminó la frase murmurando y pidió dos cervezas. Su modo de recordarme quien era me incomodó lo suficiente como para dejar de fantasear con ella.

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir que al final, los curas no ofrecen ayuda en términos prácticos. Yo no pretendo decir que tú…

—No te preocupes. Yo también me siento frustrado a veces. Hasta creo que con mi palabrería he hecho más mal que bien.

—Dudo mucho que tú hayas hecho mal a nadie. Eres una persona muy buena.

—Quizás. Pero algunas veces ser bueno no basta.

—¿No basta? Y que se necesita para ser buena persona… ¿convertirte en mártir?

—¡No! No se trata de eso pero créeme, no basta ni con la intención ni con las palabras. A veces primero debes ayudarte a ti mismo y después dedicarte a ayudar a los demás. Primero te vendas las manos para protegerlas y luego coges el martillo para techar tu casa.

—¿Qué quieres decir?

—Lo siento, el alcohol no me deja pensar con claridad.

—No importa. Tú sólo di lo que piensas.

Emma me cogió la mano y me miró fijamente a los ojos. Esa mirada profunda me llegó hasta el alma. Con cada segundo que pasaba, mi corazón latía con más fuerza y una desesperada necesidad de ser amado emergía de mis adentros. Una sensación que tarde o temprano me impediría actuar con cautela y se convertiría en algo más que una simple amistad.

—Lo que quiero decir es que hay que predicar con el ejemplo y hay que mancharse las manos.

—Y por eso estás aquí.

—Estoy aquí por las circunstancias pero sigo aquí por lo que he dicho.

—¿Estar? ¿Seguir?

—No me hagas caso. Sólo son juegos de palabras. En realidad tienes razón, por eso estoy aquí y no me lo perdería por nada del mundo.

No quería decirle que su presencia también ayudaba. Por el amor de Dios, yo soy cura. Sería mejor que me centrase en la situación que nos atañe y olvidarme de todo lo demás.

—Creo que ya es hora de irme a la cama. Mañana nos espera un largo día y tú también deberías descansar.

—Bueno, mañana te tocará hacer todo el trabajo. Esta vez, Eduardo y yo seremos meros espectadores además, todavía es muy temprano y me puedo permitir tomarme otra cerveza.

—Como quieras.

Acabé mi cerveza y me levanté del taburete.

—Espera Vicente.

Emma se levantó, se me acercó, miró tímidamente hacia el suelo y me dio un beso en la mejilla.

—Buenas noches.

No dije ni una palabra. Simplemente me metí las manos en los bolsillos y subí a mi habitación acompañado de una emoción que hasta ahora me había sido prohibida.