No había mucho tráfico y tardamos unos veinticinco minutos en llegar a nuestro destino. Aunque la posible víctima se había ido de vacaciones, no significaba que no las pasase en su casa.
—Por cierto Emma ¿te mencionó en qué banco trabaja?
—¡Sí! En el Banco Independiente de Suiza.
—Esperemos que esté en su casa.
—¡Qué Dios te oiga Eduardo, que Dios te oiga!
Aparcar por la zona no parecía tarea fácil. Los pequeños comercios se fundían con las residencias y la cultura del «coche» resultaba muy distinta a la que estábamos acostumbrados. La gente que caminaba sola, se distraía hablando por el móvil y miraban de reojo los escaparates mientras los que andaban acompañados, charlaban despreocupados sin fijarse mucho en su alrededor. Pasados unos minutos, los timbres de las bicicletas se convertían en un sonido habitual. Un anciano paseando a su perro, un camarero sirviendo una mesa, un hombre trajeado se encendía un cigarrillo en la orilla de la acera. El olor a pan que se escapaba de una pequeña tienda a nuestra izquierda, estimuló mi apetito. Finalmente, tras dar varios rodeos, aparcamos a una manzana del lugar al que queríamos ir.
—No nos demoremos mucho chicos. Y no os olvidéis de coger el mapa.
—Ya lo tenemos.
Enseguida llegamos frente a la casa de la supuesta siguiente víctima pero la sospecha poco a poco se convertía en duda y la duda en negación. Conforme nos acercábamos al portal, la sensación de la probabilidad de fracasar se hacía cada vez más intensa. No queríamos descubrir que todos nuestros esfuerzos habían sido en vano.
Fue una gran sorpresa ver que no se trataba de un barrio muy lujoso; era más bien de tonos humildes con una distinguida fusión del pasado con el presente, sin mostrar ningún indicio de querer acercarse al futuro cercano. Las farolas metálicas, colocadas sobre soportes de flecha con espirales acaracoladas, otorgaban un toque de romanticismo al pequeño parque. Los edificios, considerablemente conservados aunque marcados por los años, desvelaban los secretos de la auténtica Ginebra. Lo cierto es que yo nunca esperaría que un banquero viviera aquí aunque por otro lado, no veía nada malo en ello.
—¿Qué número dijiste que era, Emma?
—El número siete.
—¡Vicente, Emma! Venid aquí, he encontrado el edificio.
—Es en el tercer piso.
—¿Pero qué puerta?
—Debe de tratarse de todo el tercer piso. En el buzón sólo hay un botón. Probemos suerte.
Eduardo presionó el botón del timbre y esperamos una respuesta. Nadie contestaba así que probó una vez más.
—No me puedo creer que tengamos tan mala suerte.
—Tranquilízate Emma, volveré a intentarlo.
Eduardo tocó el timbre por tercera vez pero con más ímpetu. No sabía si debía sentir alivio o decepción. Si me estaba equivocando, el hombre que vivía en el tercer piso, regresaría a su casa tras unas agradables vacaciones y seguiría con su rutina sin que nada de esto le afectara; así que bien por él. Por otro lado, la víctima sería otra persona con lo cual las posibilidades de salvarla se reducían a un porcentaje muy, pero que muy pequeño.
—No me daré por vencido… Seguiré hasta que alguien conteste, aunque sea uno de los vecinos.
Eduardo colocó su dedo en el timbre, sin parecer tener la menor intención de soltarlo hasta que no obtuviera una respuesta. En la plaza había un pequeño bar y como era de esperar, nuestro comportamiento llamó la atención de uno de los camareros que sin vacilaciones se nos acercó. De manera desagradable y un poco amenazadora, me habló a mí pero no entendía nada de lo que me decía. Menos mal que Emma, echó la mano a su bolsillo, le enseñó su placa e inmediatamente se tranquilizó.
Al principio el camarero parecía bastante molesto y sospechaba de nuestras intenciones pero conforme hablaba con Emma se le notaba más… colaborador. Finalmente nos dio la mano a todos y regresó al bar donde trabajaba.
—Menos mal que te tenemos, sino sería imposible comunicarnos.
—No es para tanto Vicente.
—Desde luego que lo es… ¿y qué te ha dicho?
—Que el señor Philippe es un buen cliente suyo y que volverá de sus vacaciones, mañana al medio día.
—¿Eso es todo?
—De todo lo que me dijo, es lo único que nos interesa saber. El resto era sobre su pequeña comunidad, que aquí todos se conocen e intentan ayudarse entre ellos y que era de esperar que nuestra actuación le resultara inapropiada.
—¿Dijo inapropiada?
—Eso mismo.
—Pues la primera información tendrá que bastarnos; ¿tú qué piensas Vicente?
—Aún puede tratarse de nuestro hombre. Tendremos que volver mañana.
—De acuerdo. Mañana a primera hora nos acercaremos al Banco Independiente de Suiza para comprobar si es el banco donde mi padre tiene la cuenta y después volveremos aquí a ver lo que averiguamos.
—¡Y salvaremos a Philippe!
—Es posible… De momento ¿por qué no vamos al bar donde trabaja el amable camarero para comer un aperitivo y de paso conseguimos más información?
—De acuerdo Emma. Lo cierto es que me apetece comer algo. ¿Y tú Vicente?
—Sí claro… también hay que comer.
Nos sentamos en una de las mesas frente al bar, situada en pleno centro del parque. Era un lugar pintoresco y el olor de la comida procedente de la cocina resultaba muy apetitoso. El camarero se acercó a Emma con mucha amabilidad y ella hizo un pedido para todos. A estas alturas no nos importaba demasiado lo que ponía en la carta.
El vaivén de la gente en la plaza me tranquilizaba mientras esperábamos. No tenía ganas de conversar y tampoco me apetecía pensar sobre el caso, sólo quería descansar viendo a la gente paseando. La comida no tardó en llegar y de vez en cuando el camarero se paraba a charlar con Emma de cosas que al parecer no eran relevantes.
—¿Te encuentras bien Vicente?
—Sí Eduardo, sólo necesito que mi cabeza descanse un momento.
Me miró fijamente durante unos segundos y seguidamente bajó la cabeza asintiendo. Seguro que él, más que nadie, comprendía la necesidad de desconectar de vez en cuando.
El olor procedente de nuestros platos significaba que indudablemente, Emma había acertado con la comida. No sé muy bien si el hecho de que estuviéramos hambrientos influía en nuestro criterio pero a primera vista, todo tenía un aspecto muy apetitoso. Pidió una especie de patatas cubiertas con queso fundido junto con varias salsas y ensalada. Blanca con puntitos verdes, marrón aromatizada con una especie de orégano, verde con un toque de mostaza y la típica roja de tomate. Para beber, unas cervezas y aunque no era un bebedor habitual, me parecía bastante apetecible.
Durante la comida, mis dos compañeros no dejaban de hablar y gesticular, llegando a conclusiones y formulando teorías referentes a todo lo ocurrido hasta el momento. Yo seguía observando lo que sucedía en la pequeña plaza. Un pequeño gato merodeaba por la fuente situada al final de la esquina, intentando beber agua sin caerse dentro. Casi al final del paseo, un cuartel de policía frente a una farmacia, lucían dos cruces similares pero a la vez distintas. Una blanca con el fondo rojo de Suiza y otra la verde de siempre. Algunas de las persianas de madera en los edificios de enfrente, chirriaban ligeramente tras ser perturbadas por las suaves y esporádicas brisas.
—Emma, Vicente… ¡Fijaos!
No me podía creer lo que ocurría en ese momento. Mientras tomaba un trago de mi cerveza, vi al hombre de negro aparecer por la esquina junto a otros dos hombres que también iban vestidos de negro. Caminaban con cierto aire de superioridad que me producía un sentimiento de repugnancia hacia ellos. Curiosamente, se dirigían hacia el portal de la casa de Philippe.
—¿Es quien creo que es?
—¡Sí Vicente! Es él…
—Eso quiere decir que no vamos mal encaminados.
—O que nos buscaba y ha conseguido dar con nosotros.
—¿Por qué nos estaría buscando?
—No lo sé Vicente… aunque será mejor que no nos vea.
El hombre de negro, se paró frente a la casa, echó un vistazo a su alrededor y como si nada siguió su camino con los otros dos. Unos pasos más adelante, se detuvo y se giró mirando hacia donde nos encontrábamos pero de inmediato, reanudó su marcha, alejándose de la plaza.
—Debemos tener cuidado.
Emma tenía razón. La situación ya era complicada de por sí y lo último que necesitábamos era tropezar con más obstáculos. La repentina aparición del agente Pierre Zeitoun, en cierta manera confirmaba que había acertado con mi teoría pero también limitaba bastante nuestros movimientos.
Pagamos la cuenta, cogimos el coche y nos fuimos de vuelta al hotel. Necesitaba descansar; la tensión de hoy había hecho mella en mí. Mi cabeza, intranquila y saturada de pensamientos, no dejaba de dolerme mientras la aparición del hombre de negro, no me ayudaba a relajarme. Sólo debía concentrarme en el hecho de que mañana sería otro día y que no podíamos fallar.