Eran poco más de las cinco de la mañana cuando abrí los ojos. A pesar del cansancio, no era capaz de seguir durmiendo sin mencionar el hecho de que el hambre empezaba a molestarme ya que durante el día anterior, no había comido casi nada. El servicio de recepción debía avisarme a las seis pero no pensaba permanecer más tiempo acostado. Me levanté, tomé una ducha bien caliente y me hice un buen afeitado. En mi maleta sólo quedaba una muda de ropa limpia pero que era de calle; mis dos sotanas estaban muy sucias y necesitaban ser lavadas. Seguro que el hotel disponía de servicio de lavandería y no desaprovecharía la ocasión de utilizarlo. Me vestí con la única ropa limpia que me quedaba y me preparé para bajar a desayunar. Antes de cerrar la maleta me fijé en mi vieja Biblia que asomaba por una esquina. Me quedé un minuto mirándola, cerré la maleta y me dirigí a la zona de desayunos.
Bajé a la recepción y entregué la llave de mi habitación. Tras la recepción me percaté de un cuadro enorme con una Ginebra medieval y misteriosa que destacaba sobre los demás. Por un instante me sumergí en recuerdos de vidas pasadas e imágenes de épocas perdidas. Mi pasión por la historia emergía y junto a ella una sinfonía de pensamientos de cultura, misterio, romanticismo y añoro; me había despertado en la grandiosa Ginebra, tierra de doncellas y caballeros. Incluso durante esa época tan oscura y llena de misterios, se consideraba el banco del mundo conocido; igual que hoy. Su organización era tan extensa y meticulosa que un caballero podía dejar una cantidad de dinero al recaudo de uno de sus miembros, viajar a Jerusalén y una vez en su destino, recuperar la cantidad de dinero entregada menos una pequeña comisión. Algo inaudito para esa época y que nuestros tiempos se trata de una práctica muy habitual.
Me dirigí al comedor y justo al entrar me sorprendí viendo a mis compañeros desayunando. Los dos se quedaron mirándome y no parecían muy seguros de reconocerme. Tuve que acercarme hasta la mismísima orilla de su mesa para que por fin se dieran cuenta de quién era.
—¿Eres tú Vicente?
—Buenos días Emma, buenos días Eduardo.
—¿Qué te ha sucedido padre?
—No empecéis a pensar mal, simplemente mis sotanas están sucias y la única ropa que me quedaba limpia es la que llevo puesta.
—Pues creo que te sienta de maravilla. Anda, siéntate a mi lado.
La invitación de Emma me resultó un tanto inesperada pero no la podía rechazar. Incluso sin estar maquillada me parecía una mujer muy atractiva. Quizás al desprenderme de mis hábitos me sentía de forma distinta aunque no olvidaba cual era mi sitio. Educadamente hice un gesto de agradecimiento y me dispuse a sentarme.
—Acepto encantado.
—El pequeño teatrillo está muy bien pero centrémonos en nuestros siguientes pasos. ¿No os parece?
—Tienes razón Eduardo y puesto que tú eres el que más experiencia tiene de los tres, quizás pudieras indicarnos como proseguir…
Él se removió intranquilo en su silla ya que no esperaba esa reacción por parte de Emma y a decir verdad, yo tampoco; eso sí, sin duda alguna se trataba de una decisión acertada.
—De acuerdo. El hotel dispone de ordenadores con conexión a Internet. Averigüemos las direcciones de los bancos nacionales y los visitémoslos uno por uno.
—¿Todos?
—¿Tienes una idea mejor Emma?
—¿Y en qué orden?
—Esa sí es una buena pregunta Vicente. Dado el poco margen de tiempo que tenemos, situaremos los bancos en el mapa que nuestro misterioso amigo nos proporcionó y los visitaremos según su cercanía. Tampoco pueden ser tantos.
—Yo no estaría tan seguro.
Eduardo me miró con curiosidad y Emma se centró en acabar su desayuno. Me sentí incomodo así que aproveche la ocasión y me levanté de la mesa para acercarme al bufet libre. Mis tripas no dejaban de rugir y necesitaba estimularme con la ayuda de una buena taza de café. Escogí un bollito sonrosado, cogí un paquetito de mantequilla, dos de mermelada de fresa y regresé con mis compañeros. Nada más sentarme en la mesa, Eduardo se levantó.
—Voy a indagar en Internet. Encontraré un punto de partida en cuanto hayáis acabado vuestros cafés.
—No tardaremos mucho.
Emma tomó un sorbo y mordisqueó el mini cruasán que había en su plato.
—¿Cómo te sientes?
—No me puedo quejar aunque he estado mejor.
—Quiero decir que como te ves sin tu ropa de cura.
—¡Aaaa! Te refieres a eso. Pues… no sé qué decir… sigo siendo yo aunque normalmente suelo atraer más la atención.
—¿Te has enamorado alguna vez?
Ésa era una pregunta que no me esperaba en absoluto y no pude evitar atragantarme.
—¿A qué viene eso?
—Siempre he pensado que la mayoría de las personas que se convierten en curas, es que huyen de algo o que han experimentado un desengaño amoroso.
—Sí y no…
—¿Mmm?
—Sí me he enamorado, aunque hace ya tiempo de eso y no, no fue un desengaño.
—¿Te incomodan mis preguntas?
—Lo cierto es que sí pero no te preocupes.
Emma se quedó pensativa y al instante apareció con una expresión triste en su rostro.
—Si ya te he dicho que no tenías de que preocuparte.
—No es eso Vicente; de repente recordé a mi padre y yo aquí, hablando de cosas sin sentido.
—Eso es normal.
—¡En mí, no!
—Si existe una verdad universal en las personas, es que somos inherentes a nuestra naturaleza.
—¿Y cuál es?
—Somos humanos Emma y como tal erramos, nos evadimos de nuestros problemas e intentamos ser felices.
La expresión de Emma no cambió mucho. No siempre se consigue consolar a las personas y mucho menos a las que conocemos relativamente poco.
—Vayamos a ver lo que ha averiguado Eduardo y dejemos esta conversación para otro momento ¿Te parece?
—Buena idea Vicente. Espera que me tome un sorbo más y nos vamos.
Caminamos directos a donde estaban los ordenadores. Nuestro compañero no parecía muy contento sino más bien frustrado. Tecleaba sin parar, mordisqueaba su labio inferior con nerviosismo y no dejaba de murmurar.
—¿Qué tenemos?
—Pues nada más y nada menos que trescientos ochenta bancos. ¡Trescientos ochenta! ¡¿Os lo podéis creer?!
—¡¿No estarán todos en Ginebra?!
—Claro que no, pero no existen detalles; sólo menciona cifras, aparecen nombres de bancos y poco más.
Emma cogió el mapa y se dirigió a la recepción.
—Esperad aquí, enseguida vuelvo.
Eduardo y yo seguimos indagando en el ordenador intentando depurar un poco más la información. Pasaron unos minutos cuando Emma regresó y nos colocó el mapa delante de nosotros.
—El recepcionista me ha marcado algunos de los bancos que se encuentran cerca del hotel. Si os parece bien, empezaremos por éstos de aquí…
Apuntó con el índice y marcó un círculo alrededor de la zona seleccionada.
—Pues no perdamos más tiempo que los bancos estarán a punto de abrir.
Mientras nos dirigíamos hacia la salida, Emma se detuvo repentinamente.
—Necesito subir a la habitación un momento, no tardaré.
—De acuerdo.
—¡Eduardo! ¿No crees que tú también deberías ir a tu habitación?
—¿Por qué?
No conseguía comprender el motivo de ese secretismo.
—¿Qué ocurre?
Emma con su mano derecha empezó a palpar suavemente el lado derecho de su cintura y después el lado izquierdo por debajo de su brazo. Entonces, Eduardo con cara de sorpresa, asintió con la cabeza y ambos se subieron a sus respectivas habitaciones. Tardé un poco en entenderlo y al final me di cuenta que debían dejar sus armas ya que en los bancos solía haber detectores de metales. Mientras los dos se acercaban al ascensor les dije en voz alta.
—¡Yo os espero fuera!
No quería perder la oportunidad de contemplar la hermosa ciudad de Ginebra. Era la primera vez que la visitaba pero había leído mucho sobre ella. A lo lejos distinguía la magnífica catedral de San Pedro con su majestuoso tejado verde rodeada por sus torres Románicas. Un deleite para la vista. Los caballeros templarios dejaron su huella en esta ciudad en todos los aspectos. La bandera roja adornada con la cruz blanca ondeaba por doquier. Aquí, se invertía el veinte por ciento de la recaudación tributaria en arte y cultura; sin duda una cifra extraordinaria dados los tiempos que corren. Los ciudadanos gozaban de un modo de vida envidiado en todo el mundo y se reflejaba en los precios de sus tiendas.
Me asomé fuera y me di cuenta que estábamos situados muy cerca del lago de Ginebra. Desde la puerta del hotel era capaz de apreciarlo. Decidí acercarme para obtener una vista un poco más panorámica. Justo enfrente, unos muelles cuidadosamente ordenados, acogían a unos espectaculares veleros. Al fondo, cerca de la otra orilla del río, se encontraba la famosa fuente de la ciudad que consistía en un motor instalado en el interior del lago que impulsaba una ingente cantidad de agua con tanta presión que sobrepasaba mucho la altura de los edificios que lindaban con la orilla. La catedral de San Pedro coronaba la colina y los escasos rayos de sol, de vez en cuando traspasaban el agua de la fuente que lloviznaba, creando un magnífico espectáculo de colores espectrales. Por desgracia, el tiempo no favorecía a las vistas. Las nubes oscuras, arrojaban una sombra gris sobre los tejados de los edificios que en ocasiones se disipaban dejando tras ellas, una estela de sombría tristeza; aunque realmente, eso no importaba. En mi opinión, la ciudad entera se manifestaba de manera pacífica y divina como si supiera que pronto sería mancillada por un acto vandálico y cruel.
—¡Vicente!
—¡Estoy aquí!
—Pues vamos que debemos ir a una calle cerca de aquí donde hemos localizado varios bancos.
—De acuerdo. Ya voy.
Regresé a la puerta del hotel y nos dirigimos hacia el interior de la ciudad, alejándonos del precioso lago. La calle de los bancos se encontraba a tan sólo unos pocos metros de donde estábamos, lo que no significaba que resultaría fácil encontrar el que buscábamos.
—¿Cómo empezamos?
—Pues… por el primero…
—Claro Emma… como no… quizás sea simple pero eficaz.
Entramos en el primer banco, situado en la otra orilla de la carretera. Emma actuaría como portavoz ya que ella dominaba más idiomas que nosotros y eso nos facilitaría la labor. Sacó el resguardo del banco que encontramos en la casa de su padre y se acercó a una mesa donde atendían a los clientes.
—Tenemos que hacer cola.
—Eso era de esperar ¿No?
—Sí, pero no tenemos mucho tiempo que perder…
Con cierto descaro, se acercó al banquero, saltándose las tres personas que esperaban a ser atendidas y enseguida mostró su placa de policía al empleado. Captó de inmediato su atención y él, le invitó a sentarse. Nosotros nos quedamos de pie detrás de ella sin entender nada de lo que decían… sólo quedaba esperar a ver qué clase de información conseguiría nuestra compañera.
El banco, enorme, lujoso y adornado con todo tipo de detalles impersonales, impresionaba al instante. Los suelos, cubiertos por un mármol blanco con líneas azules que rasgaban su superficie de forma natural, brillaban pulcros ante el reflejo de las luces. Las columnas y las paredes, también recubiertas por el mismo tipo de mármol, perfeccionaban el entorno general mientras las mesas, de un color madera roble y de puro estilo Victoriano, contrastaban armónicamente; sin duda demasiado pomposo para mi gusto… eso sí, hasta el más mínimo detalle resultaba importante. Los bolígrafos de calidad y con su cadenita de color oro colgando por su extremo, las lámparas del techo soberbias, reflejaban la majestuosidad del lugar como si de una mansión se tratase. Todo limpio e impoluto, hasta daba vergüenza tirar basura en las papeleras. Sin duda alguna nos encontrábamos en la ciudad de los bancos.
Emma se levantó y con un gesto de cabeza nos indicó el camino hacia la salida. No parecía muy satisfecha y aunque sabíamos que estábamos buscando una aguja en un pajar, el sentimiento de decepción no dejaba de perseguirnos.
—Acabamos de empezar y ya me he desanimado.
—¿Qué te ha dicho?
—Que el trozo del extracto bancario que le he mostrado, es muy similar al formato que utilizan los bancos de esta zona. Faltan muchos detalles en él y no era capaz de ayudarnos. También revisó su base de datos por si mi padre tenía una cuenta abierta pero tampoco hubo suerte.
No teníamos muchas opciones, o seguíamos con el plan o nos quedábamos con los brazos cruzados y yo no estaba dispuesto de abandonar al primer intento.
—Creo que debemos contemplar otras posibilidades.
—¿A qué te refieres Vicente?
—Pues que tenemos que hacer más preguntas.
—¿Pero qué clase de preguntas?
—Pues cualquier cosa, aunque estemos dando palos de ciego. De esa manera quizás demos con una respuesta.
—Estoy dispuesta a preguntar todo lo que quieras; pero necesito saber el qué…
—Vamos al siguiente banco y mientras ya pensaré en algo.
—De acuerdo.
El siguiente banco se encontraba a tan sólo unos pocos metros del anterior al igual que el siguiente y el siguiente. Sólo disponía de un tiempo limitado para pensar en preguntas que nos pudieran ofrecer más pistas.
—Entrar vosotros, yo esperare aquí fuera e intentaré no distraerme.
—¡Uffff! ¡Espero que tengamos más suerte!
Empecé a recordar las anteriores víctimas y a pensar en la relación que podría existir entre ellas. A primera vista no tenían nada en común. Vivían en países diferentes y no existía ninguna similitud en sus trabajos; seguramente nunca se conocieron. ¿Por qué «Zeus» había escogido a estas personas? Llegamos a la conclusión que no se trataba de actuaciones aisladas sino de acciones maquinadas y perpetradas por un sólo individuo; parecía algo más complejo y bastante elaborado. Claro está, que si sólo se trataba de una maniobra de distracción para llegar a algún extraño propósito, no existiría ningún nexo entre ellos. Por otro lado si se trataba de algo meticulosamente planificado, ese nexo seguro que existía y sólo era cuestión de tiempo encontrarlo para averiguar cuál sería el siguiente eslabón.
—¡Ahhh, ya estáis aquí! ¿Habéis conseguido algo?
—No… dirijámonos al siguiente.
—Yo os esperaré fuera…
Me resultaba muy extraño pensar en la actual situación. Se suponía que «Zeus» provenía de Siria, aunque tampoco podíamos confirmarlo. Si se trataba de un ataque terrorista sin duda utilizarían métodos más llamativos como una bomba o un tiroteo en plena calle. No existe interés mediático, no hay reivindicaciones ni cartas de venganza; simplemente no había nada. ¿Cuál será el verdadero propósito de estos crímenes?
—Vamos Vicente, aquí tampoco han podido ayudarnos. Lo único que ha conseguido Emma es la tarjeta del hombre que nos atendió y seguramente porque le pareció atractiva.
—¿Crees que es un buen momento para bromear Eduardo?
—Perdóname Emma, no pretendía…
—No perdamos más tiempo.
Mis compañeros entraron en el siguiente banco mientras yo permanecía en la encrucijada de mis pensamientos.
¿Por qué? ¿Cuál era la razón que impulsa a «Zeus» a matar? ¿Fanatismo? ¿Represión? ¿Venganza? El término «Venganza» resulta ser muy amplio y aunque no me conduzca a una respuesta concreta, seguro que se encuentra entre los motivos. ¿Qué puede tener un sirio en contra de España, Portugal, Francia y Suiza? ¿Qué puede tener en contra de la comunidad europea? Su historia no es tan extensa como para que existan rencores políticos del pasado así que debe estar relacionado con acontecimientos recientes que ha obligado a «Zeus» a actuar de esta manera, pero ahora mismo no se me ocurre nada.
—El siguiente banco se encuentra dos calles más adelante.
—Sigamos pues.
—¿Todo bien Vicente?
—Sí… claro… no os preocupéis por mí.
¿Cuál podría ser el papel de Suiza en toda esta dramaturgia? ¡No pertenecía a la comunidad europea!
—Vicente, fíjate en esa entrada. Es de estilo Románico. ¿No te gustaban estas cosas?
Con cierta picardía, Emma me propinó un suave codazo en las costillas.
—¿Te parece un buen momento para hacer turismo?
Eduardo se paró en seco y le clavó la mirada poniéndose muy serio.
—No creo que…
—Deteneos los dos… no es momento para discutir…
Seguí mirando el arco Románico con esmero y una vez más empecé a pensar sin parar. En el siguiente banco ni siquiera me preguntaron si quería entrar. Simplemente entraron y me dejaron esperando fuera. Me habían excluido, perdido en mi laberinto mental.
El primer e inconsciente intento de crear la unidad europea lo hicieron los romanos, aunque también dominaron zonas de oriente próximo y entre ellas Siria. Sería una locura que un acto de venganza pudiera remontarse a tantos años atrás. ¿O si sería posible?
De repente, el nombre de Dante Alighieri surgió y sin querer los murmuré en voz alta. ¡Claro! La divina comedia podría interpretarse como una guía y aclarar la razón de la venganza. Es más, podríamos tratarlo como un manual que nos indica los pasos a seguir… ¡No! Eso no es posible… Puede que aclare el «como» aplicar la venganza…
En un instante la sangre se me congeló y la situación había cobrado significado. Ninguna prueba física y ningún hecho factible respaldarían mi teoría pero era la única que hasta el momento tenía cierto sentido.
—¿Qué ocurre Vicente?
Eduardo ya había salido del banco y al verme desconcertado, me cogió del hombro. Con un movimiento brusco le quité la mano y seguí caminando hasta que me encontré en medio de la carretera entorpeciendo el tráfico.
—¿Qué estás haciendo?
Ignorando los gritos de Emma, empecé a mirar los edificios de mí alrededor y me sentía como si estuviera dando vueltas. Ni los pitidos de los coches me molestaban ni el hecho de parecer un loco. Sólo me preocupaba descubrir la última pieza del puzle que rondaba por en mi cabeza. Los edificios eran hermosos, los coches de gran calidad y valor, la gente bien vestida. Nos encontrábamos en la ciudad de los bancos, del dinero, la cultura, el espectáculo y la gastronomía. Sin darnos cuenta, habíamos llegado al centro de Europa pero fuera de ella, caminábamos entre lujos y excesos, habíamos llegado al corazón del todo y de la nada… un pecado capital.
De repente, una mano firme me agarro del brazo y con mucha fuerza, me arrastró de vuelta a la orilla de la carretera. Aún no me lo podía creer.
—¿Has perdido la cabeza? No tenemos tiempo para cometer locuras.
Eduardo enfurecido, me sacudía con sus dos manos igual que a un niño pequeño.
—No entiendo porqué sonríes.
—La «gula» Eduardo.
—¡¿Qué?! ¡Por poco te atropellan!
—¡Sí! La gula…
—Sigo sin entenderte.
—Busquemos un sitio para descansar y os lo explicaré.
*
Caminamos unos metros más y nos sentamos en una pequeña cafetería que casualmente se encontraba cerca de nosotros. Ni yo sabía muy bien cómo explicar mi razonamiento pero debía intentarlo. Hasta el momento, sólo dábamos palos de ciego y mi teoría quizás nos esclareciera un poco el asunto.
—¿Recordáis las veces que el nombre de Dante surgió?
—¡Sí! Pero hasta el momento desconocemos por qué.
—Creo que se trata de una forma de aplicar la venganza.
—¿Cómo dices?
—Imagínatelo como un siniestro manual.
—Por favor ¿puedes explicarte mejor?
—Dante se pierde en un denso bosque y casualmente se encuentra con el poeta romano Virgilio. Él, decide acompañarle hasta una entrada secreta que conduce al infierno. Allí, existen siete niveles de torturas que corresponden a los siete pecados capitales. Conforme más descendían, más grave era el pecado y en consecuencia más severo su castigo. Una vez acabado el descenso, atraviesan la llanura del purgatorio que es donde se redimen los pecados y renace la esperanza. Finalmente, quedan los nueve escalones del cielo que según la forma que hayas vivido ocupas en él, el lugar que más te corresponde. Se trata de una forma poética de ordenar el caos, creando un sistema o mejor dicho, un manual de la buena conducta. En pocas palabras, se ordena el bien y el mal.
—Entonces definitivamente damos por hecho que no son asesinatos aleatorios, sino que cada uno forma parte de un plan. ¡Hablamos de un elaborado castigo!
—En efecto Eduardo… De momento sólo tengo una teoría sobre la actual situación.
—Pues oigámosla.
—Bien; si no me equivoco, las víctimas ya disponen de un elemento común. Todas describen o mejor dicho, representan uno de los siete pecados capitales. Partamos con la base de que no existe una víctima anterior a la de Murcia.
—En cierto modo, se aclararía la situación. La piedra tenía grabado el número siete y si juntamos las demás, se resumirían en una cuenta atrás.
—Efectivamente Emma. También, tal y como ya comenté, las piedras negras simbolizan desaprobación o negación hacia un hecho que actualmente desconocemos. Por otro lado, lo que sí sabemos con mucha seguridad, es el fuerte vínculo histórico que une a Siria con Europa.
—¿A qué te refieres?
—Mira Emma, si vinculamos la procedencia geográfica de «Zeus» con el espacio donde actúa, quizás seamos capaces de descubrir que es lo que le condujo a cometer los crímenes. En nuestro caso, estoy convencido que se trata de una venganza con trasfondo histórico ya que el actual territorio de Siria, fue conquistado por Alejandro Magno de Grecia y posteriormente por los romanos.
—Pero eso es estar cabreado durante mucho tiempo ¿no? ¿De verdad crees que puede existir un odio que dure más de dos mil años?
—Pues sí Eduardo; La memoria histórica de cada país e incluso de cada zona, influye directamente en el desarrollo de las nuevas generaciones. Sin ir más lejos, en España tenemos el nacionalismo Vasco.
—Pero los que reivindican la independencia Vasca no deben de tener más de cincuenta años de historia.
—Puede que nosotros conozcamos su brazo violento desde la época de Franco, pero si te fijas bien en como manifiestan sus posturas políticas, te darás cuenta en que intentan ubicar existencia casi en la época de los fenicios. Declaran, y con razones, que su región nunca fue colonizada por ninguna otra nación. Incluso durante la romanización de la península Ibérica, ellos mantuvieron sus costumbres y su idioma. No excuso sus actuaciones ni comparto su opinión pero no significa que no utilicen ese razonamiento para alcanzar sus objetivos. Como veis, no se trata del motivo real de la disputa sino de la manera de justificarse.
Emma y Eduardo permanecían callados y parecían entender muy bien a lo que me estaba refiriendo. Está claro que no se puede comprender un comportamiento que para la mayoría de las personas se considera absurdo.
—Entonces Vicente, crees que alguien se está vengando por lo que una inexistente Unión Europea, les hizo hace dos mil años…
—¡No! Lo que digo es que el trasfondo de su odio proviene desde esa época. El desencadenante de la actual situación puede ser un acuerdo económico o político que surgió hace unos pocos años y que a la larga les causó graves perjuicios. Podría tratarse de algo tan simple como el no apoyar un trasvase de un río desde un país vecino como Turquía y que por culpa de los europeos, no se haya concluido dicho acuerdo lo que habrá supuesto que familias enteras tuvieron que mudarse de sus casas por no poder regar sus cosechas y que ahora viven en la miseria.
—Pero no sabemos si eso ocurrió.
—Por supuesto que no Emma; sólo son conjeturas. El motivo del desencadénate podría ser cualquier otra cosa de similar índole. No ofrecer asilo, no mandar alimentos, maniobras del ejército, cualquier excusa sirve como desencadenante.
—De acuerdo; supongamos que tienes razón y acabamos de averiguar las motivaciones de «Zeus». También demos por hecho que no se trata de un sólo individuo sino de una organización. Sólo falta que nos expliques cual es exactamente la conexión que existe entre las víctimas.
—Lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia. Son los siete pecados capitales expuestos por San Gregorio Magno en Roma en el siglo sexto y posteriormente, en el siglo catorce, popularizados por Dante Alighieri. Sabemos que ha purgado tres de ellos, lo que nos indica que aún quedan cuatro.
—¿Y cuáles crees que son los pecados que cometieron las víctimas?
—No se trata de los pecados que cometieron, sino del pecado que representan.
—¿Entonces qué pecado representan?
—Al principio pensé en ello pero no conseguía centrarme y de repente empecé a fijarme en mí alrededor. Puede que no sepa el pecado que representan las anteriores víctimas pero sí creo saber el que representa la siguiente.
—La gula…
—En efecto Eduardo.
—Por eso no parabas de repetir esa palabra.
—Ahora debemos seguir con nuestra búsqueda y además, preguntar por un banquero que sea excepcionalmente obeso. Si mis conclusiones son correctas quizás podamos salvar a la siguiente víctima.
Terminamos los cafés que habíamos pedido junto con unos bollos de crema. Emma dejó treinta francos suizos sobre la mesa y seguidamente se levanto con más ánimo del que se había sentado antes.
—Vamos chicos, no hay tiempo que perder.
*
Como era de esperar, el siguiente banco se encontraba a la vuelta de la esquina. No sabía si debíamos comenzar de nuevo o si debíamos seguir por donde lo habíamos dejado aunque en realidad no era muy relevante. Desgraciadamente era el azar quien finalmente nos guiaría hacia la siguiente pista.
Llegamos al Sydbank y esta vez no me quedé fuera esperando. Quería observar la reacción del personal al formular preguntas más indiscretas. Si estaba en lo cierto, tarde o temprano daríamos con el siguiente objetivo de «Zeus» y quizás conseguiríamos advertirle sobre el peligro que le acechaba. Sólo faltaba que diéramos con la gente apropiada y que la suerte estuviera de nuestro lado.
El lujoso interior del banco, no dejaba hueco a la imaginación. No tenía nada que envidiar al primero que visitamos y seguramente a ningún otro de los que no llegué a entrar. Resultaba inútil prestar atención a una conversación de la que no sería capaz de entender nada así que mientras Emma se acercaba de nuevo a una mesa donde formularía sus preguntas, yo me evadí observando todo ese lujo que me indujo a la suposición de que la gula era el pecado que más probabilidades tenía de ser representado en esta ciudad. Mientras me deleitaba con el entorno, Eduardo se acercó disimuladamente a Emma y le habló en voz baja.
—Procura mencionar el tema de la obesidad cuando te refieras a sus colegas, con mucha diplomacia. Tengo la impresión que la gente de aquí es bastante reservada y no creo que se sientan cómodos haciendo críticas refiriéndose a la apariencia de sus colegas.
El banquero, de barbilla cuadrada y ojos saltones, arqueó las cejas y dejó de ojear unos papeles que tenía en su mesa. La conversación entre mis dos compañeros, atrajo su atención y tras colocar su mano en la cara no apartó su mirada de ellos.
—No te preocupes Eduardo; haré las mismas preguntas de antes y sólo al final preguntaré por si conocen a un colega, de este o de otro banco, con problema de sobrepeso.
—Tú sólo aborda el tema con delicadeza…
—¿No te parece bien?
—Por supuesto. Yo sólo… Adelante…
Eduardo se echó atrás alejándose de Emma. Ella, sacó su placa y se acercó al banquero pero antes de que ella pudiera formular sus preguntas…
—Siéntense por favor.
El banquero, hablando en español con mucha claridad y casi sin ningún tipo de acento, nos invitó a sentarnos. Yo, que me había quedado atrás, me acerqué rápidamente y tomé asiento.
—Creo que vienen para realizar preguntas indiscretas y de poca educación.
—Me temo que tiene usted razón. Pertenezco a la policía francesa y mis dos colegas vienen de España. Estamos realizando una investigación que nos ha traído hasta aquí.
—¿Hasta mi mesa? Señora…
—Señorita Bardy, Emma Bardy… Bueno, más bien inspectora.
—Por supuesto… inspectora, pero no consigo ver a ningún representante de la policía suiza y no creo que tengan autoridad para hacer preguntas o al menos, de exigir respuestas.
Emma se levantó y puso sus puños cerrados sobre la mesa apoyándose con fuerza, dispuesta a intimidar al banquero para conseguir la información que necesitábamos pero en ese preciso momento, el banquero se reclinó un poco hacia atrás en su sillón y con un gesto de su mano, indicó a Emma que se sentara.
—Eso no será necesario señorita; o mejor aún… inspectora… conozco muy bien mis derechos pero mi intención es la de ayudaros. Por favor siéntase y háganme sus preguntas pero les agradecería que no pusieran mi nombre en ningún tipo de informe; consideremos nuestra conversación como… extraoficial ¿le parece bien?
Emma se sentó agradeciendo el gesto de buena voluntad del banquero. Sin más preámbulos, cogió el cartelito con su nombre que estaba encima de la mesa y lo metió lentamente en uno de sus cajones.
—Muchas gracias por su colaboración.
—Inspectora no se ande por las ramas; no quiero llamar la atención de mis colegas y como solemos decir en Suiza, el tiempo es oro.
—En tal caso, ¿podría decirme de que banco procede este extracto bancario?
—En esta hoja faltan datos relevantes y tiene un formato estándar. Podría ser de este mismo banco pero no puedo saberlo con seguridad.
—¿Me puede decir si mi padre tuvo alguna cuenta aquí?
—¿Tuvo? ¿Su padre se cambia de banco con frecuencia?
—¡Mi padre está muerto!
El banquero se sintió bastante incomodo y se removió en su sillón. Su cara se transformó y la palidez de sus mejillas, borraron su condescendiente sonrisa.
—Lo lamento inspectora; por favor indíqueme el modo de ayudarla.
—¡Ya lo está haciendo! Sólo conteste a las preguntas… por favor.
La situación se tornó bastante tensa y a lo mejor, resultase favorable para nosotros.
—¿La víctima fue su padre?
—¡Una de ellas! ¡Sí!
—Les ayudare en todo lo que pueda.
—Entonces, ¿puede decirnos si mi padre tenía aquí una cuenta?
—Lo averiguaré; dadme un minuto.
Emma agachó la cabeza durante unos segundos. Conmocionada e intentando ocultar sus sentimientos, mantenía una postura erguida mientras el banquero, no dejaba de teclear en su ordenador.
—No consigo encontrar ninguna cuenta con el apellido Bardy en nuestro banco. Intentaré acceder en una base de datos más amplia por si existe otro tipo de información.
—¿Qué clase de información?
—Una cuenta antigua cancelada, un movimiento de cuenta, una transferencia, pero me temo que no puedo hacer mucho más.
—Inténtelo, se le ruego.
El banquero empezó a teclear una vez más en su ordenador sin dejar de fruncir el ceño. Aprovechando la ocasión, Eduardo se inclino sobre Emma y le susurró en el oído.
—Pregúntale sobre algún colega con sobrepeso.
—A eso voy…
—No os preocupéis tanto por tratar de preguntar por un banquero gordo. Conozco a varios… pero no sé exactamente como ayudaros.
Al darme cuenta de su preocupación, me acerque a la mesa y le hable en voz muy baja.
—Debe tratarse de una persona excepcionalmente obesa. No simplemente de tener barriga o tener unos pocos michelines sino algo más… destacable…
—¿Y usted es?
Emma también se acercó a la mesa…
—Se llama Vicente, por favor conteste a sus preguntas de la misma manera que lo haría conmigo.
—A primera vista no parece ser policía; pero… no importa. En contestación a su pregunta, señor Vicente, la lista de colegas conocidos se reduce a cero.
—¿Cero?
—¡Sí! Aunque no lo parezca, la ciudad es lo suficientemente grande para que no nos conozcamos entre todos. Por supuesto he de añadir que respetamos muchísimo la intimidad de los demás; No pretendo ser grosero pero… bienvenido a Suiza.
—Entiendo ¿Y no conoce a alguien que pueda ayudarnos?
—¡Me temo que no!
Me recline hacia atrás en el sillón entrelazando los dedos de mis manos para disimular mi decepción. Empecé a dudar de mis anteriores conclusiones y de la posibilidad de concluir la búsqueda a tiempo. La hora de cierre del servicio al público se acercaba y el resto del día lo pasaríamos deambulando por las calles de Ginebra. Mis dos compañeros se levantaron pero yo aún no me había hecho a la idea de haber fracasado.
—Muchas gracias por su ayuda señor.
—De nada señorita; ha sido un placer, lamento no haber podido serles de más ayuda.
—¿Vamos Vicente? Ya hemos acabado.
—¿Eeee? Por supuesto… yo sólo…
—Lo sé pero no es momento para lamentarse.
—Claro… No es momento.
Resultaba muy difícil ignorar la sensación de amargura que teníamos mientras dejábamos atrás el banco pero no debíamos abandonar.
—Déjame tu móvil Eduardo.
—¿Para qué lo quieres?
—¡Tú sólo dámelo! Y tú Emma…
—¿Sí?
—¿Todavía tienes la tarjeta del primer banco que visitamos?
—Creo que sí.
—¿Crees que sí o la tienes?
—La metí en mi bolsillo.
—Pues toma el teléfono de Eduardo y llámale. Ese hombre parecía más extrovertido y es posible de que pueda ayudarnos. Los bancos están cerrando así que démonos prisa.
—De acuerdo; le llamaré de inmediato.
Emma cogió la tarjeta en su bolsillo junto al teléfono y empezó a caminar cuesta abajo mientras marcaba el número del primer banquero. No íbamos a entender nada de la conversación así que no nos acercamos y simplemente nos limitamos a seguirla.
*
Sin darnos cuenta nos encontrábamos delante del lago Lemán. Eran las cuatro y media y nuestra última oportunidad de aprovechar el día estaba al otro lado de esa línea telefónica.
La calma veraniega reposaba sobre el lago y los escasos rayos de sol, no dejaban de iluminar la hermosa ciudad de Ginebra. El ruido del intenso tráfico conseguía distraerme, recordándome que caminábamos por una ciudad repleta de vida completamente ajena al desafortunado porvenir de uno de sus habitantes. Sin lugar a dudas, las personas viven y mueren todos los días pero nunca la vida de una de ellas dependía tanto de mis acciones.
—¡Tenemos suerte!
Al oír la voz de Emma, corrimos hacia ella.
—Acabo de colgar y ¿sabéis qué?, conoce a un colega suyo extremadamente gordo.
—¿Tanto como para considerarse un pecado?
—No hemos entrado en demasiados detalles pero sí, me dijo que era muy gordo. Precisamente esta semana se fue de vacaciones y no sabía a dónde se había ido. Se llama Philippe Maire y vive en el tercer piso del número siete frente a la plaza de Bourg de Four.
—¿Estará lejos de aquí?
—No lo sé; tenemos un mapa en el coche. Vayamos a por él.
No tardamos en regresar al hotel y bajamos directamente al garaje.
—He encontrado el mapa; veamos. Ahora mismo estamos aquí…
Eduardo señalo la plaza que buscábamos en el mapa.
—Aquí debe de vivir la siguiente víctima. Parece que nos espera una larga caminata. Quizás sea mejor ir en coche.
—¡De acuerdo! Subid que nos vamos.