IX

El viaje resultó largo y silencioso. La última frase que Eduardo había pronunciado, nos hizo darnos cuenta de la cruda realidad. Nos había quedado claro que no llegaríamos a tiempo para ayudar a la siguiente víctima. A nuestro pesar, sólo nos dirigíamos a Ginebra para recoger la siguiente pista. Detrás del puzle, había vidas humanas y eso nos hizo cuestionarnos una vez más, los verdaderos propósitos de nuestro viaje. ¿Lo hacíamos por venganza? ¿Por el sentido cínico del deber? ¿Por apaciguar nuestra conciencia? ¿O era la simple curiosidad? Esa última pregunta nos obligó a reflexionar sobre lo grotesca que era la situación.

De repente, el silencio se vio interrumpido por el sonido del teléfono móvil de Eduardo.

—Al habla el inspector Alcaráz… ¿quién es?

Eduardo se mantuvo silencioso durante unos segundos y sólo asentía con la cabeza.

—Es el agente Rodríguez. Tú ya le conociste en la comisaría de Murcia. Me está llamando desde una cabina telefónica para darnos información. Dicha información… digamos que es extraoficial así que pondré el altavoz del móvil para que podamos escucharlo todos pero absteneos de hacer preguntas raras.

Eduardo conecto el altavoz de su móvil y como no se escuchaba muy bien, Emma redujo la velocidad.

—Para empezar aunque tenéis ordenes de regresar, todos en la comisaría os apoyamos y os deseamos suerte. El capitán nos tiene bastante controlados así que intentare ser lo más breve y conciso posible.

—Dinos que habéis descubierto.

—Escúcheme bien inspector… Hace dos días, descubrimos a un individuo que encaja con las descripciones y testimonios de los vecinos de la víctima. Estamos tan seguros que le hemos calificado como nuestro principal sospechoso. Su nombre es Imán Achi. El sospechoso aterrizó en el aeropuerto de Barajas el veintitrés de julio y convivía con la víctima.

—¿Cómo lo habéis averiguado?

—Cómo ya he dicho, uno de los vecinos nos dio una descripción que cotejamos con dos dependientas de una tienda que se encuentra cerca del edificio. Una de ellas, nos dijo que venía de Siria así que comprobamos todos los pasajeros procedentes de ese país alrededor de las fechas que nos dijeron que le vieron por primera vez.

—¡Claro! Lo demás era pura rutina.

—Exacto. También sabemos que tiene veintiocho años y que estudió filosofía en la universidad de Damasco y eso no es todo.

—¿A qué te refieres?

—Perdone inspector pero se corta.

—¡Que continúes!

—En el año ochenta y tres, el rector de la universidad donde estudiaba, fue asesinado cuando bajaba de su coche tras un simposio de historia del país. El asesino nunca fue identificado pero la última pista que la policía Siria había conseguido, era que el asesino se apellidaba Achi. Nunca pudieron descubrir al asesino ya que esta información provenía de alguien que no se le consideraba muy fiable.

—Entonces pensáis que el asesino del rector puede estar relacionado con «Zeus».

—¿«Zeus»?

—Nuestro asesino. Le llamamos así por el primer caso.

—Entiendo… No sabemos con certeza que haya algún tipo de vínculo familiar con Achi, pero si se diera el caso, es posible que el culpable no sólo sea una persona sino una organización.

—¿Terroristas?

—Eso mismo.

—Y cuál es el fin de los asesinatos.

—Me temo que no lo sabemos. El móvil del crimen tenéis que descubrirlo vosotros, yo no dispongo de más información. Como ya os dije, el capitán nos vigila por si hacemos algo como… lo que estoy haciendo yo ahora. Esta información es toda la que tengo, espero que os sirva de ayuda.

—Seguro que sí.

—Bueno, debo colgar. Buena suerte.

—Graci…

Antes de que pudiéramos agradecerle la información, el agente Rodríguez ya había colgado el teléfono.

—¿Qué opináis?

—La situación es más peligrosa de lo que parece.

—Explícate Vicente.

—No estamos tratando con una persona que sólo se rige por sus impulsos. Está claro que de alguna manera, ese tal Imán Achi está implicado en todo esto. Sin lugar a dudas, se trata de un crimen bien estudiado y planificado. Una reacción en cadena con un principio y un fin pero de manera fortuita, nos hemos incorporado en la complicada ecuación y estoy seguro de que no contaban con ello ¿Tu qué piensas Emma?

—Me parece que tienes razón. Un hombre culto de esas características, no cruza medio mundo para cometer actos basados en el mero instinto. Tenemos entre manos un asunto muy importante pero su verdadero propósito se nos escapa.

—Esta suposición aclararía en cierto modo el hecho de que existe alguna relación entre el barco Ucraniano y los crímenes cometidos.

—Pero las inscripciones en griego y las piedras con los números ¿A qué se deben?

—Pronto lo averiguaremos Eduardo. Pronto lo averiguaremos.

Tras el giro inesperado de los acontecimientos, regresamos al silencio de nuestros pensamientos. La inesperada llamada del agente Rodríguez consiguió arrojar un atisbo de luz sobre las ya amontonadas incertidumbres. Me sentía inquieto, disgustado y a la vez emocionado. Poco a poco todo empezaba a cobrar cierto sentido.

*

Eran casi las cinco de la tarde y a lo lejos conseguí distinguir una señal que ponía «Lyon». Tras muchas horas al volante, Emma parecía cansada y Eduardo se ofreció a sustituirla.

—¿Quieres que conduzca un rato?

—¡No! Dentro de poco pararemos en casa de un amigo para pedirle un favor.

—¿De veras lo crees oportuno?

—¿Llevas dinero suficiente para lo que pueda surgir?

Eduardo no contestó a la pregunta. Era bastante obvio que carecíamos de la organización necesaria, puesto que no dejábamos de improvisar sobre la marcha. Llevábamos algo de ropa, casi nada de comida, poco dinero en efectivo y por supuesto, tarjetas de crédito pero lo mejor era no usarlas. No queríamos que sus superiores siguieran nuestro rastro; o al menos eso esperábamos.

—De todas formas no nos vendrá mal estirar un poco las piernas y de paso comer.

No sabía que más decir para romper ese momento tan incómodo.

—Al menos ¿nos puedes decir a dónde vamos?

—Por supuesto Vicente. Pararemos en un pueblo que está de camino a nuestro destino. Se llama Pérouges.

—¿Y quién es tu amigo?

—Es mi tío René, el hermano de mi padre.

—¿Crees que ya se habrá enterado de la muerte de tu padre?

—Seguramente.

Salimos de la autopista y nos dirigimos hacia el norte. El pueblo a donde íbamos no parecía estar muy alejado, así que no nos desviaríamos demasiado. Dejamos el interminable asfalto y nos adentramos hacia un inmenso mar verde de hierba fresca y arboles envejecidos. Me quedé mirando el pequeño asentamiento sobre la colina mientras nos dirigíamos hacia la casa del tío de Emma. Los edificios del casco antiguo, rodeados por una ancestral muralla y galardonados por unos pocos almendros, parecían pertenecer a la época medieval y mi curiosidad despertó una vez más. En las ventanas de las casas, junto con las macetas repletas de hermosas flores y escurridizas enredaderas, colgaban unos pañuelos de color negro, señal inequívoca de que la pequeña comunidad estaba de luto. En el fondo, una columna de humo negro seguía el ritmo del viento del sur. Sin duda la chimenea de un horno o de un taller artesano puesto que en este caluroso día no era necesario encender las estufas.

—El pueblo debe de ser muy interesante para visitar.

—Cierto… pero no estamos aquí para hacer turismo.

—Por supuesto que no.

Me sentí frustrado pero no por el hecho de no poder ni siquiera pasear por esos antiguos muros sino por lo egoísta que pudo haber parecido mi observación. No quiero excusarme pero al fin y al cabo se trataba de mi pasatiempo favorito, descubrir y vivir la historia.

—Ya hemos llegado. Mi tío vive en esa casa de allí.

Emma se bajó del coche y se dirigió hacia una casa menos interesante que las del casco antiguo pero he de admitir que era bastante curiosa. Recientemente reformada, emulaba su entorno pero no dejaba de notarse su innovada apariencia.

—¿Qué crees que descubriremos en Ginebra Vicente?

—Me temo que nada bueno.

—Claro.

—¿Sabes lo que me extraña?

—¿Qué?

—En la segunda víctima encontramos la piedra y el papiro que nos condujeron a la tercera víctima, mientras que en la tercera, sólo sacamos una precipitada conclusión por la inscripción que «Zeus» dejó y tampoco era muy reveladora. Si no fuera por nuestra intuición, la suerte y la nota que nos dejaron en el hotel, nunca hubiéramos llegado hasta aquí.

—¿Quién nos dice que no nos hemos equivocado con los últimos indicios?

—¡Cierto! Pero supongamos que no.

—Continua.

—En la primera víctima no hubo ninguna pista ni nada en su inscripción que nos pudiera conducir a Sagres.

—No olvides que encontramos el cuerpo tarde y que tampoco buscábamos indicios de semejante índole. Cabe la posibilidad de que se nos haya escapado algún detalle, que algún animal haya cogido esa supuesta pista o simplemente que la corriente del río la haya arrastrado.

—¿Y el animal no se hubiera comido el corazón?

—Sólo es un suponer Vicente. Al no saber lo que buscábamos, puede que estuviera justo delante de nuestras narices y no fuimos capaces ni siquiera de olerlo.

—Cierto. Pero ¿y la tercera víctima?

—¿Acaso tuvimos realmente la ocasión de examinar a fondo la escena del crimen? Sólo tú pudiste acercarte a ella y no tuviste suficiente tiempo para investigar como es debido. La policía no colaboró, se nos ocultó información y encima nos trataron como a criminales.

—¿Y crees que en Ginebra tendremos más suerte?

—Eso mismo te pregunté yo hace dos minutos.

—Tienes razón.

Emma ya había salido de la casa de su tío y se dirigía hacia nosotros con cara de disgusto.

—Bajad del coche.

Ni siquiera nos preguntamos por qué. La verdad es que necesitábamos estirar las piernas y quizás tomarnos una bebida fresca. Hacía mucho calor.

—No pareces muy contenta.

—Mi tío no está en casa.

—¿Y dónde puede haber ido?

—Hablé con su vecino y me dijo que a esta hora se suele tomar una copa de vino y algo para picar en un restaurante no muy lejos de aquí.

—¿Y donde se encuentra ese restaurante?

—En el casco antiguo. Según el hombre, si seguimos andando por este camino llegaremos en menos de diez minutos.

—Al final te sales con la tuya Vicente.

Es verdad que me apetecía pasear por esta hermosa ciudad aunque sólo fuese durante unos minutos pero intenté no mostrar agrado y decidí no contestar a lo que ya resultaba obvio.

Seguimos el camino de piedra que conducía al corazón de la ciudad medieval. Durante el trayecto, mis dos compañeros iban a marcha forzada para llegar lo antes posible al restaurante mientras yo me quedaba rezagado, admirando la arquitectura de las casas antiguas imaginándome cómo el paso de los años las había convertido en un hermoso paisaje. La piedra y la madera predominaban frente a las pocas estructuras metálicas que consistían en simples ornamentos rústicos. En algunas casas había flores decorando sus portales y las calles hechas de piedra, conducían a pasados románticos. Era un lugar macerado por el paso del tiempo, tanto por su cara amable, como por su cara más oscura y siniestra que siempre intentamos enmascarar. La poca gente que paseaba por los soleados estrechos, se veía predispuesta a dirigirnos unas amables palabras pero finalmente se limitaban a levantar la mano para saludarnos con una sonrisa dibujada en sus caras.

La cuesta resultó un poco más pronunciada de lo que me esperaba y el ritmo que mis dos compañeros marcaban era demasiado rápido para mí. Mis kilos no me dejaban otra opción que apostarme al lateral de una casa para tomar un respiro mientras intentaba recuperar el aliento. El calor tampoco ayudaba mucho a mi estado de cansancio y mis piernas temblaban cada vez más. Poco a poco, no conseguía ver ni a Eduardo ni a Emma que se habían alejado bastante de mí. Puse las manos en mis rodillas e intenté respirar con más normalidad intentando reponerme. No entendía el porqué de esta enorme fatiga; no me había pasado nunca algo parecido; desde luego que no era muy dado a los deportes y solía cansarme con facilidad pero… Las paredes daban vueltas a mí alrededor… yo… me sentía débil y desconcertado… no sabía explicar lo que me estaba ocurriendo…

*

Una profunda oscuridad me había rodeado y el cansancio había desaparecido de repente. Es más, sentía mis piernas más firmes y fuertes que nunca, hasta me sentía con ganas de correr sin parar. Resultó muy extraño… el calor del verano se había convertido en una brisa primaveral aunque las flores de los balcones de las casas parecían incoloras como si se estuvieran marchitando. Una catarata de sentimientos remojaba mi cuerpo, algunos buenos y otros no tanto… ¿me había muerto durante la subida de la pendiente del pueblo? A pesar de mi preparación espiritual no creo que nadie realmente esté preparado para afrontar una situación parecida. Mi corazón latía con una lentitud muy apacible, mis manos no se movían sino flotaban con cada estiramiento de mis músculos. Los adoquines aparecían y desaparecían como si siguieran un ritmo constante y tras ellos sólo quedaba su forma imperfecta. Era capaz de escuchar mis propios pensamientos que retumbaban por mi cabeza dejando el eco de mis palabras resonando a mí alrededor.

—Jaja jaja…

—¿Quién anda ahí?

La oscuridad no me dejaba ver más allá de las últimas imágenes que mi cabeza registró hasta inducirme en este estado. Todo parecía permanecer muy quieto o mejor dicho, paralizado. Mi corazón empezó a latir con más fuerza y esa paz que al principio sentía, con cada segundo que pasaba se convertía en ansiedad.

—Jaja jaja…

—No te tengo miedo…

Mentiras y más mentiras se entremezclaban entre mis pensamientos y mis sentimientos. Permanecía rígido y tenso pero no por mi valor, sino por mis temores.

—¿Quién eres, que quieres de mi?

Nadie contestaba… mi corazón latía con más rapidez y mi pecho me quemaba. Si estoy muerto ¿estaré en el infierno? La ligereza que sentía en mis piernas había desaparecido y mi cuerpo, fundido con la superficie de piedra en la que se sostenía, no respondía con normalidad.

—¡Muéstrate Satanás!

—Lala la lalala la la laaaa…

Me estaba volviendo loco. Mis pecados habían venido a devorarme… esa voz… esa canción…

—Lala la lalala la la laaaa…

—¡Déjame en paz! No fue culpa mía…

—La lalala la lala la lala…

En cabeza todo daba vueltas y mis piernas no se despegaban del suelo. Me sujeté con fuerza el cuello que parecía que se iba a torcer por sí mismo y mordí mi lengua para engañar al dolor que sentía en el resto de mi cuerpo.

—Lala la lalala la la laaaa…

—¡Aaaaaaaaaaaa! ¡Déjameeeeeeeeee!

El grito hizo que desapareciera esa canción. Seguramente todo se trataba de un producto de mi imaginación. Tenía que ser fuerte y decidido para enfrentarme a mí mismo.

—No tengas miedo…

¡Esa voz! No era posible.

—¿Eres tú?

—¿Quién es «yo»?

—No puedes ser… tú…

—¿Quién es «yo» padre? No tengas miedo.

—¿Daniel?

—¿Puedo ayudarte con los preparativos de la misa padre?

—Sólo estás en mi cabeza…

—No tengas miedo…

—Sólo estás en mi cabeza…

—¿Por qué repites eso? ¿No querrás parecer un demente?

—Sólo estás en mi cabeza… porque estás muerto.

—Eso no es del todo cierto.

—¿A qué te refieres?

—No me gusta lo que dices padre. Tú que tantas veces nos hablaste de nuestra alma inmortal.

—¿Os hablé?

—No estoy sólo padre… y tú tampoco.

—¿Entonces, llegó mi castigo?

—Ya te he dicho que no tengas miedo.

Temblaba y me asfixiaba del sofocante calor pero no sudaba. Mi alrededor, inmóvil y oscuro, me hacía ver las cosas como en una diapositiva antigua.

—¿Qué quieres?

—¡No no no! Ésa no es la pregunta de la que anhelas contestación.

—¿Y cuál es?

—Lala la lalala la la laaaa…

La misma canción otra vez. Ya no me atemorizaba tanto pero no dejaba de penetrarme los oídos como si de una ráfaga de aire gélido se tratase.

—Basta de juegos…

—¿Quién está jugando?

—¡Daniel! Dime cual es la pregunta y deja de cantar.

—Antes te gustaba cuando cantaba.

—Y aún me gusta pero ahora no es el momento.

—No será el momento para ti, que ni siquiera sabes en qué momento te encuentras, pero yo dispongo de todo el tiempo del mundo.

—¡Basta! Yo no te dije que te tiraras de ese barranco… Yo…

—Yo quiero, yo creo, yo no tengo la culpa todo yo, pero aún no has formulado la pregunta correcta.

—La pregunta…

—Eso es; la pregunta; no todos tienen el privilegio que se te ha otorgado…

—¿Entonces no estoy muerto?

—Otra vez el «YO»… el tiempo se acaba.

—¿El sentido de la vida?

—Muy filosófico y etéreo pero no tiene nada que ver con tu problema actual.

Comencé a recordar a mis nuevos compañeros y a la misión que se nos había encomendado.

—¡«Zeus»! ¿Quién es «Zeus»?

—Esa pregunta no lleva a ninguna parte.

—¿Por qué?

—Pregunta incompleta.

—¿Cuál es el propósito de «Zeus»?

De repente, en la esquina de una casa apareció una sombra que se parecía mucho a la figura débil y escuálida de Daniel. Tenía 11 años cuando le perdimos y daba la impresión de que nada de lo sucedido le hubiera afectado. Su pelo rubio, brillaba en el entorno gris que me rodeaba y su rostro carecía de cualquier expresión. Sus pequeños brazos no se despegaban de sus costillas, la ropa que vestía era inapreciable y de vez en cuando su cabellera se removía por una disimulada brisa que yo era incapaz de sentir. Mis piernas se soltaron de sus ataduras pero aún y así una extraña fuerza me impedía acercarme a él. Sólo conseguía aliviar el hormigueo de mi cintura con movimientos leves y desagradables. Veía como su mirada se dirigía hacia mí pero no lograba identificarla. Levantó la mano señalándome y me contestó.

—Los antiguos siempre decían que el tiempo todo lo cura. Tiempo al tiempo y la solución surgirá, pero también surge la discordia y el odio y cuando más tiempo pasa más podrido está el cesto de las manzanas. Con paciencia y disimulo, pasan desapercibidas descansando en el portal de nuestra casa hasta que finalmente alcanzan su objetivo. Los errores olvidados del pasado que con sangre se crearon sólo con sangre se limpiarán y los hijos de los hijos de aquéllos que tanto daño causaron, perecerán en la podredumbre de su legado. Mira en los ojos de tus hijos y veras que sólo si te sacrificas podrás dar vida a los que tanto la han despreciado. O A «λέξανδρος χρυσάφη έφερε και η Ρώμη τους το πήρε».

Su cabello brillaba cada vez más y su rostro desapareció repentinamente tras un destello que empezaba a iluminar el gris que me rodeaba. Ya no estaba de pie sino tumbado en el suelo y el helor que mis huesos sentían se convertía en un calor insoportable. Lo único que me separaba de la locura eran las palabras de Daniel que retumbaban en mi cabeza pero sin el desagradable eco.

*

—¡Vicente!

Mi cuerpo sudado, mi boca llena de tierra y un poco de sangre de un arañazo que me hice en la mano al caer, sirvieron para devolverme a la realidad.

—¡Vicente! ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras bien?

—¡Con cuidado Emma, déjale respirar! Tranquilo compañero ya te cojo.

—¿Qué le ocurre? ¿Notas que reaccione?

—No sé qué decir…

Las voces que sonaban a mí alrededor me resultaban agradables, familiares, apacibles. La confusión producida por mi anterior estado, aún no se había disipado y no estaba seguro de poder distinguir entre fantasía y realidad.

—No parece tener ninguna lesión.

—¿Estás segura?

—¡Pues claro que no!

—Llamaré a una ambulancia.

El amargo sabor de la tierra y el entremezclado tacto del suelo entre frío y caliente me permitieron darme cuenta de mi situación y logré pronunciar dos palabras.

—¡No!… Esperad…

—Espera Eduardo, no llames a nadie…

—Ayúdame a levantarle.

—Alejandro trajo oro y Roma se los quitó.

—¿De qué estás hablando?

—Daniel me visitó.

—¡Vicente!

—…

—¡Vicente! ¿Quién es Daniel?

Mi cuerpo lentamente se elevaba del suelo y aunque sentía gran debilidad, empecé a ser más consciente de lo que me había sucedido. El tacto de la piedra se separaba de mis condolidos huesos, una brisa que recorría los estrechos callejones colina abajo acarició mi rostro y los firmes brazos de Eduardo y Emma me habían rodeado por la cintura separándome con sumo cuidado de la inerte superficie.

—Ayúdame a llevarle al restaurante donde se encuentra tu tío.

—De acuerdo… si no recuerdo mal no estaba muy lejos de aquí…

—No importa; lo que haga falta.

—Menos mal que no es nada serio.

Me llevaron al restaurante y me sentaron en una silla situada al lado de la entrada. Parecía un sitio tranquilo donde normalmente se reunían los amigos para comentar un partido de fútbol mientras disfrutan de un tentempié y una copa. Al entrar, rápidamente se percataron de la situación y uno de los camareros se acerco con un vaso de agua que bebí con bastante ansiedad. Emma agradeció el gesto al joven y me recliné sobre el respaldo para acomodarme mejor. Eduardo, sintiéndose más relajado tras el susto, se colocó a mi lado y me cogió del hombro.

—No te preocupes; ya me encuentro mejor.

—¿Pero qué te ha pasado?

—¡Nada! Sólo un mareo.

—Pues parecía algo más serio.

—Sólo era un mareo por mi falta de hacer ejercicio; nada más.

No parecía muy convencido pero tampoco quería contarle lo que había ocurrido sin que yo tuviera las ideas más claras. Desde luego que me mareé aunque seguramente no se trataba sólo de una simple fatiga.

—¿A qué te referías antes con lo de Alejandro y el oro?

—No estoy muy seguro Eduardo pero cuando lo averigüe te lo contaré.

—…

—¿Qué hacemos aquí?

—Te hemos traído al restaurante donde se encuentra el tío de Emma.

—¿Y quién es?

—Es el hombre sentado junto a ella en la barra tomándose un café.

—¿El de la camisa verde?

—No hombre, el del polo gris. ¿No te das cuenta?

—No parece tener mejor aspecto que yo…

—Eso sí que es cierto; probablemente lleva borracho desde que se enteró del asesinato de su hermano.

—Lo lamento mucho. Espero que lo supere pronto.

—¡No te imaginaba tan frío!

—No me hagas mucho caso, todavía no me encuentro muy bien.

Emma intentaba consolar a su tío abrazándole desde atrás y acariciándole a ratos la cabeza. Se notaba que intentaba mantener la compostura aunque se esforzaba en vano. No dejaba de restregarse los ojos y de apretar los puños contra sus rodillas mientras su viejo tío lloraba desconsolado. Los dos apenados tomaban sorbos de sus cafés al mismo tiempo que resoplaban y se acariciaban el hombro. Pasados unos minutos, el hombre se tranquilizo y abrazó con fuerza a su sobrina. Era un momento muy emotivo pero mis pensamientos no me dejaban sentir la profundidad de sus emociones.

Poco a poco se sentaron en otra mesa más apartada de la nuestra y cogiéndose de las manos empezaron a hablar. El joven y atento camarero, se nos acercó una vez más con una jarra de agua fría en sus manos y la dejó sobre la mesa. Mi mirada, perdida entre las líneas blancas del mantel rojo, me mantuvo distante y grosero hasta que Eduardo me llamó la atención.

—¡No pongas esa cara!

—Estamos desperdiciando un tiempo muy valioso.

—¡Cálmate Vicente!

—No puedo evitarlo; cada minuto que pasa sin llegar a nuestro destino es un minuto menos del que disponemos para salvar a la próxima víctima.

—Tienes que entenderlo. No es fácil para ellos.

—Lo sé, pero eso no significa que no tengo razón.

Eduardo se quedó mirándome asombrado y no dejaba de frotar su mano en su barbilla y mejillas de forma nerviosa. Seguro que la insensibilidad y crudeza que estaba mostrando le resultaba repulsiva y desconcertante. Era de esperar, yo mismo no me reconocía pero si la aparición que había tenido se trataba de una especie de milagro, sería un grave pecado no aprovecharla, especialmente cuando debíamos salvar una vida. Con un gesto suave, Eduardo agachó la cabeza y me dio una palmada en la espalda, se levantó lentamente y con mucha reticencia se acerco a Emma y empezó a susurrarle al oído lo que supongo era mi cruel aunque cierto comentario sobre la situación. De inmediato Emma se mostró disgustada y Eduardo se alejó lentamente de ella para volver a sentarse conmigo.

—No te preocupes Eduardo, pronto se dará cuenta de que debemos darnos prisa. Puede que la idea de salvar a otra persona no la motive tanto como la venganza, pero pronto sopesará la situación y por un motivo u otro se sobrepondrá y la aceptará.

*

El tiempo transcurría lentamente y yo aprovechaba cada segundo para recuperarme mientras la impaciencia turbaba la serenidad de Eduardo. Ninguno de nosotros podía negar la ambigüedad de la situación. Por un lado, se veía a la gente del pueblo que conocía a Emma y a su tío desde hace tiempo y compartían su dolor mientras por el otro, los turistas entraban en el local pidiendo bebida y comida mostrándose indiferentes y despreocupados. Tantos años de evolución para culminar con nuevos rasgos característicos propios del siglo veintiuno. Nos habíamos convertido en seres pasivos e ignorantes, sin mencionar el sentimiento de egoísmo que nuestra alma desprendía. Las paredes de piedra y los techos de madera absorbían ese sentimiento impersonal que se respiraba en el ambiente pero aún así, no se distinguían signos de compasión en demasiadas caras.

En su momento, Emma se puso de pie y ayudó a su tío a levantarse. Eduardo y yo, que estábamos pendientes de cada movimiento suyo, nos levantamos enseguida. Cogimos al tío de Emma y lo apoyamos en nuestros hombros mientras ella, se agarraba a mi brazo. Me resultó muy extraño pero ya casi estaba recuperado del todo y cuando nuestra compañera me cogió de esa manera, tuve una sensación que no había sentido desde hacía ya muchos años.

—Vamos a casa de mi tío.

—¿Te encuentras bien?

—…

—No pretendo agobiarte pero…

—Lo entiendo Vicente, tú sólo…

—¿Yo sólo qué?

—Nada… ya se me pasará.

Salimos del restaurante y el sofocante calor nos golpeó de nuevo. Emma no me soltaba mientras Eduardo y yo, con su tío entre nuestros hombros, caminamos hacia su casa con gran dificultad. Menos mal que sólo debíamos seguir cuesta abajo y que habíamos aparcado el coche muy cerca de su casa. Las calles de piedra que antes me parecían tan hermosas ahora sólo convertían nuestro descenso más complicado e inseguro ya que por desgracia, el tío de Emma no dejaba de tropezar con cualquier irregularidad con la que se topaba. Las pintorescas casas que antes deleitaban mi vista, ahora se convertían en innumerables obstáculos, como molinos de viento con los que había que luchar en una desesperada batalla que nunca ganaríamos. Mientras tanto, a pesar de mi descuidada forma física y mi evidente cansancio, sacaba fuerzas de la encantadora Emma que tanto contaba conmigo en ese momento tan difícil.

Tras una pequeña caída y unos pocos golpes en las costillas, llegamos a nuestro destino. Emma rebuscó las llaves en los bolsillos de su tío borracho con gran impaciencia y desesperación. Su rostro, rojo y lleno de lágrimas, carecía de una mirada compasiva. Sus manos, que aún temblaban del enfado y la emoción, convertían el simple hecho de girar una llave para abrir la puerta de la casa en una complicadísima tarea. El metal arañaba la superficie de la cerradura y parte de la puerta de pino. Tuve que cogerle las llaves de la mano para conseguir entrar.

—Déjame a mí.

—Como quieras.

Las persianas estaban cerradas y apenas conseguí encontrar el interruptor de la luz. Una vieja lámpara iluminó el oscuro salón y enseguida me di cuenta de varios signos de dejadez. Platos sucios en la mesita central, ceniceros llenos de colillas, unas viejas botas llenas de barro junto a la entrada, la alfombra llena de pisotones y tras todo ese desorden, un cuadro colgaba en la pared por encima de una chimenea tapiada. En él se retrataba a una joven pareja, posando felizmente de manera señorial. Enseguida me percaté de la situación y entendí que no sólo había perdido a su hermano recientemente.

—Justo ahí está el dormitorio.

Nos dirigimos hacia el lugar que nos había indicado y sentamos al hombre en su cama; le quitamos los zapatos y lo acostamos. Cerramos la puerta y regresamos al recibidor donde Emma se secaba sus últimas lágrimas. Erguida y más despejada, borró las marcas de tristeza de su rostro y se mostró más determinada que nunca.

—Esperad aquí un minuto; cojo un par de cosas y nos vamos.

Eduardo levantó la mano como si quisiera hacer una pregunta pero ambos sabíamos que lo mejor que se podía hacer en ese momento era permanecer en silencio. Teníamos claro el propósito de nuestra visita así que debíamos confiar en nuestra compañera y tener paciencia.

Mientras esperábamos, nos dedicamos a curiosear entre los recuerdos repartidos a nuestro alrededor. Un sombrero de paja colgaba del perchero, un jarrón de porcelana sin flores pero lleno de agua vieja, una encimera repleta de payasos y ositos de cristal, faltos de orden y limpieza.

—¿Por qué han de ocurrir estas cosas?

—No me lo preguntes Vicente. Cuando tienes una profesión como la mía ves muchas cosas que nunca deberían haber pasado y al final dejas de preguntarte el porqué de las cosas; sólo te centras e intentas hacer tu trabajo lo mejor posible.

Dejamos de curiosear y nos sentamos en el sofá. Pasaron unos minutos y apareció Emma con una caja de puros en las manos.

—Ya podemos irnos.

—Nosotros…

—No hace falta que digas nada Eduardo; debemos llegar a Ginebra lo antes posible. Un asesino anda suelto y le vamos a dar caza.