En la salida de la zona de recogida de equipaje del aeropuerto, un policía Francés nos esperaba con un pequeño cartel de color crema que tenía escrito el nombre del inspector Alcaráz. Nos acercamos apresuradamente y una vez estuvimos a su lado, nos indico con la mano que le siguiéramos.
—Hola agente; ¿a dónde vamos?
El policía Francés encogió los hombros como si no entendiera ni una de las palabras que salían de nuestras bocas y repitió el mismo gesto de antes.
—¡Bueno! Me imagino que nos llevará a la comisaría.
—Me resulta extraño que nos enviaran a alguien que no entiende nuestro idioma, aunque por otro lado nuestra llegada debió de ser tanto inesperada como indeseable para ellos; ¿no te parece?
—Vicente, no olvides que somos portadores de malas noticias. Si alguien viniera a mi ciudad y me dijera que se va a cometer un espantoso crimen, yo tampoco estaría muy alegre.
—¡Puede ser! Tengamos paciencia e intentemos averiguar todo lo que podamos sin llamar mucho la atención y sin estorbar a nuestros anfitriones.
—¡Un policía español y un cura! Creo que será imposible pasar desapercibidos.
El agente nos llevó al centro de la ciudad donde aparcó frente a un edificio que en un principio, parecía ser el cuartel de policía. Se bajó y nos invitó a que pasásemos sin pronunciar ni una palabra, igual que en el aeropuerto. Tras sortear unos pocos escritorios esparcidos tras un mostrador de madera, nos llevó a un despacho que en la puerta ponía «Capitaine». No era muy dado al francés pero resultaba evidente que significaba capitán en nuestro idioma. Dos grandes ventanas con sus persianas de rejilla abiertas, tras un hombre de unos sesenta años, permitían a la luz del día cumplir con su propósito. Regordete y con la cabeza rapada para ocultar su avanzada calvicie, ojeaba unos documentos sin ni siquiera mirarnos. Sin duda intentaba aparentar sereno e impasible tras su encorvada pose. Mientras se escudaba tras la indiferencia, nos hizo un gesto para que nos sentáramos, dejó a un lado los papeles que ojeaba y en español pero con un fuerte acento francés se dirigió a nosotros.
—Bienvenidos a Francia. ¿A qué se debe su visita?
Eduardo sin decir nada, abrió su maleta, sacó las dos carpetas del caso que las había juntado con una goma elástica y las dejó delante de él. El capitán le observaba con las cejas arqueadas y la frente fruncida sin siquiera parpadear. Únicamente cambió de expresión tras abrir la primera carpeta.
—Le resumiré el motivo de nuestra visita. Como puede comprobar tenemos a dos víctimas. La primera la hallamos en España, la segunda en Portugal y gracias a una pista que hemos descifrado, creemos que el siguiente asesinato se cometerá en su ciudad.
—Se ne pa posible… ¿Estáis seguros de lo que decís? La oficina de París no mencionó nada sobre la gravedad del asunto.
Eduardo se acercó para mostrarle los detalles que nos condujeron a esa conclusión. Abrió la segunda carpeta, sacó las fotos y se las entregó mientras le enumeraba los hechos. Yo simplemente me recliné hacia atrás, sin dejar de mirar unos dibujos infantiles que había colgados en una pizarra de corcho con unas chinchetas de colores.
—Entendemos que nuestra conclusión pueda parecer precipitada pero…
—¿Precipitada? Usted sólo me habla de conjeturas, Monsieur. No puedo alarmar la ciudad entera por una suposición. Lo que me insinuáis es inadmisible.
—Inadmisible sería que tuviéramos razón y que no hiciéramos nada al respecto.
—¿Y cuando creéis que sucederá?
—Según nuestros cálculos.
Mi compañero se retorció el labio durante unos segundos antes de exclamar.
—¡Esta noche!
—¿En menos de veinticuatro horas? ¿Comprende la gravedad del asunto? Ni siquiera disponemos de tiempo para organizar un despliegue de tal magnitud. Sin mencionar de que no sabemos ni por dónde empezar.
—Por esa misma razón no dudamos ni un segundo en venir aquí.
El capitán se levantó de su mesa con nerviosismo y tras caminar en pequeños círculos mientras se ponía la mano izquierda sobre su cabeza, se dirigió hacia la puerta. Salió del despacho y de manera dudosa, hizo una señal a un hombre que en ese momento, estaba leyendo el periódico sentado en un sofá de cuero. El hombre entró al despacho y el capitán cerró la puerta con llave. Acto seguido bajó las persianas de las cristaleras que daban a la sala donde se encontraba el resto de personal y tomó asiento. El invitado de última hora, con su pelo oscuro que iba a juego con sus ojos profundos y vacíos, aparentaba ser un hombre frío y muy calculador. Ni se presentó, ni parecía tener la más mínima intención de hacerlo. Vestía de traje negro, impoluto y cuidado hasta el más mínimo pliegue, junto con una camisa amarrilla tirando a crema. Su corbata, perfectamente anudada, carecía del alegre gusto de una mujer. Sus zapatos, del mismo color que el traje, estaban más que limpios; brillantes. Sin lugar a dudas no podía tratarse de un agente de policía normal y corriente. Tras coger los expedientes, se mantuvo de pié al lado de la mesa y comenzó a ojear con apatía las fotos y los informes.
—¡Creo que no nos han presentado!
Sin inmutarse, miró de reojo a Eduardo y siguió ojeando las carpetas sin decir nada. Incluso el capitán se sentía tan incomodo que no dejaba de mirar hacia el suelo sin siquiera parpadear. He de admitir que compartía el nerviosismo que Eduardo experimentaba pero una vez más, no cabía lugar para rivalidades.
Entre nosotros, sólo se escuchaba el sonido de las fotos siendo apartadas una tras otra hasta que el teléfono del capitán sonó, interrumpiendo el incomodo silencio.
—Oui Monsieur… oui…
Pasó el auricular al hombre de negro y el sin abrir la boca, gesticulaba levemente como si estuviera recibiendo instrucciones. A los pocos minutos únicamente un escuálido «oui» salió de entre sus labios. Colgó y miró al capitán asintiendo con la cabeza, dejó las carpetas cerradas en su sitio y se sentó en un sillón situado en la esquina de la oficina a nuestra derecha.
Me quedé sorprendido por la manera de comportarse. Seguramente, mi falta de costumbre ante este tipo de situaciones me impedía entender lo que estaba ocurriendo. No estaba seguro, de si éramos nosotros quienes deberíamos formular una pregunta o si ellos nos facilitarían algún tipo de información. Finalmente el capitán Francés se incorporo en su sillón, estiró sus brazos hacia delante y nos miró.
—Hace dos días un barco mercante se averió frente a nuestra costa. Por supuesto el departamento correspondiente y los guardacostas iniciaron una operación de ayuda para que se arreglara dicha avería. Todo indicaba que se trataba de una operación rutinaria.
—¿Qué tipo de avería?
Enseguida me percaté de como mi pregunta importunó al capitán.
—Yo no soy mecánico de barcos Monsieur, no entiendo de este tipo de averías, así que si me deja continuar…
—Disculpe la interrupción.
—Esa misma noche, uno de los marineros del barco se metió en una pelea. No es que hubiera muerto alguien o algo parecido a lo que tenéis en vuestras carpetas, no, pero lo cierto es que causó graves lesiones a otro individuo involucrado en el altercado que finalmente acabo en el hospital. Dicho marinero alegó defensa propia aunque en lo concerniente a este caso la información resulta irrelevante a primera vista.
—¡Estoy de acuerdo! ¿Cuál puede ser la relación?
—Un poco de paciencia Monsieur; el agresor no llegó a presentarse a su puesto en el barco y en este momento, se ha emitido una orden de búsqueda y captura. Al día siguiente, pedimos permiso al capitán para registrar su camarote y como cortesía agradeciendo nuestra ayuda accedió a dárnoslo. Entre sus cosas no había nada fuera de lo común hasta que encontramos esto.
El capitán sacó de su cajón una fotocopia de la carátula de un libro. Se trataba de las once exposiciones sobre los trabajos de Aristóteles, escrito por Santo Tomas de Aquino. Las aparentes marcas de dobladuras indicaban que se le había dado un uso frecuente y por las letras de la portada me di cuenta de que se trataba de una versión griega. Eduardo me miro con serenidad, esperando que le ofreciera una solución instantánea o al menos descubrir un nexo entre los dos casos y mi intención no era defraudarle.
—¿Sólo encontrasteis una fotocopia?
—No padre; encontramos el libro que lo hemos mandado al laboratorio para extraerle huellas y analizarlo.
—¿Es que no conocéis la identidad del atacante?
El hombre de negro se levantó y se volvió a acercar a la mesa.
—¡Ya es suficiente! ¿¡Existe relación entre los dos casos!?
—Es posible que sólo sea una coincidencia. Nosotros buscamos a un asesino y no a un marinero borracho.
—¿Quién dijo que estaba borracho?
—Suponía que…
—No estamos aquí para suponer.
El hombre de negro miró al capitán y salió del despacho. Eduardo se quedó perplejo, con una clara expresión de disgusto entremezclado con ira.
—Este señor no es muy amable que digamos.
—Tiene que entender Monsieur que casos de esta envergadura, no aparecen todos los días.
—Lo que no impide actuar de una manera profesional.
El capitán se mantuvo en silencio y volvió a guardar la fotocopia que nos enseñó. Se levantó de su sillón y se quedó mirando hacia el exterior dándonos la espalda.
—La agente Bardy os acompañara a vuestro hotel y estará a vuestra disposición para lo que necesitéis. Es conocedora de varios idiomas, incluido el vuestro. Lamento no poder serles de más ayuda.
—De todas formas se lo agradecemos.
Salimos del despacho de vuelta al mostrador de madera, donde la agente ya nos estaba esperando. Llevaba puesto un pantalón largo y blanco, que casi ocultaba sus zapatos negros y una blusa roja. Su pelo, rizado y de color castaño, le llegaba hasta los hombros. Conforme nos acercábamos, me daba cuenta de que se trataba de una mujer muy atractiva. Debía de tener entre treinta y cinco y cuarenta años aunque debido a su consoladora mirada quizás me estuviera equivocando.
—Señores; les hemos reservado dos habitaciones en un hotel no muy lejos de aquí, cerca del río. Acompáñenme por favor.
—Yo soy el inspector Alcaráz y él es el padre Gómez.
—Encantada aunque… ya he sido informada.
Salimos de la comisaría y nos subimos con la agente a un patrullero. Tras conducir hasta el final de la calle, una avenida relativamente pequeña y dos callejuelas más, ya habíamos llegado al susodicho hotel. La distancia recorrida era tan corta, que a pie hubiéramos tardado tan sólo diez minutos. Sacó nuestro equipaje del maletero y nos acompañó hasta el mostrador donde se puso a hablar con el recepcionista. La alfombra marrón que cubría el suelo y el frío mármol bajo mi antebrazo, me distrajo de la conversación. Un cuadro de la ciudad, ocultado tras un jarrón de flores, llamó mi atención mientras el incesante e indescifrable parloteo de los franceses canturreaba en mis oídos.
—Todo está arreglado. Aquí os dejo mi tarjeta con mi teléfono móvil. Si necesitáis algo, no dudéis en llamarme.
—Gracias.
—¡Ah! Una cosa más. La reserva es sólo para esta noche.
Las últimas palabras de la agente Bardy aún retumbaban en nuestros oídos mientras se alejaba. Eduardo y yo nos quedamos un poco reticentes a aceptar esa realidad. Súbitamente se aclararon sus intenciones; querían deshacerse de nosotros.
—¡Aquí hay gato encerrado!
—Ni que lo digas Eduardo.
—¿Cómo es que desconocían la identidad del agresor, si el capitán del navío al que pertenecía les dio acceso a su camarote? En mi opinión, también podría haberles dado el nombre y apellidos del marinero.
—Si es que era un marinero…
El recepcionista, con su traje gris y su pajarita marrón, nos miraba inmóvil esperando a que le pidiéramos algo pero en realidad, nosotros sólo pensábamos en lo que íbamos a hacer.
—¿Qué te parece si vamos a nuestras habitaciones, nos duchamos y vamos a comer?
—De acuerdo; ya son las tres de la tarde…
—¡No! Son las cuatro; te olvidaste de volver a cambiar la hora Vicente.
—No me había dado cuenta. Ahora mismo ajusto mi reloj.
—¿Nos vemos en media hora aquí?
—De acuerdo.
Subimos a nuestras respectivas habitaciones, no sin algo de recelo por el recibimiento que hace poco nos propinaron. A pesar de todo, no nos dejaron en absoluto comentar las posibilidades que existían de cometerse esta noche un crimen en su ciudad o por lo menos que el cadáver aparecería aquí. En cualquier caso no habíamos avanzado nada.
*
—¿Alguna idea sobre donde comemos?
—No te preocupes Vicente, preguntaré al recepcionista.
—¿Hablas Francés?
—No, pero ya verás.
Eduardo se acerco al recepcionista y con una mano le hacía el gesto de comer y con la otra se frotaba la barriga. ¡Eso lo entendería cualquiera! El recepcionista sonriendo, le dio una tarjeta y le señalaba hacia la dirección que debíamos ir.
—Ya sabemos dónde comer…
El restaurante, situado cerca del río con unos bancos de madera reposando en ambos lados de la entrada, tenía un nombre muy extraño que no era capaz de pronunciar y su especialidad era la comida francesa. No estaría mal comer algo típico francés, al fin y al cabo, esta región es muy famosa gracias a sus excelentes platos que se pueden acompañar con sus excelentes vinos. Entramos haciendo un gesto con la mano indicando «dos personas» y el camarero, asintiendo con amabilidad, nos acompañó hasta nuestra mesa, al lado de un ventanal que ofrecía unas vistas magnificas.
—Pide tú por los dos.
—¿No quieres ver la carta?
—No creo que la entienda.
—Hay que tener un poco de valor e imaginación Eduardo.
—El valor lo pongo dejándote que escojas en mí lugar e imaginación creo que tienes suficiente para los dos, así que adelante.
Pedí varios platos de la carta y para mi sorpresa, no me equivoque mucho.
—La comida está muy buena Vicente, todo lo contrario a la colaboración de la policía francesa. Parece que hemos entrado en un callejón sin salida.
—Desgraciadamente, eso es lo que parece.
—Nosotros venimos aquí para hablarles de un caso y ellos nos responden con evasivas mencionándonos otro caso completamente diferente.
—Diferente para nosotros pero quizás no para ellos.
—Desde luego, el texto encontrado en griego crea un posible vínculo. Si tan sólo supiéramos de donde provenía el barco.
—¡Cierto! Si no fuese griego, sino de otro país, se trataría de una gran coincidencia. Estoy seguro de que hay detalles importantes que no nos han mencionado.
Eduardo tenía razón. Sólo había una explicación para que los franceses nos comentasen otro caso que aparentemente no tenía ninguna relación aparente con el nuestro. Sin duda se comportaron de una manera muy brusca y terca aunque ahora estoy convencido que lo hicieron para ocultarnos algo…
—Me gustaría acercarme a una biblioteca para hacer unas comprobaciones.
—¿Cómo dices?
—¿Te acuerdas de la fotocopia del libro que nos enseño el capitán?
—¡Sí!
—No sé por qué, pero no paro de pensar en ello. Santo Tomas de Aquino no es una lectura muy apropiada para un marinero.
—¿A qué te refieres?
—Las once exposiciones sobre el trabajo de Aristóteles no es una lectura amena. Es probable que descubramos una conexión entre «Zeus» y ese marinero.
—Si sólo era un carguero…
—¡Sí! ¿Pero de qué país? ¿Y si realmente no existió ningún carguero? ¿Y si ese tipo no era marinero? ¿Has pensado en la posibilidad de que hayan atrapado al asesino cometiendo el tercer crimen y que en este preciso instante lo estén interrogando?
—No Vicente; hubieran anunciado su captura. Para ellos sería un triunfo. Yo no perdería la ocasión de levantarme y anunciar «lo hemos capturado». Piénsatelo bien, felicitaciones, medallas, hasta puede que ascensos.
—Claro… ¿y el barco donde encaja?
—Un simple medio de transporte.
—Si supieras de que barco se trataba, podrías averiguar las escalas que realizó y relacionarlo con los lugares de los crímenes. Todos están cerca del mar.
—No es mala idea. Esta tarde nos acercaremos a los muelles e intentaremos averiguar algún otro detalle. Me imagino que el barco no pudo atracar en un puerto tan pequeño así que los repuestos y suministros enviados para su reparación habrán sido transportados por una embarcación menor de algún lugar cerca de aquí.
—Me gustaría también consultar en una biblioteca todo lo concerniente al libro que encontraron.
—¿Hablas francés?
—No…
—Pues de poco te servirá una biblioteca aquí.
—Entonces tendré que pensar en otra solución.
—O simplemente podríamos verlo en Internet.
—Claro, claro, no se me había ocurrido… resulta que no estoy muy acostumbrado a las nuevas tecnologías.
—Ya no son tan nuevas estas tecnologías Vicente. De todas formas yo sí que estoy familiarizado así que encontraremos un cibercafé y echaremos un vistazo por si tu corazonada nos lleva a alguna parte.
Acabamos de comer y nos fuimos al paseo del río por si averiguábamos algo referente al misterioso barco mientras buscábamos un cibercafé. El sol del mediodía de septiembre caldeaba el ambiente de tal manera que a pocas personas les apetecía salir a la calle. Las aguas, únicamente importunadas por el tambaleo de las embarcaciones recreativas, humedecían el ambiente aunque de manera muy poco refrescante. Decidimos acercarnos a unos almacenes de suministros situados dirección norte pero la poca gente que había en ellos, no sabía nada referente a lo que buscábamos. Entre la poca información de la que disponíamos y la dificulta de comunicarnos por culpa del idioma, sólo conseguimos empapar nuestra ropa de sudor.
Llegamos a un punto donde había una enorme plaza con una preciosa fuente y un monumento a lo lejos. En la orilla del río, unos pescadores echaban sus cañas de pescar con la esperanza de atrapar algún que otro incauto pez.
—Me acercare a los pescadores a ver si pican.
—¿Pescas?
—Siempre que mi labor hacia la comunidad me lo permite.
—No creo que ser cura sea una profesión muy dura. Tendrás bastante tiempo libre.
—Aunque no lo creas, resulta más complicado de lo que parece.
—¿Te gusta tu trabajo?
—Antes lo adoraba; ahora…
—¿Ahora lo ves de diferente manera desde el día que oíste la llamada del señor?
—Yo no lo describiría exactamente así pero resulta que en la vida ocurren cosas y…
—¿Sí?
—Si no te importa, prefiero no hablar del tema.
Nos acercamos a los pescadores y nos pusimos detrás de ellos para ver si tenían suerte. Eran tres, dos de ellos eran bastante viejos y el tercero más bien tendría unos veinte o veinticinco años. Me fijé en el cubo de plástico que había a su lado y sólo contenía agua. Aparentemente, no habían pescado mucho.
—¿Tu pescas Eduardo?
Nada más formular la pregunta uno de los viejecitos se dio la vuelta.
—¿Sois españoles?
—¡Sí! De Murcia y por lo visto usted también es español.
—Yo soy de Galicia pero vivo aquí desde mi undécimo cumpleaños. Mis padres inmigraron aquí en tiempos de Franco, como tantos otros. Ahora mi nieto no quiere saber nada sobre sus orígenes. Sabe que provenimos de España pero… ¿hace algún esfuerzo para aprender el idioma? ¡No! ¿A sus padres les importa? ¡No! Y aquí está, pescando a mi lado y mirando como hablamos sin ni siquiera entender su propio idioma. ¡Hay esta juventud!
—Por lo que veo, no estáis teniendo suerte.
—Hoy damos de comer a los peces. Algún día les tiene que tocar a ellos y no siempre a nosotros. Jejeje.
—Por mi experiencia, ellos siempre acaban mejor alimentados.
—No te creas, normalmente aquí se pesca bastante pero mi nieto dice que habrán vertido algo al mar. Desde que ese maldito barco apareció cerca de nuestras aguas, ha espantado a los peces.
Eduardo que más bien se aburría con la conversación salto inmediatamente.
—¿A qué barco se refiere?
—Uno que se averió cerca de la boca del río. Mi nieto estuvo ayer con los guardacostas; se prepara para ser uno de ellos, en realidad su hermano mayor ya es guardacostas y de vez en cuando se va con él para adquirir experiencia. De esta manera para él resultará un poco más fácil; ya me entiende jejeje.
—¿Entonces su nieto se acercó al barco?
—¡A! Sí… sí… Tan cerca que casi lo toca.
—¿Puede preguntarle cual era la bandera y el nombre del barco?
El viejo bajó su caña y se giro hacia su nieto. Empezó a hablar con él mientras el otro viejecito, concentrado en sus quehaceres e ignorándonos por completo, enganchaba un trozo de pan en su anzuelo. Transcurridos dos minutos, el viejo nos miró y empezó a contestar a nuestras preguntas.
—Mi nieto dice que el barco tenía un nombre muy raro como Dimitrof o Dimitresku y que la bandera era de color azul y amarillo; cree que provenía de Ucrania.
—¿Y sabe cuál era la avería?
Una vez más empezó a parlotear con su nieto.
—… Dice que la situación era un poco confusa. Al principio dijeron que una biela se había roto y había que cambiarla. Luego que no era la biela sino un alternador de corriente que se había fundido. Vete tú a saber… A primera vista el barco parecía muy deteriorado.
—¿Cómo?
—Sí, sí… Dice que estaba muy oxidado y que algunos trozos de pintura desconchada caían al mar.
—Que extraño. ¿Es eso normal?
—En el mar… tú ya sabes. Pero eso no es todo.
—¿Hay más?
—Sí, sí… A pesar de todos los problemas, el primer mecánico no estaba a bordo.
—¿El barco averiado y el máximo responsable faltando?
—… Eso sí que es extraño y mi otro nieto se lo comento a su superior pero como también lleva poco tiempo en los guardacostas no le hizo mucho caso. La verdad es que si pensamos en la cantidad de detalles que los cuerpos de seguridad dejan pasar por pereza o porque son incapaces de detectar una mosca en su propia frente, es para asustarse. Yo habría reaccionado y habría mandado hacer una meticulosa investigación del asunto.
—Bueno…
—A propósito, usted a que se dedica, veo que su amigo es cura y hacéis una pareja de viaje muy rara.
Eduardo se quedo parado y antes de que le contestara me puse al lado del viejo y su nieto.
—Somos primos.
—No os parecéis mucho, padre.
—Nos lo dicen a menudo.
Eduardo me miró levantando el entrecejo y siguió con sus preguntas.
—¿Entonces, el barco sólo se quedó un día?
—… Y una noche. Partió esta mañana para Dios sabe dónde.
—Muchas gracias por vuestra ayuda y dígale a su nieto que le deseo suerte con su preparación para los guardacostas.
—Es un placer charlar con unos paisanos de vez en cuando.
Seguimos paseando río arriba con una sonrisa en los labios y un aire de satisfacción. Tan sólo nos habíamos alejado unos cuantos metros cuando de repente uno de los pescadores empezó a reírse y a recoger el sedal con cuidado. Sin duda había atrapado uno.
—Justo ahora que nos vamos, los peces empiezan a picar.
—No te preocupes Vicente, nosotros también hemos «pescado». A propósito, me sorprendió que mintieras.
—¿Sobre qué?
—¿Nuestro parentesco?
—¡A eso!, sólo era una inocente mentirijilla. Aunque si lo piensas mejor, todos somos hermanos.
—Pero tú dijiste primos.
—Hermanos, primos, qué más da. Me percate de su descontento refiriéndose a los cuerpos de seguridad y deduje que no había necesidad de decirle que eres policía.
Eduardo resopló descontento y con cierto desasosiego.
—He de admitir que hasta cierto punto tenías razón.
—Eso no es importante. Al menos ya sabemos que el barco realmente existió.
—¿Qué tiene que ver un carguero Ucraniano en todo esto?
—No lo sé. Dejemos reposar ese pensamiento e intentemos encontrar un cibercafé de esos. No sé por qué, pero mi intuición me dice que en el libro hallaremos una respuesta.
Rodeamos la plaza dejando tras nosotros el rio y nos dirigimos por las calles de Burdeos hacia el sur. Nos alejábamos de la verde arbolada y seguimos paseando sobre antiguos adoquines de piedra entremezclados con modernas carreteras de asfalto. El olor del centro histórico aparecía por doquier y las notas de un acordeón se escapaban por las puertas de un pequeño bistró. De vez en cuando aparecía el tranvía que mientras recorría la ciudad, nos hacía pensar si la siguiente víctima viajaría en él. Tras caminar un buen rato, llegamos a la catedral de esta hermosa ciudad y mi pasión por lo antiguo volvió a despertar. Lo cierto es que hubiéramos entrado si no fuese porque Eduardo había localizado justo en frente de la calle una cristalera que ponía «Café et Internet».
—Me temo que tendremos que aplazar las visitas turísticas para más tarde.
—Es una pena Eduardo, esta catedral es una obra maravillosa.
—Siento mucho que te lo vayas a perder.
—No importa. Quizás en otra ocasión tenga más suerte.
Entramos en el cibercafé y nos sentamos cerca del escaparate donde se veía a la gente de la calle paseando y ojeando los artículos de las tiendas. Las incomodas pero a su vez pintorescas sillas junto a las mesitas redondas de color ocre, complementaban la decoración del local con sus cuadros de la torre Eiffel y del Arco del Triunfo de París. Las pantallas de ordenador, enmarcadas y colgadas en la pared, se convertían en otro elemento decorativo y a su vez quedaba espacio en la mesita para un teclado, un ratón y un par de cafés con chocolate.
Toqueteé el ratón con la punta del dedo y vi como la pantalla cambiaba. Seguí empujando el ratón hasta que me fijé en una flecha que había alcanzado la parte superior manteniéndose inmóvil.
—Es cierto Vicente. ¡No tienes ni idea!
Cogió el ratón con la mano derecha y traqueteó sus dedos sobre el teclado de tal forma que en unos segundos apareció frente a nosotros la palabra «Google».
—Aquí está, Santo Tomas de Aquino. Aquí dice que nació en Nápoles en el año mil doscientos veinticinco y que…
—¿Puedes pasar directamente a su obra?
—Sí, claro.
—Busca las once exposiciones sobre el trabajo de Aristóteles.
—¡A ver! Summas… Exposiciones sobre el trabajo de Proclo… Aquí está.
—De momento, no distingo nada en particular Eduardo. Ya te dije que necesitaba ir a la biblioteca.
—Quizás si indagamos un poco más…
—De momento sigue con sus obras.
—A ver lo que tenemos aquí… A ver… Nada… Eso tampoco…
—¡Para!
De repente nos topamos con un nombre que me resultaba bastante familiar. En mi mente aparecían imágenes extrañas e inconexas. Un descenso tormentoso, una vida perturbada, un referente a la miseria humana. Si el infierno realmente existe como tal, una persona exploró sus inimaginables entrañas y regresó sin perder la razón. ¡Dante Alighieri!
*
Eduardo me miraba con curiosidad. Hacía un par de horas que habíamos salido del cibercafé y aún no había pronunciado ni una palabra. Las respuestas que imaginaba me parecían demasiado complicadas y grotescas. Simplemente caminábamos por las distintas calles de la ciudad. Sin rumbo, sin ningún destino aparente, sólo un hombre con sotana caminando y su amigo siguiéndole. El calor me hacía sudar y mis piernas comenzaron a quejarse por la falta de ejercicio. No podía, no debía existir nexo entre Dante y los dos casos pero…
—¿Me vas a contar lo que te ocurre? Llevamos más de dos horas dando vueltas y ya estoy harto de no saber porqué.
Me quedé mirando a Eduardo y crucé mis manos detrás de la espalda.
—Necesito sentarme.
—¡Ah! ¡Increíble!
—Por favor Eduardo ten paciencia. Estoy intentando aclarar mis ideas.
—De acuerdo. Encontremos un sitio para sentarnos pero después me contaras lo que estas pensando.
—¡Por supuesto!
Seguimos caminando hasta que encontramos un pequeño parque frente a lo que a primera vista parecía un centro comercial. Unos bancos de madera resguardados por unos pocos árboles se encontraban en la orilla. El ruido por el intenso tráfico resultaba molesto, pero yo no quería seguir caminando y Eduardo aguardaba impacientemente por una respuesta, así que decidí que nos sentáramos aquí.
—¡Te escucho!
—Debes recordar que yo no soy policía y la verdad es que la conclusión a la que he llegado no resulta muy agradable pero encaja con todo.
—¿Me puedes explicar de qué me estás hablando?
—Mientras leía sobre Santo Tomas de Aquino, reparé en el nombre de Dante.
—¿De quién?
—Dante Alighieri.
—Creo que ese nombre me suena pero no recuerdo de qué.
—Se trata de un poeta Italiano que vivió en el siglo trece. Aproximadamente un siglo antes a Santo Tomas. ¿Te es familiar «La Divina Comedia»?
—Para serte sincero me resulta bastante familiar aunque no sabría decirte porqué.
—Relata un viaje hacia las entrañas del infierno y luego su ascenso hasta el cielo. Dante era un hombre atormentado y vengativo. Su pasión por la política y las tramas de su época fueron una fuente de inspiración para su obra. Dio forma al alma humana y escenificó sus defectos y virtudes de forma plausible y convincente.
—¿Cómo hizo eso?
—Pecados y virtudes mí querido amigo. Consiguió describir la miseria humana que al final se transforma y culmina en su más elevado estado de magnificencia. En resumen, castigo y redención.
—¿A dónde quieres llegar? ¿De qué pecados hablas?
—La iglesia para dar un sentido más épico a los diez mandamientos entregados a moisés por el mismísimo Dios, creó los siete pecados capitales que conducirían al infierno. Dante los clasificó por su importancia siendo ellos los siete niveles del infierno escenificando un descenso en él.
—¿Cómo? ¿Y qué significa todo esto?
—La verdad Eduardo, no estoy muy seguro, pero piensa. Siete pecados igual a siete crímenes.
—Y existiría una relación aparente con los números de las piedras que encontramos.
—Exacto aunque tengo la esperanza de que algo tan maquiavélico no esté relacionado con los crímenes cometidos.
Eduardo comenzó a compartir mi preocupación. Sacó su bolígrafo y empezó a darle vueltas como de costumbre. Si estaba en lo cierto, resultaría que la complejidad del asunto podría desbordarnos y desgraciadamente no sabíamos por donde seguir.
Nos dirigimos hacia el hotel para preparar nuestras cosas. Al día siguiente teníamos que coger un avión de vuelta a España. En realidad no sabíamos si es que nos habíamos topado con una pared o que realmente nada de esto tenía relación. Hasta ahora, todas las pistas empezaban a encajar a la perfección aunque no disponíamos de información concluyente que nos revelase la verdadera naturaleza del asesino. Nuestras caras reflejaban verdadera decepción e incertidumbre y un sentimiento de impotencia recorrió nuestros cuerpos.
Nada más entrar en el hotel, el recepcionista nos hizo una señal para que nos acercásemos. Se agachó, y dejó encima de la recepción un sobre que ponía nuestros nombres. Eran los billetes de avión. El vuelo salía a las diez de la mañana con lo cual teníamos tiempo de sobra para descansar. Decepcionados por nuestro fracaso, recogimos el sobre y con una triste sonrisa nos despedimos frente a la puerta de nuestras habitaciones.