Completamente desarreglado y sin saber cómo, me encontraba frente a estas jóvenes mentes universitarias pero no conseguía percibir su brillantez. En los rostros de todas las chicas sólo veía a la joven asesinada. El aula estaba repleta de gente, pero de mi boca no salían más que susurros de pensamientos inquietos que me atormentaron durante las últimas horas. En mis manos barajaba las diapositivas de mis viajes como si se tratasen de falsos recuerdos sacados de una revista cualquiera. Las grandes ventanas permitían entrar los rayos del sol, que dibujaban unas líneas amarillas casi imperceptibles y de distintas tonalidades. Sentado en la mesa, no me atrevía a levantar la cabeza de la vergüenza ajena que sentía… mi cansancio y mi malestar era algo que los estudiantes no se merecían.
—¿Se encuentra bien padre?
Las inocentes palabras de esa joven estudiante me hicieron preguntarme el cómo sería la voz de la víctima. ¿Por qué no? También debería estar aquí, entre nosotros, en el mundo de los vivos pero por desgracia… Quería dejar de pensar. ¿Por qué tanto galimatías para un crimen pasional? La frase en griego… Nada de lo ocurrido tenía sentido.
Las diapositivas se me caían de las manos y los estudiantes cada vez parecían más preocupados por mi actitud, pero no era capaz de ocultar mis sentimientos. La pena poco a poco se eclipsaba por el odio y no debería ser así; mi obligación era la de perdonar, pero claro, a quien desea ser perdonado ¿pero eso me otorgaba el derecho a odiar?
—¡Rápido! Que alguien avise a un profesor.
Una estudiante se levantó con rapidez y abrió la puerta del aula en busca de ayuda cuando de repente se topó con el inspector Alcaráz. Tan sorprendida como yo, se apartó de la puerta y se hizo a un lado.
—¡Inspector! ¿Qué hace usted aquí?
—Buenos días padre, hemos encontrado algo más… Necesitamos su ayuda.
—¿Cómo dice?
—Venga conmigo y hablaremos por el camino.
—¿Y los estudiantes?
—Parecen más preocupados por usted que interesados en lo que les está contando y de todas formas ya he hablado con el decano; así que le espero abajo.
—Recojo mis cosas y voy enseguida.
Me agaché a recoger las diapositivas que estaban esparcías por el suelo y las metí apresuradamente en mi maletín. Sin ningún orden, algo bastante extraño en mí ya que siempre me tomaba mi tiempo para hacer las cosas. Con los ánimos reavivados por la curiosidad, me giré hacia los estudiantes y me despedí no sin antes sentir alivio y amargura.
Fuera, frente a la escalera principal del edificio, me esperaba el inspector. Llevaba puesta la misma ropa de anoche. Su arrugado pantalón desvelaba que únicamente se habría tumbado en un sofá seguramente para relajar los músculos mientras su camisa a cuadros disimulaba un poco más el desarreglo. El peinado rápido de su pelo corto daba la impresión de una persona que había estado estrujando su cerebro ininterrumpidamente durante las últimas horas.
Mientras caminábamos por los jardines de la universidad, observaba con disimulo al inspector. Llevaba anillo de casado, pero a mi más bien me parecía un soltero forzado. Caminaba erguido, con la cabeza bien alta; tenía el aspecto de un hombre orgulloso y a la vez distante. Ni me puedo imaginar las cosas que habrá presenciado a lo largo de su vida.
—Tengo el coche aparcado frente al parque. De ahí, nos iremos directamente al depósito de cadáveres donde se encuentra la víctima.
—Dígame inspector ¿Qué es lo que han descubierto?
—Entre en el coche y se lo cuento por el camino.
El coche del inspector era un Opel Corsa. No es que yo tuviera un gusto especial por algún tipo en particular de coche, simplemente me parecía un vehículo poco apropiado para las dimensiones del inspector. Entramos en el coche y sin muchas demoras, nos alejamos del centro de Murcia y nos dirigimos al depósito del hospital «Virgen de la Arrixaca» que se encontraba en las afueras… a unos 10 minutos por la autovía, más o menos.
—Esta mañana, durante la autopsia, se detectó una piedra ovalada del tamaño no más pequeño que el de un dátil, en el estomago de la víctima. Al parecer, el asesino obligó a la víctima a tragársela antes de matarla, debió de ser muy doloroso. Ese detalle nos desconcertó bastante así que empezamos a hacer conjeturas de todo tipo. Por desgracia, no éramos capaces de relacionar los hechos así que pensé en usted. Cuando ya tuvimos la piedra, vimos que era negra y que también en la parte central estaba grabado el número siete.
—¿Ha dicho el número siete?
—En efecto.
Conforme nos acercábamos al hospital, más aumentaba mi curiosidad respecto a la piedra.
—¡Curioso! ¿Cuál puede ser la relación?
—Eso es lo que espero que usted me diga.
Mientras intentaba pensar, incapaz de entender lo ocurrido, un fuerte olor a neumático quemado proveniente del exterior, me hizo reaccionar.
Una alusión a uno de los doce dioses del Olimpo, un crimen que cada vez dudo más que sea una discusión de pareja y ahora la piedra negra con el siete.
—Sabe una cosa inspector; cuando la democracia comenzó a dar sus primeros pasos antes del nacimiento de Cristo, los atenienses sometían a votación todas las cuestiones de su ciudad estado. Para eso, cada ciudadano tenía dos piedras que llamaban «óvolos», una blanca y otra negra. La blanca servía para votar a favor y la negra en contra de la ley o medida que se sometía en ese instante a votación. Por otro lado, en la cultura popular griega, tirar una piedra negra por la espalda sirve para espantar a los malos espíritus y augurar un nuevo comienzo. La segunda hipótesis no la veo vinculante y la primera no tiene ningún sentido para mí. Al menos de momento.
—¿Y el número siete?
—Eso tampoco sé a que hace referencia. Los dioses del Olimpo eran 12 y Zeus era el primero así que… no se…
—Puede que indique un lugar o un objeto.
Durante un instante me quedé pensativo y luego levanté los hombros.
—¿Dónde y para qué?
—¡No lo sé! Pero no debemos descartar nada. Una cosa está clara, si no se trata de una enorme casualidad, no creo que sea algo tan simple como una pelea de pareja.
—En eso estamos de acuerdo.
Ya habíamos llegado al hospital. La gente entraba y salía, por la corredera puerta de cristal, ignorando lo que había sucedido. Como podían sospechar que un crimen de estas características se había cometido en su tranquila región. Ellos también sufrían con sus cotidianos infortunios y simplemente se cruzaban con nosotros sin siquiera percibir que existíamos. Al rato, cuando entramos en el depósito, el aire frío del aire acondicionado caló en mis huesos. Los azulejos blancos que predominaban en las paredes de la habitación reflectaban de manera muy molesta la luz de los fluorescentes; por lo menos al principio. El médico forense, sentado en un escritorio al fondo de la sala orientado hacia la pared, perecía tan absorto en su investigación que no se había percatado de nuestra llegada. Allí manejaba, una gran lupa enganchada a un brazo articulado, con la que examinaba meticulosamente la extraña piedra.
—¿Puedo echar un vistazo?
El médico se giró y se quedó sorprendido al verme.
—No te preocupes Juan, viene conmigo.
—¡Menudo susto me has dado Eduardo! Creía que venían a por mí; Ja ja ja…
—Discúlpele padre, tiene un pésimo sentido del humor.
—No se preocupe inspector; no tiene importancia.
Se levantó de su silla y con un gesto de cortesía me invitó a sentarme.
—Prefiero quedarme de pié.
—¡Insisto! Así podrá ver mejor la piedra.
—En ese caso…
Me senté, me coloqué frente a la lupa y observé… Era una piedra muy corriente, de color negro y con el número siete grabado a mano con un objeto punzante. Era fácil deducir que se había hecho de manera descuidada y apresurada por la imperfección de las líneas.
—¡No lo entiendo!
Los dos hombres se miraron y se metieron las manos en los bolsillos, casi de forma simultánea.
—¡Ni ninguno de nosotros!
—Pero debe de tener algún significado… Sin lugar a dudas no es cosa del azar.
El doctor y yo nos quedamos callados. El inspector parecía bastante alterado ya que ninguna de las pistas aclaraba lo sucedido. No sabíamos quién lo hizo ni el porqué y el resultado era una hermosa joven encima de una mesa fría de metal.
—Si me permite preguntar inspector ¿Qué se sabe de la víctima?
—Claro padre… Doctor; dígaselo por favor.
—En esta mesa yace una joven de veintidós años. Su nombre es Ángeles Sánchez Doca y es de origen Sudamericano aunque de raza caucásica; eso, si el informe policial es correcto. Murió aproximadamente hace cuatro días probablemente ahogada en una piscina. Deduzco eso por la cantidad de cloro que encontramos tras analizar el agua que se encontraba en sus pulmones. Parece ser que se resistió un poco pero no con demasiado ahínco.
—¡Insinúa que no debemos descartar de que ella y nuestro «Zeus» se conocían!
—En efecto padre… También hay signos de penetración forzada, lo que indica una violación. Como información adicional, sabemos que se dedicaba a la limpieza, principalmente de casas de particulares. En el cuerpo no existen ni huellas ni ningún otro elemento con lo que podamos identificar al asesino. El cuerpo fue meticulosamente lavado y después le hicieron el grabado.
—Eso no nos es de gran ayuda. ¿Verdad inspector?
—¡En efecto! El hecho de que la víctima conociera a su agresor quizás nos brinde un punto de partida pero me temo, que la falta de huellas dactilares dificulta mucho nuestra labor policial.
Me quedé observando a la pobre muchacha. Su cuerpo estaba tapado con una sábana blanca, de las que habitualmente se usan en los hospitales. ¡Qué triste acabar así! Sólo se podía ver su cara y sus pequeñas y pálidas manos. Los pelos de los brazos, se me pusieron de punta y mi piel palideció mientras el inspector se encontraba a mi lado sin decir nada. Parecía saber muy bien lo que se siente cuando uno pasa por esto. ¡Claro! Me imagino que algo parecido habrá sentido cuando se enfrentó a semejante visión por primera vez. Colocó su mano en mi hombro, como un gesto de simpatía, y me lo apretó con fuerza.
—No tiene porqué quedarse más padre…
—…
En ese momento sonó su teléfono móvil.
—Estos trastos son muy inoportunos… Discúlpeme…
Se alejo de mí y se dirigió al final de la sala con el fin de buscar un poco de intimidad y atender su llamada. No deseaba mirar más a Ángeles y me dirigí a la mesa del doctor donde seguía observando su extraño hallazgo. Mientras tanto, el inspector colgó el teléfono y se reunió con nosotros a toda prisa.
—Nos vamos padre…
—¿A dónde?
—A la comisaría. No sé por qué, pero creo que debería acompañarme.
—¿Qué ocurre?
—Al parecer existe otro caso semejante a éste.
—Es horrible. ¿Dónde ocurrió?
—No estoy seguro, pero los encargados del caso vienen de Portugal. Debemos ir de inmediato.
Nos despedimos del doctor a toda prisa y nos dirigimos hacia el coche. Me sentía extraño. Yo no era policía, sino cura, aún así mi deber era ayudar pero ¿era ésta la forma de hacerlo? No sé si mi actuación se podía considerar correcta, pero algo dentro de mí me indicaba que debía hacerlo, es más quería hacerlo. Ya no había marcha atrás para mí.