I

Ya no es un secreto que a pesar de nuestra apatía ante los peligros ocultos de la naturaleza, en lo más profundo de nuestra mente, aún nos preguntamos si los misterios de la antigüedad no son sólo imaginaciones del ser humano, sino monstruos reales arraigados en nuestro ser.

*

«Ring, ring… Ring, ring…»

Con las dos manos, palpé la pared tras el cabezal de la cama, buscando el interruptor de la luz.

«Ring, ring… Ring, ring…»

—Sí… ¿Quién es?

—¿El padre Gómez?

—¡Sí! ¿Quién pregunta?

—Soy el agente García del cuartel de la Policía Nacional de Murcia. Perdone que le moleste a las tres de la mañana pero tenemos un asunto importante que requiere su atención.

—¿De qué se trata?

—Mandaremos un coche a recogerle de su hotel dentro de una hora.

—¿Pero de qué se trata hijo mío?

—Cuando le hayan traído a la comisaría, el inspector Alcaráz se lo explicará todo.

—De acuerdo… en una hora… pero…

No entendía nada. Había venido a Murcia Capital para dar una charla en la universidad referente a mi viaje a Grecia y las conclusiones que había sacado sobre su cultura y el estricto vínculo que los griegos mantenían con su historia. No puedo negarlo, me gusta indagar en la historia. Aunque el comienzo del cristianismo se sitúa alrededor del año cero, no significa que no existió nada anterior a esa fecha. Estoy seguro que muchos de mis colegas curas no ven con muy buenos ojos mi interés en esas épocas tan diferentes y lejanas a lo que hoy conocemos, pero confundir mi fascinación e interés por nuestros antepasados como un gesto de rebeldía para desacreditar parte de nuestra tradición eclesiástica, me resultaba una idea incomprensible. ¿Qué puede haber pasado para que tenga que ir al cuartel de la policía a estas horas de la noche?

«Ring, ring…»

Pasaron exactamente cincuenta y tres minutos cuando el teléfono de la habitación volvió a sonar. El recepcionista me avisó de que dos agentes de policía acababan de llegar y me esperaban en la recepción. Apenas me había dado tiempo para prepararme. No estoy acostumbrado a las prisas y a decir verdad, cuando me meto en la ducha pierdo un poco la noción del tiempo así que me apresuré todo lo que pude para no hacer esperar mucho a mis inesperados acompañantes.

Salí de la habitación, cerrando la puerta suavemente para no molestar, y me dirigí hacia el ascensor. Me paré frente a la puerta mecánica y con bastante inquietud, empecé a luchar contra mi claustrofobia. Desde que era pequeño me aterraban los lugares cerrados. A pesar de todo, luché con todas mis fuerzas para superar mi fobia, pero el miedo me venció una vez más así que di media vuelta y me dirigí hacia las escaleras para bajar los tres pisos que me separaban del recibidor. No me importaba bajar los tres pisos, cuesta abajo hasta me parecía agradable, pero subirlos me costaría un poco más. Soy consciente de que uno con cuarenta y un años no es mayor, aunque he de admitir que el ejercicio no me apasiona lo suficiente como para formar parte de mi vida cotidiana.

Me encontraba ya en la primera planta cuando noté una brisa muy fría que me recorrió todo el cuerpo y eso que era septiembre. Miré a mi alrededor por sí me encontraba cerca de algún aparato de aire acondicionado, pero no vi ninguno. Aparte de los apliques de pared, que junto a las luces del techo iluminaban de manera discreta los pasillos, no veía nada fuera de lo normal. ¿Qué extraño? Bueno, qué más da… también me entran calores repentinos e inexplicables de vez en cuando, así que sería mi cuerpo adaptándose al clima de la ciudad.

En Jumilla, que es de donde yo provengo, no hace tanto calor y el aire no es tan denso y pesado. Siempre me he considerado un pobre cura de pueblo y para mí el hecho de venir a la ciudad, se trata de una obligación más que de un placer. Me gusta viajar, eso no lo discuto, pero a mi ritmo, con mis apuntes y mis pensamientos bien organizados. Sé que debería esforzarme más entregándome a la gente que me rodea, pero está claro que no soy capaz de esconder mi verdadera naturaleza.

—Padre, por aquí por favor. El coche os está esperando en la entrada del hotel.

—Claro cómo no.

Los dos agentes de policía me metieron en el coche y nos dirigimos hacia la comisaría. Sólo estaba a quince minutos del hotel pero aún así, al estar sentado en la parte trasera de un patrullero, me sentía como un delincuente, y era obvio que no lo era. Una experiencia que quizás me ayudaría a comprender de qué manera se sienten los jóvenes que buscan desesperadamente llamar la atención de la sociedad con sus actos «poco usuales». La incómoda situación, aparte de servirme para reflexionar, también me ayudaba a no preguntarme sobre el motivo de la invitación del inspector Alcaráz.

—Ya hemos llegado. Por favor padre, bájese del coche y sígame.

—Gracias agente.

—Acompáñeme, el inspector le está esperando.

La comisaría, situada en el centro de la ciudad, tenía un aspecto simple, muy propio de los edificios de la administración pública. Mirándola de frente el río Segura quedaba a su izquierda y la gran catedral unas calles por detrás. Siendo verano, la mayoría de la gente estaba de vacaciones y el tráfico no era excesivo, claro que también el hecho de ser casi las cuatro y media de la madrugada, influía mucho. Nada más entrar me sorprendió la cantidad de gente que parloteaba en el recibidor, pero a pesar de ello, tenía la sensación de encontrarme en una sala vacía. Sólo unos cuantos posters colgados por las paredes, anunciando la interacción del cuerpo policial con la sociedad, rompían la monotonía del lugar. Todos hablaban en voz baja y sin parar de gesticular con las manos, parecía que el miedo había despertado tras un largo letargo para atosigar la tranquilidad de ésta ciudad. Al fondo, cerca de una doble puerta que con toda seguridad conducía a los despachos, una alargada barra de mármol ejercía como mostrador. En la parte exterior, una joven mujer no paraba de resoplar mientras ojeaba uno de los libros que se apilaban a su derecha. Sólo destacaba el color rubio tintado de su pelo, por lo demás, no había nada en ella que me llamara la atención. Eso sí, parecía hallarse aislada, profundamente absorta en sus pensamientos. Uno de los agentes que me acompañaba se acercó a ella y en voz baja le anunció mi llegada. Rápidamente dejó el libro sobre el mostrador y con paso firme se me acercó.

—Gracias por venir, Padre Gómez. Mi nombre es Raquel Alonso, soy la traductora.

—¿La traductora de qué, hija mía?

—De Griego, por supuesto.

—Claro, claro; ¿pero qué tengo que ver yo con todo esto? ¿Qué es lo que necesitan de mí?

—El inspector se lo explicará enseguida. Acompáñeme por favor.

La joven parecía muy distante y en su rostro se discernía cierta incertidumbre entremezclada con decepción. ¿Qué habrá pasado? A mi parecer, no debía tratarse de una situación muy habitual en una ciudad tan tranquila. Cruzamos la puerta al final del mostrador y entramos en una gran sala repleta de mesas de oficina. Al fondo, tras el bullicio de policías y administrativos, había un despacho abarrotado de gente. A los que estaban sentados en las mesas de la sala, se les veía muy recelosos y se comportaban de forma extraña. La preocupación se respiraba en el ambiente.

—¡Pase por favor!

Entré y vi que todos rodeaban el escritorio que aparentemente debía de ser del inspector Alcaráz. Al instante me miró fijamente con una sensación de alivio, aunque en su semblante se reflejaban dudas. El ventilador del techo refrescaba la calurosa habitación, pero no parecía surtir el mismo efecto con los ánimos de los presentes.

—¡Salgan todos!

La voz imperante del hombre sentado tras la mesa amedrentó el desorden que imperaba.

—A la orden inspector. —Dijeron al unísono.

Era un hombre imponente de unos cincuenta y tantos años. Al levantarse superaba notablemente mi metro ochenta de estatura y eso me sorprendió un poco. Su cara, marcada por el paso del tiempo, le otorgaba un aire de indiscutible seriedad autoritaria y las arrugas en su frente desvelaban que había pasado por muchos malos momentos o simplemente, denotaban el hecho de haber vivido con mucha intensidad. Su pelo, más bien blanquecino, completaba la imagen de un hombre curtido por su trabajo y que a su vez imponía respeto.

—Soy el inspector Alcaráz. Perdone por haberle molestado a estas horas Padre, pero según mis informes es usted un conocedor del mundo Griego y de su idioma. Quizás su presencia en nuestra ciudad sea algo más que una simple coincidencia.

Su despeinada cabellera era una pequeña muestra de la gran presión que debía soportar en este instante, de manera que decidí ir directo al grano.

—¿En qué puedo ayudarle inspector? He de reconocer que en este momento, más que intrigado, estoy un poco preocupado. No suelen despertarme en mitad de la noche para tratar este tipo de asuntos.

—No tiene de qué preocuparse padre. Lo único que necesito es que me traduzca una frase escrita en griego.

El chirrido del sillón de cuero, al inclinarse hacia adelante, me desconcertó de la misma manera que su extraña petición.

—Tengo entendido que la señorita Alonso, que está fuera esperando, es traductora de griego. ¿No estoy muy seguro para qué serviría otra traducción?

—Nunca viene mal una segunda opinión. Además, sus referencias son excelentes. Ha publicado ciertos trabajos muy interesantes y hasta ha rechazado un puesto de profesor.

—Veo que está bien informado sobre mí, pero sigo sin entender qué es lo que hace un cura entre policías.

—Tiene usted razón así que le mostraré la razón de porqué le hemos traído. ¿Me puede decir que es lo qué está escrito aquí?

El inspector me mostró un folio que tenía sobre la mesa con la frase «Ο Δίας θα ξαναπάρειτην Ευρώπη» y se recostó hacia atrás. Fijé mi mirada, con curiosidad y sorpresa, en el desgastado papel. Me pareció muy extraño… «Zeus volverá a coger a Europa»… Debía de tratarse de un asunto complejo porque a primera vista no parecía tener ningún sentido para mí. ¿A qué haría referencia ésta alusión mitológica? ¿Cuál sería su trasfondo?

«Ghm, ghm». Carraspeé con sutileza intentando aclarar la voz.

—La traducción literal de la frase es, «Zeus volverá a coger Europa»…

—Sí… Eso es exactamente lo que entendí por la traducción de la señorita Alonso; ¿algo más que añadir?

Volví a examinar la nota y tras unos segundos la dejé en su sitio. No pude evitar fijarme en un marco vacío que estaba sobre la mesa. Era de uno ésos que se solía colocar una foto de familia o generalmente de seres queridos. El inspector se percató de inmediato y con un movimiento rápido, cogió el marco y lo guardó en un cajón.

—¿Y pues?

—¿Qué significa todo esto inspector? No es posible que me trajeran aquí tan tarde y de manera apresurada para que les diga lo que está escrito en un papel. Dime hijo mío ¿qué es lo que realmente necesita de mí?

El inspector bajó la cabeza y se quedo callado durante unos segundos. Sacó una pluma verde oscura de su arrugada chaqueta y empezó a girarla entre sus dedos con bastante habilidad. Su actitud me resultó irritante y no pude evitar levantarme de la silla manifestando mi descontento.

—Inspector… Por favor… Usted es quién quiso que viniera.

—Por favor, siéntese padre… Lo que estoy a punto de revelarle es confidencial y no debe contárselo a nadie. Considérelo como una especie de confesión…

—Así lo haremos pues. Sólo espero poder ayudar.

—Hace unas cuatro horas, aproximadamente, una joven pareja encontró en la orilla del río Segura a una mujer desnuda muerta. Estaba justo debajo del «Puente de los Peligros» a muy poca distancia de aquí. Como ya le mencioné antes, la encontraron sin ropa y al parecer llevaba varios días en el río aunque no sabemos cuántos. En su espalda tenía ésta frase escrita con una cuchilla y justo a su lado había un corazón de algún animal que, por el tamaño deducimos que podría ser de un cerdo o una vaca.

La piel de mi cara palideció y un leve temblor se apoderó del resto de mi cuerpo.

—¡Es horrible! ¿¡Quién podría haber hecho algo así!?

—Eso es lo que nos estamos preguntando y quizás usted nos pueda ayudar.

—¿Pero cómo?

Me entraron náuseas sólo con pensar en esa escena tan desagradable. Una mujer asesinada, con esa inscripción grabada en su cuerpo y a su lado, los restos de un animal muerto. Pobre muchacha ¿qué impulsará a las personas a perder el raciocinio y cometer actos tan atroces? ¿Personas he dicho? Más bien bestias; no cabe perdón en robar la vida de un ser humano. Sé que no debo pensar así pero… que Dios nos perdone a todos.

—Padre… ¿Se encuentra usted bien?

La voz del inspector se había transformado de seria y arisca a comprensiva.

—Sí… Sí… Es que… No se preocupe…

—¡Rodríguez! Trae un vaso de agua para el padre Gómez, o mejor dicho, agua y un café.

—Gracias inspector.

No dejaba de pensar en esa pobre joven. ¿Quién sería? ¿Se lo habrían notificado ya a su familia? ¿Cómo se sentirán al enterarse de lo ocurrido?

—¿Inspector, cuantos años tenía la mujer?

—A primera vista parece que entre veinte y veinticinco años.

—Apenas era una muchacha…

Durante un instante mi mente se centró.

—¿Por casualidad era morena?

—¡Sí! ¿Cómo lo sabía?

—En la mitología Griega, Zeus es el principal Dios entre los doce del monte Olimpo. A todos los dioses griegos se les atribuía tanto virtudes, como defectos humanos que a la larga, ensombrecían su divinidad. Según Herodoto, durante unas de sus visitas terrenales, Zeus se enamoró de una hermosa joven llamada Europa y la raptó. El mito cuenta que al no poder mostrarse con su verdadera forma, adoptó la de un toro, montó en su espalda a Europa y atravesó el mar alejándola de sus seres queridos con el fin de poseerla. No se sabe si la joven sucumbió a los encantos de Zeus o si finalmente fue sometida a la fuerza. Existe una controversia entre los expertos, acerca de ésta cuestión. Por un lado se piensa que la joven finalmente fue violada mientras por otro, aunque se trató de un rapto en toda regla, el forcejeo inicial se convirtió en cortejo y finalmente se tradujo en amor. Claro está, que sólo se trata de un mito.

El inspector, arqueó sus pobladas cejas.

—¿Ha dicho usted violada?

—Sí, violada. ¿Por qué lo pregunta?

—Es curioso. Resulta que la víctima aparenta indicios de violación aunque aún no podemos afirmarlo con toda seguridad o al menos hasta que dispongamos de los resultados de la autopsia.

—Por desgracia el hombre tiende a malinterpretar los escritos. Incluidas las leyes.

—En su opinión ¿Qué es lo que el asesino pretende, padre?

—¡No estoy seguro! Déjeme ver lo que está escrito otra vez.

El inspector se mantuvo silencioso tras mi petición y parecía reticente en volver a entregarme el folio de papel. Cogió su bolígrafo que había dejado sobre la mesa y comenzó a darle vueltas entre sus dedos una vez más. Se levantó y se dirigió hacia un archivador que había detrás de él. Entonces alcanzó una carpeta que estaba situada en la parte superior, la ojeó y volvió a sentarse. Me miró fijamente y empujó la carpeta hacia mí deslizándola sobre la mesa.

—Aquí tiene las fotos que sacamos en el lugar del crimen. Quiero que se lo piense dos veces antes de mirarlas y como ya le mencione antes, el asunto no puede hacerse público, debe ser manejado de manera estrictamente confidencial.

Mis manos comenzaron a temblar. El tiempo parecía haberse paralizado y a mí alrededor sólo percibía el silencio de mi temor. Puse mi mano sobre la carpeta y la arrastré hacia mí. Cerré los ojos durante unos segundos y pedí a Dios que me confiriera templanza.

—Se que no debe de ser fácil para usted; igual que no lo sería para cualquiera, pero puede que nos sea de gran ayuda. Confío en usted.

Al abrir la carpeta me quedé horrorizado con lo que vi y aparté la mirada con un giro brusco de mí cabeza; Respiré profundamente y volví a mirar. Intente no pensar en el crimen sino en los hechos aunque a primeras, me resultaba imposible. ¡Pobre muchacha! Su cuerpo, blanco como la nieve y manchado de arena, carecía de cualquier signo de vida. Sus enormes labios, acartonados y decolorados, ratificaban la indiferente presencia de la muerte mientras su rostro reflejaba tal serenidad, como si nada de lo ocurrido le hubiera afectado.

—¿Cómo la encontraron? ¿Boca arriba o boca abajo?

—El cuerpo estaba boca arriba con los bracos cruzados y las piernas juntas. Como si estuviera descansando en un ataúd.

—¡Entiendo! ¿Y en qué momento descubristeis el grabado?

—Al examinar el cadáver, vimos manchas resecas de sangre por los costados por lo que deducimos que existía la posibilidad de que existiera una herida en la espalda. Cuando giramos el cuerpo, nos dimos cuenta de que no había tal herida sino lo que se ve en las fotos.

—¿Y la causa de la muerte?

—Fue ahogada.

—¿Ahogada?

—¡Sí! El forense intentará dictaminar si es agua del río o si ha sido ahogada en otro lugar.

El café se me estaba enfriando. No era capaz de tomar ni un sorbo ya que con cada detalle que me rebelaba el inspector mí estomago se me encogía por los nervios. Volví a leer la frase y me di cuenta de una cosa de la que no me había percatado antes.

—Un minuto ¡Aquí podríamos hacer otra interpretación! Fíjese que en vez de utilizar la palabra «raptar» se utiliza la de «coger».

—¿Y qué significado tiene?

—Es posible que esté divagando pero en mi opinión, raptar implica también la posibilidad de devolver; puesto que la víctima está muerta, entendemos que al no poder devolverle la vida, el asesino la cogió.

—Pero si el asesino «Zeus», en vez de raptar a Europa, la mata ¿no perdería la posibilidad de enamorar a la joven?

—El rechazo puede actuar como un poderoso desencadenante, que finalmente, transforma la admiración y el deseo en ira. En algunas de las bodas que he celebrado, el objetivo del enlace no es el amor sino la posesión o la aprobación del entorno familiar. Para mi pesar, en esos casos, no se puede distinguir entre compromiso y propiedad.

—Entonces «Zeus», al no conseguir enamorar a Europa, la mató para que nadie más pudiera tenerla.

—Exacto, aunque esta conclusión, pertenezca más a una realidad humana que a la mitología griega, puesto que el Dios de dioses, siempre conseguía lo que quería.

—Pero en este caso nuestro «Zeus» también consiguió lo que quería.

—¿En qué sentido inspector?

—Si él no puede tenerla, nadie la tendrá y de esta manera sólo será suya.

Mi corazón latió con fuerza al ver lo bien que encajaba toda la historia.

—¡Y el corazón al lado del cuerpo simboliza el desengaño de Zeus!

El asiento de cuero del inspector, chirrió una vez más, cuando con furia contenida se abalanzo sobre la mesa y dio un leve golpe con su puño cerrado.

—Podría haberse quitado el suyo y de esa manera nos cercioraríamos de que no volvería a ocurrir.

—¿A que conduce todo esto inspector?

—No lo sé pero al menos sabemos el móvil. Ha quedado claro de que se trata de un crimen pasional. Al menos es un comienzo.

A pesar de la conclusión, yo no sentía ningún alivio o satisfacción. El cansancio, no me dejaba pensar con claridad y el café ya estaba más que frío. El inspector volvió a dar vueltas a su bolígrafo, con su mirada fija en las fotos. De repente lo soltó sobre la mesa, se levantó y cruzó los brazos detrás de la espalda.

—Padre Gómez, dígame por favor ¿dónde puedo encontrarle durante las próximas 48 horas por si necesito su ayuda otra vez?

Su pregunta me sorprendió pero con bastante aplomo, aparté la carpeta y me levanté.

—A las once debo impartir una pequeña charla en la Universidad de Murcia para los estudiantes de Arte. Luego pensaba comprar un par de cosas para familiares y amigos. Nada importante, ya sabe, lo típico para estas ocasiones. Más tarde mi sobrino vendrá a llevarme otra vez a Jumilla aunque pensándolo mejor creo que me quedare una noche más, siempre y cuando, en el hotel dispongan de habitaciones libres.

—No se preocupe por la habitación. Nos encargaremos nosotros de modificar su reserva y los gastos correrán a cuenta de nuestro departamento.

—No es necesario.

—Insisto padre… ahora le acompañaran de vuelta a su hotel y espero que descanse. Le vuelvo a pedir disculpas por las molestias.

—Gracias y que Dios le acompañe.

El inspector me acompañó, sin decir ni una palabra, hasta los dos agentes con los que estuve esta madrugada. Me estrechó la mano con fuerza y me miró fijamente. Parecía querer decirme algo, pero estaba claro de que no llegaba a aclarar sus pensamientos. Entré en el coche y deje tras de mí la duda de si lo que había dicho podría ayudar o confundir al inspector en la desagradable y macabra situación a la que se enfrentaba. El trayecto hacia el hotel se hizo muy corto y mientras subía hacia mi habitación, los dos agentes fueron a hablar con el recepcionista. Supongo que querrían arreglar el asuntillo de mi reserva. Llegué al tercer piso evitando el ascensor como siempre, pero sin notar ningún cansancio. Sólo sentía un ligero temblor en las piernas aunque no era de fatiga o dolor sino de temor.

Cuando me tumbé sobre la cama, eran ya las seis de la mañana y sabía que no sería capaz de descansar. Seguramente mí visita a la Universidad se convertiría, en vez de un placer, en una pesada obligación. No tenía fuerzas ni para desvestirme la sotana y mientras, me quedé abstraído mirando sin sentido una luz que parpadeaba bajo el televisor, no dejaba de pensar en esa muchacha…