Prologo

Doctor, ¿por qué decidió ir a África?

Porque soy médico…, y sé que África se está muriendo.

Esta sencilla pregunta, que se lee en uno de los pasajes de este relato, y su contundente respuesta, contienen el principio filosófico esencial que inspira la novela «Llévame a Farafangana», magistralmente escrita desde el dolor, la emoción y la experiencia fascinante de un cirujano que, año tras año, deja lo mejor de sí mismo para llevar un hálito de esperanza y un soplo de salud a unos seres olvidados y desheredados de la Fortuna, en el extremo suroriental de la cuarta isla más grande del Planeta: Madagascar, que se aferran por sobrevivir a una vida miserable, exenta de esperanza.

En aquel remoto lugar, la «enfermedad oculta», la temida y terrible fístula, ese maldito agujero que comunica la vejiga y la vagina, producida cuando el que va a nacer se queda atascado en la salida hacia la vida porque las mujeres, casi todas niñas adolescentes, no disponen de asistencia médica durante el parto, conduce sin remedio, a una situación vergonzante, al abandono absoluto, al repudio conyugal, y al rechazo social y familiar que en muchos casos sólo encuentra la solución final con la llegada de una muerte tan injusta como prematura.

Este relato fascinante de José Manuel Devesa es novedoso en su género, profundamente humano en su contenido, cautivador y atractivo en la imparable cadencia de sus escenas, sobrecogedor en sus descripciones médico-quirúrgicas, intrigante y misterioso en su desarrollo, tierno y emotivo en la inocente dulzura de sus personajes, desgarrador y violento en el comportamiento inhumano de una sociedad desvalida que asiste apática, mirando hacia otro lado, el atropello salvaje de unas niñas que, sin solución de continuidad, pasan desde la indolente infancia a lo más duro de una imprevisible edad adulta, que se cuela en sus vidas inocentes como un violento ciclón, que todo lo arrasa.

«Llévame a Farafangana» es, además, en su inesperado final, un sonoro aldabonazo en las mullidas conciencias de nuestro acomodado mundo occidental, que a nadie, por insensible que sea, puede dejar indiferente. Cuando se dobla, definitivamente, la última página del libro, el nudo opresor que ha hecho garra en la garganta del lector, tarda tiempo en resolverse, mientras el pensamiento se revuelve confundido entre el dolor insoportable que se derrama en muchas de sus escenas y la esperanza que se vislumbra en algunas de sus secuencias.

José Manuel Devesa sabe mantener la atención y la expectación del lector desde la primera escena hasta la última, con una tensión «in crescendo» que acaba rompiéndose de forma explosiva en la escena final, dejando la imaginación del lector, como sólo saben hacerlo los grandes novelistas, el incierto futuro de Vohilaba y la angustia agónica de Jaky. El vagabundeo incierto de estos dos adolescentes malgaches, desheredados de la Fortuna y abandonados en los brazos de las peores condiciones imaginables, no puede dejar indiferente a nadie, como tampoco pasa sin dejar una profunda huella la infatigable y abnegada labor de las misiones de la centenaria leprosería, la obsesiva labor de los médicos y enfermeros por resolver problemas vitales, tanto más espinosos cuanto más desconocidos e inciertos, y el trabajo sin tregua de unos cooperantes cuyo único objetivo es darlo todo a cambio de una agradecida sonrisa malgache.

Y todo ello narrado de una manera abrumadoramente magistral, donde la sencillez de la palabra magnifica la grandeza del relato, con la hábil sagacidad literaria de ir concatenando escenas, personajes, desencuentros y reencuentros de un modo tal, que cada uno de los que intervienen en el guión lo hace siempre desde la relevancia, por mucho que su papel pueda parecernos secundario. En la novela no sobra nada ni nadie, como tampoco se echa en falta la concurrencia de ningún otro personaje o escenario. Todo y todos están perfectamente ensamblados dentro una estructura literaria, sabiamente trabada, que da como resultado una novela inolvidable.

Las descripciones que hace el autor de «Llévame a Farafangana» son tan eficaces y realistas, tan auténticas, que el lector puede captar, sin proponérselo, el maravilloso declive de los rojos atardeceres del Índico que se dibujan delicadamente con todos los pinceles del arco iris; las luminosas y deslumbrantes salidas de un tibio sol que, en su apogeo, acaba por incendiarlo todo, la belleza natural de los todavía vírgenes paisajes malgaches, el ambiente primitivo y ruidoso de las estaciones de ferrocarril por las que de vez en cuando transitan exóticos viajeros blancos, el incómodo traqueteo de los vagones de viejos trenes coloniales atiborrados de gentes, donde hombres, mujeres, niños y ganado se hacinan forzosamente en una comunión obligadamente impuesta por la ley de las penurias, la lentitud de los relojes africanos que laten al compás de la resignada paciencia de sus gentes, la humildad de los chozos permeables a todo tipo de inclemencias, el aroma y el sabor de sus guisos, la indolente alegría de los niños de los pequeños poblados ajenos al incierto porvenir que les reserva una vida adulta; dura y cruel. Las inimaginables miserias de sus gentes; su callada resignación frente a los políticos corruptos o la policía avasalladora. La hambruna endogámica. Las enfermedades infecto-contagiosas que, como las fieras salvajes, amenazan continuamente una vida de valor escaso. La higiene y la alegría que se derrama desde esa antigua leprosería reconvertida en un sencillo hospital, donde probablemente no se salven tantas vidas como en nuestras modernas clínicas occidentales, pero donde la recuperación de la salud perdida se vive con una emoción inusitada y se canta en gargantas desbordadas por el entusiasmo y el agradecimiento. Y hasta se percibe, entre las páginas de la novela, el asfixiante olor de los insalubres mercados callejeros y ese otro hedor insoportable que provoca en las niñas madre, como Vohilaba o como Beline, la siniestra enfermedad oculta: la fístula, de la que son inocentes víctimas por la salvaje pobreza de una sociedad tan indiferente como insensible.

Cuando acabé la novela de José Manuel Devesa me pregunté en qué genero literario podría ser encasillada. Y, sin pensarlo demasiado, concluí, que «Llévame a Farafangana» es sencillamente una novela de AMOR. Pero no una novela al estilo del clásico y dulzón amor romántico, o de esos otros amores turbios y apasionados, o de aquellos otros incomprendidos y no correspondidos. No; «Llévame a Farafangana» es un relato de AMOR, forzosamente escrito con mayúsculas. Con las mayúsculas en las que dos jóvenes desafortunados, carentes de lo más elemental, obtienen las fuerzas necesarias para luchar y sobrevivir en un mundo hostil, sin otro apoyo que su amor, su voluntad y su fe. Es un AMOR en estado puro, sin contaminar, franco y generoso, que solo da y nada pide a cambio, fraguado en la pobreza de quienes nada tienen y de los que todo lo poseen gracias a la inmensa generosidad que brota de sus inocentes y negros corazones. Es una novela de AMOR, en la que una doctora procedente del exquisito París, se da, bruscamente, de bruces con el sórdido mundo de la fístula pestilente y a ello entrega lo mejor de sí misma, con la ilusión de solucionarla y con la frustración de no conseguirlo. Es AMOR la renuncia que hace Marie de sí misma, la partera clandestina malgache, que adopta y protege a Vohilaba, como si fuese su propia hija, y sin cuya ayuda hubiese quedado indefectiblemente abocada a una muerte sin remedio. Es un permanente acto de AMOR la devoción de las Hijas de La Caridad por aquellos seres brutalmente desgajados de una sociedad injusta a los que ayudan con los escasos recursos que sólo consiguen gracias a una extraña e incomprensible fe en algo, que para los que somos ajenos a ese mundo de carencias y miserias, se nos hace tan difícil de creer y aceptar. Es AMOR lo que, sin intencionadamente pretenderlo, mueve a unos profesionales sanitarios a arrostrar con generosidad, entusiasmo y valentía, la lucha titánica por solucionar, con una instrumentación insuficiente, un mal que afecta a más de tres millones de mujeres en la siempre desconocida realidad del inmenso Continente Negro.

Conocí al doctor Devesa, hace muchos años. Ambos hemos trabajado durante más de treinta en el hospital universitario Ramón y Cajal de Madrid. Él, como brillante cirujano. Yo, como modesto cardiólogo. Tuvimos durante esa larga etapa, encuentros circunstanciales motivados por el obligado intercambio de criterios a los que la complejidad de diversos casos clínicos hace cruzar unos especialistas con otros. La casualidad quiso que, recientemente, nos reencontráramos en un lugar ajeno al mundo de los quirófanos.

Quedé fascinado y sorprendido desde el primer instante en que supe de su actividad quirúrgica en la centenaria leprosería de Ambatoabo, Farafangana, en la lejana Madagascar. Allí, en un modesto hospital, desarrolla un programa específico para el tratamiento de las tan complicadas fístulas vesico-vaginales en los malheridos vientres de las mujeres malgaches que paren en la soledad de sus humildes e insalubres chozos o al abrigo de la estrellada noche del infinito cielo africano, bajo el que se adormece la gran isla roja.

Cuando además de contarme sus hazañas humanitarias y médico-quirúrgicas en Farafangana me refirió, como de pasada, que había escrito una novela sobre el tema, intuí que se trataría, probablemente, de un tedioso relato profesional en el que se detallarían los procedimientos quirúrgicos sobre el cierre de las fístulas, que sólo interesarían a los médicos, o que tal vez, para adornar un poco el árido contenido, hubiese incluido escenas de sus viajes que hicieran recordar filmes de tanta repercusión emocional como Memorias de África. José Manuel Devesa sabía de mis inquietudes literarias y de mis modestas incursiones en el terreno de la publicación y de la edición digital on line. Le pedí que me enviara el manuscrito para su valoración, más por cortesía que por verdadero interés intelectual o editorial.

Ya he dejado dicho en los párrafos anteriores en qué modo el relato me atrapó desde su primer capítulo, y ya he manifestado, también, mi admiración no sólo por el contenido sino por el modo tan excepcionalmente impecable como está escrito, con una literatura directa, transparente y eficaz, que llega directamente desde la creativa imaginación del escritor al estremecido corazón del lector.

Quizá sea la parte médico-técnica del libro la menos relevante. Hasta en eso, el sagaz autor se ha mostrado especialmente delicado con el lector evitando abrumarlo con escenas quirúrgicas truculentas o con descripciones científicas que podrían hacer tedioso el relato para quienes no están familiarizados con ese complejo mundo de la Medicina y los médicos. El entramado de la novela, según revela el propio autor, es una historia ficcionada, basada en hechos reales, a los que la habilidad literaria de José Manuel Devesa, les confiere vida propia elaborando una trama argumental tan desconcertante como real.

Mi más cordial enhorabuena a José Manuel. Y sin ánimo de invitarle a que abandone la cirugía, en la que es un verdadero mago, sí me permito recomendarle, encarecidamente, que continúe cultivando un género literario en el que, a pesar de ser ésta su ópera prima, se ha revelado como un consumado maestro.

Yo ya sabía que el doctor Devesa es un magnífico cirujano, lo que ignoraba, hasta que he leído entre sorprendido y emocionado, «Llévame a Farafangana», es que además de hacer milagros en los vientres rotos de las niñas malgaches, es un extraordinario narrador de historias que, como testigo excepcional de unas indescriptibles tragedias, consigue conmover, con sus narraciones, las adormecidas conciencias de los que vivimos en estos mundos fáciles, tan ajenos a la miseria que se abate sobre eso que injustamente venimos llamando «El Tercer Mundo».

Enhorabuena y gracias, José Manuel. Tú objetivo está plenamente conseguido.

José Luis Palma

Madrid. Verano de 2013