Capítulo 37

Cuando Jaky supo que Vohilaba estaba viva solo tenía en su cabeza ir a buscarla algún día. Ahora se podía mover, tenía un trabajo que le proporcionaba unos ingresos que bien administrados le iban a permitir construir su propia casa y, tal vez en el futuro, incluso montar su propio negocio. Ya tenía prestigio como carpintero y dominaba la madera a su antojo. Él estaba seguro de que si Vohilaba no se había puesto en contacto con él era por su enfermedad, que la estaba amenazando. Cuando juntara un poco más de dinero iría a verla. A ella seguro que también le encantaría verlo curado y andando así, libre de obstáculos y burlas, y además podría devolverle el amuleto que siempre llevaba colgado en el cuello, para que ahora le tocara disfrutar de la suerte a ella. Por su cabeza pasaba con frecuencia la idea de una vida juntos. A él no le importaría no tener hijos, si ella no podía. En cualquier caso, siempre lo intentarían. Con su trabajo comerían más y mejor, y ella, ya curada, recuperaría esa belleza especial que tenía. A él le gustaba ya desde niña. La recordaba en la aldea siempre alegre y divertida. Al no tener el contrapunto de la riqueza la pobreza no existe. Es lo que hay y nada más. Por eso, en las aldeas que no tienen contacto con la vida que se ve en las ciudades —donde la gente si tiene dinero compra y si no lo tiene lamenta no tenerlo porque se compara con el otro—, los niños viven alegres, ríen, cantan, juegan con un palo o saltan con una liana convertida en cuerda o hacen una bola con hierbas que atan y durante un rato —hasta que se deshace— le dan patadas. Y todos son igual de pobres o igual de ricos y así no conocen la ambición ni la envidia. Cuando se hacen mayores es peor. Los hombres a veces se emborrachan, violan o matan, y las mujeres sufren toda esa violencia, y, si no sirven, el abandono. Vohilaba y él sufrieron todo lo malo de la vida y tal vez por eso se entendieron y algún día podrían desquitarse.

Cuando la monja le dio la noticia, Jaky no lo pensó más ni se lo dijo a nadie. Salió del Centro y buscó el primer autobús o camioneta, o lo que se moviera, para llegar ese mismo día a Manakara, al siguiente coger el tren a Fiana —si tenía la suerte de que coincidiera la fecha— y esa misma noche, como fuera y en lo que fuera, llegar a Tana. En dos días podía hacer el viaje de ida y en otros dos el de vuelta. Así, Vohilaba llegaría a tiempo de ser operada. Si no, esperarían a la siguiente ocasión y, mientras tanto, él acabaría de construir la casa y aprendería a leer para manejarse mejor en su negocio. Seguro que Vohilaba ya sabía. Ahora le tocaba a él ponerse a su altura.

El tren coincidió, y dos días después, en la madrugada, Jaky llegó a Tana sentado en la parte de atrás de una camioneta cargada de bultos, gracias a unos ariarys que le dio al conductor. Se dirigió al convento y esperó fuera a que sonara la campana anunciando laudes.

Cuando se apagaron las voces de la oración llamó a la puerta. El guarda de seguridad que le abrió no estaba dispuesto a dejarlo pasar para molestar a las monjas a una hora tan temprana. Jaky insistió con voz elevada en que era urgente y, al oírlo, una monja se acercó a ver qué pasaba. Jaky le expuso el motivo de la urgencia y la monja se retiró diciéndole que iba a consultar y que esperara un rato.

Al cabo de un tiempo, que se hizo interminable, otra monja se dirigió a él y le dijo que la persona por la que preguntaba creía que seguía ingresada en el hospital de Akamasoa, pero como no estaba segura, tal vez fuera mejor que primero preguntara en la Residencia en la que vivía en lo alto de la colina. Aquél edificio que ves allí —dijo señalando con el dedo.

Jaky dudó unos instantes, pero pensó que para no perder tiempo era mejor ir antes a la Residencia. El sol ya alumbraba y despertaba a la ciudad, pero al fondo se empezaban a asomar unas nubes que amenazaban lluvia. Cuando inició la marcha, ahora cojeando ostensiblemente al querer ir deprisa, un coche que sonaba a chatarra se detuvo a su altura y el conductor, al verlo andar así, le invitó a subir y le preguntó si quería que lo llevase a algún sitio. El coste del servicio sería la voluntad —añadió.

Cuando llegaron a la parte alta de la colina y se detuvo ante la puerta de la Residencia vio a unos niños uniformados que se dirigían corriendo y jugando alegres en su camino a la escuela, con sus pequeñas mochilas cargadas de un futuro mejor. Mientras esperaba a que alguien abriera la puerta tuvo tiempo de echar una ojeada rápida a la vista que se ofrecía de Tana, desde su lugar más alto. El sol tempranero aún difuminaba la pobreza que se vive en todas esas colinas cubiertas de casas salpicadas por algunos edificios como nunca había visto hasta entonces, demostrando con ellos porqué es la capital. La vista era hermosa. Al fondo se adivinaba el lago central rodeado de un pequeño parque, donde están los edificios más modernos, y mirándolo desde arriba, la colina con otros más antiguos y nobles, reliquia de la época colonial. Debajo y a un lado de la Residencia ya estaban hombres, mujeres y niños sustituyendo el murmullo lejano de la ciudad por el del martilleo de las piedras de la cantera que se abría a sus pies.

La puerta se abrió y pudo preguntar. Una mujer en tareas de limpieza fue la encargada de averiguarlo. Le dijo que Vohilaba seguía ingresada.

El taxista estaba esperando por si acaso y, rápido, lo llevó al hospital. Al llegar aún se acumulaban en la entrada los familiares y enfermos que esperaban en un silencio resignado el momento de acceder al interior. Jaky no esperó su turno. Entró de forma decidida ofreciendo unos billetes al guarda, quien al ver su expresión de angustia lo dejó pasar sin aceptarlos.

Cuando entró en la habitación en la que Vohilaba dormía plácidamente, con una respiración rítmica pero irregular, su pie de verdad se tambaleó al verla así. La habitación olía a algo extraño. La bolsa que contenía la orina estaba vacía y ése no era el olor que conocía Jaky. No supo cuanto tiempo pasó hasta que entró una enfermera. Jaky, que ahora le apretaba una mano y con la otra le acariciaba la frente sin dejar de mirarla, le preguntó qué pasaba. Ella reconoció su estado preocupante e incierto. Desde hacía unos días no respondía al tratamiento. Los riñones producían ya poca orina, la fiebre seguía, desde hacía unas horas la tensión bailaba en los límites bajos y el pulso era cada vez más débil. Poco a poco, escalonadamente, su mal la iba venciendo y empujando hacia un sueño que parecía dulce. Ahora, pocas veces abría los ojos. Para combatir la infección estaban esperando a que llegara un nuevo medicamento que allí no tenían. Había sido enviado desde el extranjero por una doctora que la había atendido durante un tiempo en el que llegó a tener una relación muy especial con ella, pero aún estaba retenido en la aduana del aeropuerto por los trámites burocráticos y no se lo habían podido administrar. La enfermera salió de la habitación y le dijo que ahora pasaría su médico y podría explicarle más.

Jaky se inclinó para besar los labios de Vohilaba y ya supo de donde venía ese olor que impregnaba de malos augurios la habitación.

Cuando entró la ginecóloga, le preguntó si él se llamaba Jaky. Respondió afirmativamente con la cabeza sin dejar de mirar a Vohilaba. Entonces se acercó a él y con sus dos manos cogió la suya, apretándola en señal de afecto o pesar. A continuación, le explicó que estaba entrando en coma urémico producido por infecciones repetidas de orina que habían ido destruyendo los riñones. Esperaban un antibiótico mucho más fuerte que los que le habían administrado, pero se estaba deteriorando por momentos y no sabía si llegaría a tiempo de poder tratarla. Jaky ya no prestaba atención, hasta que la doctora añadió:

—Jaky, Vohilaba habló mucho de ti y del plan que teníais los dos de ayudaros el uno al otro para curaros. Se interesaba mucho en saber si podría tener relaciones y qué posibilidades tenía de tener hijos si se cerraba la fístula. Debe de quererte mucho, aunque un día me dijo que nunca te lo había hecho saber. Estaba muy esperanzada en su futuro desde que fue acogida en Akamasoa. Aprendió a leer con facilidad y ya cosía muy bien. Cuando se empezó a encontrar mal me confesó que ella seguía creyendo en su dios negro pero que ahora le rezaba al blanco.

Vohilaba abrió los ojos y vio a Jaky. Enseguida los volvió a cerrar, esbozando una sonrisa de paz en el instante en que la enfermera irrumpió en la habitación y, agitadamente, dijo que se acababa de recibir una llamada de la aduana informando que ya se podía ir a recoger el envío. Nada más colgar, sonó de nuevo el teléfono de forma contumaz: ¡Aló, aló! ¡Bonjour, bonjour! ¡Aló…! No había manera de establecer la comunicación, que se interrumpía una y otra vez. En uno de los intentos se oyó una voz lejana, entrecortada, amarga, y a la enfermera le pareció reconocerla en el instante que se apagaba otra vez.

La doctora salió de la habitación y se dirigió hacia donde estaba el teléfono, por si volvía a sonar. Juliette lo intentaba una y otra vez…

Cuando se quedaron de nuevo solos, Jaky acercó su boca al oído de Vohilaba y le susurró:

—Vohilaba… Vohilaba… Soy Jaky. ¿Te acuerdas? ¿Me escuchas? No hables… Sólo mueve la cabeza. Ya llegó tu medicamento. ¿Me oyes? Te vas a curar. Vine a buscarte y ya nunca te abandonaré. Iremos donde tú quieras.

Al cabo de un momento, Vohilaba movió los labios y, con una voz casi inaudible, dijo:

—Llévame a Farafangana.

En ese momento una lluvia fina caía sobre París. En Tana también amanecía oscuro…