Ya había transcurrido un año desde nuestra anterior visita a la Misión y resultaba emocionante volver.
Cuando salimos del aeropuerto de Tana ya era muy tarde. La monja que nos recibió nos preguntó qué plan de viaje teníamos… Querían saber si al día siguiente podíamos visitar a una joven con una fístula que estaba ingresada en el hospital de Akamasoa, con una infección grave. La ginecóloga que la atendía le había dicho que mientras no se tratara la fístula tendría estos mismos episodios una y otra vez, y en alguno de ellos podría desencadenarse una infección generalizada por el paso de los gérmenes de la orina a la sangre o porque los riñones se convirtieran en unas bolsas de pus, ya sin solución. Así de bien se expresó.
Durante un rato, hablamos entre nosotros sopesando todas las opciones. Mientras, la monja nos miraba ansiosa y nos escuchaba, aunque no entendía nuestras palabras. Finalmente le hicimos saber que si la paciente ya estaba diagnosticada y en el momento actual le estaban tratando la infección nosotros no íbamos a poder hacer otra cosa que operarla, y allí no podría ser. Le sugerimos que cuando se recuperara de la fase aguda actual se trasladara acompañada a la Misión y la operaríamos.
—Eso ahora parece difícil —expresó la monja con pena y resignación—. Ella está sola y no tiene a nadie que pueda acompañarla para hacer el viaje en estos días.
—Bueno… Ya veremos a ver qué podemos hacer… Pero aquí no podemos quedarnos —respondí con preocupación—. Además de tantos otros sufrimientos, hay muchas como ella esperándonos en Farafangana, seguro que en condiciones más precarias —añadí.
Lo comprendió, pero no pudo evitar su preocupación y sensación de desesperanza. Era el tercer ingreso de la joven desde que se había marchado la ginecóloga que le había dado vida a su historia. Todos percibimos su desazón.
En el viaje no dejé de pensar una y otra vez en aquella chica aún sin rostro. Me parecía horroroso tener que vivir orinándose continuamente sin control, siempre mojada, siempre con la piel irritada, siempre sucia y oliendo mal, siempre repudiada, siempre sola y abandonada, nunca más querida, con el recuerdo indeleble de un hijo muerto que pudo haber nacido y aún encima dejó esa huella maldita, viviendo de la limosna, mal nutriéndose de los restos o del pequeño hurto, sin plato, sin un cubierto, sin techo, sin agua, sin luz, sin nada. Esa noche, antes de dormirme, me vino a la cabeza la imagen de la mayor parte de ellas: cara de color marrón o negro, pelo rizado (en algunas de forma ordenada siguiendo el estilo africano con sus calles paralelas y perpendiculares entre sí; en otras anárquico, rebelde, embrollado con toda su espesura), ojos grandes y oscuros, mirada triste o ausente, labios gruesos, cuerpo menudo cubierto o descubierto por una ropa harapienta de colores deslucidos, pelvis estrecha, piernas delgadas, pies agrietados y, entre ellos, un pequeño charco siempre anunciando su presencia.
Hacía varias horas que la noche oscura, tan sola rota por los faros del coche que avanzaba a trompicones por una carretera maltrecha, nos acompañaba cuando, por fin, llegamos a la Misión.
Con los primeros rayos del sol, salí a pasear y aprecié con íntima satisfacción las mejoras que se habían producido desde nuestra última visita. Algo, mucho, estaba cambiando.
A partir del momento que empezamos a operar, sólo dejamos enfriar las luces del quirófano durante un rato en la noche, tiempo que aprovechaban Jean Paul y Gaurin para dejar todo listo para el día siguiente. Yo centré casi todo mi trabajo en las fístulas. Hubo operaciones de gran dificultad. Una paciente resultó especial. Tenía apenas quince años y venía sola. Aportaba un informe breve, pero perfectamente elaborado, con la firma de una ginecóloga del hospital público de Fianarantsoa. Aparte, enviaba una nota en la que manifestaba su deseo de haberla acompañado para presenciar la operación, pero en ese momento era la única ginecóloga en servicio y no podía dejar sus obligaciones por tantos días. Luego, supimos que la niña había sido abandonada y ella le había pagado el viaje. Primero, había intentado cerrar la fístula, pero la operación había fracasado. En esta paciente tardamos más de siete horas en reconstruir todo y repararla. Lo que seguro que no le pudimos reparar fue la herida que la le había dejado en su alma. Ésa es incurable. En otra, cuya familia vendió las cuatro cabras que tenía para pagarse el viaje de tres días desde un sitio no muy lejano, pero casi incomunicado, la fístula también comprometía al recto: ahora salía orina, ahora los excrementos, y, en plena fiesta, las dos cosas juntas. Esta paciente fue enviada desde uno de esas pequeñas Misiones que tiene la Congregación en lugares aislados y remotos: en el tiempo y en la distancia. Todas eran historias llenas de dramatismo de la vida y de la enfermedad que arrastraban sin hacer más ruido que el de las gotas cayendo.
Al tercer día de estar allí, la Superiora me llamó para comentarme que en una visita que acababa de hacer al Centro de Vohipeno, un joven que cojeaba ligeramente por un pie protésico se le acercó cuando ya se subía al coche para regresar y le preguntó cuando venían los cirujanos de las fístulas. Ella le informó, y él, con expresión de sorpresa, alegría y ansiedad, le preguntó: «¿Hasta cuando están?». Nada más decírselo, le dio las gracias varias veces: «Misaotra, misaotra, misaotra», y apuradamente desapareció, corriendo de una forma que parecía como si en las piernas llevara puesto un intermitente.
Una mañana, al finalizar una de las intervenciones, me anunciaron una visita especial. Al salir del quirófano y dirigirme hacia la salita donde teníamos preparado el café vi a Beline. Enseguida la identifiqué. Era una chica alegre y agradecida. Recuerdo vívidamente la emoción que me hizo sentir el día que nos despedimos de todos los pacientes la vez anterior. Al acabar de pasarles la visita del adiós, todo el personal que había trabajado con nosotros —lavadoras, planchadoras, limpiadoras, cocinero, celadores, auxiliares, enfermeras y alguna monja— nos reunieron en la salita que hacía de comedor del mediodía —contigua a las habitaciones donde estaban los pacientes—, corrieron las cortinas para darle cierta intimidad al acto, y Jean Paul, en nombre de todos, del pueblo de Farafangana y de Madagascar, nos dirigió un solemne y emotivo discurso de agradecimiento y despedida. A continuación, nos entregaron un regalo de recuerdo a cada uno, y empezaron a cantar y bailar una canción preciosa que sonaba a nostalgia y alegría, que emocionaba y contagiaba. No recuerdo su nombre pero siempre les pido que la canten cuando llegamos y nos despedimos. Al oírlo, y sin pensarlo más, Beline, que desde poca distancia escuchaba la ceremonia, acomodó la sonda vesical en su cintura bien sujeta con el pareo, descorrió las cortinas y se sumó al canto y baile. Yo, viéndola, no podía hablar. Cuando acabaron la canción se acercó a mí y me abrazó. Mi piel guarda su memoria.
Beline supo que estábamos en la Misión porque la pareja de la policía que ponía el control cerca de su restaurante nos había parado, y, luego, cuando hicieron la visita rutinaria a su local le dijeron que sus médicos estaban otra vez camino de Farafangana. Al verme, sonrió con desparpajo y me dio dos besos tímidos, pero sinceros. Cerca, manteniéndose al margen, había un hombre claramente mayor que ella, con la cabeza adornada con el típico sombrero malgache y luciendo una gabardina —aunque nada hacía presagiar lluvia— que dejaba al descubierto unas piernas delgadas bien sujetas por un calzado singular. Nos observaba con disimulo pero con atención.
Le manifesté a Beline mi alegría por verla así y le pregunté qué era de su vida.
Jean Paul hizo de traductor.
Beline se mostró primero agradecida y luego, con ojos llorosos de alegría, comenzó a contar su breve historia desde el momento en el que se reencontró con su padre en la estación:
—Con la ayuda de mi madre y hermana empezamos el negocio de cocinar cosas sencillas y sabrosas… Mientras, mi padre utilizaba sus exiguos ingresos diarios en comprar y trasladar ladrillos para hacer una casa que él mismo estaba construyendo. La casa estaba concebida para convertirse en mi nueva vivienda, sustituyendo a la cabaña de la abuela, y tendría una cocina con un buen fogón y una pequeña sala al entrar donde, más adelante, pondríamos unas mesas y unas sillas para los que quisieran comer sentados. El negocio empezó a ir cada vez mejor y, poco a poco, fui ensayando las recetas que había aprendido de aquel buen hombre español y su mujer malgache, a los que ahora les hacía la competencia con mi pequeño restaurante. Mi hermana y yo tuvimos que aprender a leer y escribir para saber leer el menú y tomar nota de lo que piden los que vienen a disfrutar de la comida en el comedor, y, luego, poder hacer las cuentas. El señor que está ahí, dijo señalando al hombre de la gabardina, también me ayudó mucho antes de que me operaran. Ya curada, un día vino a buscarme para que juntos montáramos un negocio de fabricar y vender papel y sobres «antaimoro». Yo, con el negocio de las comidas, no tenía tiempo, pero le presenté a mi padre y entre los dos lo hicieron. No lo fabrican. Eso lleva mucho trabajo. Sólo lo venden. Mi padre y él se entendieron muy bien, y ahora llevan entre los dos la tienda que comunica con el restaurante, que construyeron ellos mismos. Mi padre se encarga de sus baratijas de siempre, las que antes trataba de vender a los turistas en su puesto callejero de la estación y que casi ninguno le compraba: los que venían, porque después de tantas horas de viaje en tren estaban deseando llegar a su hotel o ya las habían comprado en las paradas que hacían por el camino; y los que se marchaban, porque a esas horas de la mañana nadie tiene ganas de comprar y lo único que quieren es coger su sitio y acomodar sus bultos cuanto antes. Ahora, los que se paran a comer tienen tiempo para curiosearlas mientras esperan a que se les sirva o se les cobre. Si se quedaron contentos con la comida es frecuente que se gasten la vuelta del dinero en alguna de esas cosas, aunque lo que más se vende es lo del papel con las flores. Desde que hubo esa revuelta, la policía viene al restaurante a echar un trago y comer algo, pero ya no me amenazan. Antes, había dos… que siempre me decían que si no les servía bebida y comida gratis me cerrarían el negocio o una noche le iban a prender fuego.
En ese momento, me avisaron del quirófano que la siguiente paciente ya estaba preparada.
—Ya no le entretengo más, doctor —me dijo tímidamente con su rostro iluminado por una mirada emotiva y una bella sonrisa—. Les traje unos «koba ravina» y «masikita» hechos por mí, a ver si les gustan. Mi marido también quiere darles unos papeles y sobres con las flores.
Le di las gracias al hombre de la gabardina y otros dos besos a ella. Ese día tenía una motivación extra para operar.
Cada día, antes de empezar y al final de nuestras interminables jornadas, pasábamos por las habitaciones y observábamos con impaciencia y temor si la compresa estaba seca o mojada. Cada noche nos acostábamos con la incertidumbre de cómo estarían al día siguiente.
Las pacientes entraban en el quirófano asustadas. Al ponerlas en la posición propia para operarlas, indefectiblemente salía el chorro de orina que mojaba la mesa y el suelo, y ya impregnaba de olor el quirófano. Ese olor se quedaba grabado en el olfato durante unas horas después y volvía a renovarse con la siguiente. Ese olor merece cualquier esfuerzo para ser erradicado.
Cada visita era un estímulo para operar más y más. Las miradas inciertas de las niñas observando nuestra expresión cada vez que levantábamos la ropa, tratando de adivinar si todo iba bien o no, y la sonrisa de alivio, agradecimiento y esperanza con la que correspondían a la nuestra al ver la compresa seca, no se pueden describir ni olvidar.
Aunque la vida de cada paciente era una historia para escribir, compitiendo entre ellas a ver cuál se llevaba el premio a la más penosa, todas las noches pensaba en la niña ingresada en Tana y todas las mañanas preguntaba si había venido alguna fístula más. Cuando ya habíamos pasado el ecuador de nuestra estancia, decidí que si no se presentaba, cuando regresáramos de vuelta a Tana, en las horas de la tarde antes de coger el avión de la noche, tendría tiempo de ir a visitarla y prometerle que volveríamos y la operaría la prime.