Capítulo 35

Poco después de la muerte de su esposa el padre de Alahady decidió que su vida ya no tenía más sentido que el de reunirse con el espíritu de ella. Sus dos hijos más pequeños estaban a salvo en Tangainoni y aprendían a leer.

Alahady trabajaba por ellos en el dispensario y, también, ayudando a las monjas en lo que hiciera falta. Así podía mantenerlos. De tarde en tarde iba a visitar a su padre a la aldea, pero hacerlo no le resultaba fácil por sus obligaciones y porque siempre dependía de que alguien estuviera dispuesto a llevarla y traerla en el día, aprovechando su viaje. El padre envejeció muchos años en poco tiempo: de soledad y tristeza. Ya solo pescaba para alimentarse él; no para vender su mercancía. No tenía ni fuerzas ni ganas para más. Solo quería esperar en la cabaña a que llegara su momento. La última vez que lo visitó su hija, al despedirse le dio un puñado de ariarys. Le dijo que eran unos ahorros que tenía guardados por si acaso, que él no los necesitaba y tampoco estaba seguro de poder defenderlos si a alguien se le ocurría buscarlos.

Alahady lo creyó y los aceptó. No sabía que su padre acababa de vender su canoa y sus aperos que tantas ollas y fuegos habían alimentado, porque había decidido que el día que Alahady lo visitara de nuevo sería la última vez. Cuando la vio desembarcar al otro lado de la orilla, de regreso a Tangainoni, se estaba poniendo el sol. Esperó a que desapareciera de su vista ya borrosa, se dirigió a su cabaña y sacó de debajo de unas tablas la botella en la que aún guardaba una cantidad de betsa-betsa —el jugo extraído de la caña fermentada con el que trataba de aliviar con pequeños tragos los momentos más duros de la enfermedad de su mujer, buscando enfrentar el calor de la fiebre al del alcohol, para que ahogara y quemara a aquellos seres invisibles que desde dentro la estaban consumiendo—. Cuando el sol se acostó, él también lo hizo tras vaciar la botella de una vez. La ocultó donde la guardaba y al poco empezó a sentir como el calor de su cuerpo adormecía sus pensamientos hasta que llegó a hacerlos desaparecer. Cuando salió de nuevo el sol él ya estaba frío.

Alahady se enteró cuando a Tangainoni llegó la noticia de que en la aldea del otro lado del río habían encontrado muerto a un buen hombre y gran pescador.

Poco después, a las monjas de la Misión les comunicaron desde Tana la fecha de ordenación de Siramamy. Una de ellas tenía que asistir, pues allí había sentido la llamada de Dios y allí se había forjado su vocación. Alahady pidió acompañarla. Ella también había tenido mucho que ver en toda esa transformación y deseaba estar a su lado en ese momento tan emocionante. No sabía nada de Vohilaba.

Al fin llegó el día señalado.

La casa madre de la Congregación se había vestido con sus mejores galas. Los acontecimientos políticos por los que estaba atravesando el país desaconsejaron celebrar la ceremonia en otro lugar. Dos grandes jarrones llenos de flores de todos los matices y rosas que no conocían espinas adornaban el altar a cada lado. Flores especialmente seleccionadas por el significado de su color que la espléndida naturaleza de Madagascar prodiga por alcores, cerros, valles y llanuras: buganvillas, hibiscos, poinsettias y jazmines competían entre sí, disputándose los tonos más puros, pero, elevándose de forma majestuosa por encima del resto, sobresalían las más hermosas de las orquídeas. Las cuatro postulantes parecían intencionadamente figuradas en otros tantos jarrones más pequeños, rebosantes de ylang-ylang —la flor del perfume de pétalos amarillos y forma de estrella— traídas expresamente para la ceremonia desde la isla de Nosy-Be. Todo el conjunto floral completaba una decoración de flores abiertas, sonrientes, en la que los olores más excelsos y los colores que expresan los sentimientos más bellos estaban representados: el blanco, como símbolo de pureza, sinceridad, inocencia, y pudor; el amarillo, de gloria; el rosa, de juventud y de un amor apenas nacido; el naranja, de alegría y de un amor ya consolidado y pleno; el rojo, de un amor apasionado, con sus tonos oscuros simbolizando la constancia, la continuidad y la inmortalidad; el lila, de un amor sincero y desinteresado; el verde, de esperanza y optimismo; el azul, de gratificación, fidelidad y amor; y el violeta, de modestia, generosidad y humildad. Las flores inundaban la capilla de un perfume que a lo largo de la ceremonia iría compitiendo con el del arder de la cera de los cientos de velas y el del incienso. El órgano estaba dispuesto a la derecha del altar, para dar entrada y acompañar a las voces de la fe.

Dentro ya no cabía nadie más cuando las campanas clamaron con alegría el inicio del culto.

Las cuatro novicias vestidas de blanco se situaron delante del altar. Las monjas de la comunidad de Antananarivo y las venidas de otras diócesis llenaban las primeras filas de bancos. Detrás las seguían los hermanos religiosos misioneros de San Vicente de Paul y misioneros y misioneras de otras congregaciones que habían sido especialmente invitados. El resto de los bancos y pasillos laterales estaban abarrotados de hombres, mujeres y niños con sus mejores sombreros y sus más elegantes y vistosos vestidos, todos calzados. Entre tanta gente, y sin esperar encontrarse la una a la otra, Vohilaba y Alahady no se vieron.

Con la aparición del obispo de Antanarivo seguido de los demás oficiantes sonaron los primeros acordes del órgano, armoniosamente acompañados por las voces que entonaban el saludo inicial, preludio del Acto Penitencial de perdón, y el Gloria. Todas las voces sonaban al unísono perfectamente acopladas.

Los fieles se levantaban, se sentaban, o se arrodillaban —según el momento de la misa—, alternando sus cánticos con los diferentes rezos y plegarias.

En la liturgia de la palabra el obispo explicó la palabra de Dios. En Su Nombre hizo la más enérgica y encendida condena contra la esclavitud… La esclavitud que supone la enfermedad que provoca el rechazo en vez de la ayuda; la esclavitud de la ignorancia y de la pobreza, que hace a los que las sufren esclavos y objetos de los que no; la esclavitud de la mujer respecto al hombre, que la explota y la rechaza cuando no la puede utilizar para sus fines; y la esclavitud que provocan los bienes materiales, que nos hace tan ruines al sustituir los sentimientos por las posesiones. La lucha contra todas esas esclavitudes es la que desempeñan nuestras misioneras y misioneros a todo lo largo y ancho del mundo. Por eso, subrayó con énfasis en el momento previo a la ordenación, hoy, la humanidad ha ganado una pequeña batalla al incorporar entre sus soldados contra la esclavitud a cuatro nuevas misioneras.

En el momento solemne de la liturgia de la Eucaristía, todas las almas se silenciaron y el cielo se encapotó sobre la capilla, como proyectando la sombra del Señor que, en el instante de la transformación del pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesús, concentró toda Su Luz en las llamas de los cirios y candelas del interior. A continuación, las voces sonaron de nuevo sublimes y alegres en los ritos de despedida. Los timbres agudos y los más graves explotaron, a la vez, en una sinfonía de cantos de gran ritmo y belleza que los cuerpos acompañaron con movimientos de inocente sensualidad. Afuera ya volvía a lucir el sol.

Cuando acabó el acto, Alahady reconoció a Vohilaba reverenciando a Siramamy. La emoción con la que había vivido la ceremonia ya estaba siendo superada por la que ahora sentía.

Un impulso incontenible la llevó corriendo hacia ella y, sin mediar palabra, la abrazó fuertemente. Los cuerpos de las dos temblaron sincronizados mientras permanecieron fundidos en el abrazo. Cuando por fin se separaron para secarse las dos caras empapadas, Vohilaba le enseñó a Alahady a leer en las hojas de su piel el libro que habían escrito todos los caminos que había recorrido, huyendo y escondiéndose de la vida.

Al día siguiente, Alahady emprendió el regreso a Tangainoni. Ella, algún día, acabaría los estudios de enfermera, pero de momento tenía que cuidar de sus hermanos hasta que se valieran por sí mismos. Mientras, no los abandonaría.

Siramamy tenía que permanecer un tiempo más en Antananarivo, hasta que completase un ciclo de formación en la enseñanza y en los cuidados sanitarios más necesarios. Luego iba a ser destinada a una Misión que estaba en un lugar muy remoto del sur, para atender, con otra monja, un pequeño dispensario con escuela que eran los únicos que había a una distancia de dos días —en la época seca— de los siguientes más próximos. Allí, no se disponía de agua potable y la población —no censada— se estimaba en unas cincuenta mil personas que se dispersaban en pequeñas agrupaciones de chozas. El año anterior, la sequía sembró de hambruna, enfermedades y muertes la región.