Jaky volvió al Centro de Rehabilitación que había rechazado su ingreso por falta de sitio, y esperó pacientemente a que lo recibiera el cura. Cuando, por fin, pudo hablar con él le pidió que lo dejara trabajar en el pequeño jardín. Sabía manejar la guadaña para cortar el césped estando sentado, y el cuchillo para podar. Conocía los secretos de las plantas y los árboles, cuando y como dominarlos. Sólo pedía a cambio el plato de arroz diario. Él tenía su casa en el mercado y allí esperaría a que volviera Vohilaba con la información de los médicos blancos. El cura le dijo que un día a la semana podría ir, pero que allí ya había chicos que hacían ese trabajo como parte de su programa de rehabilitación. De momento… no podía comprometerse a más. Le comentó que estaba en proyecto aumentar la capacidad del Centro pero que tenían dificultades económicas para financiarlo y que en Madagascar las cosas siempre van despacio. Cuando se despidieron, Jaky ya sabía que su trabajo sería otro…
De camino al mercado, con su lentitud y torpeza para andar, se sentó a descansar un rato al borde de la carretera que cruza la ciudad, por donde siempre pasan mujeres y niños con los troncos de leña en la cabeza. Al fin paró a una mujer, que también hizo una breve pausa en su camino para reacomodar sus vértebras, y le preguntó desde donde venía con esa leña. Ella le contestó que siguiendo la carretera, a muchos pasos de allí. Ni el uno ni la otra tenían más referencia del tiempo que los movimientos del sol. Ése era su reloj del día y de la vida. Jaky no quería alejarse del mercado… Ahí se encontraría con Vohilaba. Se acomodó al borde de la calle por la que circulaban los cebúes y los hombres tirando de sus respectivas cargas. De pronto, reparó en uno de éstos que conducía un «pousse-pousse» con más dificultad de la habitual, porque las ruedas de madera gastadas multiplicaban el esfuerzo del taxista. Chirriaban al girar y dibujaban círculos imperfectos que lo hacían cojear como a él. Con su cabeza dibujó el pulido de las ruedas que le devolverían un andar ligero y uniforme. Pensó en lo fácil que le sería a él arreglar las piernas deformes de aquél carro para que pudiera competir con los otros que corrían más. Entonces, se imaginó trabajando la madera, dándole la forma adecuada con su cuchillo y puliendo las curvas de las ruedas hasta hacerlas girar sin roces. Sólo necesitaba un buen cuchillo y una piedra.
Al día siguiente, Jaky encontró trabajo en una serrería cerca del mercado, haciendo y limando ruedas para los «pousse-pousse». Se pasaba el día sentado y se afanaba en que sus ruedas fueran las que rodaran más rápidas. Apenas ganaba nada, pero en poco tiempo ya era conocido y podía comer todos los días. Allí, si, allí, en su casa del mercado, esperaría a que regresara Vohilaba y que algún día los médicos le volvieran a dar forma a su pie y lo hicieran rodar de nuevo sin chirriar ni desencajando la marcha, como lograba hacer él con sus ruedas bien redondeadas.
El día de la revuelta en Tana, la policía también tuvo su trabajo en Manakara y Vohipeno. En este lugar hubo manifestaciones, gritos, palos y piedras que se disputaban el aire —unos arreando, otras volando— y peleas en el mercado, entre los que apoyaban al que estaba en el poder y los que lo querían echar: aquél, porque con su empresa había sido capaz de llenar el país de leche y yogures, y éstos, porque no podían comprarlos y les había vendido su tierra a unos extraños.
El gobierno dio la orden de que en todas las ciudades donde hubiera disturbios se impusiera el toque de queda.
Aquel día de ruidos, golpes y carreras, cuando Jaky finalizó su jornada de trabajo —que siempre prolongaba más que los demás porque a él no lo esperaba nadie—, pensó en quedarse en el taller. Ya era tarde y le costaba un tiempo llegar a su refugio. En la noche lluviosa, todavía se podían escuchar de vez en cuando ruidos de sirenas a los que al poco contestaban otros de lamentos y garrotazos aislados. Él no podía correr, si fuera necesario, pero… ¿y si aparece Vohilaba y yo no estoy? Viéndome sólo y tullido nadie me haría nada —recapacitó.
Esperó a que la agitación, vencida por el sueño, se tomara un respiro y la ciudad se silenciara. Cuando ya estaba oscuro y no circulaban coches ni gentes por las calles arrancó a andar camino de su cobijo. Allí estaría más seguro. Vohipeno ya era una ciudad durmiente y sólo la policía acechaba en los rincones estratégicos.
Cuando se aproximaba vio uno de esos controles, que no le quedaría más remedio que pasar. Uno de los policías estaba de espaldas, fumando un pitillo y mirando hacia el mercado. El otro lo miró con cierto aire de pena, pero, sin más contemplaciones, lo paró y le preguntó si tenía alguna identificación.
Jaky respondió que su única identificación era su cojera y que el carnet era su pie deforme. De su bolsillo sacó una libretita arrugada y sucia, en la que figuraban los datos de su historia clínica. Se la habían dado en el hospital, cuando lo operaron.
—¿Qué hacemos con éste? —le preguntó a su compañero que seguía echando humo de espaldas.
Al girarse para ver de qué se trataba, Razafindra y Jaky se reconocieron al instante.
Tras unos segundos de rastreo mutuo, se preguntaron, a la vez, qué hacía cada uno allí.
Primero correspondía saber al policía… Jaky le contó de forma rápida su decisión de marcharse de la aldea para operarse y vivir; que la operación había sido un fracaso y que, ahora, esperaba tener en un futuro una nueva oportunidad. Mientras, había conseguido un trabajo de carpintero para hacer ruedas y vivía sólo en el mercado esperando a alguien… que no se atrevió a mencionar.
Razafindra le dijo que esa noche se lo llevaría a la comisaría. Le explicó que en el mercado, en las circunstancias por las que estaba atravesando el país, corría peligro si había una nueva trifulca, pues en esos casos se actúa sin miramientos y él estaba indefenso para correr. Le harían una ficha de maleante —no de agitador— y, al día siguiente, lo soltarían para que se buscara un lugar seguro donde dormir. El compañero de Razafindra asintió. Una vez en la jaula tendrían tiempo de hablar más despacio. Jaky también quería saber…
Cuando Razafindra acabó su turno de trabajo fue a ver a Jaky. Miró con aire de pena y repugnancia el aspecto de su pie —que ese día parecía haberse sumado a la fiesta supurando un poco más—, y empezó su relato:
—Abandoné a Vohilaba…
A Jaky le saltó el corazón, pero, para Razafindra, la última vez que él la había visto a ella fue el día que celebraron una boda irreal.
Tras un instante de silencio, Razafindra continuó:
—Ella no fue capaz de parir el hijo que yo le había dado, y en su lugar se le produjo un agujero por el que se orinaba continuamente, produciendo un olor insoportable. La dejé con una partera itinerante —una de ésas que van de aldea en aldea buscando a quien sacar del nido— y me marché. Anduve por todos cuantos caminos te puedes imaginar. Dormía al raso y robaba para comer o me aprovechaba de los frutos de nuestra tierra, los que ahora van a producir para ellos unos extranjeros que nos van a pagar mucho dinero. Por fin, gracias a esa decisión del Presidente, vamos a ser un país rico. A nosotros nos sobra comida con lo que tenemos y no entiendo de qué protestan esos agitadores. No saben lo que nos perderíamos. Si es necesario aplastarlos, lo haremos. Por eso, por tu seguridad, te traje hoy aquí, para que no te confundan con ellos.
—Pero… ¿Qué haces tú aquí vestido de policía? —preguntó Jaky.
—Es bien sencillo —respondió Razafindra—. Decidí que no quería vivir nunca más en aldeas, como los animales, sin nada que hacer ni pensar más que en el alimento de cada día y en que si no llueve toca hambruna, y si llueve toca más aislamiento… hasta que se seca el barro. Andaba sin destino, pero siempre seguía un rumbo hacia donde se pone el sol. En el momento en el que encontrara una ciudad grande me pararía. Por fin, dejé atrás los bosques y la compañía de los «makis», y encontré la llanura cada vez más desértica. Un día, vi un camino de asfalto y lo seguí convencido de que me llevaría a algún lugar importante… Así fue. Parecía un espejismo en medio de una inmensa extensión de tierra seca, tan sólo salpicada por las amistosas figuras de los baobab, mis queridos baobab: «Las gasolineras de agua para el viajero de a pie». La ciudad era un conjunto de casas de barro a uno y otro lado de la carretera. No había más. Seguí caminando y, a los pocos kilómetros, encontré una ciudad grande llena de bullicio y tiendas —una tras otra— al borde de la carretera: «Es la ciudad del zafiro». Se construyó al lado de un río que arrastra esa piedra desde una mina cercana y la gente la busca entre las aguas con unas cestas que las atrapan entre los diminutos agujeros por los que dejen que pase la corriente de agua. Así, todo el día agachados, con los pies y el trasero en el agua y la espina doblada. Todo para conseguir unos granos de zafiro que parecen de arroz azul. Son las migajas que se escapan de la mina, pero la gente que tiene dinero lo compra y por eso se hizo ese pueblo y hay tantas tiendas. Parecía un buen sitio para quedarse. Alrededor de ese negocio de la piedra había muchas otras tiendas de comida, restaurantes y pequeños hoteles. ¡Ya surgiría la oportunidad! Yo, desde luego, no iba a ser uno de los que las recogían con tanto esfuerzo y luego las vendían por nada o trabajaban —también por nada— para los dueños de las tiendas que luego las montaban y vendían a precios de ricos. La primera noche, estaba sentado al borde de la carretera a la entrada de la ciudad. Descansaba pensando en cómo empezar a buscar trabajo el día siguiente. Hacía horas que el pueblo dormía y la noche era profunda aunque yo veía con claridad, acostumbrado como estaba a caminar por bosques tan espesos y oscuros durante tanto tiempo. De pronto oí un ruido suave, como si cerca de allí alguien estuviera forzando algo. Mi oído también es muy fino por la razón que te dije: mucho tiempo atento a los ruidos de la noche, a los de las serpientes y otras alimañas nocturnas. Luego, se oyó un golpe seco y un gemido amortiguado. Rápidamente, supe de donde venía y de que se trataba. Yo también sabía robar. Me quedé quieto para no ser visto, y observé cómo dos hombres corrían por la carretera en dirección al pueblo que se estaba construyendo a toda velocidad unos kilómetros atrás. Llevaban un saco y la cara descubierta. A los negros no nos hace falta taparnos. El color de la noche es igual que el de nuestros ojos y piel. De día somos la sombra de la luz, y de noche la continuación de la oscuridad. Lo único que nos ilumina la cara son los dientes. Si vas con la boca cerrada y no enseñas donde están los huecos no es fácil identificarnos. Entendí rápido: eran ladrones de zafiros. Durante el día, aparentaban vivir pacíficamente del pastoreo y estaban construyendo un pueblo-granja para alimentar a la «ciudad zafiro». Durante la noche robaban. Así es la vida en esta tierra: una cadena de robos perfectamente engranada, que se va engrosando desde el extremo más débil. Ahí, en el principio de la cadena, el único robo es el de la salud a un cuerpo que trabaja sin descanso. Me acosté mirando hacia un cielo sin estrellas y me dormí tranquilo, sabiendo ya qué trabajo buscaría al día siguiente. Cuando me desperté con el primer calor de la mañana, el dueño de la caseta donde habían robado gritaba amenazante mirando a cualquiera como sospechoso. Me acerqué a él y le conté lo que esa noche pude oír y ver. A continuación le pregunté si necesitaba un guarda nocturno para vigilar su negocio. Me dijo que volviera al mediodía. Cuando lo hice ya tenía trabajo.
Un compañero de Razafindra entró en la jaula y le alcanzó una botella de THB, que Razafindra se bebió casi de un solo trago. El otro venía de reforzar el trabajo en Manakara, hasta que la ciudad se calmó. Ya de regreso, se paró a comprar unas bebidas en un puesto que había en la salida hacia Vohipeno, que servía buena comida y bebida hasta muy tarde. Esa noche estaba cerrado por las circunstancias del momento, pero él era un cliente asiduo y conocía a la dueña. Detuvo el coche a la puerta con el motor en marcha e hizo sonar el claxon con un toque único y breve. Todo fue muy rápido. «Esta Beline es una gran chica», le dijo al policía que lo acompañaba y, de inmediato, arrancó.
Jaky estaba sentado en el suelo… Dobló la pierna mala y aprovechó ese intervalo para esconder su proyecto deforme de pie detrás del hueco de la rodilla que le dejó la otra. Quería evitar que Razafindra lo mirara de vez en cuando, sin poder disimular la repugnancia que le producía.
Razafindra aclaró con un carraspeo las últimas burbujas de cerveza que se le habían quedado atravesadas en la garganta y, tras escupirlas de forma certera a un rincón de la jaula, continuó, ahora con la voz más ronca:
—Se pusieron de acuerdo entre varios propietarios de las tiendas —todas vecinas—, y me contrataron por una cantidad que me pareció más que razonable. Nunca lo hubiera imaginado para empezar, añadió con un tono de orgullo. Además, tenían que proporcionarme un uniforme de guarda de seguridad —que de por sí ya fuera intimidatorio—, un buen palo con su empuñadura, un punzón o una buena hoja bien afilada —que pudiera entrar fácil y silenciosamente—, y un sitio seguro para dormir a cubierto durante las horas del día y no ser fácilmente identificado.
Hizo una breve pausa para encender un cigarrillo.
—Esa misma noche empecé a trabajar. Pasados unos días me dieron un uniforme parecido a los de la policía y un cubículo de cuatro paredes de barro, en el que sólo cabía yo y una mujer debajo… cuando me apeteciera. Para que descansara mejor, también me facilitaron un colchón arrugado y desnudo.
Jaky ahora imaginaba de donde venía esa cicatriz que le deformaba un poco la cara, y Razafindra se percató de su mirada.
—En el tiempo que trabajé de guarda nocturno para aquellos explotadores, a mis protegidos no les volvieron a robar. Una noche tuve que emplearme con violencia y yo también recibí ese rasguño en el que te fijaste. No consiguieron robar pero tenía la venganza asegurada. Había ahorrado suficiente dinero y una noche abandoné el puesto sin despedirme.
Razafindra pidió otra cerveza a su compañero que hacía la guardia y continuó hablando con la locuacidad que le iba proporcionando el alcohol:
—Durante el viaje, que por casualidad me trajo a Manakara, pensé que tenía que aprender a leer y luego me presentaría para entrar a formar parte del ejército o la policía. Esa opción me gustaba porque eres la autoridad y la gente te teme o te respeta —casi siempre porque te temen— y vas de uniforme generalmente limpio, no con los harapos que siempre llevé encima, como los que llevas tú y la mayor parte de los hombres de esta tierra. Además, siempre consigues las mujeres que quieres. Aunque estén casadas da igual. Las amenazas, o les dices que vas a impedir que su marido trabaje, y ya está. Si aceptan, esperas a que oscurezca y, mientras el compañero se da una vuelta a ver qué pasa, haces la faena dentro del coche. Y si se resisten, con cualquier disculpa las metes una noche en la jaula y… Aquí tampoco se entera nadie más que tu compañero, que aprovecha para hacer una ronda alrededor del cuartel. Lo único de lo que tienes que tener cuidado es de hacerlo siempre con un compañero al que le gusta lo mismo que a ti. Al día siguiente, das un parte por desacato a la autoridad, las sueltas y ya está. Nadie averigua más. También consigues alcohol y tabaco en los bares y restaurantes, o de los pasajeros extranjeros, o de los propios conductores que transportan ganado u otra mercancía. Es muy fácil: a unos les amenazas con cerrarles el local porque incumple alguna ley —en todos los negocios hay leyes incumplidas—, o, si no, te inventas la infracción… Luego ellos no tienen medios ni saben cómo reclamar. A otros los paras en un control y les pides la documentación del coche, los certificados de las revisiones y que estén al día, el permiso de circulación, la máxima carga de transporte autorizada, o lo que quieras. Nunca falla. Siempre hay algo por lo que multar. Los conductores saben que o pagan en metálico, o en especies, o no siguen circulando. Entonces, aunque tengan todo en regla y nosotros no tengamos razón, acceden, porque si se retrasan en su llegada los que esperan protestan, amenazan con no pagar el servicio o no volver a contratarlo, y al conductor, además, lo echan del trabajo. Tiene muchas ventajas más. Siempre pagan —poco, pero pagan—. No como a los médicos o funcionarios de segunda fila, por ejemplo, que pueden estar meses sin cobrar. También puedes comprar alimentos y ropa en tiendas especiales a precios más baratos, hay escuelas para los hijos y, a veces, hasta consigues una casa con agua caliente. Si asciendes de rango… ya ni te cuento. Ya sabes… al ejército y a la policía siempre hay que tenerlos contentos. Somos la autoridad, representamos y defendemos la ley: justa o injusta, no importa cuál. Con el poder compras voluntades, y cuanto mayor es el poder mayor es el botín. Por eso quería entrar en el ejército o en la policía.
Jaky sintió una náusea que no pudo disimular. Éste tipo es despreciable —se dijo a sí mismo—, al tiempo que otro sentimiento tierno, intenso, se apoderaba de él. ¿Qué será de ella? ¿Dónde estará?
Razafindra no hizo caso de ese gesto y prosiguió:
—Con el dinero ahorrado me compré unas camisetas modernas —ésas que tienen pegadas las caras de cantantes extranjeros—, pantalones vaqueros y unas zapatillas deportivas. Cuando conseguí el trabajo de guarda de seguridad, con el uniforme me dieron también unas botas, para que pudiera usar los pies como arma si hacía falta. Una buena patada con una bota rompe un hueso —añadió en tono cada vez más desafiante—. Al principio, me encontraba incómodo. Hasta entonces siempre había andado descalzo, como tú y la mayoría de nuestro pueblo, pero pronto me acostumbré a proteger los pies y, ahora, ya no los tengo acostumbrados a pisar piedras, pinchos, y toda la porquería que tapiza nuestros caminos. Mira, si tú hubieras llevado unas botas cuando la barca te atrapó el pie, seguramente ahora no tendrías esa cosa que llevas ahí, torcida, que no te sirve para nada. Con mi ropa parecía más de lo que era y me diferenciaba de todos vosotros. Hablé con el dueño de un pequeño hotel y me ofrecí como guarda de seguridad a cambio de una comida al día y una habitación para dormir en el suelo; de momento, no necesitaba más. Le enseñé mi uniforme y accedió. Me matriculé en una escuela y pronto aprendí a leer y escribir.
Jaky se sintió mal pero quiso seguir escuchando la historia. Además, ahora estaba en manos de la ley y podían hacer con él lo que quisieran. Su preocupación era donde instalarse durante las noches cuando lo soltaran de allí, si las cosas seguían igual. Hablaría con el patrón del taller para que lo acogiera durante unos días. Lo malo es que el propio taller era la vivienda familiar, y apenas había sitio para ellos: dormían, comían, y trabajaban todos en la misma cuadra.
Razafindra había hecho una pausa para escupir por enésima vez. Antes de retomar la palabra encendió otro pitillo.
—Entrar en el ejército era más fácil, pues como el gobierno sabía que se avecinaban tiempos difíciles estaban reclutando fidelidades a expensas de jóvenes sin trabajo ni futuro, a cambio de un uniforme, comida, y una pequeña paga. Pero ése era un trabajo peor. Podían destinarte en cualquier momento a cualquier lugar remoto, y, como soldado, siempre eres blanco de los contrarios. Yo ya estaba harto de selvas, cabañas, y la nada de los lugares remotos. No tenía ninguna duda de que era mucho mejor ser policía.
La parte final de su relato la adornó con un orgullo lleno de mezquindad.
—Sabía que si quería ingresar en la policía era necesario contar con un apoyo fuerte y, para ello, nada mejor que seducir a alguna hija soltera de alguien influyente. Estudié cuidadosamente a todas las que aun estaban libres y acerté con la de uno de los jefes locales de Manakara. El resto ya fue muy fácil… como te puedes imaginar. Por la mañana te soltaremos, pero hasta que las cosas no estén calmadas búscate otro sitio para dormir que no sea el mercado. Yo, ahora, voy a reflejar en el parte que fuiste detenido preventivamente por ser un «sin techo», pero si reincides podrías tener dificultades.
Jaky asintió sin hablar.
Antes de despedirse, Razafindra comentó en tono anecdótico:
—¡Por cierto…! ¡Fíjate lo que son las casualidades de la vida! Ayer te encontré a ti, pero hace unos días estábamos haciendo un control rutinario cerca de Manakara, en la carretera que la une con Vohipeno, y un conductor nos avisó que cerca de allí había una chica tirada en la cuneta que estaba muriéndose o estaba muerta. Fuimos a recogerla y…
Se interrumpió para volver a respirar humo y escupir otro salivazo.
—¿A qué no sabes quién era? —le preguntó mirándolo de forma arrogante y esbozando una sonrisa malévola.
Jaky empezó a temblar por un pensamiento que lo atravesó como una descarga eléctrica. Razafindra pensó que era por frío, tanto tiempo sentado en aquel suelo húmedo y sin ninguna manta. No contestó.
Razafindra mantuvo la tensión de la incertidumbre durante unos segundos que parecieron interminables. Aspiró profundamente el humo y una parte del pitillo se redujo a cenizas que cayeron al suelo amenazando el pie de Jaky. Fijó su mirada en él mientras la nariz y la boca se alternaban en sus funciones de chimenea, soltando ráfagas y círculos que se iban deshaciendo en una nube que convertía el aire de la jaula en algo apestoso e irrespirable.
—¡Pues… era Vohilaba! —dijo, por fin, con un tono que sonó triunfante, como si estuviera liberándose de algo o vengándose de una paternidad frustrada—. Estaba sola y seguía oliendo como cuando yo la abandoné. Parecía muerta, pero aún respiraba. La llevamos al hospital de Manakara y la dejamos en urgencias. No me hagas mucho caso, pero creo que se murió. Yo había dejado mi nombre para que se pusiera en contacto conmigo si se curaba de aquello pero no tuve más noticias. Tampoco me importaba mucho tenerlas. Creo que para ella fue mejor. Con su problema no servía para nada.
Esta última frase la acompañó tirando la colilla al suelo dejando que se apagara sola.
Los temblores de Jaky llegaron hasta el cerebro, que poco a poco se fue nublando… Razafindra pensó que por fin se había quedado dormido. Le echó una última mirada a aquello que había sido un pie, esta vez sin repugnancia, pues gracias a eso él había conseguido su primer trabajo tirando de la cuerda.
Al cabo de unas horas, a Jaky le obligaron a recuperar la conciencia con un grito de:
—¡Despierta ya y andando, que esto no es un hotel!
En su cabeza se fue despejando perezosamente la niebla que tapaba unos pensamientos con forma de una horrorosa pesadilla. Se levantó sin decir nada, le obligaron a estampar su dedo manchado en un papel que decía algo que no entendía, y arrancó a andar por una calle que ahora le parecía de un lugar desconocido. Cuando se orientó fue directamente al Centro de Rehabilitación. No podía ni quería ir a trabajar. Al cruzar la entrada no atendió la pregunta de alguien que quería saber adónde se dirigía. Entró directamente en lo que hacía de despacho del cura y se desvaneció otra vez. Ahora ya tenía dos focos de supuración: el pie y el alma. Cuando abrió los ojos estaba en una cama. Una chica con una sonrisa amable, limpia, abierta, que dejaba ver unos dientes blancos todavía sin ausencias le estaba ofreciendo una taza de café con leche y una rebanada de pan que aun no había tenido tiempo de endurecerse.
—Toma esto Jaky, te hará bien, y cuando estés recompuesto vete a ver al cura —le dijo con dulzura.
El cura acogió a Jaky en el Centro hasta que vinieran unos médicos españoles, que habían anunciado su visita en su camino a Farafangana. A través de la Superiora de la Misión habían contactado con él para examinar a los pacientes y ver a quienes y cuantos podrían operar.
La «chica de la sonrisa» se encargó de él hasta que empezó a salir de su ensimismamiento. Poco a poco, comenzó a hacer trabajos de carpintería para las obras de ampliación del Centro, que ya se habían iniciado. Era necesario construir escaleras de madera, andamios, marcos de puertas y ventanas. Eso era un entretenimiento para él y una manera de agradecer su acogida. Allí se sentía acompañado por gente más desgraciada que él y distraía sus pensamientos de aquella niña con la «fístula» que apenas conoció y tanto quiso…
El cura les daba noticias de la situación del país. Ellos no salían para nada del recinto. Un día les dijo que la situación se complicaba… Se rumoreaba que una parte importante del ejército estaba detrás del alcalde de Antananarivo. Siendo así, echar por la fuerza al actual Presidente y colocar al nuevo sería cuestión de días. A la mayoría silenciosa de Vohipeno poco le importaba que fuera uno u otro: todos acaban siendo iguales y engañan al pueblo con unas promesas que nunca cumplen.
El día del golpe, el ejército y la policía de Vohipeno y Manakara se dividieron entre los que lo apoyaban y los que no. Razafindra estaba entre los que no. Durante unas horas, hubo mucha tensión entre los que obedecían las órdenes de lealtad al gobierno —en defensa de la ley— y los que las habían defendido hasta hacía un rato pero, ahora, ya eran entusiastas enfervorecidos del otro.
Cuando se hizo la noche y se conoció el éxito del golpe los policías vencidos fueron arrestados por sus propios compañeros. Razafindra no llegó a la jaula. Algún marido deshonrado estaba al acecho y aprovechando la confusión del momento lo dejó seco y luego le cortó el arma del delito. Jaky no lo supo hasta un tiempo después. Fue entonces cuando celebró el triunfo del golpe.
Ocurrió el 16 de marzo de 2009, un mes después de aquél pisotón inútil.
Tras un tiempo inicial de incertidumbre, la situación política empezó a estabilizarse. Un día, cuando el otoño aún cálido agotaba sus fuerzas, el grupo de Cádiz, con Julio —el traumatólogo— a la cabeza, aterrizaba en Tana camino de Farafangana.