Cuando Vohilaba descendió del autobús vio que la gente se dispersaba rápidamente. Sintió miedo y un gran vacío a su alrededor. La ciudad estaba casi a oscuras, como su propia vida, y sólo se veían soldados y policías con sus armas al cinto o colgadas, asentados en las esquinas de la plaza donde está la estación, disuadiendo a la gente para que no formara grupos: unos a favor de la república y otros en contra. El suelo de las calles y de la propia plaza estaba salpicado de botellas rotas, los escaparates de tiendas y otros locales con los cristales reventados y señales de saqueo, la paz ausente, y manchas por todos los rincones que eran testigos de la pelea desigual que había amenizado una jornada de lucha entre unos y otros, y entre otros y la policía o el ejército, que buscaban a los enemigos del poder.
Los contendientes se habían tomado un respiro y se concedían una tregua para arremeter al día siguiente con más efectivos y armas más contundentes. De esa manera, sería más entretenida la violencia del día siguiente. Se oían sirenas a lo lejos y las únicas luces eran las de los vehículos militares que patrullaban de un lado para otro buscando a los rebeldes que desafiaban el toque de queda impuesto por un Gobierno en apuros.
Su soledad se vio interrumpida por una pareja de chicos uniformados de forma diferente que la invitaron a caminar. Vohilaba trató de explicarles su situación, pero sólo tuvo como respuesta un gesto enérgico y amenazante de circular o acabar en la comisaría más próxima. Ellos desconocían la dirección del convento por el que les preguntó y no añadieron más. Rápidamente, percibieron que ésta no era una chica de la noche: sabían por experiencia que la prostitución se viste con otro uniforme por fuera y por dentro, y que aquella pobre vagabunda solo se amenazaba a sí misma.
Cuando dejaba la plaza, dispuesta a caminar sin rumbo hasta que el día le mostrara la ciudad y alguien la pudiera orientar, vio un coche de color blanco que estaba siendo inspeccionado por otros uniformados que, al poco, obligaron a sus ocupantes a bajarse. La iluminación era tan pobre que inicialmente no se percató de que las ocupantes eran dos monjas: la que conducía y la que rezaba. De forma intuitiva, apuró su paso en aquella dirección, pero una ráfaga de viento y otra de disparos que sonaron cerca la dejaron inmóvil.
Pasados unos instantes, el coche se puso en marcha en dirección hacia ella y decidió esperar a que estuviera a su altura con la intención de hacerles un gesto para detenerlo y preguntar. Cuando ya estaba cerca, el coche giró por otra calle y desapareció. Estaba asustada. Conocía perfectamente las leyes que rigen en la selva de árboles entre los diferentes animales, pero desconocía la del asfalto.
Cuando el coche desapareció de la vista, la monja acompañante le dijo a la conductora que le pareció ver a una niña, que parecía andrajosa, caminando sola por la calle por la que circulaban, antes de torcer. Se habían retrasado mucho en llegar a la plaza del autobús porque la comunicación que recibieron de una ginecóloga del hospital de Fianarantsoa había llegado hacía muy poco y, con la situación que estaba viviendo la ciudad y el toque de queda, era un riesgo circular de noche. Cuando, por fin, decidieron que a pesar de todo lo harían, tuvieron que afrontar muchos controles rigurosos y parsimoniosos, y convencer a los patrulleros que iban en misión de paz, para que las dejaran seguir hasta la estación de autobuses y recoger a una niña que viajaba enferma y sola desde Fianarantsoa. A todos les decían que su casa estaba abierta para cualquier hombre o mujer que buscara refugio —ellos mismos, si algún día lo necesitaban— y que eran rigurosas en el cumplimiento de la ley vigente. En el siguiente control, los dos soldados inspeccionaron cuidadosamente la documentación y sin más, el más tosco y decidido de los dos, que parecía de mayor graduación, les urgió con rudeza:
—¡Vamos… retírense a su Convento! Circulando por aquí corren peligro, ¿entendido?
La conductora, que conocía muy bien la ciudad, le dijo a Siramamy:
«La buscaremos y la encontraremos, pues andando como va tiene que estar muy cerca de por aquí».
—¿Y si no es ella? —preguntó Siramamy.
—La recogemos igual —respondió la conductora, fingiendo tranquilidad—. A estas horas y bajo estas circunstancias nadie —y menos una niña— debe andar sola por la ciudad. La van a detener, y quién sabe si a violar.
Después de dar unas vueltas y evitar otro control entraron en otra calle y vieron a la niña.
—¡Es ella! ¡Es ella! ¡Alabada sea la Virgen! ¡Gracias Señor! —exclamó, gritó Siramamy llena de excitación.
Vohilaba oyó el ruido de un motor y se detuvo de forma instintiva con las piernas temblándole.
En unos segundos, estaba fuertemente abrazada a su hermana sin que ninguna de las dos pudiera hablar.
La conductora les dijo que se subieran rápido al coche. No podían arriesgarse más. Arrancó de nuevo camino del Convento. En el interior del coche sólo se oían sollozos entrecortados.
Ya era muy tarde cuando llegaron al Convento, con el ruido lejano de otra ráfaga. Una vez dentro, las dos hermanas se volvieron a abrazar temblando de alegría por los llantos tanto tiempo retenidos, acompañados por la melodía silenciosa de los rezos de la monja conductora.
Lo primero que hizo Vohilaba fue ducharse con agua caliente. No sabía lo que era aquello y tuvo una sensación superior y distinta a la de la propia limpieza. Fue como si esa agua la fregara también por dentro y se llevara toda la costra interior que le había ido depositando la vida. Cuando se secó con una toalla limpia, todo lo vivido hasta ese momento le pareció irreal. Luego, se puso el otro pañal que tenía reservado para el viaje de regreso adonde fuera y le dieron ropa nueva. Pudo mirarse a un espejo y no se reconoció.
Siramamy le dijo que le tenían preparada una cena caliente. Olía a «romazaba» y a «akoho sy vary» (arroz con pollo). Luego había dulce de papaya. Todo listo para ella en una mesa con mantel y una servilleta. Siramamy le enseñó la utilidad de los cubiertos, y le dijo que comiera con calma. Ahora debía ausentarse un momento para la oración que correspondía, y darle las gracias a Dios por haberle devuelto a su hermana.
Vohilaba volvió a pensar que el otro Dios era más generoso que el suyo. Cuando acabara ya le contaría despacio a su hermana toda la tragedia de su vida, desde que se marchó de la aldea sin nombre hasta ese momento…
Siramamy escuchó en silencio el relato atropellado. Cuando el cansancio de la emoción les pudo, buscó un hule para proteger las sábanas de la cama que ella misma le había preparado. Antes de despedirse le dijo:
—Eres muy fuerte y saldrás adelante. Yo no voy a cambiar tus creencias; las cambiarás tú. La abrazó con ternura y añadió: «Mañana iremos a visitar al Padre Opeka; ya te hablaré de él».
Excepto cuando estuvo ingresada en el hospital, Vohilaba nunca había dormido en una cama. Además, esa noche no olía a enfermas ni a enfermedades. Su fístula también estaba cansada y durante un tiempo dejó de funcionar. Cuando se cerraba el telón de los ojos recordó a la ginecóloga de Fianarantsoa, pero esa noche Vohilaba no soñó. Una sensación dulce la borró de la vida durante unas horas.
Al entrar en su habitación Siramamy lloró sin parar.
Tras los rezos de la mañana, Siramamy pidió permiso para coger un trozo de tela y algodón del dispensario, y confeccionó unos empapadores para su hermana.
La situación en Tana seguía siendo tensa, pero no se tenían noticias de más muertos. El motín de la noche lo formaban unos cuantos detenidos. Sin embargo, eso era un espejismo: el problema no estaba resuelto y tarde o temprano saltaría de nuevo. En las ciudades más importantes del país también se habían producido algunas revueltas y actos de pillaje, pero al parecer no habían progresado, o eso era lo que decían los comunicados del gobierno, que controlaba toda la información. En cualquier caso, en Tana, de momento se podía circular durante el día, aunque los controles eran constantes.
Cuando Vohilaba se despertó tenía la sensación de que había estado durmiendo desde que se despidió de sus hermanos… hacía ya tanto tiempo. Se palpó el empapador y vio que estaba casi seco.
Siramamy la estaba esperando detrás de la puerta y cuando la oyó levantarse de la cama entró en la habitación. Se volvieron a abrazar, esta vez con una sonrisa. La apresuró a arreglarse y desayunar, porque en cuanto estuviera lista iban a ir con la Superiora a conocer al Padre Pedro y su obra. Tenía la esperanza de que allí encontrara un refugio, cuando menos temporal, y pudiera asistir a la escuela para aprender a leer y escribir. Siramamy habló mientras Vohilaba desayunaba como no lo había hecho nunca.
—En nuestro país los únicos que hacen algo por nuestro pueblo son las órdenes religiosas: enseñan, tratan, curan, ayudan, acogen, nos humanizan. Nosotras, en nuestra aldea primitiva, vivíamos como los animales. ¿Te acuerdas? Yo ahora estoy capacitada para valerme por mi misma y enseñar a los demás a hacerlo y tú no te marcharás de aquí sin conseguirlo. Cuando fuiste a buscar a tu amiga al hospital de Fianarantsoa y te pusieron esa medicación que te dejó dormida, la doctora llamó aquí y se lo contó todo a la Superiora. Le dijo el problema que tenías y que estabas en una condición física y moral penosa. Añadió que parecías una chica lista, pero no sabías leer y tu aspecto y tu ropa de harapos reflejaban, sin dejar lugar a dudas, una vida paupérrima y abandonada. La Superiora me lo hizo saber sin ocultarme nada. Creía que era necesario que cuando estuvieras en condiciones te desplazaras a Tana para ver si se te podía ayudar y poner un poco de orden en tu vida. Además, aquí también hay un hospital. La doctora de Fianarantsoa le dijo que si lograba que vinieras, nos llamaría en cuanto supiera que habías tomado el autobús. Ella te vio partir después de que la policía despejara la plaza donde está la estación. En cuanto supimos que estabas camino de aquí, la Superiora me mandó a comprarte algo de ropa y ella se fue a hablar con el Padre Opeka —el Padre Pedro, como a él le gusta que le llamen—, al que ahora vamos a visitar. Pero mientras esperamos te voy a hablar de él:
—Sé que sus padres tuvieron que escaparse con lo puesto, corriendo por las montañas de un país que se llama Eslovenia, que forma parte de una tierra de blancos mucho más grande que nuestra Madagasikara, muy lejos de aquí. El día que yo lo conocí, él me lo enseñó en un mapa que dibuja la tierra. La razón de la huida fue que, tras una gran guerra que destrozó al mundo desarrollado —con bombas, no a machetazos como son las nuestras—, en algunos países se estableció un régimen que empezó a perseguir y matar a los que no pensaban igual o tenían alguna creencia religiosa. Sus padres fueron afortunados y lograron llegar a otro país, aún más lejos de aquí, que se llama Argentina. Allí nació. Con diez años tuvo que empezar a ayudar a su padre en el trabajo de albañil para mantener a una familia de ocho hermanos. Apenas estaba dejando de ser un niño cuando sintió la misma llamada religiosa que sentí yo y, tras finalizar sus estudios, se ordenó sacerdote de la congregación San Vicente de Paul, el mismo que también fundó la mía. Hace más de treinta años que fue enviado como misionero a Madagasikara, y desde hace más de veinte está destinado aquí, en Tana. Cuando vio a cientos de niños descalzos escarbando en busca de comida en el inmenso basurero en el que vivían en las afueras de la ciudad, decidió que su labor era educarlos y ponerlos a trabajar. Él lo había hecho así desde niño y pensaba que los de aquí serían capaces de hacerlo también. Tan solo era necesario motivarlos y darles disciplina. Se los ganó jugando al fútbol con ellos. Primero les enseñó a escribir. Luego los convenció para convertir una montaña de piedra, que era la colina del basurero, en una cantera en la que a golpe de martillazos iban saliendo adoquines que luego vendían para la construcción. Más adelante creó una empresa que transformaba la basura en abono natural. En poco tiempo había reconvertido un estercolero —en el que vivían más de cinco mil personas— en un lugar de educación y trabajo, donde todo el mundo tenía algo que hacer y ganaba un salario. El paso siguiente fue enseñarles a construir sus propias casas, que hoy forman la ciudad de Akamasoa —«buenos amigos», en nuestra lengua malgache—. Sé que te hablo de prisa y te digo muchas cosas que no entiendes, pero pronto las aprenderás.
La Superiora irrumpió en el comedor y les dijo que ya estaban listas para salir.
Entraron en Akamasoa a través del inmenso polideportivo, donde unos niños jugaban alegremente con un balón. Al salir por la puerta que daba a unos terrenos aún vacíos de casas, se encontraron con un Padre hablando enérgicamente con unos hombres que portaban unos planos, rodeados por unos cuantos niños que prestaban atención. Debían de estar discutiendo acerca de algún nuevo proyecto.
Vohilaba se quedó impresionada con el tamaño y la autoridad de aquel gigante de grandes barbas blancas y ojos azules. El Padre las vio acercarse pero no distrajo su conversación hasta que estuvieron cerca.
Tras saludar a la Superiora, miró para Vohilaba y en malgache le dijo:
—Así que tú eres la niña… aun salvaje… de la fístula ¿no?
Vohilaba tembló y sólo pudo mover la cabeza afirmativamente.
—¡Bien! —asintió el Padre con un gesto amable pero escudriñador—. Cogió por el hombro a Siramamy y la apretó cariñosamente contra él. Entonces, se dirigió a la Superiora y le dijo: «Vosotras podéis marcharos, de Vohilaba me encargo yo. Dormirá en la residencia de huérfanos y abandonados, mañana irá al hospital donde la reconocerá una doctora, y al día siguiente empezará en la escuela».
A Vohilaba le dieron ganas de echar a correr pero ya era tarde. El Padre les dijo a los niños que lo acompañaban que la llevaran hasta el coche. Cuando se dio cuenta ya estaba montada en la parte de atrás, dando tumbos por una calle aún sin asfaltar, subiendo a la colina donde estaba su nueva casa, entre las risas alegres de los niños sentados a su lado que le preguntaban cómo se llamaba, de donde venía, cuantos años tenía y si sabía escribir.
Cuando se bajó del coche le entregó el poco dinero que llevaba al Padre. Esta vez, el Padre la miró con ternura y le dijo:
—Aprenderás a leer y escribir, y, cuando ya sepas, aprenderás un oficio —el que quieras—, para valerte por ti misma en una comunidad que no te va a rechazar. Ya buscaremos quien te pueda operar de la fístula. Aquí de momento no tenemos a nadie, pero dentro de unos meses va a venir una ginecóloga blanca —como os gusta llamarlos aquí a los que son de fuera y tienen ese color— y veremos a ver qué puede hacer por ti y por tantas otras como tú. Este dinero te lo guardo para cuando lo necesites.
De noche Vohilaba se durmió pensando que sería de Jaky…