Al día siguiente de sus últimas confesiones, Vohilaba se encontraba fuerte y la fiebre parecía haberse marchado lejos. Hacía días que no la sentía y por primera vez desde que había ingresado deseaba regresar a su Residencia para continuar sus estudios y esperar que vinieran los médicos blancos.
Pasó las horas impaciente aguardando a que la doctora finalizara su amplia jornada de trabajo para volver a hablar de sus recuerdos. Cuando, por fin, la doctora fue a buscarla, esta vez no hizo falta que se lo propusiera. El banco del jardín volvería a ser el testigo mudo de aquella vida trágica que luchaba por sobrevivir. Cuando se sentaron, arrancó a hablar…
Doctora, después de aquella noche estaba decidida a ayudar a Jaky tanto como a mí misma. Sentí que era necesario volver a Manakara y esperar allí, a que los médicos blancos aparecieran de nuevo, o volver a Fianarantsoa, a buscar a Marie. Hacerlo juntos hubiera sido casi imposible: no teníamos dinero para hacer los traslados en un medio que no fuera a pie y él no podía caminar esas distancias. Ya se lo había explicado la tarde anterior. Sabía que si cuando Jaky se despertase no me encontraba a su lado se iba a sentir de nuevo sólo y abandonado, pero yo le ayudaría mucho más si por mi cuenta localizaba a los médicos y luego conseguía llevarlo a él hasta donde estuvieran. Una despedida a la luz del día hubiera sido mucho más dolorosa. Cogí mi amuleto, y, con cuidado para no despertarlo, se lo puse en una de sus manos que cerré suavemente… Esperé impaciente el clarear de la noche y en el albor de la mañana inicié mi camino de regreso a Manakara.
Cuando Jaky despertó vio sus brazos vacíos y sintió un objeto en su mano que le hizo consciente de un fuerte sentimiento… Se incorporó despacio y echó a andar preguntando por ella a la gente que ya empezaba a llenar de bullicio las calles que conducían al mercado: aun tenía la esperanza de encontrarla por allí…, pero apenas tardó en saber que se había marchado, siguiendo su determinación. Él no podía seguirla; tan sólo esperarla y buscar un trabajo para poder ofrecerle un futuro cuando se reunieran otra vez —comprendió en el silencio de su nueva soledad.
El segundo día de mi viaje sentí escalofríos y luego mucho calor. Me ardía todo el cuerpo y no podía continuar. Me dolían la parte baja del vientre y uno de los costados. Apuré hasta el límite de mis fuerzas… Cuando ya me resultó imposible seguir, me tiré al borde de la carretera y no supe más. Al cabo de un tiempo, que no me dijeron cuanto, me desperté de un sueño delirante y me encontré en una cama de un hospital, rodeada de otras mujeres que sufrían en silencio de no se sabe qué. Recuerdo que fue esa misma tarde, cuando el médico que me atendió al llegar al hospital entró en la habitación y me dijo:
—Creo que tienes una infección de orina, seguramente debida a que tu vejiga está casi al aire por el agujero que la comunica con la vagina. Ahora, la fiebre ya empezó a bajar gracias a un medicamento que te pusimos por la vena, pero casi no nos quedan más inyecciones de ésas y en el Hospital de Manakara no hay nadie que trate un problema como el tuyo. Si quieres intentar curarte debes intentar ir al de Fianarantsoa, pues mientras siga abierta esa comunicación las infecciones se repetirán una y otra vez. Además, aquí muchas veces ni siquiera tenemos esas medicinas.
Luego, me preguntó de donde era y por mi marido y mis padres. Yo no supe que responder. Él se dirigió a la enfermera que lo acompañaba y, entre dientes, le oí decir:
—Esto es muy frecuente en niñas que han querido ser madres antes de tiempo. Casi siempre están solas, abandonadas por sus maridos, que rápidamente encuentran a otra…
Me volvió a mirar y, entonces, le dije que llevaba mucho tiempo de un lado para otro y que las únicas compañías que había tenido desde que se me formó el agujero eran un compañero de soledades, que estaba inválido, y una limpiadora, que trabajaba en el Hospital de Fianarantsoa.
Al día siguiente, ya no tenía fiebre y el mismo médico me comunicó que ya podía marcharme. No hizo falta que me vistiera… Ni siquiera me habían desnudado.
Antes de cruzar la puerta del hospital, me encontré de nuevo con el médico que me había atendido y le pregunté cómo había llegado hasta allí. Él se quedó pensativo durante un rato…, como dudando mientras yo lo miraba, hasta que finalmente se decidió:
—Estabas a pocos kilómetros de Manakara, tirada en la cuneta. Un coche se detuvo cerca de ti y el conductor observó que respirabas agitada y no respondías cuando te zarandeó un poco. Unos cientos de metros por delante había un control de la Policía. Al pararlo para examinar la documentación, el conductor les comunicó que había una joven abrazada al bordillo de la carretera que parecía estar muriéndose. Se trasladaron allí y al ver que seguías respirando te trajeron al Hospital. Yo fui el que te recibí en la sala de urgencias. No teníamos un termómetro a mano pero me di cuenta que tu cuerpo ardía y por el olor ya supe de que se trataba. Te pusimos paños fríos, un antibiótico y te ingresamos. El resto ya lo sabes…
¡Ah, por cierto! —añadió:
—El agente de la Policía que te trajo dejó su identificación para que figure en su hoja de servicios. Pareció mostrar cierto interés por ti, aunque se marchó sin decir nada. Te lo hago saber por si quieres agradecérselo. Pregunta en la Central de la Policía. Es un hombre joven y fuerte. Creo recordar que se llama Razafindra…
—¿Dijo Razafindra?
Al oír ese nombre, un escalofrío diferente a los que tenía antes de que empezara la fiebre me recorrió de arriba abajo y las piernas se me aflojaron. No pregunté más… Me sentía demasiado débil y confusa con esa información. Ahora, sólo deseaba reunirme con Marie y encontrar a Alahady. Cuando abandoné el Hospital me dirigí directamente a la estación en busca del vendedor de baratijas para pedirle unos ariarys y coger el tren para Fianarantsoa.
Cuando llegué a la estación el vendedor de baratijas ya no estaba. Esperé a la llegada del tren y les pedí dinero a una pareja de cierta edad que traían maletas en vez de mochilas. No podía hablar en francés, pero con señales sobre el tablero de la estación les indiqué que sólo necesitaba lo justo para comprar un billete de segunda para viajar a Fianarantsoa al día siguiente. El hombre no prestó interés, pero la mujer debió de percibir en mi mirada que quien pedía no era una profesional de la limosna, sino una niña angustiada que parecía enferma. Mientras el marido apremiaba a la mujer a buscar el «taxi-brousse» que los llevara al hotel, ella abrió su billetero y me dio lo suficiente como para ir y volver.
Al día siguiente, deshacía en tren lo que tiempo atrás había hecho andando y, aunque aún sentía dolores en el bajo vientre y el costado, el viaje lo soporté bien a pesar de los recuerdos y tantas horas empaquetada entre bultos y personas. Al llegar, me dirigí al hospital con toda la prisa que me permitieron los dolores y el mal estado general que aún me acompañaba. Podía coger un «pousse-pousse», pero quería guardar íntegro el dinero que me habían regalado para el viaje de vuelta.
Por la hora del día, cuando entré en el Hospital apenas había nadie trabajando. Le pregunté a un guardia de seguridad si conocía a una limpiadora que se llamaba Marie.
—Esa limpiadora por la que preguntas hace un tiempo que ya no trabaja como tal y no sé ni donde está ni siquiera si sigue trabajando aquí.
La respuesta me sacudió como si me hubieran pegado con un palo, como hacía a veces mi padre con mi madre cuando llegaba borracho y sólo encontraba los restos fríos de un caldo de agua con algunas hojas flotando, más para disimular el sabor del agua que para saborear el de las hojas. De nuevo, empecé a sentir unos escalofríos iguales a los que me habían tumbado en la carretera unos días antes, pero ahora no sabía si eran por la infección o por el miedo a no encontrarla. Pensé en Jaky y me fui a dormir al mercado. Si mi cuerpo se ponía a arder otra vez, volvería al hospital, y si no, lo haría al día siguiente y preguntaría por Marie a cualquiera que llevara un uniforme. Tampoco sabía cómo localizar a Alahady. Al llegar al mercado no me preocupé de buscar nada para comer. No tenía hambre, tenía ganas de llorar.
Estaba deseando que amaneciera pero la noche parecía dormida y no llegaba el momento. Al fin, con las primeras luces me dirigí al hospital y me senté al lado de la puerta para ver entrar a los trabajadores. Marie no estaba entre los que pasaron por allí. Pensé que tal vez había estado trabajando de noche, como lo hacía en su otro hospital, y que habría salido por otra puerta. En cualquier caso, pasado un tiempo que se me hizo interminable entré en el edificio principal decidida a preguntar a quien fuera.
Nada más entrar en el hospital mi vagina se vació bañándome las piernas y el charco se extendió calentándome los pies. Esta vez no fue el gota a gota habitual, fue el charco del miedo a no encontrar a Marie. Una doctora que pasaba por allí lo olió, y al verme sola y asustada se acercó a preguntarme.
Busco a Marie —dije con una voz temblorosa.
La doctora me cogió del brazo y me indicó que la acompañara a su consulta. Obedecí estremecida, temiendo una mala noticia.
Una vez dentro, me preguntó de qué Marie le hablaba y porqué.
Entonces, me brotaron todos los recuerdos, y de forma nerviosa y algo desordenada le conté casi toda la historia…
Al acabar, mi olor ya había sustituido al de su despacho y el corazón luchaba por salirse del pecho golpeándome con fuerza como quien aporrea una puerta porque se quedó encerrado. Quería saber de Marie y, entonces, la doctora me habló de Marie. Ya sabía que era la misma que buscaba yo.
—Marie ya no trabaja aquí —pronunció con voz grave y serena—. Marie entró a trabajar en el Hospital como limpiadora… Un tiempo después, por un hecho casual, me di cuenta de que podría progresar y tenía condiciones para llegar a tener el título de comadrona. La promoví al puesto de auxiliar de partos y una niña como tú, que está estudiando enfermería, le enseñó a leer rápido y a escribir aun mejor, para que pudiera presentarse a los exámenes de comadrona. Así fue y los aprobó sin dificultad. La experiencia que tenía la hizo valer y estudió mucho… mucho, a cualquier hora, en cualquier sitio. Progresaba rápido y con facilidad. Era una gran observadora y manejaba con destreza sus manos huesudas. Al fin…
Yo seguía asustada, esperando a que me dijera de una vez dónde estaba mi amiga y partera. Con una voz fuerte, que a mí me resultaba nueva, se lo pregunté sin más:
—¿Dónde está Marie? ¡Dígamelo! ¡Necesito verla! ¡Fue mi otra madre, mi amiga! ¿Dónde?…
—Yo no lo sé. Mejor es que te acerques a la Catedral y le preguntes al cura que le dedicó unas palabras en una de sus misas. Lo único que yo puedo decir es que, si sigue viva, debe estar en un lugar de paz… Fue una gran persona.
Las piernas se me doblaron y no recuerdo más.
Al oír el grito desgarrador y patético de Vohilaba, alguien entró en la consulta de la doctora y, juntas, la llevaron a urgencias para que su amigo el anestesista le pusiera un tranquilizante que ya tenía reservado para la siguiente operación.
Tardé casi veinticuatro horas en despertarme. Nunca antes me habían administrado un calmante y su efecto se multiplicó. Cuando abrí los ojos, la doctora me contó cómo había sido:
—Mira, Vohilaba, todo sucedió poco después de los exámenes. Un día, que estaba yo sola en el despacho, entró y me pidió que le hiciera una consulta… Al principio, me quedé algo extrañada pero ya supuse que le pasaba algo… Desde hacía unas semanas su aspecto se había deteriorado: estaba adelgazando, su cara parecía un campo de arar, su vientre estaba hinchado y su humor se estaba yendo…
—Doctora, no sé lo que tengo pero desde hace poco no me encuentro bien. Hasta ahora no le di importancia porque pensaba que era debido al esfuerzo de estudiar y escribir, a la vez que trabajaba y cuidaba de la niña de la fístula que tengo acogida en mi casa, pero este vientre ya no es el mío —dijo de forma algo temerosa, con voz débil y entrecortada.
—Al palpar su abdomen doloroso y lleno de bultos no me hizo falta saber más. Cuando la operamos ya no pudimos hacer nada y poco después falleció.
Hizo una pausa y desvió la mirada hacia ningún lado. Yo no sabía cómo preguntarle si sabía algo de mi amiga, la estudiante de enfermería, pero ella, leyendo mis pensamientos, se adelantó:
—Tu amiga Alahady aprobó sus exámenes con brillantez. Ahora, no está aquí. Tuvo que marcharse a vuestro poblado para cuidar temporalmente de sus hermanos. Su madre está muy enferma de tuberculosis, lo mismo que le pasó a tu hermanito, y ella quiere llevárselos de ahí para que no se contagien el resto, si es que llega a tiempo. Su padre no puede hacerse cargo de ellos durante todo el día, pues tiene que seguir pescando y quiere que cuanto antes les busque sitio en la escuela y residencia de Tangainoni, como hicieron con ella. No te puedo decir cuándo volverá ni si seguirá sus estudios aquí. Es una chica muy lista y seguro que luchará por lo mejor para ellos y para ella. Su madre se morirá pronto, ya que no respondió al tratamiento que le pusieron las monjas, y también sabe que cuando eso ocurra su padre tampoco querrá salir de allí.
Mientras ella hablaba yo seguía despertando de mi pesadilla y pensaba que lo único que me quedaba a que aferrarme en la vida era el pie deforme de Jaky. Por un momento tuve el deseo innoble de que tal vez fuera mejor que no se lo remendaran. Yo lo aceptaba así, y si él llegara algún día a valerse por sí mismo a lo mejor yo volvía a ser el desecho que era si él ya no me necesitaba. Inmediatamente me arrepentí de haber hecho esa reflexión y pensé en lo bueno que sería que se lo arreglaran y que pudiera encontrar una mujer que le diera hijos. Yo no quería ser una carga inútil para una persona a la que quería. Con ese pensamiento, al rato me quedé dormida otra vez. Cuando abrí los ojos era de noche y por mi cabeza sólo pasaba irme del hospital en cuanto se hiciera de día y pudiera despedirme de la doctora. También quería saber que había pasado con la niña de la fístula. Me levanté y me senté en un banco que había delante de la puerta de su despacho esperando a que llegara. El tiempo se me hizo interminable pues no sabía que era domingo. Por fin apareció…
—Hola Vohilaba, ¿qué haces aquí? ¿Ocurre algo?
Su voz sonó con extrañeza… Al tiempo, me invitó a entrar en el despacho mostrándome una silla para que me sentara.
Sí, quiero marcharme, pero antes me gustaría saber dónde puedo encontrar a la niña de la fístula —respondí casi balbuceando.
La doctora me miró despacio, primero a la cara y luego posó brevemente sus ojos, de mirada profunda y penetrante, en la zona de mi propio agujero provocando que cruzara las piernas de forma instintiva. Ella debió darse cuenta de mi movimiento…
—Cuando Marie se murió —empezó diciendo— yo tomé la decisión de operarla. Ya lo había hecho antes en otras dos pacientes y había fracasado, pero era la única oportunidad de devolverla a la vida. Ahora que Marie ya no estaba, acabarían echándola de la casa por las buenas o por las malas, y pasaría a ser una más de las niñas apestadas de la calle.
La doctora hizo una pausa mientras preparó café para las dos. Su olor fuerte, por un momento, pudo con el que yo llevaba pegado a la piel. Ella comenzó a saborearlo despacio mientras yo esperaba a que se enfriara fijándome en como lo bebía. Cuando, por fin, vació su taza se acercó a mí y me explicó:
—Yo estudié como hacer esas operaciones pero la cirugía es como una receta de cocina: «Aunque te la den perfectamente escrita nunca la reproducirás igual si no la has visto hacer. Los cirujanos, como los cocineros, guardan siempre un secreto que es su propio arte y eso sólo se aprende cuando los ves operar o cocinar.»
De pronto, se interrumpió y se puso a buscar entre los pocos libros viejos que había en una tabla que colgaba de la pared algo que tardó en encontrar; tiempo que yo aproveché para beber aquel café ya frío que tanto me apetecía. Aquí está —dijo por fin—. Se dirigió de nuevo hacia mí y me enseñó un dibujo que representaba en un papel los países de África y el nuestro: allí solo; rodeado de azul por todas partes. Con un lápiz me señaló dos, que dijo se llamaban Etiopía y Nigeria. No sabía bien que quería decir con todo eso, pero comprendí que yo tampoco podría llegar nunca hasta allí. La doctora me ofreció otra taza de aquel café de color claro que aun humeaba cuando le quitó la tapa al cazo, pero esta vez lo rechacé. Ahora lo bebió de un trago y de nuevo empezó a hablar, esta vez como si yo no estuviera delante pues miraba para unos papeles que tenía encima de la mesa, en los que pude ver unos dibujos y escritura con unas flechas que señalaban algunas partes de aquellas figuras que no podía entender. Esta vez no se esforzó para explicarme nada pues le hablaba a los papeles. Yo tampoco entendía lo que decía, aunque sus palabras y el nombre de aquellos países se me quedaron grabados, pues sabía que en todo aquello estaba la solución a mi fístula y no desperdiciaría cualquier información. Recuerdo casi una a una sus palabras:
—Cuando la niña de la fístula ya estaba anestesiada y pude explorar bien aquella vagina tan pequeña y deformada ya me di cuenta de que superaba mis posibilidades de tapar el agujero. Disequé con extremo cuidado y extirpé el tejido muerto que no servía para nada y suturé, pero a los pocos días ya estaba saliendo un flujo de orina por el sitio equivocado. ¡Qué habrá fallado, Dios! —exclamó con ira.
Al levantar la vista pareció sorprenderse al verme delante de ella, observándola con una mirada que debía reflejar toda mi ansiedad… o mi vacío.
—¿Dónde está?, le pregunté.
—Continúa ingresada —respondió con pena.
—¿Puedo visitarla?
La doctora asintió con la cabeza a la vez que me indicaba donde estaba. Cuando cruzaba la puerta, me detuvo para añadir que antes de que me marchara del hospital pasara de nuevo por su despacho.
Al llegar al pasillo no me habría hecho falta saber cuál era su habitación. Mi olfato me dirigió directamente hasta los pies de su cama. Cuando me acerqué, la niña dormía un sueño tranquilo y yo no hice ningún ruido para no despertarla. Me quedé un rato mirándola en el mismo silencio que guardaban los varios acompañantes de las otras dos mujeres que estaban en la misma habitación, unos de pie y otros sentados, pero todos mudos ante la enfermedad igual que lo estamos ante la vida que nos toca vivir de acuerdo a nuestro «vintana» (destino) —pensé mientras me daba cuenta de que yo también sabía ya diagnosticar con el olfato—. Era más niña que yo —o así me lo parecía por el bulto que hacía su cuerpo debajo de la ropa de la cama—. Ahora dormía, y ése era el momento en el que estaba curada y la vida la igualaba a todos los que no padecían. Estaba sola, como yo. No esperaría más para hacer mi viaje a Tana. Me di la vuelta y me alejé con paso rápido en busca de la doctora. La puerta de su despacho estaba entreabierta y, al asomarme, me hizo pasar. Al entrar, vi encima de su mesa los instrumentos artesanales de Marie, que hacía un rato no estaban allí, y me vinieron a la memoria tantos recuerdos… La doctora percibió mi mirada y el impacto que me causaron por el gesto que debí de hacer pues la emoción ya empezaba a empujar un llanto que supe contener.
—Era una excelente trabajadora y una maravillosa mujer. Admiro la imaginación y destreza del que hizo estos útiles —reflexionó en voz alta con voz profunda y sincera.
No me preguntó por la niña de la fístula. Directamente abrió un cajón de su mesa, sacó unos billetes doblados de ariarys, y me dijo:
—Con esta cantidad puedes hacerte con un pasaje de autobús de ida a Tana y aún te sobra, por si lo necesitas. Sé que tu hermana está próxima a ordenarse como monja. Te hará bien verla. El autobús sale a cualquier hora a partir de cuándo se llene…
En un papel escribió la dirección del convento donde se preparaba Siramamy, para que al llegar se lo enseñara a alguien y me indicara como llegar o me llevara hasta allí. En cualquier caso, me la hizo memorizar por si perdía el papel. Para evitarlo, metió el dinero y la dirección en un sobre que envolvió en un trapo con el que me rodeó el pecho por debajo. Me recomendó que desde unas horas antes no bebiera, como me había enseñado Marie. A continuación, cogió una bolsa en la que metió dos pañales para el viaje y me deseó suerte. Me apretó la mano y yo no fui capaz de darle el abrazo que hubiera deseado, mi olor se pega a todo lo que se me acerca. Nunca olvidaré a aquella doctora.
Aún era muy temprano y empezaba a llover con gotas finas. Me dirigí a la Catedral. Antes de abandonar Fianarantsoa, tal vez para siempre, quise sentarme en las escaleras y dedicarle a Marie un intenso recuerdo… El cura me vio y me reconoció. Se acercó a mí y, sin que yo le dijera nada, empezó a hablar de ella:
—Marie descansa en paz… Un día, que estaba sentada con una amiga de tu edad, aquí, en estas mismas escaleras, me dijo que necesitaba creer en nuestro Dios. Poco después vino a verme y me pidió que le hablara. Tuvimos muchas conversaciones en las que yo le hice entender que sólo nuestro Dios es el verdadero. Ella vivía anclada en el pasado remoto en el que, por la ignorancia del hombre, todos los males se achacaban a los dioses y espíritus presentes en la naturaleza y se requerían sacrificios humanos y animales para calmarlos. Ésa es vuestra religión. Creéis que las relaciones entre «Zanahary» —vuestro dios— y el hombre están regidas por los «fanahy» —los intermediarios de los espíritus—, o los «razana» —los antepasados—, a los que él encarga de velar por los vivos y garantizar el orden de la tierra. Para vosotros, las almas de los «razana» son los que controlan vuestra sumisión, pudiendo bendeciros o castigaros. Lo mismo que esos otros espíritus presentes en la naturaleza, sean buenos o malos, que también permiten la comunicación con Zanahary. Hablo de los «biby» —criaturas que creéis suprahumanas—, y de los «mpakafo» —especie de lobos que comen corazones—. Hay sitios de nuestro país en los que los niños temen a los hombres blancos porque creen que bajo su aspecto se esconde un «mpakafo». Adoráis piedras, lagos, árboles y rocas que creéis sagradas, y tenéis multitud de elementos —plantas, sustancias, cosas— destinados a la caza de los malos espíritus y a alejar la mala suerte. Sin embargo, en nuestra religión católica —la verdadera— sólo Él rige todos los destinos. Vosotros no tenéis la palabra de Dios. Él nos comunicó su mensaje a través de su hijo Jesucristo.
De pronto repiquetearon las campanas de la Catedral e interrumpió su discurso, pero antes de despedirse me dijo:
—Ahora tengo que atender a los fieles que esperan el comienzo de la Santa Misa. Si quieres, entra. Si no, ven a verme en otro momento, como hizo Marie, que acabó abrazando nuestra religión y hoy descansa en la paz de nuestro Señor.
Yo apenas le había prestado atención, inmersa como estaba en el recuerdo de Marie. Pensé en el amuleto que me liberó de Razafindra y me dio la suerte de encontrar a Jaky, aunque no quería pensar más en él y solo desearle que el amuleto le trajera una buena operación.
Cuando el cura me dejó sola de nuevo, pensé que lo más probable es que hubiera dos Dioses: uno para los blancos y otro para los negros. Se me ocurrió que si hubiera uno sólo todos los hombres serían iguales: blancos o negros, y que no habría tanta diferencia entre unos y otros, aunque yo no sabía cómo vivían en el lado de los «incoloros». Mi hermana había cambiado el uno por el otro, igual que Marie, pero yo no lo haría: «No podía imaginar que mi madre, mi hermanito, y la propia Marie no estuvieran en contacto conmigo a través de sus espíritus, guiándome para que algún día tuviera un destino mejor que el que me había dado la vida hasta ahora».
Al iniciar mi andar hacia la estación de autobuses, vi la figura de la doctora subir apurada la cuesta de la Catedral. La misa estaba a punto de comenzar. Ella no me debió de ver, enfrascada como iba en llegar a tiempo al oficio que le daba fuerzas para luchar cada día. Tal vez una parte de sus rezos los dedicara a pedir por los pacientes como yo, que no tenían solución en sus manos y le abrumaban la conciencia. No quise que me viera y traté de mezclarme entre tanta gente que se dirigía hacia la Catedral, aunque si el viento soplaba a favor sería reconocida por el olor… Tan pronto como me vi a salvo de su visión y olfato, me di media vuelta para contemplar su figura menuda y bondadosa entrando por la puerta de la iglesia. Permanecí observándola hasta que desapareció confundida con todos los fieles que ahora abarrotaban ya la iglesia en su cita semanal con la esperanza. Cuando, por fin, desapareció tras la puerta reinicié mi camino hacia la estación de autobuses.
Compré el billete y me pegué al único autobús que había estacionado. No sabía cuánto tiempo tendría que esperar hasta que se llenara con el doble de pasajeros de los que cabíamos para salir, pero ya no me moví de allí. Otros pasajeros se agolparon a mi alrededor. Mi menudencia me hacía insignificante entre tanto bulto, pero yo estaba lista para entrar en cuanto se abrieran las puertas. De pronto se empezaron a oír unas voces con sonidos amenazantes que cada vez sonaban con más fuerza. Ahora ya se veía a un grupo de hombres y niños que asomaban a la plaza por calles enfrentadas, con palos y telas pintadas con letras que yo no comprendía ni me atrevía a preguntar que decían. Las campanas de la catedral sonaron a lo lejos despidiendo a los fieles o anunciando la refriega. ¡Viva la república! —gritaban unos—. ¡Muera la corrupción! —contestaban otros—. Cada vez se oían más cerca, y los gritos de los dos grupos chocaban en el aire hasta que empezaron a hablar los palos y los puños. Las telas escritas ya eran pedazos y la lluvia limpia extendía por el suelo las manchas de sangre que salía de los rotos que se iban haciendo «viva la república» a «muera la corrupción» y «muera la corrupción» a «viva la república», hasta que sonaron las sirenas de la policía que consiguieron hacer correr y desaparecer a «muera la corrupción». Los más atrevidos recibieron con puños y palos unas cuantas noticias más de «viva la república» y se quedaron tendidos en el suelo durmiendo los golpes del poder. Un tiempo después se restableció el orden impuesto por la fuerza y los sonidos de la lucha fueron remplazados por los de una lluvia torrencial. El cielo estaba muy oscuro y la mañana se hizo casi noche en nada de tiempo.
Por fin, salió el autobús cargado de miedos, resignación o esperanzas…
Vohilaba dio un suspiro y se concedió un descanso que la ginecóloga aprovechó para acercarse a la cocina y buscar algo que ofrecerle. Al rato volvió con un vaso de leche y unas galletas.
—Toma Vohilaba, bebe esto y reposa un rato poniendo un poco de dulce a tus recuerdos. Voy a mi despacho y enseguida vuelvo.
No sé como contárselo —pensaba Juliette mientras se alejaba de su vista para recapacitar como hacerlo—. Mejor es que siga hablando y luego se lo digo —decidió al fin.
Al llegar a la puerta de su despacho se dio la vuelta y regresó al jardín. Vio a Vohilaba de pie, arrimada contra el árbol. No supo diferenciar si lo sostenía o lo acariciaba.
Los pájaros aguardaban silenciosos la continuación de la historia. Cuando Vohilaba se giró y encontró la mirada de la ginecóloga observándola se sintió querida y dispuesta a seguir hablando… Sin decirse nada, se sentaron de nuevo en el banco.
—Te escucho —dijo con voz suave la ginecóloga.
Estaba muy impaciente y excitada por volver a ver a mi hermana, pero algo me intranquilizaba por las escenas que había visto en la plaza, con la «república si» y la «corrupción no» disputándose el poder a golpes desiguales: aquéllos con palos, éstos con la palabra. Por un momento, pensé en quién sería ese Razafindra… que me llevó al hospital. Su nombre me encogió el vientre y descargó el miedo de mi vejiga casi vacía. También tuve un breve recuerdo para la niña de la fístula. No me la imaginaba teniendo que hacerse adulta sin serlo.
A pesar de todas las incomodidades del autobús y de la lentitud del viaje, con paradas continuas para cargar y descargar pasajeros que viajábamos como bultos y bultos que viajaban como pasajeros, el cansancio me pudo y los ojos se me cerraron para soñar… Luego, descubrí que eso es lo que se consigue con el teatro cuando se echa el telón, despacio, de arriba abajo, escondiendo todo lo que a partir de ese momento empieza a bullir por detrás para recoger lo que durante un tiempo mágico engañó a los espectadores y les hizo creer que las casas eran casas, las calles eran calles, y la luna era la luna. Así funciona también nuestro cerebro cuando se nos cierran los ojos y empezamos a soñar… No sé quién ni como inventó el teatro, pero solo tuvo que reproducir su sueño en un escenario. Nada más; así de fácil —me parece a mí.
—¿Y por qué sabes tú esto del teatro? —interrumpió la ginecóloga.
—Pues porque en el Polideportivo de Akamasoa a veces se representan obras que montamos e interpretamos los habitantes de aquí; la mayor parte de las veces los niños y niñas de la escuela, porque eso nos entretiene mucho y nuestros profesores dicen que así aprendemos oficios y de la vida —respondió Vohilaba.
—¡Ajá, qué bien! —exclamó la ginecóloga con un tono de sorpresa y admiración. Mira, Vohilaba, nosotros también hacemos teatro pero no necesitamos un decorado ni un escenario especial. Nuestro teatro es la vida diaria, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, y nuestras representaciones son la vida real, en la que todos somos actores, no la de los sueños. Estas últimas son más hermosas…
Entonces… soñé con ese Dios de los blancos, al que alaban y le piden con rezos musicales tan armónicos que llenan de sosiego el espíritu. A Él lo imaginan y representan con formas y figuras descoloridas que lo hacen parecer impalpable, como las que vi en la Catedral, no con el color del barro que es el nuestro. Durante el sueño me imaginé a nuestros hombres, mujeres y niños convertidos en hormigas, continuamente yendo y viniendo por los caminos de un sitio para otro: los de aquí para allá y los de allá para aquí, de no se sabe donde a no se sabe donde, a veces sin rumbo aparente, y otras —como las niñas de las fístulas— caminando solas, de ninguna parte a ninguna parte, de donde nadie las despide a donde nadie las espera: casi todos recorriendo grandes distancias con el estómago vacío y muchos cargados con fardos que duplican sus pesos menudos. Y en el sueño veía como la vida en todas nuestras aldeas y pueblos era así de igual, como la de las hormigas, con las que también compartimos el color: el de la sombra, porque para nosotros la vida es una sombra de la vida. Y como les pasa a ellas, cualquier día se acaba con un simple pisotón… De repente, el sueño se desvaneció y me desperté al notar que algo caliente empezaba a mojar mi pañal, justo cuando estaba entrando en este gran hormiguero que es Antananarivo.
En ese momento, alguien estaba disponiéndose a dar un pisotón…
Vohilaba se interrumpió al ver la expresión triste y pensativa de la doctora, y, de forma espontánea, le pidió permiso para asomarse a la noche a través de su silencio. Miró hacia lo alto de la colina, que dibujaba su contorno con las luces salteadas de las casitas de Akamasoa, y adivinó su residencia allá al fondo, donde al día siguiente estaría recuperando sus actividades con la amenaza de una nueva infección. Giró levemente su cabeza buscando el convento con sus campanas, ya durmientes, a la espera de anunciar el inicio de las oraciones que darían la bienvenida al nuevo día.
La doctora se le acercó y juntas, mudas las dos, compartieron el recuerdo de la revuelta que a punto estuvo de impedir que se conocieran…
Cuando, por fin, se levantaron, la doctora —con semblante serio— la invitó a ir a su despacho durante un rato, pues tenía algo importante que comunicarle y no quería ningún testigo. El gato estaba hecho un ovillo allí en el banco y no se movía, pero tenía los ojos abiertos y las orejas bien erguidas. Vohilaba asintió con un gesto de complacencia que, sin embargo, no ocultaba su preocupación.
Ya en el despacho, Juliette le indicó a Vohilaba que se sentara mientras abría la ventana para dejar que el viento que soplaba suave arrastrara sus palabras. El gato que seguía en el banco miagó al oír el ruido del postigo que lo alertó. Juliette se giró y, mirándola, pronunció su nombre con voz algo temblorosa:
—Vohilaba… mañana te irás de alta, aunque debes mantener el tratamiento durante un tiempo. Yo tengo que regresar a mi país por un asunto personal, pero volveré. Antes, quiero aprovechar que tú estás bien y conocer algunos de los sitios por donde transcurrió tu vida porque también forman ya parte de la mía. La otra ginecóloga que trabaja aquí conoce todos los detalles de tu evolución y las pautas de tu tratamiento, y la enfermera también sabe lo que tiene que hacer si se te obstruye la sonda. Yo estaré en contacto permanente con ellas. Voy a enviar los antibióticos más adecuados para las infecciones de orina y ya les dije que siempre guarden unos de reserva para ti, por si fuera necesario recurrir a tratamientos más fuertes. Antes de volver aquí, voy a intentar desplazarme a alguno de los sitios donde son unos expertos para tratar las fístulas —tal vez el Hospital de las Fístulas en Addis Abbaba— para poder operarte cuando regrese, si es que antes no lo hicieron los médicos blancos que cada año van a Farafangana. Ahora es mejor que te acuestes. ¡Ah! —exclamó Juliette— creo que otra ginecóloga extranjera vendrá para sustituirme, añadió antes de cogerla de la mano y echar a andar para acompañarla hasta su lecho. Ya en la habitación, le dijo:
—No sé si aun te veré mañana antes de partir, pero quiero que sepas que durante todo este tiempo me pasé muchas horas escribiendo tu historia. Lo hice utilizando mis propias palabras porque algún día quiero darla a conocer y tratar de sensibilizar a muchos más ginecólogos para que vengan a tu país y os ayuden mejor y mucho más de lo que yo supe y pude hacerlo. La historia aun está incompleta… y ésa es otra razón por la que quiero volver.
—¿Por qué no me lo dijo antes? —preguntó Vohilaba— cuando Juliette ya se retiraba tras apagar la luz de la habitación.
—Porque no quería que te preocuparas, y… porque no me habría marchado si tú no estuvieras con la infección controlada —respondió la ginecóloga.
—Mandra pihaona (hasta mañana), Vohilaba.
—Misaotra (gracias), doctora.