La tarde se desvanecía con rapidez, con los últimos fulgores del sol dejándose ya envolver por la noche, cuando la doctora finalizó sus operaciones y fue a buscar a Vohilaba. Fuera, soplaba un aire fresco, pero apacible, que ambas agradecieron al hacer su entrada en el jardín. Tras un breve paseo, que ella aprovechó para desentumecer sus músculos de la espalda, tantas horas doblada durante el tiempo que habían durado las operaciones, por fin decidieron sentarse en su banco favorito. La doctora le pasó el brazo por encima del hombro y le propuso que le contara que había ocurrido después…
Jaky llevaba un rato despierto, esperando a que lo hiciera yo…
Me había costado mucho conciliar el sueño después de toda la información que había recibido. Tenía el consuelo de pensar que mi madre estaba con su hijito y que Vary ya no iba a tener todas esas enfermedades que padecen los niños en nuestra tierra. También imaginé que Siramamy iba a estar cuidada por su nuevo Dios y sería feliz haciendo el bien a los demás. Me dormí pensando en el sufrimiento de Jaky, y en sus palabras de la noche…
Al abrir los ojos, noté su mirada tierna y me ofreció un cazo de caldo caliente, que había conseguido a cambio de ayudar a descargar uno de esos carros lleno de cajas con alimentos listos para competir y ocupar uno de los puestos de venta del mercado. Una de sus piernas le sobraba… pero sus brazos eran fuertes…
En mis ojos se asomó el brillo del agradecimiento. Me sentía contenta con su compañía… y le conté mi vida sin dramatismo…
Había sufrido mucho, pero… ahora tenía abierto un camino de esperanza: Alahady y Marie juntas, y mi hermana en una Congregación. De una manera o de otra, tarde o temprano, encontraríamos a los médicos blancos. Además, al menos por unas horas, había estado acompañada con afecto, sin nada a cambio.
Cuando finalicé mi relato, Jaky me cogió una mano y me pidió que, juntos, trazáramos un plan. Él también quería ver a los médicos blancos. Tal vez, en alguna de sus visitas, viniera un especialista que pudiera recomponerle aquello que algún día fue un pie, y ahora sólo era el apéndice grotesco de una de sus piernas, que todos los días soltaba unas lágrimas de pus.
Yo le comenté mis pensamientos previos a nuestro encuentro. Si no encontraba a la chica de la fístula lo más seguro era ir a Manakara y, cada dos días, esperar en la estación a la llegada del tren, hasta que algún día aparecieran los médicos blancos. Estaba dispuesta a esperar así el tiempo que fuera —y añadí—: «Mi vida no tenía otro sentido ni ningún futuro más que la soledad y vivir de la caridad pública. Si pasa mucho tiempo y no tengo otras noticias… volveré a Fianarantsoa y también trataré de localizar a mi hermana —pensé para mí misma».
Jaky, tu caso es distinto —le dije—. Tú podrás encontrar un trabajo en otro sitio, un sueldo, también una mujer a la que no le importe tu cojera, y tener hijos. A mí, sin embargo, nadie me aguanta a su lado por el olor, que es el único compañero fiel que tengo: nunca me abandona. Yo no conseguiré un trabajo de mujer, ni de esposa, ni de madre, a no ser que me cierren la fístula. Mi único consuelo es que por el tiempo que viví en los mercados sé que allí siempre tengo asegurada una ración de comida al día. Jaky…, debemos separarnos. Te propongo lo siguiente: «El que sepa donde están los médicos blancos que se lo haga saber a un vendedor de baratijas que siempre está en la estación de Manakara. Y si no lo encuentra, que se lo comunique al cura del Centro de Rehabilitación de aquí. Serán nuestros contactos. Los dos son fiables y no tenemos otra forma de hacerlo. Yo, mañana, regreso a Manakara».
Jaky enmudeció… Yo… Al fin, empecé mi última jornada de rastreo por Vohipeno. Quedamos en vernos esa noche, en nuestro sitio del mercado. Recorrí pacientemente todos los rincones de Vohipeno, pero pensaba más en Jaky y su propuesta que en localizar a la chica de la fístula… Tenía la sensación certera de que Jaky había sido sincero y de que, de alguna manera, me necesitaba. Él, al igual que Marie, en el poco tiempo que habíamos estado juntos, en ningún momento había mostrado signos de rechazo. Todo lo contrario…
Por curiosidad, en un momento determinado de mi deambular, me detuve cerca del lugar donde un grupo de niños y jóvenes trataban de vender los papeles y sobres de flores incrustadas. Algo me llamó la atención de una chica que parecía buscar a alguien… Balanceaba su cuerpo de forma nerviosa, impaciente… Su cabeza se movía como la de un pajarito: con movimientos rápidos, continuos, para un lado, para el otro, para arriba, y vuelta a empezar. ¿Será como yo? —pensé—. Me aproximé a ella por detrás —con el olfato en alerta máxima—, pero, rápidamente, deduje que no tenía la «enfermedad oculta»… Sin embargo, cuando estaba cerca, la chica giró rápidamente la cabeza y tuve la sensación de que miraba para mí… Sentí una oleada de calor, avergonzada de que alguien hubiera detectado mi olor entre todo ese gentío, y apresuré el paso sin mirar para atrás… alejándome de allí.
Beline creyó oler su antigua fístula cuando una chica jovencita pasó por detrás de ella, pero pensó que eran reminiscencias de su pesadilla o que ella misma había vuelto a filtrar. Miró al suelo… y no vio las gotas de antes. Juntó los muslos… y no los sintió húmedos. Buscó a aquella jovencita… y ya había desaparecido. Siguió allí un tiempo más, esperando a ver si encontraba a su amigo el viajero, pero como no sabía si, finalmente, ése era el día que le tocaba ir a comprar, decidió empezar su viaje de regreso a Manakara. Ya lo localizaría allí. Además, estaba impaciente por comunicarle a su madre su curación y hacerse cargo del negocio que su abuela le había dejado…, si es que la cabaña no estaba ya ocupada por otra abuela…
Jaky no se movió en todo el día del mercado. No quería separarse de mí y sólo pensaba en convencerme de que lo mejor para los dos era que siguiésemos juntos hasta localizar a los médicos blancos. Luego ya se vería. A él no le importaba mi olor. Él también olía y además cojeaba. Cuando llegué al mercado, antes de lo previsto, me encontré a Jaky sentado en la misma posición en la que lo había despedido por la mañana: con la cabeza inclinada hacia el suelo apoyada entre sus manos.
Rápidamente me detectó por el olor… Cuando nos miramos, cruzamos sentimientos mutuos de tristeza…
Jaky fue el primero que empezó a hablar… Dijo:
—Vohilaba, no quiero que te vayas. Yo sé que para ti seré una carga, pero tú para mí eres muy importante y te necesito a mi lado. Desde que tuve el accidente, eres la primera persona con la que pude hablar sin sentir la vergüenza de mi defecto. Gracias a ti puedo pensar en un futuro que creía que se había quedado enterrado en el hospital de Manakara…
A mí se me nublaron los ojos y los planes.
Jaky quiso continuar hablando pero la voz le salió entrecortada:
—Yo…, a cambio… No fue capaz de acabar la frase. Bajó la cabeza y ocultó la cara entre sus manos.
Cuando se hizo la noche y se vació la ciudad, echamos a andar, él apoyado sobre mí y yo marcando con mi goteo el camino de regreso. Al llegar a un descampado nos acomodamos en el suelo y, apretándonos fuertemente el uno contra el otro, nos tanteamos: primero, de forma temerosa; luego, con ternura… hasta que el fuego nos consumió. Lo que la luz no había conseguido llevar a nuestras vidas lo había logrado la oscuridad.
No pude dormir en toda la noche. Nunca había sentido esa sensación placentera, que por un momento me estremeció. No sabía lo que era sentirme querida por un hombre.
Un grupo de pájaros, ocultos entre las ramas del gran árbol que daba ahora sombra a las luces en el jardín, despedían alegremente el día cantando al silencio de la noche… Vohilaba y la doctora permanecieron un rato mudas hasta que el reloj del campanario de la iglesia cercana repicó llamando a vísperas y completas.
La doctora, entonces, se levantó indicándole a Vohilaba que era tiempo de irse a descansar y que al día siguiente continuarían. Cuando la dejó en su habitación, regresó a su despacho y se puso a escribir… En la pantalla del ordenador sólo se veía una raya vertical corriendo enloquecida de un lado para otro, dejando tras de sí las palabras que escribían una historia forjada en el sufrimiento y la voluntad. Al rato, abandonó el hospital camino de la Residencia con paso lento. Quería absorber a través de la piel esa brisa de esperanza que le daba el nuevo tratamiento que parecía estar siendo eficaz contra la infección que padecía Vohilaba. Esa sensación positiva se acompañó involuntariamente de un suspiro prolongado, que parecía querer abrir una puerta. Antes de dormirse, pensó en su pareja y en cómo había sido la primera vez…