La medicación seguía sin llegar a la Maternidad de Akamasoa y la situación de Vohilaba se iba deteriorando poco a poco. Comía menos, y los achaques de fiebre la dejaban tumbada durante gran parte del día. La ginecóloga decidió añadir otro antibiótico al tratamiento, tras consultar con su hospital… Durante los días siguientes, la temida elevación de la temperatura ofreció una tregua.
Una mañana, Vohilaba se levantó con fuerzas renovadas y le pidió a su doctora que la dejara ir a su residencia. Quería recoger unas notas que había escrito como parte de sus ejercicios cuando acudía a la escuela y ya sabía escribir… En ellos se había propuesto reflejar de forma simple un encuentro que había cambiado su vida… La doctora accedió de buena gana al verla animada. Quedaron en que cuando ella acabara la consulta, alrededor del mediodía, se verían de nuevo para que se los mostrara.
Vohilaba ya esperaba a la puerta de la consulta. Todavía faltaban unas pacientes por pasar, pero su ánimo estaba excitado por poder enseñarle el trofeo de su voluntad a su doctora y seguir narrándole una vida a la que ahora se aferraba más que nunca. Cuando, por fin, salió la última paciente, Vohilaba asomó a la puerta su cabeza peinada y con un gesto de complicidad y confianza entró en el despacho.
La ginecóloga sonrió y le indicó que se sentara enfrente, mientras ella finalizaba de ordenar las notas clínicas que había recogido por la mañana: las de esos bultos que al entrar en el despacho no sabía si eran embarazos o miomas; las de las hemorragias a destiempo; y las de otras patologías, con la sombra de la infertilidad siempre sobrevolando aquellos cuerpos femeninos, que avanzaban con expresiones de esperanza unos y con temor al veredicto otros. Por fin, cuando acabó, se levantó y se dirigió a la cocina para buscarle unos caprichos a Vohilaba. Con el estómago agradecido, el relato sería más fluido —pensó.
Mientras Vohilaba recobraba fuerzas, la doctora leyó despacio aquellas notas con buena letra que su paciente tenía ordenadas en un cuaderno que guardaba extrañamente limpio y sin arrugar. Al finalizar su lectura, levantó la vista y durante un momento miró a Vohilaba con ternura y admiración. Fijando sus ojos en ella, le dijo:
—Ahora quiero que me lo cuentes tú. Te hará bien volver a recordarlo… Luego me dejas las notas y yo lo reescribiré.
Entonces, con su complicidad, Vohilaba se soltó a hablar…
El Centro de Rehabilitación de Vohipeno no tenía capacidad para admitir todas las solicitudes que continuamente le llegaban. El Padre fundador tenía que rechazar diariamente a todos (o casi todos) los que se agolpaban en la entrada como en una competición de tullidos, a ver quien entre los paralíticos, malformados, espásticos, poliomielíticos, artríticos, quemados, mutilados, cojos o mancos se llevaba el premio de ser admitido.
Una mañana, vi a la puerta del Centro una cara que creí reconocer… Se trataba de un chico un poco mayor que Razafindra y que cojeaba de forma burlesca y ridícula por culpa de un pie inútil. Era uno más de los que ese día había sido rechazado… El joven se alejó con su andar chancero y la mirada perdida en un horizonte que para él parecía lleno de nubarrones…
Desde aquél accidente que había tenido, cuando la barca en la que se transportaban los vehículos para cruzar el río que interrumpía el camino a Tangainoni le atrapó el pie, y los huesos cicatrizaron torcidos y en falso, su vida se había reducido a verla pasar. Ni siquiera le llegaron a ofrecer una oportunidad cuando se quedó vacante el puesto que había ocupado Razafindra tras la apresurada huida, al día siguiente de su boda. Allí, ya no tenía ningún porvenir ni conseguiría mujer. Los pequeños se mofaban de él y para los mayores no era útil. No podía caminar más que distancias siempre cortas y eso lo incapacitaba para trabajar en el campo y en labores de pastoreo. Tampoco podía mantener el equilibrio sobre una barca, aunque había intentado hacerse pescador. Se pasaba la mayor parte del día sentado para evitar los esfuerzos inútiles y la burla; siempre mirando a los que cruzaban el rio de un lado para otro, esperando la oportunidad de poder marcharse algún día…
Yo continué con mi trabajo, transportando inválidos de un lado para otro y ayudando en labores de limpieza, pero en mi cabeza persistía la imagen de aquel joven que no acertaba a encuadrar en el laberinto de mi vida. Esa noche, al acostarme me acordé de Razafindra…
Al levantarme por la mañana vi al cura hablar con unos hombres que tenían aspecto más importante de lo habitual. Llevaban unas carpetas y uno tomaba notas. Al poco, el cura se dirigió con ellos al bloque donde yo ocupaba un cuarto vacío. Yo ya sabía que ese espacio había que recomponerlo para aumentar la capacidad del Centro. Cuando los hombres salieron de mi casa dormitorio y se despidieron del cura, éste no tardó nada en buscarme y llamarme a un aparte. Me cogió cariñosamente por el hombro y, en tono piadoso pero firme, me dijo que en breve se iniciarían unas obras para conseguir aumentar el número de internos que no podían valerse por sí mismo o no tenían a nadie que los ayudara a arrastrarse. Entonces… comprendí. Yo tenía la enfermedad oculta: «la que no se ve pero se huele». Unas enfermedades —las que se ven— producen compasión, mientras que las otras sólo rechazo. Esa noche fregué como nunca mi habitación y cuando empezaba a alborear me marché.
Mientras con paso apresurado me alejaba del Centro, sentí un cierto remordimiento al pensar que debía de haberme despedido del cura, que había sido comprensivo conmigo y ni siquiera me había puesto fecha para dejar mi sitio. Tampoco lo hice de ninguno de los inválidos a quienes, tirando de ellos o dejándoles apoyarse en mí, les había puesto unas piernas amistosas a su disposición. No sabía adónde dirigirme. Finalmente, decidí descansar en cualquier sitio que encontrara suficientemente mullido… Al día siguiente seguiría el rastreo de la hija del vendedor de la estación de Manakara. Cuando me estaba quedando dormida volví a pensar en el cojo de la cola…
Me despertó el bullicio cotidiano del amanecer; hombres tirando de los carros llenos de mercancía para el mercado —o aún vacíos—, esperando el encargo de algún transporte; mujeres madrugadoras, que llevaban sus ventas de comida en grandes cestos de rafia que acortaban el cuello, y niños cargando con el doble de troncos de leña que de años, todos descalzos para no ablandar los pies. El día amanecía como cualquier otro… Las calles ya se iban llenando de gente que formaba un caleidoscopio de colores: vivos y atrevidos los de las mujeres; apagados los de los hombres; provocadores los de las camisetas de los jóvenes; aun sin hacer los de los niños. Ahora tenía dos rastros que seguir: el de la fístula y el del misterioso cojo. Deambulé por la ciudad sin rumbo, con el olfato y la vista alertas. Tras varias horas caminando sin resultado alguno, recalé en el mercado, que es donde late la ciudad. Ya conocía bien esos lugares y mi instinto me permitía escoger el mejor puesto de observación. Pasé el tiempo sin que nada me llamara la atención… y la tarde se echaba encima. Tenía que tomar la decisión de adónde dirigirme, a quién preguntar para que me diera información sobre los médicos blancos, cómo localizar a la hija del vendedor y… encontrar al cojo y preguntarle quien era. Pensé que, tal vez, lo mejor sería volver a Manakara e instalarme a vivir en la estación. Si los médicos blancos iban a volver algún día, pasarían por allí. Además, en la estación estaba el vendedor de baratijas y él me ayudaría a sobrevivir, o por lo menos tendría alguien con quien hablar. ¡Quién sabe si su hija también iría a verlo! Y, si al cabo de un tiempo no ocurría nada, buscaría como hacerme con unos ariarys para pagarme el billete del tren y regresar a Fianarantsoa, donde estaba mi amiga Marie. Esperaría unos días… instalándome en el mercado y paseando la ciudad.
Cuando la noche extendió su manto y los puestos se habían casi vaciado, me di un paseo entre los que apuraban el tiempo esperando a los últimos compradores, que siempre los había. Desde que había abandonado el Centro no había probado alimento alguno y el estómago protestaba. Alguien me daría algo antes de tener que buscarlo entre los restos que más tarde se disputarían las ratas —pensé—. Al dirigirme hacia una mujer que ya empezaba a recoger sus escasas mercancías —algunos plátanos, una cacerola con restos de «romazaba», otra con un poco de arroz, y poco más…— tuve la sensación de que alguien me observaba… La oscuridad no permitía distinguir demasiado. La poca gente que aún permanecía en sus puestos eran mujeres de edad, de ésas que no suelen mirar a nadie pues todo lo que hay que ver en la vida ya lo habían visto. No me costó conseguir comer algo… Ya con el estómago a medio ocupar, decidí dar un pequeño rodeo y ver si había un sitio más confortable que el que ya tenía seleccionado y, de paso, sacudirme de encima la sensación que había tenido de estar siendo observada… Al no encontrar nada especial, me encaminé de nuevo hacia mi puesto de dormir, madurando la idea de regresar a Manakara. Con ese pensamiento me ovillé, pero antes de cerrar los ojos me llamó la atención un chico joven que a cierta distancia estaba sentado sobre un pequeño escalón mirando hacia mí. No podía distinguir bien sus rasgos debido a la oscuridad de la noche y la distancia, pero el corazón me palpitó. Me giré ligeramente para no enfrentar su mirada y entonces el chico se levantó y comenzó a andar cojeando de forma grotesca. No tenía duda de que se trataba del mismo que me había llamado la atención en la cola del Centro de Rehabilitación y que era al que buscaba para preguntarle quien era.
Me levanté de inmediato y me dirigí directamente hacia él. Cuando estaba cerca, él se detuvo y, tras escudriñarme levemente, me preguntó:
—¿Eres Vohilaba?
Asentí con la cabeza, al tiempo que realizaba un análisis rápido de sus facciones. Observando su pie inmediatamente reconocí a Jaky, el mismo Jaky que con su lesión había dado lugar a que Razafindra ocupara su puesto tirando de la cuerda en el transbordador del río. Durante un rato nos miramos en silencio y analizamos fugazmente nuestros diferentes cambios… Al fin, acabamos reconociéndonos el uno al otro en el paso del tiempo, con las huellas del sufrimiento marcadas en ambos rostros, aún muy jóvenes. Transcurrido ese breve instante de chequeo mutuo, yo pregunté primero. Quería saber qué había sido de los suyos; cuando y por qué dejó la aldea natal; si había vuelto a ver a Alahady y que sabía de ella; y, también, si tenía noticias de Razafindra, aunque no sentía por él ningún cariño ni tenía ni un solo buen recuerdo del poco tiempo que fui la sustituta del cebú …
Jaky fijó sus ojos en los míos y balbuceando empezó a hablar…
—Vohilaba…, a tu padre le dieron una paliza los que recuperaron el cebú robado, lo dejaron malherido y, poco después, murió tras alimentarse solo de alcohol. Tu madrastra se abandonó… Sólo sabía vivir como una pordiosera de la caridad de los demás. De tus dos hermanos… —hizo una breve pausa— sabía que el pequeño había enfermado de algo que le producía mucha tos y fiebre, y que a veces escupía sangre. Un día, la madre de Alahady y Siramamy lo llevaron al dispensario que hay en la Misión que tienen unas monjas en Tangainoni… y a los pocos días murió.
—¡Noo…! ¡Noo…! —grité inútilmente, mientras la vida desaparecía de mí otra vez.
Jacky me apretó la mano hasta que el dolor de la noticia se fue haciendo silencioso…
Poco a poco me consolé pensando que mi hermanito estaría reunido con mi madre en ese mundo de paz del que hablaba el cura de la catedral de Fianarantsoa, y también tuve un recuerdo para él. A mi padre lo imaginé en otro sitio menos cómodo durmiendo eternamente su última borrachera. Al rato, entre suspiros, le pregunté por mi hermana…
—Creo que Siramamy va a ser monja —me dijo—. Un día, cruzó el río vestida de un modo parecido a ellas y ya no está en Tangainoni, pero no sé donde la puedes encontrar.
—¿Y tú? ¿Qué haces aquí?
—Yo… —hizo un descanso cogiendo aire—, mi vida en la aldea era un tormento. No sé si te fijaste bien en cómo ando. Allí no hay futuro para un joven y menos si está discapacitado. No tengo estudios y no sé leer ni escribir, pero quiero aprender para defenderme en la vida y no vivir en mi propia tierra como si fuera un extranjero, no entendiendo nada de lo que veo escrito. Quiero buscar un oficio en el que pueda trabajar sentado, algo artesanal. Mis padres no tienen nada, porque allí nadie tiene nada más que la comida diaria —como tú sabes—, de manera que un día decidí que me marcharía a una ciudad… La ocasión se presentó cuando vi a un grupo de extranjeros que iban a cruzar el rio desde la orilla de enfrente. La barcaza estaba en la nuestra y tenía que llegar a la otra, desembarcar, embarcar, atravesar de nuevo el río de vuelta y desembarcar, por lo que disponía de casi una hora para despedirme de mi madre y pedirle unos ariarys, que siempre guardaba por si algún día teníamos que ir a Tangainoni o necesitábamos a los curanderos. Mi padre estaba trabajando en el campo desde muy temprano y yo nunca podría alcanzarlo por mi lentitud y dificultad para caminar con este recuerdo de pie que tengo. Ella me comprendió… Sabía lo infeliz que era mi vida y mi ausencia de futuro allí. Me dio casi todo lo que tenía guardado y me deseó suerte con un abrazo que casi me hace desistir. Mi plan era empezar a andar por el camino que tomaría el coche, apoyándome en un palo que muchas veces usaba para alejarme de la burla, y cuando ya lo oyera cerca ponerme en medio y pedirles que me llevaran hasta una ciudad. En vez de atropellarme, el coche se detuvo y le pedí al chofer nativo que les preguntara si podía acomodarme en el maletero descubierto, donde algunos de los extranjeros preferían ir sentados en unos bancos duros e incómodos, pero desde donde podían disfrutar de toda la vista de un paisaje de vegetación exuberante, haciendo fotos sin parar. No pusieron ninguna objeción. Ni siquiera aceptaron que pagara nada. Al principio, miraron horrorizados a mi pie y uno de ellos también me pidió que le dejara hacerle una foto. Se dirigían a Manakara para coger el tren de la selva y yo continué con ellos hasta allí. En Manakara, fui directamente al hospital público. Me preguntaron si tenía algo de dinero, ya que en caso de ser necesaria una operación habría gastos que no estaban cubiertos. Tenía íntegros los ahorros que me había dado mi madre, pero no sabía si me alcanzarían… A los tres días de estar ingresado, me vio un especialista en huesos y me dijo que para que pudiera llegar a apoyar el pie con cierta estabilidad tenía que hacerme una operación para enderezármelo y fijarlo derecho, aunque nunca podría moverlo. Eso sería complicado y antes debía pagarle una cantidad… Me quedé sin nada de dinero pero acepté que la hiciera. La operación fue un fracaso. Sufrí un postoperatorio muy doloroso (apenas me ponían calmantes); al poco, la herida se abrió y tardó mucho en cicatrizar. Ahora, hay un punto por el que siempre sale un líquido y me dijeron que eso no tenía cura porque el hueso tiene una infección y no hay antibióticos en el hospital para ese tipo de infecciones. Si quería intentarlo debía ir a Tana, que es la gran ciudad, y pagar yo el tratamiento. El viaje es largo, y yo no tengo nada para poder ir ni para pagar las medicinas. También, me hablaron del Centro de Rehabilitación de Vohipeno… —por eso estoy aquí— pero no me aceptaron porque tienen casos más graves que el mío y yo puedo andar con un palo sustituyendo el apoyo del pie. «Ahora no sé qué hacer… —se dijo—, no quiero volver a nuestra aldea peor de lo que salí, tras haber gastado todo lo que a mi madre tanto tiempo le costó juntar. Si algún día regreso… será para devolvérselo y darle la alegría de que me puedo ganar la vida gracias a ella… —exclamó con orgullo».
En ese momento se le quebró la voz y a mí se me aguaron los ojos. No nos miramos. Cada uno sufrió su pena en silencio. Al poco, continuó…
—A Alahady la vi un día en un coche de las monjas que venían de Tangainoni. Durante un rato muy breve se detuvo en la choza de su familia y la pude observar abrazándose a su madre y a sus hermanos. Después el coche partió. Todos en la aldea supieron que se iba a una ciudad lejos, de nombre Fianarantsoa, para hacerse enfermera.
El corazón se me puso del revés. Ahora entendía que hacía en el tren de la selva, cuando en aquella estación gritó mi nombre. Tal vez conocería a mi partera Marie… y las dos juntas podrían ayudarme… Ahora, yo necesitaba seguir pensando y ya no quise que Jaky me contara más. Por hoy ya eran suficientes las emociones que tenía que procesar y no me interesaba saber que había ocurrido con mi marido: si es que sabía algo… El pulso me latía acelerado, en la garganta tenía un nudo, y en la cabeza una esperanza…
Le pedí que se quedara esa noche a mi lado y, al día siguiente, le contaría mi historia. Por un momento nos miramos a los ojos y un sentimiento de ternura se reflejó en los dos. Cuando me aprestaba a acondicionar el espacio que iba a ocupar Jaky, para que se encontrara cómodo al recostarse para dormir, oí que tímidamente, con voz cálida, susurró:
—Vohilaba, sigues siendo muy hermosa. Yo no sé leer las letras, pero si las caras y puedo entrar dentro de las personas a través de sus ojos. Tu marido no te merecía. Mañana cuéntame que pasó…
La doctora escuchó la historia de ese encuentro sin decir palabra y de pronto miró su reloj. Tenía que empezar las operaciones de la tarde y ahora no había tiempo para más. Se lo indicó a Vohilaba y le dijo que cuando finalizara las dos que tenía programadas —si era temprano y seguía encontrándose bien— se volverían a ver en el jardín, con la luz dorada del atardecer…