Capítulo 25

La abuela se entretenía haciendo un poco de «romazaba» (el caldo nacional de carne y verdura) y cociendo un puñado de arroz para los que de regreso a casa quisieran consolar su estómago vacío o para empezar a calentar el sueño de los que viajaban a pie recorriendo grandes distancias. Hasta entonces el día había sido uno más y la noche ya se asomaba anunciándose con placidez. En ese momento no había cerca ningún posible comprador y yo me entretenía sentada detrás de la mesita mirando los coches que de vez en cuando circulaban por la carretera que une Manakara y Vohipeno. Allí, en la cuneta, en dirección hacia Vohipeno, cuando la ciudad empieza a anunciar su límite, teníamos nuestro puesto la abuela y yo. De pronto, me llamó la atención un coche tipo furgoneta que se acercaba levantando el polvo. El coche aminoró la marcha al estar ya muy próximo al puesto pues había un gran bache que obligaba casi a parar: primero, para bajar hasta su fondo; luego, para remontarlo sin que se partiera en dos o saltaran todos los bultos que llevaba envueltos con una lona sujetos por una cuerda. Entonces, pude ver una cruz y un dibujo en la puerta del conductor, que representaba la parte superior del perfil de una mujer extendiendo su brazo derecho hacia el cielo en el que en vez de la mano se veía una paloma. Dentro se disputaban el espacio varios hombres y mujeres blancos, que debían ir muy apretados, y una monja.

—Tal vez van a hacer algo en el Centro de Rehabilitación de Vohipeno… Las monjas nunca van de turismo, —pensé.

—Por la hora que era, se me ocurrió relacionarlo con la llegada del tren. Estaba segura que mi padre los había visto mientras cargaban tantos bultos y hasta se habría acercado con su oferta, aunque sólo fuera para enterarse quienes eran y donde iban. Entonces, decidí que al día siguiente, cuando mi padre no estuviera en casa, iría a preguntarle a mi madre si sabía quiénes eran aquellas gentes que iban en el coche de las monjas.

—Cuando mi abuela acabó de cocinar y quiso recuperar su puesto de vendedora le dije que era mejor que se recogiera a descansar; que esa noche me quedaría yo hasta la hora de siempre, cuando la noche ya es noche de verdad y empiezan su trabajo los depredadores nocturnos.

—Ya parecía que se había acabado la jornada cuando al fondo, en la oscuridad, vi que se acercaba una figura que me resultaba familiar. Esperé un momento antes de apagar la lámpara de gas. Ya próximo, pude reconocer al comerciante de papel con el que había viajado a Vohipeno.

El hombre se acercó directamente al puesto y, tras un breve saludo, dijo excitado que esa tarde el tren de la selva había dejado en la estación a un grupo de médicos blancos a los que había ido a recoger una monja. Él estaba allí, entregando su mercancía a los vendedores y, como todos los demás que los tuvieron cerca, se sorprendió por ese hecho. No entendió lo que hablaban, pero tuvo tiempo para fijarse que en el coche figuraba el nombre de «Ambatoabo».

—Mi pecho sintió el sobresalto del corazón… ¡Era el mismo coche que había pasado por delante de mi puesto un rato antes!

—Ya no necesitaba averiguar más. Con eso bastaba. Dejaría todo organizado con la abuela para desplazarme a ese lugar…

—Le agradecí al viajante su información y le pedí que me dejara acompañarlo otra vez camino de Vohipeno. Una vez allí ya me las arreglaría para llegar hasta Ambatoabo. No había tiempo que perder, pues nadie sabía el tiempo que los médicos iban a estar allí. El viajante aceptó y me comunicó que al día siguiente muy temprano pasaría a recogerme.

—Gran parte del camino lo hicimos en silencio… Yo estaba presa de una gran excitación y apuraba el paso sin importarme la irritación de mi piel —siempre mojada—, que tanto me molestaba al rozar una pierna contra la otra. Esta vez avanzamos algo más de lo que lo hubiera hecho el viajero si viajara solo, pero aceptó el ritmo que yo había impuesto pues compartía una parte de mi inquietud y mi deseo por llegar…

—Cuando ya nos detuvimos para descansar durante unas horas de la noche, abrí mi bolsa donde llevaba dátiles, frutos secos y algunos plátanos para humedecer un poco la sequedad que producen esos alimentos, y le ofrecí mi escasa comida. Él, a su vez, me quiso hacer partícipe de la suya, que consistía en unos rollitos de arroz blanco envuelto en unas hojas que guardaba disimuladamente en el bolsillo menos roto de su especie de gabardina. Compartimos las dos comidas en silencio, pero al finalizar se dirigió a mí algo nervioso y me dijo que había pensado que porqué no juntábamos nuestro esfuerzo en el negocio de compraventa del papel «antaimoro». El plan que propuso consistía en que yo me convirtiera en fabricante artesanal y él se encargaría de conseguir la materia prima del papel y la posterior venta directa sin necesidad de intermediarios. Él sabía que después de haber trabajado durante unos meses en la selección y recolección de las flores, eso para mí no constituía ningún secreto. El proceso de preparación del papel también lo conocía y no me sería difícil hacerlo. Él viajaría la mitad de veces para traer el doble de papel y el resto del tiempo lo dedicaría a la venta del producto elaborado en los sitios estratégicos: la estación —coincidiendo con las llegadas y salidas del tren—, el mercado de los artesanos y a las puertas de los hoteles. Hasta que yo me curara nos repartiríamos las ganancias por igual, aunque en nuestro país a las mujeres siempre se les paga menos. Cuando mi fístula estuviera cerrada ya se vería…

—Ahora busca curarte… y cuando lo logres ponte en contacto conmigo —añadió con frialdad—. Luego me indicó la dirección donde vivía con una hija y un hijo pequeños. Su mujer se había muerto poco tiempo antes de una enfermedad que en Manakara no supieron o no pudieron tratarle.

—A media tarde del día siguiente nos despedimos y me deseó suerte con una mirada que encerraba cierta ternura, transmitiéndome esta vez un soplo de aliento para no enfrentarme sola a la incertidumbre…

—Seguí caminando hasta que las piernas aguantaron y tres días después de salir de Manakara llegué a Farafangana. Crucé el puente sobre el río y a los pocos metros vi la entrada en la Misión de Ambatoabo.

—Recuerdo cuando me vio el médico por primera vez. Llevaba un tiempo incontable esperando frente a un edificio bajo, como todos los que hay en la Misión dedicados a los enfermos. Afuera, había varias mujeres más de todas las edades, pero mayores que yo. Algunas esperaban de pie y las que aparentaban más años se entretenían sentadas sobre el césped o en un banco pegado a la entrada de la puerta por la que de vez en cuando aparecía una enfermera y pedía la libretita (de la que yo carecía) en la que llevamos escritas nuestras miserias.

—Cuando me tocó el turno, entré en un despacho en el que había una doctora blanca muy joven acompañada por otro médico también muy joven, éste de los nuestros, que era quien nos preguntaba en malgache y luego se lo explicaba a ella en francés. Apenas se entretuvo conmigo, pues mi historia era muy sencilla, y tan sólo comprobó que el olor venía de allí, en cuanto me descubrí y mojé la sábana que cubría la mesa de exploración. Me pidieron que esperara fuera y que ya me dirían cuando me iban a operar. Al cabo de un tiempo apareció otro médico blanco, éste mayor. Después de hablar entre ellos en una lengua rara, el médico de más edad le dijo al nuestro que me ingresarían ese mismo día y que seguramente me operarían al siguiente.

—Estaba muy asustada pero deseaba con todas mis fuerzas que lo hicieran cuanto antes. Por fin llegó el momento. Me vino a buscar un camillero muy simpático y me llevó andando hasta la mesa de operaciones. Dos doctoras, que no había visto antes, me dijeron unas palabras en malgache para tranquilizarme. Primero me pincharon en una mano, y luego en la espalda. Al cabo de un rato ya no sentía las piernas y me colocaron en una posición muy abierta. En la sala había otros médicos, pero yo solo reconocí a la joven de la consulta. Entonces, apareció el que me iba a operar, que era el que lo había decidido allí mismo en la consulta. Yo ya estaba tapada con unos paños verdes y no veía nada de lo que pasaba por abajo… Solo olía. Mi médico se acercó a verme la cara. Cuando estaba a mi lado, me sonrió con un gesto lento y me hizo una caricia con una piel que sentí muy suave. Nadie en mi vida me había tratado así en tan poco tiempo. Yo le respondí con otra sonrisa que ocultaba mi miedo y destapaba mi agradecimiento. Luego desaparecieron todos entre mis piernas y ya no vi más. Cuando desperté de un dulce sueño me dijeron que la fístula ya estaba cerrada.

—Varias veces al día, los médicos y enfermeras se preocupaban de comprobar que la sonda estuviera siempre rellena del líquido amarillo y que el paño que me ponían entre las piernas estuviera seco.

—El día que se despidieron, mi médico repitió la misma rutina y, cuando comprobó que seguía seca, entonces me pellizcó suavemente la mejilla y en su cara adiviné su satisfacción. Yo sonreí con la boca y lagrimeé con los ojos. Me apretó la mano y le hizo traducir a la monja que cuidara mucho de la sonda hasta que pasaran tres semanas de la operación. También me advirtió que si volvía a quedarme embarazada tendría que ir a dar a luz al hospital para que me sacaran el niño por el vientre. Los días siguientes a la partida de los médicos todos sentimos un gran vacío. Nos habían curado una enfermedad y nos habían traído otra que, hasta entonces, nunca habíamos conocido: durante unos días en nuestra vida habíamos sido tratados como seres humanos.

—Cuando el doctor de la Misión me quitó la sonda y al cabo de unas horas todo volvió a salir por su sitio natural sin que se me escapara, no pude evitar lloriquear con una alegría desconsolada. Las monjas me pidieron la dirección de mi marido y la de mis padres para comunicarles que había sido operada y que ya no tenía la fístula. De mi marido solo sabía que estaba con otra. Preferí darles la de mi abuela. Además, a ella era muy fácil localizarla, sentada día y noche al borde de la carretera con su pota de arroz y caldo esperando a casi nadie…

—A los dos días me comunicaron que mi abuela se había muerto. La habían encontrado en su posición inmutable, con el arroz y el caldo fríos desde hacía unas horas. Se me escaparon unas gotas de pena y de alivio. Su vida, si alguna vez había valido algo, hacía mucho que no valía nada.

—Me despedí de mi compañera de habitación con una amargura de compasión, pues ella seguía con la sonda puesta y mojando en silencio. Su historia era distinta de la mía. A su padre lo habían matado y a ella la habían violado, como venganza por una lucha entre dos aldeas que se acusaban entre sí de robarse la poca agua que había en un pozo que cada una atribuía a su territorio. Por eso estaba acompañada por su madre. Las dos compartían su soledad. Debía tener unos doce años y apenas hablaba ni conmigo ni con ella.

—Sabía que había otra más como nosotras, que aun permanecía recién operada en las habitaciones del bloque; y a otra ya la habían pasado a una de las casitas, pero, al igual que mi compañera de habitación, debía de pasar todo el día acostada, pues en mis paseos por los alrededores nunca la había visto.

—Cuando me di cuenta, ya estaba cruzando el puente sobre el río que bordea la Misión, con los ojos salpicados de alegría. Ahora quería encontrar al hombre del papel.