Capítulo 24

Hacía varios días que no veía a Alahady, inmersa en sus estudios para los exámenes, pero esa tarde, al acabar de trabajar, fui a buscarla a su residencia.

—Le conté que la niña de la fístula estaba en mi casa y traté de transmitirle los conceptos y datos que la ginecóloga me había expuesto con tanta claridad. Alahady no se sorprendió mucho… Cuando podía iba a la biblioteca de su Escuela y buscaba y leía todo lo que allí había en libros y recortes de revistas acerca de la mortalidad materno-infantil en África —la más alta del mundo— y, de rebote, en su hermana desgajada: Madagascar. Del tratamiento de las fístulas apenas había referencias y no estaba capacitada para entender las dificultades del tratamiento ni las claves de su éxito. De su historia personal, naturalmente, no le desvelé nada. A todos los efectos, la ginecóloga seguía siendo una mujer soltera, aunque todos conocían la amistad que la unía a un anestesista viudo, con dos hijos, que se había formado en Francia. Con él compartía muchas horas de trabajo, pero también era conocido que la relación se prolongaba en los ratos libres que disfrutaban: unas veces nadando lentamente, con pausas prolongadas desesperantes; otras parecía que remando durante tiempos más largos aunque a veces a contracorriente, lo que les impedía avanzar; y otras, las menos, cuando el viento de las conexiones soplaba a favor, navegando a toda vela por Internet, gracias al ordenador personal que él se había traído de allí para vivir a la vez en los dos países: uno, el real; otro, el soñado… La ginecóloga nunca había salido de Madagascar, pero con su amigo viajaba por el mundo y tenía acceso a cualquier información durante los ratos caprichosos en los que funcionaba ese aparato. Tal vez por eso sabía tanto de nuestra tierra y de cómo es la vida muchos años por delante de la que nosotros vivimos…

—¿Qué vas a hacer con la niña de la fístula? —me preguntó Alahady.

—Ahora, con mi protectora, amiga y aliada, se abre una vía para contactar directamente con la Misión donde habían estado los médicos blancos. Mientras… la mantendré conmigo —respondí de forma incierta.

«No puede ser de otra manera —me dije a mi misma, y empecé a pensar—: Estoy tan acostumbrada a todos los olores del quirófano, de las habitaciones y del hospital, que prolongarlos en casa durante las horas de sueño no me va a suponer gran esfuerzo». Sería mucho más intenso el sentimiento de amargura que sentiría por esa niña de la calle si no tuviera su cobijo conmigo, imaginando su corta vida escapándosele por esos agujeros. ¡Hay que buscar a esos médicos que los cierran! Cada noche pensaba en Vohilaba y en cómo encontrarla… Mis clases de lectura y escritura estaban ahora interrumpidas por los exámenes de Alahady, pero pronto las reanudaría con redoblado ímpetu e interés. Sacaría el título de comadrona: «Sí, o sí».