Cuando Marie vio a la niña de la fístula salir sola del Hospital, intuyó cuál iba a ser su «vintana» (destino) y que a ella ya se le había cruzado otra Vohilaba en su camino. Observaba la escena desde el vestíbulo y en un segundo tomó la decisión… Cuando la alcanzó bajando las escaleras la detuvo, al tiempo que le pasaba una mano sobre su hombro desnudo.
—Si tienes algún problema vuelve a buscarme —le dijo con ternura.
La niña, menudita, envuelta en unos harapos que dejaban ver unas piernas sin formas, sólo acertó a dirigirle una mirada vacía antes de reiniciar su marcha con andar de convaleciente. Marie se quedó inmóvil sin apartar la vista de aquella figura infantil que sin saberlo, pero tal vez presintiéndolo, se dirigía a buscar su carta de despido matrimonial. Durante los días siguientes la buscó entre la gente que esperaba sentada en las escaleras de entrada al Hospital y al no encontrarla llegó a pensar que tal vez habría tenido suerte…
Una tarde, al finalizar un parto, Marie le preguntó a la comadrona por qué allí no se trataban las fístulas. No se hubiera atrevido a hacerlo directamente a la ginecóloga por temor a molestarla. Le respondió que no lo sabía, pero que en dos ocasiones la doctora había operado a dos niñas con el mismo problema y al día siguiente, o poco después, las dos estaban igual que antes o incluso peor, pues con la operación el agujero se había agrandado. Supuso que por eso no lo había vuelto a intentar, pero añadió que una vez la oyó comentarle a alguien que había un hospital en un país africano en el que curaban a casi todas y, en otra ocasión, habló de unos médicos blancos que habían visitado este hospital un tiempo atrás…
Dejaré que pasen unos días… y buscaré cualquier disculpa para preguntarle directamente —pensó Marie.
Una noche, al salir de trabajar, se encontró sentada a la puerta del hospital a la niña de la fístula. Al mirarla a los ojos no hizo falta que le explicara nada. La cogió de la mano y le dijo:
—¡Sígueme!
Cuando entraron en casa calentó agua en una tinaja —ésa era su bañera de agua caliente—, le dio una pastilla de jabón indicándole que se metiera allí dentro y se frotara bien. Luego, le enseñaría a estar unas horas seca, como había hecho con Vohilaba.
Marie pensó que había llegado el momento de preguntarle a la ginecóloga en cuanto se presentara la oportunidad… Surgió tras una operación en la que se le extirpó el útero a una mujer que sangraba como ella antes de que se hiciera mayor. La paciente todavía era joven y aún no había conseguido tener hijos. Antes de entrar en el quirófano la ginecóloga releyó de forma rápida las notas de su historial médico, le echó una ojeada a la ecografía y seguidamente palpó de nuevo aquel vientre abollonado en el que se podían ver con los dedos los grandes miomas. La paciente ya conocía cual iba a ser el destino de su órgano, pero justo antes de dormirse se dirigió con gesto resignado a la ginecóloga, rogándole que al finalizar no le dijera a su marido que ya era definitivamente estéril… Al acabar la intervención, la doctora se sentó abatida en el borde de la cama, aun sin la paciente, esperando a que el anestesiólogo le quitara el tubo de anestesia y le devolviera su conciencia. En el umbral de su despertar, ya se empezaban a oír los gemidos del dolor que provenía de la herida que surcaba su bajo vientre, pero cuando por fin abrió los ojos su mirada reflejó otro dolor más profundo: el de su destino común al de todas nuestras mujeres que cuando no procrean son abandonadas… Como la niña de la fístula.
La doctora entonces se incorporó y, dirigiéndose hacia la mesa de quirófano, se inclinó sobre la pobre mujer, susurrándole que todo había ido bien. Al girarse de nuevo, observó a Marie con la mirada fija sobre el frasco donde se guardaba el órgano extirpado. Se acercó a ella y, más con un gesto que con palabras, la invitó a entrar en su despacho cuando acabara de recoger y lavar el instrumental. Al cabo de un rato… Marie llamó a su puerta.
—Marie —dijo—, las fístulas entre la vejiga y la vagina se producen porque…
Escuché en silencio sus conocimientos profesionales que yo, desde la observación natural, había sido capaz de interpretar de una forma simple pero real. También sabía que en el caso de una violación es el golpe directo y brutal de la bestia el que hace el agujero en una cavidad aún pequeña o que se resiste.
La ginecóloga hizo una breve pausa y prosiguió.
—La mayoría de las fístulas, o todas, son muy complejas de tratar. Yo lo intenté en dos ocasiones y las consecuencias fueron peores. Tampoco tengo noticias de que en Tana las cosas hayan ido mejor. Sé que en Etiopía hay un hospital que sólo se dedica a eso, pero yo no tengo medios para desplazarme allí y aprender la técnica. También oí hablar de un médico de Nigeria que debió de operar a muchas y sus operaciones dicen que se cuentan por éxitos, pero estamos en lo mismo. Así, sin formación ni información, resulta imposible progresar. Sabemos lo que sabemos porque estudiamos en los libros, que también escasean, y porque en ausencia de conocimientos desarrollamos la parte práctica de nuestro cerebro en base a la observación; pero en la cirugía es distinto: «Por mucho que estudies en un libro una operación, si no se la ves hacer muchas veces a alguien que la hace tan bien que es capaz de explicarla, uno es incapaz de reproducirla». Y eso fue lo que me pasó a mí. Yo sabía lo que había que hacer, pero no cómo ni cuándo. En nuestro país, la mayoría de los pocos médicos que tienen la suerte de poder viajar al extranjero para aprender se las arreglan para no regresar; y los que vuelven no quieren dejar de explotar el privilegio que han tenido, por lo que nunca se ofrecen a enseñar a los que no podemos hacerlo, para que no se les haga competencia. Además, muchos ni siquiera ejercen en los hospitales públicos, que pagan una miseria y cuando les da la gana. Mi única esperanza es que los médicos blancos que nos visitaron vuelvan por aquí y operen a nuestras pacientes, pues yo tampoco podría desplazarme a Farafangana, aún sabiendo que están allí.
Continuó hablando… y me dijo algo que me halagó:
—Te cuento todo esto porque hay algo de ti que me da confianza y sé que vas a ser una gran profesional por esa capacidad de observación que tienes, capaz de sustituir en parte tu falta de conocimientos teóricos. Además, porque me pareces una buena persona. No tuviste hijos, pero fuiste una madre para Vohilaba y, aunque tú no me dijiste nada, sé que acogiste en tu casa a la niña de la fístula, rescatándola de la calle.
—Bueno, es que ella… ella…
—¡Eso te honra, Marie!
Volvió a hacer una pausa —ahora bajando los ojos— y me pidió que lo que me iba a contar a continuación lo mantuviera siempre en secreto. Los levantó otra vez, y pude ver como una cortina de agua los empañaba. Mirándome de nuevo a la cara, empezó a hablar de ella misma…
—Hace diez años que llegué a Fianarantsoa. El hospital nuevo aún estaba en construcción. Yo venía de Tana, donde nací y estudié la carrera de Medicina, y luego me fui haciendo ginecóloga. Mi vida estuvo marcada por la rebelión que siento frente a la explotación de la mujer en nuestro país. Sé que en el continente es igual y en muchos sitios peor. Aquí, por ejemplo, no sufrimos la mutilación, como tantos millones de mujeres en el mundo… En cualquier caso, nuestra sociedad está estructurada para que la mujer no sea más que un medio para que el hombre muestre su virilidad teniendo hijos; y si no, la abandonan. Si te fijas, una vez que los tienen, la mayor parte de los padres no se ocupan de ellos y lo único que les importa es que les ayuden en su trabajo del campo… o de pastoreo… o de carga… o que los cuiden si hace falta. A las hijas las venden al mejor postor cuando todavía son niñas, con el valor cabra o cebú como unidad de cambio. A las mujeres y a nuestras niñas los hombres las violan y les destrozan la vida. Y en una parte del continente negro se empezó a extender la creencia entre los hombres de que si violan a una púber virgen se libran de contraer el SIDA. Podría seguir hablando horas y horas de todos los matices de la explotación y de nuestro rango casi —o sin casi— animal.
—Verás —prosiguió…
—Se calcula que en el África negra hay más de dos millones de mujeres con la fístula. ¿Te imaginas? Y todo eso podría reducirse hasta cifras casi anecdóticas si los partos fueran atendidos por personal cualificado, lo que aquí sólo ocurre en la mitad de los casos como mucho.
Hizo otra breve pausa, y añadió:
—Ahora entenderás mejor porqué somos tan necesarios y por eso quiero formarte como comadrona.
—¿A quién? ¿A mí?
—¡Sí, a ti! ¡Escucha! Si quieres…
—¡Claro, claro!
—Todo esto me empujó a dedicarme a la ginecología, aunque también hubo otras razones que forman la otra parte de la historia… Yo… —ahora la cortina de agua que nublaba sus ojos se hizo más densa y empezó a deslizarse en forma de gotas, resbalando silenciosamente sobre las mejillas— fui abandonada por mi marido —como tú y tantas otras— porque no le di hijos. Entonces me marché de Tana y me vine a Fianarantsoa con la ilusión de trabajar en el nuevo hospital y rehacer una vida, huyendo de la indignidad de ser marcada por no ser mujer, en el sentido que tienen nuestros hombres de nosotras. Y aquí estoy. Esta historia, en el hospital, no es conocida por nadie más que tú, ahora. Por casualidad, supe que mi marido tampoco tuvo hijos con su segunda mujer tras dos o tres años de matrimonio, y que también la abandonó. ¡Ah! Un tiempo después, la mujer tuvo un hijo con otro hombre.
—¡Oh, no!
—Eso ya es pasado, Marie. Es inútil lamentarse —dijo, bajando la voz— pero déjame acabar de decirte algo… de desahogarme…
Cogió aire, recuperando un timbre firme, y prosiguió:
—Aunque desconocieras estos datos, tú sabes de lo que te hablo porque recorriste bosques y tuviste que vivir como vive una gran parte de nuestro pueblo: «en el atraso más primitivo». Carecemos de conocimientos y medios propios para casi todo; nuestros campos no tienen máquinas para sembrar, labrar y recoger; nuestros pueblos están incomunicados en la época de lluvias; nuestras viviendas son de hojas y palos de madera, de mentira, de juguete; nuestras fábricas están en manos de los extranjeros —como siempre lo fue desde tantos siglos atrás—; y nuestra vida no conoce el progreso de los tiempos más que para unos pocos… Necesitamos cultura y gente profesional. Un país como el que te resumí no puede salir de la pobreza sin estas dos cosas. Pero todo esto es muy complejo y tarea de muchos años. Los pueblos que se desarrollan son los que salen adelante por ellos mismos, con su esfuerzo, no con el dinero de las ayudas que siempre acaban en mano de los dirigentes. Nunca se vio que con ese dinero se hagan escuelas, hospitales, comunicaciones y viviendas dignas. Se quedan con todo y lo que les sobra lo destinan a comprar las voluntades de los mandos del ejército para que los protejan y los mantengan en el poder, hasta que otro promete dar más y nos meten en guerras que nosotros no buscamos ni queremos. Ésa es la historia que se repite en los países subdesarrollados una y otra vez.
—¡Haz un esfuerzo! —me dijo en tono imperativo, pero cariñoso, humano—. Somos un puñado, nada más, para cambiar esta mentalidad de nuestras mujeres y de los hombres. De las mujeres, porque incluso teniendo acceso al hospital no acuden: unas, las más, por la desconfianza a dar a luz en medios que no sean los suyos naturales, allí en sus chozas, en las posturas tradicionales, solas o acompañadas por sus madres, o, cuando se ponen las cosas difíciles, por parteras sin conocimientos que actúan recurriendo a prácticas de brujería (tú, de esto sabes más que yo porque lo has podido vivir en tu vida errante por bosques y selvas). De los hombres, porque, como sabes, ellos casi nunca se sienten implicados en el desarrollo del embarazo y del parto. En general, solo les importa tener un hijo: éste o el siguiente; da igual, el que venga.
—Marie, el esfuerzo que hay que hacer es enorme y todos estos cambios son lentos, de generaciones. Tardarán en llegar lo que tarde la cultura de los que tenemos estudios en conseguir hacer mella en toda nuestra gente que no los tiene. O hasta que se consiga que ellos los tengan y se vayan incorporando al desarrollo que nosotros conocemos. En muchas cosas no digo que sea mejor ni peor, pero si en nuestra parcela la cultura significa menos muertes de madres y niños en el acto sublime de dar a luz… ¡Bienvenida sea! A mí, como médico, como ser humano, me parece horrible que una madre se muera porque nadie la pueda atender en el momento de alumbrar (en el mundo subdesarrollado se muere una mujer cada minuto dando a luz), o que llegue con el feto muerto, o que se quede estéril y entonces sea repudiada por su marido, o que, ya abandonada, arrastre una fístula regando los caminos para el resto de su vida… Te podría hacer saber muchos más datos, y lo iré haciendo poco a poco para formarte como partera, para…
Durante un soplo se hizo el silencio en el despacho, donde la luz de la bombilla dejaba matices blandos, suaves, sin dejar sombras. Fuera, con sonido lejano, los trinos de un pajarillo que estaba contento o demente solfeaban su despeje a deshora… Ahí, en ese momento, la luz blanca ya se había agrisado a través de unos filtros celestes que presagiaban lluvia.
—Yo no supe que decir… Un calambre me encogió el estómago. Estaba impresionada con la información que me había dado, sus comentarios y reflexiones. Ahora también sabía que además de un gran médico era una gran persona. Antes de pedirle permiso para levantarme, sólo fui capaz de decirle:
—Doctora, yo no la voy a defraudar.
—Lo sé, Marie, lo sé. Por eso te conté todo esto y por eso quiero que seas una comadrona cualificada.
—Gracias, doctora.