La enfermera interrumpió bruscamente el relato de Vohilaba… Acababa de llegar un parto de varias horas de evolución y apenas se oían los ruidos de un corazón que agonizaba, le informó a la ginecóloga cuando irrumpió en su despacho. Juliette se incorporó rápidamente de su silla sin apenas tiempo para indicarle a Vohilaba que se fuera a su habitación a descansar un rato, prometiéndole que si no acababa tarde iría a buscarla para dar un pequeño paseo y que siguiera contándole…
Cuando exploró a la joven madre no lo dudó un instante y sobre la misma mesa de partos dispuso todo de inmediato para realizar una cesárea. A pesar de la rapidez en actuar y la reanimación prolongada, el que iba a llegar se despidió de la vida antes de nacer… La madre venía de unos cuantos kilómetros lejos de Tana y el viaje resultó demasiado largo…
—¡Maldita sea! —exclamó Juliette.
Ya hacía un rato que atardecía sin prisa, dejando una luz rojiza al fondo de Tana, y la temperatura invitaba a salir a refrescarse un rato en el jardín. El golpe para la ginecóloga había sido demasiado duro y no podía comprender que en ese año que corría, a tan pocas horas de distancia de su país, ocurrieran cosas así, porque aquí la distancia se mide en tiempo y no en kilómetros, y, por corta que sea, se hace insalvable entre tantas carencias de todo. Se sentó en un banco y esperó meditando a que la noche oscura se adueñase, sin más, de un día lleno de sombras…
Transcurrió un rato largo antes de que se recogiera para visitar a Vohilaba, que la esperaba despierta e intranquila… Al ver la expresión de su doctora, rápidamente intuyó que las cosas no habían ido bien. La fístula pareció entonces conjurarse con la fatalidad y los escalofríos se sumaron a la fiesta. Juliette se acercó a la cama que empezaba a temblar y le dijo a Vohilaba que no se preocupara, que pronto tendría buenas noticias para ella y que ahora debía tratar de descansar. Pero Vohilaba, que empezaba a humedecer las sábanas, quiso acabar de contarle su vagabundeo al llegar a Vohipeno. Juliette se sentó al borde de su lecho y escuchó…
Caminé sin apenas descanso durante tres días, hasta que me adentré en Vohipeno y me dirigí directamente al Centro de Rehabilitación. Allí nadie sabía nada de una forastera de Manakara. En el Centro, ocupado casi en su totalidad por inválidos y otros deformes, no había sitio para «la enfermedad oculta».
Sin embargo, mi decisión era fuerte y me establecí a la entrada del Centro, pidiéndole al cura que me dejara trabajar en algo. Marie me había enseñado a estar sin mojarme durante unas horas al día. Todo consistía en regular los momentos y cantidades de bebida para mantener seca la vejiga. Aprendería a limpiar, o podría cargar bultos en la cabeza o en el vacío que mi hijo no había ocupado en la espalda. Ayudaría en cualquier trabajo físico que me pidieran. A cambio, sólo necesitaba un plato al día. No me importaba dormir sobre la hierba o la tierra, pues ya me había olvidado de lo que era hacerlo sobre un suelo de madera entre cuatro simulacros de paredes bajo un techo de hojas. Poco a poco, el cura fue cediendo y me permitió hacer cosas como, por ejemplo, llevar a los inválidos en silla de ruedas de un lado para otro y lavar a los que no podían valerse por sí mismo. Por primera vez en tanto tiempo, que no sabía cómo contar, sentía algo parecido a vivir en paz, siendo útil a otros que eran tan o más infelices y desafortunados que yo. Al fin y al cabo, mi enfermedad tal vez pudiera curarse algún día mientras que la de aquellos pobres desgraciados los iba a acompañar para siempre.
Un día, el cura, satisfecho con mi trabajo, me ofreció un cobijo para dormir pero sin colchón —por lo de la orina— y con la condición de que me ocupara todos los días de fregar la mancha del suelo. La primera noche en mi cobijo desnudo, tuve una sensación que me recordó a los momentos de la infancia, cuando mi trabajo consistía en cuidar de mis hermanitos Siramamy y Vary y jugaba y cantaba con Alahady. Eso debía ser aquello que llaman felicidad, algo que apenas estuvo presente en el vocabulario de mi vida.
Una tiritona, ésta más fuerte que las que la habían precedido, dio entrada a una fase de letargo mientras el cuerpo empezaba a arder. Al poco, Vohilaba se durmió y la ginecóloga se refugió en su despacho a escribir. Esa noche no iría a la Residencia pues la situación de Vohilaba no evolucionaba bien y a primera hora quería reactivar la solicitud urgente de la medicación que se hacía esperar…