Capítulo 21

Cuando Beline fue rechazada por su padre huyó de Manakara por el sendero que lleva a ninguna parte… Un día, un viajero andante, ésos que se diferencian de los demás caminantes porque llevan la manta al hombro, hizo su descanso al lado de donde ella sollozaba sentada en la cuneta… Él le preguntó y Beline le contó su historia… El hombre le dijo que podía acompañarlo hasta su destino, cerca de Vohipeno, adonde se dirigía para comprar papel «antaimoro» con formas de carta y sobres, que luego vendía por un poco más a comerciantes ambulantes de Manakara, quienes, a su vez, harían negocio con los ilustrados y los escasos visitantes de otros países, que diariamente llegaban a la estación y lo compraban como artículo elegante unos y exótico otros, para no se sabe qué o para enviar sus noticias a familiares y amigos. Realizaba ese viaje todas las semanas, recorriendo el medio centenar de kilómetros que separaba las dos ciudades en dos días. La animó diciéndole que en Vohipeno tal vez pudiera encontrar algún trabajo recogiendo las flores que luego se pegaban al papel. También, creía que allí había un centro que recogía a jóvenes, que por sus deformidades e incapacidades eran rechazados por una sociedad en la que tampoco había casi sitio para los más dotados. En ese lugar, los rehabilitaban físicamente y les enseñaban algún oficio mecánico, artesanal, o de labores para que intentaran valerse por sí mismos.

Al llegar al punto en el que los caminos se separaban, Beline se sentó en la cuneta mirando al hombre de la gabardina que se alejaba con paso rápido, moviendo con agilidad unas piernas delgadas como cañas de bambú pero bien fibrosas de tanto andar. Antes de desaparecer de su vista, cuando el camino se doblaba en una curva, el viajante se detuvo y se giró para mirar… O fue que algo le hizo sentirse mirado. Beline alzó la mano abierta y con un movimiento lento, que repitió por dos veces, le dijo adiós… Él la vio, y le devolvió el saludo agitando el sombrero. Cuando continuó su marcha tuvo una intuición…

Beline se asomó al Centro de Vohipeno y ni siquiera preguntó. Le bastó ver desde la barrera el panorama de cojeras y cuerpos arrastrados para darse cuenta que aquél no era su sitio. Deambuló por la ciudad hasta que encontró un trabajo miserablemente pagado para recoger flores durante todo el día, seleccionar los pétalos mejores, cortarlos, estirarlos con cuidado, protegerlos entre dos hojas de papel y, sin doblarlos, entregarlos a los que con el mismo cuidado alisaban las finas hojas de la corteza del árbol del papel sobre las que incrustaban en estado húmedo los pétalos escogidos, confeccionando figuras y formas coquetas que al secarse se quedaban firmemente pegadas. Lo que ganaba solo le permitía la ración de arroz diaria… y poco más. Al finalizar su jornada, el sueño la vencía en cualquier rincón, siempre al raso, pero próxima a alguna de las cabañas que alineadas al borde de la carretera iban despidiendo la ciudad. Con frecuencia pensaba en el viajero…

Un día, Beline no acudió a recoger flores. Nadie se preocupó de saber porqué. Ya no volvió. Buscó al viajero, y cuando lo encontró comprando sus cartas y sobres le pidió que la dejara acompañarlo en su viaje de regreso a Manakara. Estaba enferma de soledad… Durante el camino le contó lo que había hecho esos meses, y aunque podía seguir sustentándose deseaba volver a su ciudad. La madre de su madre era una mujer mayor que habitaba sola en una cabaña en las afueras de Manakara y, como ella, aunque por razones distintas a las suyas, también olía siempre a orina. Desde mucho antes de quedarse viuda, vivía de un puesto de comida que tenía al borde del camino, detrás del que se pasaba el día y parte de la noche sentada sobre un tronco de madera que hacía de silla, esperando a que algún viajero nocturno o algún trabajador del campo madrugador le comprara un poco del arroz blanco, que aderezaba con algunas verduras que las vecinas más jóvenes, y a veces su propia hija, le regalaban. Si la abuela la aceptaba en su cabaña, ella le ayudaría a mejorar la calidad de la comida y la ampliaría con otros productos que la hicieran más sabrosa. Ahora conocía algunos secretos de cocina… Los había aprendido comiendo los restos que le daban en un restaurante. Y cuando la abuela se muriera, aunque la soledad regresara, por lo menos tendría una cabaña propia. Se había resignado a vivir así para siempre.

El viajero escuchó su relato en silencio, pero con interés. Algo debió de pasar por su cabeza… Al llegar a Manakara le dijo que la acompañaría hasta la cabaña de la abuela y que no se iría de allí hasta que viera que era aceptada. Cuando se despidieron se quedó pensativa, mirando al comerciante de papel alejarse por la trocha, hasta que se perdió en la oscuridad de una noche incierta, cantada a ratos por los gorjeos lejanos de algún pájaro insomne…