Capítulo 20

La ginecóloga de Fiana le comunicó al marido y a los padres de la niña de la fístula cuál era el problema por el que no podía controlar la orina, que a veces goteaba y otras chorreaba. El marido preguntó si tenía solución y la ginecóloga lo negó. Se trata de una operación difícil que nunca se había realizado con éxito en Madagascar, añadió. A continuación dudó un momento y dijo que creía que unos médicos blancos habían conseguido cerrar una igual a otra joven, en un pequeño hospital de una Congregación de Misioneras que había más al sur, en una ciudad que se llama Farafangana, a varios días de distancia, pero tampoco sabía si esos médicos volverían, y, en el caso de que volvieran, si serían los mismos. Si quería curarse tendría que ir a un hospital que había en un país lejano de África llamado Etiopía, o a otro aún más distante, Nigeria, también en el continente negro. No tenía más información. En pocos días le darían de alta, pues los hospitales públicos, tan insuficientes de recursos y ganas, sólo contemplaban la atención de los casos agudos. Aquí, los enfermos solo tienen la opción de aliviarse temporalmente o morirse.

Nadie fue a recogerla cuando le dijeron que había llegado el momento de volver a casa. Al llegar a su cabaña se encontró a otra niña en su lugar, ya iniciando con su marido el tránsito a mujer.

Durante los dos días siguientes la fiebre volvió a subir precedida de esas sacudidas tan desagradables y la doctora solo me permitió levantarme sin salir de la habitación. En ese tiempo apenas hablé con ella, pues debía estar muy ocupada. Casualmente, oí que le comentaba a la enfermera que la llegada de mi medicina se estaba retrasando demasiado y empezábamos a estar en el límite de poder administrármela con éxito. Me cambiaron el tratamiento y volví a mejorar, al desaparecer de nuevo las calenturas, pero me sentía débil y había perdido las ganas de hablar…

Una noche que no dormía vi a la doctora repasando al lado de mi cama todas las notas que anotaba diariamente sobre mi evolución. De pronto, sentí su mano acariciando mi frente, o tomándome la temperatura con su mano, y abrí del todo los ojos para preguntarle si estaba grave.

No, se limitó a responder de forma seca pero convincente. La infección la controlaremos, pero también necesitamos corregir la causa y eso es más difícil. Mañana haré averiguaciones acerca de si alguien en este país tiene experiencia y allí iremos.

—Doctora…

—Dime, Vohilaba.

—Llevo luchando por encontrarlos desde que abandoné Fianarantsoa camino de Manakara y ahora estoy aquí, ingresada en Tana, esperando esa noticia. Mi recorrido fue muy duro, aunque ahora tengo un motivo especial por encontrarlos. También quiero contárselo.

—Bueno…, ya es un poco tarde y debes descansar. Si mañana te encuentras mejor seguiremos hablando.

Me cogió la mano con un apretón, y con ternura me dijo:

—¡Hasta mañana, Vohilaba!

—¡Gracias, doctora! —susurré.

La seguí con la mirada en la oscuridad y pude ver que al cruzar la puerta se giró y volvió su mirada hacia mí —sin añadir nada más.

Al día siguiente, la doctora acabó antes de tiempo la consulta. Quería que Vohilaba siguiera expulsando su pasado. Le preguntó a la enfermera como había descansado y le dijo que si no tenía fiebre le indicara que fuera a su despacho. Al poco tiempo, Vohilaba entró caminando despacio y esta vez ya no se detuvo en la puerta esperando una señal: directamente se tumbó en la camilla y sin ningún preámbulo comenzó a hablar…

Busqué a la otra fístula desesperadamente por todo Manakara. Ya era una experta en olfatear todos los rincones: como hacen los perros. Iba y venía sin más rumbo que el marcado por el instinto de seguir una huella que no se dejaba oler. Sobrevivía de lo que me iba quedando de esperanza… Si alguien me dirigía su mirada, yo enseguida apartaba la mía llena de vergüenza y soledad. Apenas comía y mi cuerpo iba menguando. Mis ropas ya casi no lo eran. Mi desaliento me invitaba cada noche en la playa a querer dejarme llevar por una ola y desaparecer con ella. No tenía en qué ni en quien creer. El Dios de la catedral de Fianarantsoa no era para mí. Yo era distinta a los demás. Deseaba reunirme con mi madre, pero tampoco sabía si la encontraría cuando me muriese. De tanto que anduve escapando de la vida nunca sería capaz de acertar como volver a mi aldea y juntarme con mis dos hermanos. Tan sólo me aferraba a la idea de desandar el camino del tren y buscar a Marie y contarle que había oído como Alahady gritó mi nombre cuando el destino nos alejaba otra vez. Mi analfabetismo era otro obstáculo insalvable. No tenía nada de dinero ni nunca podría tenerlo por mí misma, salvo que robara y eso jamás lo haría.

Un día me quedé todo el tiempo tumbada en la playa sumida en la más profunda tristeza. El sol calentaba y dormida soñé que toda la playa era mía y ésa era mi casa gigantesca. Me despertaron las risas de unos niños jugando en la arena, y cuando abrí los ojos vi a una niña con su hermanito en la espalda que me estaba mirando. ¡Era la primera mirada de ternura que había recibido desde que me separé de Marie! La recordé llena de nostalgia y cariño y le deseé que hubiera encontrado su casa y siguiera en su trabajo de limpiadora. El calor me había hecho sudar mientras dormía y pensé que la orina se me había escapado por la piel en vez de por mi vagina, pues no me sentí mojada por abajo. Por un momento mi olor cambió y me atreví a decirle a la niña que se acercara. Cuando estuvo cerca de mí la invité a sentarse a mi lado y le pregunté como era su vida. Entonces, sentó a su hermanito en la arena y le dio un palo de los que devolvía el mar después de comerse su corteza, para que se entretuviera mientras ella hablaba…

—Mi padre es un vendedor de baratijas que todos los días va a la estación del tren a ofrecer su mercancía… Allí siempre hay gente blanca que llegan o se marchan y, a veces, le compran algo, aunque luego no saben por qué lo hicieron ni para qué lo quieren, pero gracias a eso casi todos los días consigue hacerse con algunos ariarys para alimentar a la familia. Mi madre…

—¡Espera! —la interrumpí.

—¿Tienes una hermana que tuvo un hijo muerto, que le dejó como recuerdo un agujero por el que se le escapa la orina? —pregunté con ansiedad.

—Sí. Mi padre me mandó buscarte… Hace días que no te ve por la estación y quería saber si ya habías logrado averiguar dónde está su hija, dijo con voz tierna.

Fue él quien le indicó que si no me veía en la casa de invierno —la del mercado—, me buscara en la de verano —en la playa—, donde la brisa y el olor de la salitre se confundían con el mío y así podía pasar desapercibida.

Antes de levantarse y marcharse, con su hermanito mochila embadurnado de arena a la espalda, añadió que su padre quería verme. Sin dudarlo ni un instante, me apresuré a llegar a la estación.

Al reconocerlo, con su puesto vacío de clientes, me acerqué con la ansiedad reflejada en el rostro. Me agradeció la visita con una sonrisa deslucida, pues rápidamente intuyó que no había tenido éxito en mi búsqueda.

¡Ve y búscala en Vohipeno! —dijo resollando—. Aspiró la última bocanada de humo, que retuvo un rato para alimentar la caldera que hervía en sus pulmones, y con gesto cansino añadió:

«Está a dos o tres días de distancia de aquí camino del sur, siguiendo de frente tras colocar tu brazo izquierdo señalando el mar. Allí —dicen las gentes— es donde se hace un papel con la corteza de un arbusto local —el "avoha"— decorado con flores frescas incrustadas, que se llama el papel "antaimoro", porque ése es el reino de los antaimoros, los que llaman Alá a su dios y llegaron a nuestra tierra por mar desde un país lejano. Tal vez mi hija esté merodeando por esos pueblos, pasando así inadvertida entre los olores de los jazmines y madreselvas que tanto adornan nuestro paisaje y con su color blanco ponen el contraste al de nuestra piel».

Así hablaba ese hombre arrepentido; sin más estudios que los callejeros, pero ilustrado de tanto escuchar en la escuela de la vida que era la estación del tren, con su trajín de viajeros que iban y venían todos los días trayendo y llevando información. Él no podía abandonar su puesto para ir a buscarla, pues tenía que alimentar al resto de su familia; su mujer debía de cuidar de todos y hacer los deberes diarios de cargar agua y comida de un lado para otro, y la otra hija, la que le había llevado su mensaje a la playa, tenía que cuidar de su hermano pequeño.

Antes de que nos despidiéramos, me dijo que su hija, de 21 años, se llama Beline, y me dio una indicación más: si antes no la encontraba vagabundeando por las calles, que preguntara en un Centro de Rehabilitación para discapacitados que regenta un cura.

Yo, reforzada de esperanzas, apreté una vez más el amuleto y me puse camino de Vohipeno…

—¡Doctora, doctora! —se oyó gritar en el pasillo…