Marie:
Cuando recogí mi bolsa con el instrumental y me despedí del mercado anduve sin rumbo durante un buen rato. Aun no tenía casa y no sabía dónde iba a dormir. Al día siguiente, tenía que empezar a trabajar temprano, pero la tristeza que llenaba el hueco que había dejado Vohilaba tras su adiós furtivo me impediría conciliar el sueño. La vida me había dejado otra vez sola, aunque ahora tenía trabajo y podría relacionarme con más gente, e incluso llegar a tener amigas, pero yo ya sabía lo que es sentir la soledad rodeada de personas que te saludan, te hablan, y hasta te sonríen.
El gran mercado estaba en la villa intermedia y el hospital en la baja, pero aunque la cabeza me decía que no debía alejarme de allí, un impulso inconsciente me hizo caminar hacia la villa alta. Andando entre viejas casas tradicionales y varias iglesias que ya dormían, llegué hasta la catedral Ambozontany, que mira y domina a la ciudad desde su altura. Aunque no tengo las creencias religiosas que proclaman sus mensajeros, me hubiera gustado que estuviera abierta para poder entrar y recoger mis sentimientos en ese ambiente de paz que se respira en su interior. Ya lo conocía. Me senté en la escalinata y los ojos se me humedecieron pensando en Vohilaba y su maldito parto. Poco antes del amanecer, bajé de la colina y me fui al hospital. Ya dormiría otro día.
Alahady:
El impacto que me causó el gran edificio de ladrillo rojo que era el hospital, acentuó mis deseos de convertirme en una buena enfermera. El primer día de clase estuvo marcado por las presentaciones y el programa que tendríamos que seguir en el primer curso. Aunque sabía que tenía mucho que aprender de la teoría, me encontraba con conocimientos superiores al resto de mis compañeras debido a todo lo que me habían enseñado las monjas de Tangainoni y el enfermero médico. Estaba deseando empezar en el hospital y poder perfeccionar mis cuidados con los enfermos más que pasar las horas con los libros: «la enfermedad está escrita en el cuerpo, no en las hojas», pensaba. Sin embargo, pondría todo mi empeño en conseguir avanzar por delante de lo que exigían y que así me permitieran ayudar en el hospital en mi tiempo libre.
Marie:
Empecé a trabajar como limpiadora, casualmente destinada en la zona donde estaban las mujeres que esperaban a dar a luz y adonde regresaban tras el parto, aunque el trabajo en el quirófano lo hacía otra compañera. No perdía detalle de cada situación y cuando los médicos visitaban a las parturientas siempre aprovechaba para ponerme a limpiar cerca y así oír sus comentarios. Un día, llegó el momento… La enfermera de la planta estaba distraída en otra actividad, o no haciendo nada, mientras yo sacaba brillo al suelo sucio, pegajoso, de una habitación a la que acababa de llegar una recién salida del paritorio con su bebé ya limpio del meconio y enfundado en su gorrito de colores alegres. Al acercarme a su cama para darle la bienvenida al pequeño malgache, observé que la madre respiraba más deprisa de lo normal y su color blanqueaba. Estaba con los ojos cerrados y no respondió a mi llamada primero, ni a mi sacudida después. De forma decidida levanté la ropa de la cama y vi un charco de sangre que la empapaba. Dejé mis bártulos y corrí por el pasillo llamando a la enfermera a gritos:
—¡Enfermera, enfermera! ¡Aquí, rápido!
Una doctora supo interpretar la voz de alarma saliendo a mi encuentro desde su despacho. Estaba inquieta, asustada…
—¿Qué ocurre? ¿Qué son estos gritos?
—¡La parturienta se desangra! —clamé, con voz firme. ¡Se va a morir!— añadí, esta vez tratando de tranquilizar el tono al comprobar que la doctora se había puesto en marcha. Corriendo tras de mí, entramos en la habitación.
Al ver las sábanas empapadas, la ginecóloga comprendió que la hemorragia uterina ya estaba fuera de control y que solo una histerectomía inmediata podría salvar aquella vida. Yo me ofrecí a ayudar si fuera necesario, pues nadie, excepto la enfermera que ahora se aplicaba a poner un suero que se resistía a entrar por unas venas colapsadas, estaba disponible en ese momento. Cuando llegamos al quirófano ya era tarde… El bebé no encontró el pecho de su madre cuando lo buscó.
Alahady:
Al mes de empezar el curso ya había logrado que al acabar las clases me permitieran ir al hospital y ayudar a las enfermeras, que tanto escaseaban y con frecuencia se veían desbordadas. Eso me supuso descubrir un mundo nuevo para mí. Nunca había visto ese aparato que se llama ecógrafo, que permite ver a los enfermos por dentro, aunque yo no podía imaginar que fuéramos así, o que nos retratara tan desfigurados. También se podían hacer otras fotos que se llaman radiografías, que enseñan nuestros huesos y las manchas de la tuberculosis en los pulmones. ¡Qué distinto y fácil era aquello en comparación con los medios de que disponíamos en Tangainoni! Allí, teníamos que deducir todo por los síntomas, ver con los dedos exploradores y con los oídos, ayudados por un simple análisis cuando se podía.
Nunca estaba en un sitio fijo. Me llamaban donde más me necesitaban en ese momento. Una tarde, la enfermera que cuidaba a las que habían dado a luz estaba descansando y quejándose de tanto trabajo que hacía sola. Acababa de llegar una mujer de la sala de partos, y al verla pasar tranquila con su bebé durmiendo a su lado pensó que ya iría más tarde a controlar el pulso, la tensión, y vigilar la compresa por si acaso sangraba. Me estaba explicando todos esos cuidados cuando de repente oímos un grito…
Marie:
Al día siguiente de aquel episodio, la ginecóloga me llamó a su despacho.
Con voz tranquila, me dijo: «Siéntate Marie, y ahora explícame porqué se te ocurrió buscar la hemorragia».
En su tono de voz y en su mirada percibí un interés que me dio confianza…
Porque… Cuando finalicé mi relato minucioso, durante el que en algunos momentos no pude reprimir la emoción y la tristeza, que de una manera o de otra marcaban todos los tiempos de mi vida, bajó los ojos y, tras unos minutos de silencio, que me parecieron horas, me invitó a marcharme con un gesto amable. Al cerrar la puerta me pareció oír que me llamaba de nuevo. Me paré, pero solo oí el ruido de un golpe seco en la mesa. Me sentí reconfortada por mi confesión. Desde que Vohilaba se había ido nunca nadie se había dirigido a mí en un tono amistoso ni se había interesado tanto por mí. Aunque mi cabeza estaba en otra cosa… esa tarde trabajé con más ahínco que nunca.
Alahady:
Durante los días siguientes a aquel incidente no pude centrarme bien en mis estudios. Sólo oía aquel grito de una limpiadora y no dejaba de preguntarme por qué tenía aquellos conocimientos que le llevaron a actuar como si fuera una enfermera. Era una mujer muy trabajadora, pero extraña en su actitud. Siempre parecía triste y no se relacionaba con nadie, aunque era muy amable en el trato.
Recuerdo aquella tarde que la enfermera y yo entramos en una habitación a curar a una madre que no pudo serlo porque llegó con el feto muerto. Ella estaba allí, haciendo la limpieza, y levantó la cabeza al tiempo que nosotras levantábamos las sábanas que dejaban al descubierto el cuerpo de una niña hecha mujer cuando aun no le correspondía. Volvió a dedicarle su atención a su trabajo pero, no sé si como parte de su plan de limpieza o por alguna curiosidad que se me escapaba, se acercó a la cama mientras limpiaba, manteniendo su cabeza baja. Por un instante la observé, y por el aleteo casi imperceptible de su nariz a mí me pareció que trataba de oler algo. Fue un gesto fugaz pero algo debió de captar pues su expresión cambió sutilmente, pero cambió. Es como si le hubieran hurgado en una herida. La enfermera recriminó a la niña que no hubiera avisado para orinar y se lo hubiera hecho en la cama. La niña respondió con los ojos empañados que no podía evitarlo porque desde que le habían sacado a su hijo no le daba tiempo a aguantar lo suficiente; se le escapaba sin darse cuenta.
Marie:
Poco tiempo después, la ginecóloga me volvió a llamar a su despacho, y al entrar me recibió con una sonrisa franca.
Me dijo:
Marie, le voy a dar una buena noticia. La propuse para dar el salto a auxiliar de obstetricia y la dirección lo aceptó. Me informé en qué situación legal estaba por el suceso que tuvo en el otro hospital y su causa fue archivada. Ni siquiera hicieron la denuncia en cuanto supieron que había desaparecido. En adelante, trabajará conmigo en la atención de los partos y si se precisa también le enseñaremos a ayudarnos en las cesáreas. Necesitamos gente. Como sabe, la Sanidad Pública carece de recursos y no paga ni bien ni con periodicidad, por lo que los pocos médicos que tiene el país buscan otras alternativas, y encontrar gente cualificada y con su corazón es muy difícil. Yo le enseñaré todo lo que haga falta y dentro de un tiempo conseguiremos que se presente al examen que le otorgue el título de comadrona. Su sueldo también va a mejorar y tal vez le sea más fácil encontrar la casa que busca, con agua y un servicio, y deje de dormir en las escalinatas de la catedral.
No me podía creer lo que estaba oyendo. El corazón me latía deprisa y por mi cabeza pasó como un flash la película de mi vida…
Por cierto, añadió: la niña que vino con su feto muerto tiene una comunicación entre la vejiga y la vagina: «La fístula». Como su amiga. En nuestro país no las opera nadie.
El recuerdo de Vohilaba me arrugó el corazón, pero ahora no era el momento de preguntarle si había oído hablar de los médicos blancos.
Alahady:
Al día siguiente, cuando llegué al hospital, me comunicaron que tenía que ir a otra planta que no era la de obstetricia. Procuré acabar mi trabajo antes de que lo hiciera la enfermera de partos pues necesitaba verla para preguntarle que sabía de la misteriosa limpiadora. La encontré ya saliendo, y antes de que yo le preguntara nada me dijo:
¿Sabes que a la limpiadora la nombraron auxiliar de partos? Y continuó: Al parecer tiene conocimientos porque antes trabajó en un hospital donde estaban los franceses y debió de acumular mucha experiencia, aunque no tiene ningún título ni estudios. No sé más de su vida ni tampoco me importa mucho.
A mi sí —pensé de inmediato—. Esa mujer tiene algo especial. Ya no es joven, y aunque se la ve siempre con aspecto cansado, desaliñada y lleva su ropa raída, me parece guapa y debió de ser muy atractiva para los hombres. Pero dentro de sí seguro que guarda mucho más. Lo vi en su mirada de ojos de azabache con destellos de fuego cuando la enfermera reprendió a aquella niña que no pudo controlarse y se mojó en la cama.
Marie:
Lo primero que hice al levantarme fue empezar a buscar una casa con agua. Iba a ganar algo más de dinero y ahora sí que la encontraría. A continuación, tendría que comprar algo de ropa y preocuparme un poco por arreglar mi aspecto tan desgastado por tantos años de pobreza. Cuando estuviera asentada y limpia pensaría en ayudar a Vohilaba: «la hija que no tuve».
Alahady:
Tardé más de un mes en volver al hospital. Los primeros exámenes estaban cerca, y si no obtenía un buen resultado no me dejarían seguir acudiendo a mis prácticas furtivas —pero permitidas—, como lo había venido haciendo hasta ahora. Seguía obsesionada con leer en el corazón de la limpiadora y conocer su secreto.
Marie:
Una tarde al salir de un parto vi a la estudiante de enfermera que ayudaba en la sala de mujeres, como esperando a alguien. Recuerdo que estaba por allí el día que se murió desangrada aquella madre que acababa de dar a luz, y que también había ayudado a hacer la cura de la niña con la «fístula», cuando yo estaba limpiando y olí el diagnóstico nada más levantarle la sábana. Me miró con timidez. Sin pensarlo, me acerqué a ella preguntándole si esperaba a alguien o si necesitaba algo. De pronto, desapareció su azoramiento y me dijo:
Quiero conocerte. Hay algo en ti que me hace sentir esa necesidad.
No le respondí de inmediato, pero intuí que era una persona amistosa y fiable. Tal vez teníamos algo que compartir, porque yo también quería conocerla a ella. Me llamaba la atención que siendo estudiante de primer año dedicara sus horas de descanso a ir a trabajar al hospital y que con ella hicieran una excepción respecto al resto de las estudiantes de su curso. Aquél no me parecía un sitio propicio. Al cabo de un rato de silencio, que ella aguantó con inquietud, le propuse que nos viéramos al caer la noche en las escalinatas de la catedral. Después de tantos años sin techo ni ninguna comodidad, acababa de instalarme en una casa, aun vacía pero demasiado maravillosa para acoger, aunque solo fuera por un rato, a alguien que no conocía. Ella asumió el riesgo de salir de su residencia a una hora que no le estaba permitida. Quedamos en que cuando sonaran las campanas anunciando la última oración del día estaría esperándola allí.
Llevaba un rato sentada escuchando los cánticos de los fieles, cuando la vi aparecer. Mientras la invitaba a acomodarse a mi lado, le dije:
Mi nombre es Marie.
El mío Alahady —respondió.
Sin más, empecé a contarle acerca de mi infancia privilegiada y feliz, de mi trabajo prometedor en un hospital que gobernaban nuestros colonos los franceses, mi enamoramiento y luego, sin poder evitar unos sollozos que rompían momentáneamente el relato, mi pérdida de todo y mi soledad hasta que encontré una nueva razón para luchar, cuando asistí al parto de una niña selvática y maltratada que perdió a su hijo antes de que naciera y a su marido cuando éste olió el charco. Esperé a que los creyentes abandonaran la catedral, para continuar hablando cuando el silencio del entorno lo permitiera y, ella, a su vez, hubiera hecho su presentación.
Alahady:
Yo le conté mi historia a Marie y le hablé de lo que para mi supuso poder estudiar, a pesar de que para ello tuve que separarme de mis padres y hermanos siendo muy niña, y de cómo, poco a poco, se fue adueñando de mi la vocación que sentía por poder ayudar a los enfermos. También me salió de dentro el recuerdo hacia mi amiga de la infancia, con la añoranza de esa amistad que se labra en las edades en las que todavía no hay sitio para la malicia. Le hablé de su bondad y de su desgraciada niñez en comparación con la mía, a pesar de lo cual siempre mostraba un carácter con una gran fortaleza. Se me empañaron los ojos cuando continué con el repaso de su vida hasta que se le perdió el rastro y su hermana ya no supo más. Hice un silencio, para aclarar una voz entrecortada, antes de contarle la visión fugaz que tuve de ella en aquella estación.
¡Pobre Vohilaba! —añadí.
Instantáneamente, Marie me miró a los ojos, me cogió fuertemente de las manos, y ante mi mirada de estupor y desconcierto, con una voz temblorosa exclamó:
—¿Vohilaba…? ¿Has dicho… Vohilaba?
—Si.
—Entonces… ¡Es ella, es ella, es la misma! ¡Es Vohilaba!
Marie:
Estaba nerviosa y excitada y le conté de forma atropellada el resto de mi historia: la de un tiempo de mi vida llena de penurias que no sabía bien cuanto había durado, y el de ese otro tramo en el que había vuelto a encontrar el deseo de volver a luchar por algo… ¡Y por alguien…!
Hubo pausas y lágrimas con sordinas. Luego tomó la palabra Alahady, que finalizó su relato con el de la muerte del pobre hermanito de Vohilaba y la conversión a la fe católica de su hermana Siramamy.
La noche ya envolvía la ciudad desde hacía unas horas y estaba tranquila. Las campanas descansaban y apenas había gente merodeando por la zona. En aquella penumbra y quietud, hicimos un silencio prolongado mientras yo la rodeaba con mi brazo por la espalda y la apretaba contra mí. Al rato, nos miramos y, a la vez, decidimos que juntas la encontraríamos y buscaríamos a los médicos blancos cuando regresaran. Alguien… tenía que operarla.
Cuando nos íbamos a levantar, a nuestras espaldas se oyó el ruido de una puerta grande que se cerraba y le echaban la llave. Una voz de hombre, que también llegaba desde atrás, preguntó si necesitábamos algo. Yo me levanté, me giré, y al ver al cura le dije:
Sí, yo necesito creer en su Dios.
El cura se quedó pensativo, observándonos. Antes de que hablara, ya estábamos bajando las escalinatas mientras yo mantenía cogida por el hombro a Alahady. Él apresuró su paso para alcanzarnos y al llegar a nuestra altura se dirigió a mí:
Nuestra casa siempre está abierta: «Si vienes creerás», susurró acariciando con su voz el silencio de la noche.
Acompañé a Alahady hasta su residencia, pensando en el milagro que había producido la casualidad. Antes de despedirnos, le dije que debíamos de estar pendientes de la niña con la fístula. La abracé de nuevo y le pedí que me enseñara a leer y escribir mejor. No le salió la voz, pero movió la cabeza afirmativamente de forma inequívoca. Esa noche apenas pude conciliar el sueño pensando en cómo localizar a Vohilaba y, también, en mi propio futuro, que ya había dado por perdido. Ahora, tenía una casa de verdad y sería una comadrona legal. Ya no tendría que huir de nada ni de nadie. Cuando empezaba a amanecer me venció el cansancio. Soñé con chozas, orina, partos y los caminos interminables de mi tierra cuando se recorren para llegar a algún sitio… Cuando les iba a enseñar a mis padres el título de comadrona me desperté…
Alahady:
La historia de Vohilaba me conmovió. Lo primero que se me vino a la cabeza fue ponerlo en conocimiento de su hermana Siramamy, futura monja de la Congregación a la que iban los médicos blancos a operar, allá en la Misión de Farafangana, pero lo más importante era dar con mi amiga y todos mis pensamientos giraban en torno a cómo. Mi imaginación se ahogaba en planes tan absurdos como irrealizables. El encuentro en la estación se me representaba como ilusorio y una nueva casualidad sería irrepetible. Esa noche no me envolvió la sábana; su lugar estaba ocupado por un manto de emoción, tristeza e inquietud. Cuando el agotamiento iba avanzando dentro de mí me resultó muy reconfortante pensar en mi nueva amiga y en sus ansias por aprender a leer bien y a estudiar. Ella tomaría las decisiones y yo ayudaría para llevarlas a cabo: «Ya sabía que no me había equivocado con la limpiadora y ahora tampoco me iba a equivocar con la comadrona», pensé. Cuando me dormí, el peso del cansancio me arrastró hasta el fondo de la inconsciencia, pero al despertar me di cuenta de que una parte de mí no había descansado…