Capítulo 18

Aunque necesitaba hacerlo, aquella noche tampoco pude dormir. Por mi cabeza pasaron atropelladamente todos los recuerdos, desde el parto inútil hasta la conversación con la mujer, y luego con el hombre que hablaba de otro Dios. Pero lo que me mantenía despierta era el cariño tan profundo que le tenía a mi partera, que me trató como una hija y yo la tuve como una madre. Sabía que no me dejaría seguir viviendo en el mercado, pero por mucho que ella quisiera yo no podría vivir en su casa —impregnándola continuamente de ese olor— y no tenía ninguna posibilidad de rehacer mi vida o valerme por mi misma hasta que no me cerraran el agujero. La quería mucho y, sin ella, me habría muerto o no estaría ahora aquí, con una luz de esperanza… Pero al día siguiente, cuando ella se marchara a trabajar, yo empezaría mi viaje. No podía despedirme… Si le hubiera contado mis planes, seguro que me habría acompañado y hubiera perdido la que ahora era su gran, y tal vez última, oportunidad.

Conocía a una vendedora, que montaba su puesto cerca del lugar donde dormíamos. Era una buena mujer. Por la mañana le pediría que esa noche se quedara allí hasta que llegara mi partera y me despidiera de ella. Cuando Marie se fue a trabajar, me hice la dormida para que la emoción no me hiciera dar marcha atrás. Al rato, llegó la vendedora, le expliqué todo, le entregué el saco donde guardábamos los instrumentos de Marie para que se los diera cuando llegara de vuelta y, sin volver la cabeza, me dirigí a la estación.

La vendedora cumplió con su promesa. Cuando Marie llegó recogió su bolsa, aceptó en un silencio lloroso la noticia que le daba aquella mujer y también se despidió del mercado. Ya no volvería a esa casa. Era la segunda vez que alguien a quien quería la abandonaba, aunque esta vez lo comprendía.

Cuando el tren arrancó, y la estación recuperó su inactividad, me dirigí otra vez a la joven que con amabilidad me había proporcionado aquella información tan valiosa y le pregunté por el viaje a Manakara. Me respondió que era una distancia no muy larga, pero llena de dificultades por el paisaje montañoso vestido con una vegetación a veces impenetrable, aunque, en esa dirección, primero era llano y luego cuesta abajo hasta alcanzar el mar. Además, paraba en todas las aldeas, en las que el tren dejaba un trozo de vida. Yo nunca había visto el mar y no sabía lo que eso significaba, pero no me atreví a desnudar mi ignorancia y no pregunté más.

La joven se encerró de nuevo en su oficina y al saber que ya nadie me observaba inicié mi marcha siguiendo los raíles de la esperanza. Mi plan era caminar hasta llegar a cada aldea, donde pasaría las noches al abrigo de los riesgos de la soledad y de mi indefensión: «Mi único equipaje era la fuerza de mi voluntad por encontrar a los médicos blancos».

La llanura de los tramos iniciales pronto dio paso a un horizonte de cumbres, desfiladeros, quebradas y macizos selváticos por su frondosidad, que asfixiaban la vía del tren, de la que no podía separarme en ningún momento. Caminaba lentamente aunque mis pies aguantaban todas las piedras, como si llevara eso que se los cubre a los blancos. Cuando llegaba a mi destino diario, me recogía en uno de los extremos del andén para descansar, y con la llegada de la noche me acercaba a alguna de las jóvenes madres de mi edad para pedirles algo de la comida sobrante que los viajeros no habían consumido. Nunca me faltó el alimento, que a veces completaba con los plátanos que se ofrecían lujuriosamente a lo largo de tantos tramos del camino. Bebía en los estanques que se formaban para dar un descanso al agua que bajaba de las montañas con una velocidad incomprensible, como si fuera a llegar tarde a su cita allá abajo en los valles, por donde circulaba más pausadamente el río que alimentaba los arrozales.

Las aldeas de cabañas se parecían todas entre sí y a aquéllas en las que yo había pasado toda mi vida hasta que llegué a Fianarantsoa. La diferencia estaba en que el tren les llevaba vida en color y el espectáculo diario de los blancos, mientras que en las mías la vida era una sombra de sí misma y todo nuestro circo era ver algún coche cruzar el río de tarde en tarde. Cuando el tren se despedía siempre lo hacía hasta mañana, y la función se repetía todos los días con los mismos actores, aunque tuvieran caras diferentes.

A medida que avanzaba, mis jornadas se acortaban, pues tenía que esperar a que arrancara el tren para ir siempre detrás y que no me sorprendiera en algún tramo en el que no pudiera apartarme de la vía, o atravesando esos túneles tan largos en donde necesariamente andaba más despacio, metida en su oscuridad, a pesar de lo bien que sabemos ver de noche. En un momento determinado, decidí que lo mejor sería descansar un día y, entonces, viajar en contra del tren en vez de a su favor. Haciéndolo así, cuanto más me acercaba a mi destino, antes podía iniciar la marcha; siempre llegando a la siguiente parada con la luz del día.

La interrupción se produjo en una aldea más grande. Allí podría pasar más desapercibida, y el movimiento de tanta gente preparando el menú de los viajeros me iba a distraer de mi soledad. Como hacía siempre, me coloqué en el extremo del andén que correspondía al vagón de cola donde viajan los blancos. Así podía escudriñarlos por si veía alguna señal que me pudiera indicar que ésos eran los médicos. Ya estaba acostumbrada a hacerlo y con una ojeada rápida ya supe que esta vez tampoco, de manera que me senté, aunque sin dejar de mirar, envuelta en mi cansancio.

Cuando el tren anunció su marcha, yo me levanté para iniciar la mía y, de pronto, oí un grito desgarrador que me llamaba por mi nombre. Inmediatamente reconocí la voz de Alahady y me di la vuelta, con el corazón rompiéndome por la fuerza con la que me golpeó. Todo lo que pude ver fue una figura colgando de uno de los vagones, con una mano que se agitaba en el aire, al tiempo que el tren se alejaba y la realidad se hacía sueño, en vez del sueño realidad. Por un momento dudé en echar a correr detrás del recuerdo, pero mi determinación era otra y decidí seguir mi camino, durante muchas horas con los ojos humedecidos.

Unos días después, por fin, llegué a Manakara. Lo primero que hice fue ir a ver el mar. Me sobrecogió. Pensé que la naturaleza y nosotros somos lo mismo y nos rigen las mismas leyes. Igual que se acaba la vida y desaparece repentinamente sin que sepamos donde volver a encontrarla, con la tierra pasa lo mismo: de pronto, igual de bruscamente, se acaba y desaparece tragada por el agua. El mar que vi me pareció hermoso, acariciando, lamiendo dulcemente la tierra que se le entrega, con un color que emborrachaba la vista: «el mismo que el del cielo». Un frente de palmeras bien alineadas, con sus cimeras frondosas acariciándose en lo alto, ofrecía el refugio que necesitaba para, por fin, dormir sobre una cama blanda de tierra fina, blanquísima, que al pisarla abrazaba el pie. Muerta de cansancio, viva de sentimientos, rebosante de nostalgia, recordé a mi pobre madre… Cuando me desperté de un sueño desazonado sólo había un pensamiento obsesivo en mi cabeza: saber que habían hecho los médicos blancos al llegar a Manakara. Los «pousse-pousse» o los «taxi-brousse» de la estación debían tener la respuesta…

Durante los días siguientes, dormía en la playa y vivía en la estación. Cuando me acercaba a preguntar, la única respuesta que obtenía era la del repudio que ya se me anunciaba a distancia. El maldito olor era mi tarjeta de visita.

Un hombre que tenía un puesto a la entrada de la estación, tratando de vender lo que casi nadie compraba, reconoció el tufo que le remordió la conciencia y reavivó su recuerdo… Tal vez arrepentido de haber abandonado a una hija como yo, una tarde, al pasar cerca de él me llamó y me dijo:

Un día, alguien contó que a unos días de distancia de aquí unos médicos blancos hacían operaciones que podían devolver la esperanza de dejar de ser nadie.

Le hice muchas preguntas pero no sabía más; ni siquiera donde estaba su hija, aunque creía que no debía ser lejos de allí. No la había vuelto a ver.

Durante un tiempo que no puedo precisar dejé mi señal por toda la ciudad, marcando el territorio de la infelicidad, buscando a otra como yo. Ya había tenido conocimiento de una y ahora sabía de otra. Entonces, empecé a pensar que seríamos muchas más.

A pesar de mi fortaleza, mi vida solo tenía el sentido de curarme o dejarme morir. Aun era una niña, y aunque tenía formas de mujer mi destino me había apartado de ser una cosa y la otra. Cada noche me dormía con los mismos pensamientos: Madre ¿por qué te fuiste tan pronto? Padre ¿por qué nos abandonaste? Hermanitos ¿qué es de vosotros? Razafindra ¿ya tienes un hijo, o estás en la cárcel? Alahady ¿adónde ibas en aquel tren? Marie ¿ya duermes en esa casa que con tanta ilusión buscabas para las dos? Mujer ¿encontraste por fin tu descanso? Cura ¿sabes que gracias a ti y a tu Dios estoy en Manakara? Vendedora de billetes ¿volviste a saber de los médicos blancos? ¿ya sabes cómo se llaman? ¿te enteraste adónde fueron? Monjas ¿dónde estáis? Médicos blancos… No sabía que preguntar.

A Vohilaba le tembló un poco la voz en estas últimas frases que pronunció de forma entrecortada, con pausas, mirando al vacío, como si estuviera sola.

Hijo… musitó, sin ser capaz de añadir más.

El susurro de un viento apacible rompió un rato de silencio durante el que Juliette cerró los ojos y regresó a París…

¡Dios mío! ¿Qué es esta vida… qué es esta vida mutilada? ¿Cómo se puede vivir así? —me dije mientras en mi interior se proyectaba la imagen que veía desde mi apartamento: al fondo, la singular torre Eiffel, tan imponente, de día pinchando el cielo y de noche alumbrándolo con su traje de luces que la cubre entera y a ratos lanza destellos que la recorren alegremente de arriba abajo, haciéndole guiños ostentosos a la vida—. En ese momento mi cabeza peinó la ciudad y me trasladó por un instante a la inmensa y esplendorosa avenida de los Campos Elíseos: en un extremo el Arco del Triunfo dándole entrada y el Louvre cerrándolo en el otro; los dos enfrentados en un desafío a la grandeza y genialidad arquitectónicas, como lo están la Madeleine y el Palacio Bourbon, o el Petit y el Grand Palais. En ese instante de recuerdos acudieron a mi memoria los conciertos en el Teatro de la Opera —a la que soy tan aficionada— y las visitas al Louvre para ver el «San Juan Bautista» —tan misterioso como la propia Gioconda, tal vez la propia Gioconda retratada de santo—, y «La encajera» y «El astrónomo», de Vermer —algunos de mis cuadros favoritos— entre tantas y tantas joyas que deleitan el espíritu y durante su contemplación te hacen mejor, como la Victoria Alada de Samotracia, majestuosa, desafiante, símbolo de la firmeza y valor de la mujer, y la Venus de Milo, tal vez la escultura de mujer más admirada del mundo, la más seductora, con sus curvas voluptuosas dibujando la belleza femenina y la sensualidad en estado puro. Entonces cruzaron como un flash mis ratos de lectura en cualquiera de los tantísimos cafés que adornan y alegran las esquinas, calles y jardines exteriores o palaciegos de París —en sus terrazas durante las mañanas de los domingos soleados, y en su interior cuando la lluvia o el frío los hacen especialmente acogedores—… Y los paseos curioseando por la rue Saint Honoré —en la que cada escaparate me asombra y encoge— para acabar asomándome durante un rato a la plaza Vêndome —la más bella de París y, tal vez, la más esplendente del mundo—, a la que abre sus puertas el mítico hotel Ritz, que en uno de sus rincones con más encanto alberga el legendario café Hemingway, donde tantas veces me reuní con mis amigos o mi pareja para reír a la vida o soñar bajo los efectos de sus famosos cocktails: el Martini seco o el Serendipity, como lo hacía el propio Hemingway.

Un breve suspiro interrumpió estos pensamientos. Vohilaba permanecía en silencio, ajena a ese otro mundo inimaginable para ella. Juliette recuperó su nostalgia echando de menos su actividad física de los fines de semana corriendo por el Bois de Boulogne: en el otoño teñido de las más hermosas e irreproducibles combinaciones de amarillos suaves, naranjas escondidos, rojos intensos y marrones cálidos y en primavera llenando el espacio de brotes de una vida que renace con una explosión de verdes frescos de todas las tonalidades, inmensos, contrastando con toda la crudeza con el gris de las piedras y el humilde amarillo desteñido de los ladrillos de Tana. De pronto, irrumpió la imagen del Sena con sus puentes como preciosas diademas desde los que se ven todas las casas y palacios cortados a la misma altura, solo desafiada por las cúpulas y torres de basílicas e iglesias, ofreciendo un conjunto de armonía, poder y belleza que hacen a esa ciudad única e irrepetible. ¡Ay París! Ahora comprendía mejor que nunca porqué París es una fiesta: todas las luces juntas de Madagascar dejarían su noche en penumbra.

Pero ¿qué hemos hecho los franceses aquí? —se preguntó cuando abrió los ojos y vio la figura entristecida de Vohilaba, tan menuda y pobre, allí sentadita en el regazo de la noche mirando la fachada que da al patio de lo que para ella debía ser su Palacio de Luxemburgo—. Entonces no pudo reprimir un lamento de angustia y compasión. La rodeó cariñosamente con el brazo, la apretó contra sí y le cogió la mano para levantarse y entrar en el hospital. Ya es tarde, le dijo.

Esa noche Vohilaba descansó de un tirón. Ahora se sentía un ser humano que luchaba contra muchas adversidades con las que la vida la había castigado, pero como una persona querida, no como una fístula vagabunda despertando el rechazo. Sí, ahora había una doctora como antes había habido una partera. Tras cada relato se sentía más fuerte y por eso cada día esperaba ese momento del atardecer para reunirse a solas con su doctora y hablar… hablar.