Alahady salió de Tangainoni en un coche de la Misión camino de Farafangana, con el sol todavía desperezándose en un cálido amanecer. Al cruzar a la otra orilla donde estaba su aldea —en aquella barcaza tan familiar con su motor de cuerdas— pidió a las dos misioneras que la acompañaban que la dejaran despedirse de sus padres y hermanos.
En su diario lo reflejó así:
Recordé con tristeza a mi amiga Vohilaba. Nadie había vuelto a saber de ella. Seguro que ya tendría al menos dos hijos y estaría viviendo en un poblado mucho más grande que aquél —imaginé ilusoriamente—. De su familia no quedaba más que su hermana Siramamy, que ya era postulante en Tangainoni y vivía con felicidad su aprendizaje de futura monja. Su padre había muerto alcoholizado y de hambre y su madrastra se convirtió en una pedigüeña que vivía de los restos de los demás.
Mis padres y hermanos me abrazaron con fuerza y una mezcla de pena y alegría. Estaban orgullosos de mis progresos y se sentían menos vulnerables sabiendo que sería enfermera. El encuentro fue muy breve y selló una vez más los lazos de una familia muy humilde, pero que había sabido ser feliz. Las monjas bendijeron ante mis padres mi decisión y les aseguraron que el sitio al que iba a estudiar era uno de los mejores de nuestro país y que en la residencia que me habían conseguido para vivir estaría segura, pues era un internado de una Orden religiosa que llevaba muchos años dedicada a la enseñanza. De allí saldrá con una gran formación —aventuraron de forma convincente.
Al subir al coche no supe si volvería a ver a toda mi familia junta otra vez. Lloré por dentro mientras las cabañas se confundían con la naturaleza y desaparecía la imagen de los brazos en alto diciendo adiós.
El tiempo de viaje que restó hasta Farafangana lo hice en silencio, envuelta en la nostalgia de todo lo que dejaba atrás y la incertidumbre de lo que me esperaba por delante. El camino de tierra y grandes socavones por los que el coche se inclinaba y levantaba, de pronto dio paso a un tramo asfaltado —aunque lleno de baches— que anunciaba la proximidad de una ciudad. Las cabañas —aisladas, o juntas en pequeños grupos— desaparecieron del paisaje y poco a poco fueron sustituidas por casas de ladrillo que alternaban con otras edificaciones que se sucedían de forma caprichosa, sin más parecido entre unas y otras que su tamaño mayor que las que hacían de vivienda. A un lado y otro de las calles —que volvían a ser de tierra a veces parcheada con trozos de un asfalto irregular, que también hacía botar al coche— se veían grandes carteles que anunciaban nuestra cerveza nacional THB (Three Horses Bear), el agua embotellada Vita Malagasy, una compañía de teléfonos móviles, la presencia de un banco, y llamadas a la denuncia contra el abuso sexual de las niñas malgaches. También, se podían ver otros carteles más pequeños en las fachadas de las tiendas que indicaban el nombre del negocio: hotel, restaurant, música, utensilios domésticos, comida enlatada y bebida embotellada, ropa y todo lo que los habitantes de las ciudades necesitan para vivir de una manera tan diferente a como vivimos en las aldeas, donde en vez de vivir sobrevivimos y no tenemos nada porque no lo necesitamos o no lo necesitamos porque no lo conocemos. Por fin, doblamos en un sitio que parecía ser el centro de la ciudad y, al poco, vi un edificio a mi derecha con un cartel que anunciaba: «Hospital Público de Farafangana, Ministerio de la Salud». Les pregunté a las monjas que se hacía allí y no supieron contestarme. Pero lo que pude ver, mientras nuestra furgoneta se preparaba para un nuevo salto, fue un coche aparcado dentro del recinto protegido por unas verjas, de aspecto destartalado y con unas letras pintadas que decían: Ambulancia. También se veían algunos coches más. El paisaje humano lo formaban unos guardias perezosos que vigilaban no se sabe qué y algunos pacientes o familiares que se movían con la desgana de la enfermedad o de la desesperanza. No me dio tiempo a ver más, pero me pareció suficiente…
De allí nos dirigimos —ya rectos— hacia un puente que cruzaba un río y, por primera vez, vi el mar. En la escuela de la Misión de Tangainoni había estudiado lo que era, pues uno de nuestros primeros aprendizajes consistía en saber que existen la tierra y el mar, y que nuestro país es una isla. Su imagen me impactó al ver como el río desaparecía en un paisaje infinito de azules y verdes que se entremezclaban lentamente hasta fundirse en el horizonte lejano. Unos metros más adelante, había una piedra que indicaba el camino de entrada a la Misión de Ambatoabo. Enfrente, las misioneras construyeron un poblado para alojar, alimentar, cuidar y aliviar las horribles deformidades que la lepra produce en las pobres gentes que la padecen sin tratamiento y son expulsados de su entorno, rechazados por toda la comunidad. Allí, en ese rincón perdido de nuestra gran isla, se mueren viviendo, o viven muriéndose, un circo de mutilados por una enfermedad que desprende a pedazos la nariz, las orejas, los dedos, y, cuando tiene más hambre, convierte en muñones los pies y las manos. Conocer aquella obra fortaleció mi vocación de enfermera. Tres días después, en la madrugada, dejaba la Misión camino de Manakara, acompañada por la Superiora y otra novicia. Allí, debía tomar un tren que me trasladaría hasta Fianarantsoa: «El sitio donde se aprende el bien».
Nunca había visto un tren y no me imaginaba que la estación pudiera estar tan abarrotada a esas horas de la mañana. Aquello era como una pequeña locura. La gente se iba apiñando en unos asientos de madera que de forma rápida desaparecían de la vista y los bultos ocupaban espacios que casi no existían. Mientras, unos hombres rellenaban con grandes sacos y cajas otro vagón detrás de la máquina destinado sólo a transportar más bultos. En la cola había uno especial, con asientos individuales, casi todos cómodamente ocupados por grupos de gente blanca que no dejaba de hacer fotos con cámaras como la que tenía un cura que venía a decir la misa en la Misión de Tangainoni. Un día, el cura fotografió todos los rincones del dispensario para mostrar a no sé qué autoridades las penurias y las necesidades de ayuda que había para atender a tantos enfermos, con tan sólo unas pocas misioneras y un enfermero que hacía también de médico improvisado, pero curtido por la experiencia de la observación de tantos y tantos pacientes.
Yo no me preocupé por encontrar un sitio donde acomodarme. Cuando lo busqué, ya no lo encontré y preferí ir sentada en las escaleras de mi vagón. De esa manera podría contemplar desde la primera fila el espectáculo de la vida en mi país.
El tren carraspeó un poco y, por fin, se puso en marcha con un ritmo cansado, pero uniforme, sonando su bocina para avisar que sería implacable con las personas o animales que se pusieran en su camino, pues las vías eran cruzadas por unas y otros sin temor a su proximidad, desafiando con indiferencia su lento avance. En la primera parada ya se produjo la avalancha de vendedores de comida, que ofrecían niñas harapientas en sus cestos, con frutas y platos cuidadosamente preparados, mientras los más pequeños se dirigían sin dudarlo al vagón de los blancos en busca de sus monedas, «estilós» (bolígrafos,) y toda clase de golosinas, a cambio de posar para unas fotos que ya se debían de haber hecho mil veces antes. Poco a poco, fuimos dejando atrás el aliento húmedo y salado del mar, también el de los bosques de palmeras y ravenalas, y, a golpe de chirridos, empezamos a perder de vista la civilización. El paisaje se hizo cada vez más brusco y hermoso a medida que el tren subía unas pendientes que parecían imposibles para su edad. En todas las paradas se producían las mismas escenas… En todas las paradas la vida se hacía cómplice del tren y también se detenía en su progreso…
No recuerdo qué número hacía en la que estábamos ahora, pero ya había transcurrido mucho de la mañana —decía con letras bailantes el diario de Alahady—. El andén era más largo y la oficina del jefe de la estación reflejaba la importancia de la aldea. En comparación con las otras, en ésta había mucho más movimiento de hombres descargando mercancía que a continuación sustituían por otra que metían en el vagón sin viajeros. Al ver que tantos viajeros se bajaban, supuse que la parada se iba a prolongar más que las previas y salí a pasear para estirar unas piernas entumecidas que empezaban a doblarse por el cansancio. Me alejé de mi vagón en dirección al de los blancos. Sentía una mezcla de curiosidad por observarlos y un inicio de admiración por lo que ellos eran capaces de hacer y poseer: viajar a un país extraño y lejano, ocupar siempre esos asientos privilegiados, llevar los pies fuertemente protegidos, tener dinero con el que comprar comida o cualquier capricho que se les antojara sin que pareciera importarles cuanto gastaban, tener dientes, parecer limpios aunque no lo estuvieran, disponer de cámaras que guardaban sus recuerdos, y, sobre todo, me impresionaba mucho que todos tuvieran esos aparatos por los que hablaban y se escribían cosas que se recibían al instante a tanta distancia que no alcanzaba a imaginar. La Superiora de Tangainoni también tenía uno pero casi nunca le funcionaba, y a ellos les funcionaba a todos.
En esta estación había muchos más vendedores y actividad que en las otras paradas. Hasta resultaba difícil caminar por el estrecho andén. Cuando ya iba a dar la vuelta para regresar a mi vagón —pues el tren avisó con un soplido que estaba a punto de arrancar—, me llamó la atención la soledad de una joven que no participaba de la fiesta del día. Estaba sentada mirando al vagón de los blancos en un extremo del andén. No tenía a nadie a su alrededor en un espacio de unos metros y no llevaba ninguna mochila con forma de hijo o hermanito colgada a su espalda; tampoco nada para vender y nadie iba a comprar su soledad. Su aspecto era desarrapado y parecía triste y cansada. Aunque estaba a cierta distancia de ella, sus facciones me resultaron familiares, pero no supe asociarlas a nadie en concreto. La pobreza nos iguala a todos. El tren anunció su marcha con otro bufido afónico y me apresuré a dirigirme a mi vagón, pero aun tuve tiempo de mirar otra vez para atrás en el momento en el que la joven se levantaba y se ponía a andar en dirección contraria al tren. El corazón me dio un vuelco… ¡Acababa de reconocer a Vohilaba! Corrí para subirme a un vagón que no era el mío y grité su nombre con todas mis fuerzas. El tren aceleró su marcha y solo pude ver que aquella figura se paró en seco y se dio la vuelta buscando de qué corazón había salido esa llamada.
El resto del viaje fue una pesadilla de ansiedad y preguntas sin respuesta. Lo único que sabía, ya con certeza, era que mi amiga de la infancia y hermana de Siramamy estaba sola y abandonada. Pensé en bajarme en la siguiente estación y desandar por la vía del tren la distancia que nos separaba, pero yo me debía a las monjas que tanto habían hecho por mí y me estaban procurando un porvenir. Deseché la idea con el sentimiento desgarrado y me consolé imaginando que algún día la volvería a encontrar…
Al llegar a Fianarantsoa me estaban esperando dos monjas, que me recibieron con afecto y me trasladaron en un coche a su convento para presentarme al resto de la Comunidad. Tras una cena ligera y atender sus oficios vespertinos, me instalé en el internado donde compartía habitación con otra estudiante de enfermería que, como yo, iniciaba su carrera. Al día siguiente empezaban las clases. Aunque quería descansar del largo viaje, la noche estuvo marcada por la imagen estropajosa de mi amiga Vohilaba y por como imaginaba su vida. Apenas pude dormir.