A nosotros pronto nos tocó el momento de regresar a España. Detrás dejábamos bastantes enfermos curados, un sinnúmero en espera de una nueva oportunidad y algunas otras fístulas que se habían vuelto a reabrir: en unas, porque se obstruyó la sonda encargada de que la vejiga estuviera siempre vacía hasta que las suturas se consolidaran y en otras, porque supieron guardar tenazmente su secreto para que la técnica fracasara y se fueron como llegaron… aunque anímicamente peor. Aimée ya no estaba sola…
Todos nos despedimos de todos con sentida emoción, con la alegría del trabajo hecho, con la tristeza del que quedaba por hacer…
—¡Hasta el año siguiente!
—¡Soava dia! (buen viaje). ¡Mandra pihaona! (hasta la próxima).
El día que por la noche partíamos de Antananarivo hacia París, el Ministro de Sanidad expresó a la Superiora de la Congregación su deseo de recibirnos en el Ministerio para saludarnos y manifestar el agradecimiento del Gobierno de Madagascar por la labor que habíamos desarrollado. Era por la tarde y el edificio destartalado del Ministerio ya estaba vacío de actividad… Si es que había habido alguna. Un autobús abandonado —al que le faltaba alguna de sus ruedas— estaba enfrente de la puerta, como si fuera una escultura modernista de algún artista provocador. En la planta baja del edificio había unos servicios con los urinarios rotos o precintados.
El Ministro era un hombre campechano y amistoso, que con su vestimenta informal —indistinguible de la de un funcionario de los de detrás de una ventanilla—, nos dirigió un discurso protocolario, pero sincero y nada pomposo, en el que nos expuso con breves palabras la realidad sanitaria de su país, pidiéndonos continuidad en nuestra ayuda y su extensión hacia la sanidad pública.
Le respondimos en términos similares de agradecimiento, por las facilidades que habíamos tenido para hacer nuestro trabajo y nuestra satisfacción por haberlo hecho, comprometiéndonos a darle esa continuidad que nuestra conciencia y las necesidades tan imperiosas de ayuda demandaban.
Las misioneras no quisieron que nos despidiéramos de Tana sin antes enseñarnos una zona donde se estaba desarrollando un proyecto revolucionario, en el que su Congregación colaboraba con monjas docentes dando clase en un colegio. El lugar está en una de las colinas más altas de la ciudad, ya en uno de sus límites, desde donde se tiene una vista completa de la belleza y de la pobreza, compitiendo la una con la otra, en un cuadro que se pierde en el horizonte. Allí, en una enorme cantera, niños de todas las edades, mujeres y hombres deshacían las piedras a martillazos. Estábamos conociendo la ciudad de Akamasoa: el barrio de los que habían sido los más pobres entre los pobres, los paupérrimos, los desheredados de la vida, los comensales de la basura.
Por la noche cogimos el avión de regreso a París. Ya sabíamos que volveríamos…